¿Sabes lo que quiero decir?


Si quieres saber qué se cuece en este trullo, yo soy el hombre que buscas -dijo Doug-. ¿Sabes lo que quiero decir?

Cada cárcel tiene uno. El de North Sea Camp se llamaba Doug Haslett. Doug medía casi metro ochenta, tenía el pelo moreno, espeso y ondulado, que empezaba a encanecer en las sienes, y una barriga que le colgaba por encima del pantalón. Su idea de hacer ejercicio consistía en caminar desde la biblioteca, de la cual era responsable, hasta la cantina, que se hallaba unos cien metros más allá, tres veces al día. Creo que ejercitaba su mente más o menos con la misma periodicidad.

No tardé mucho en descubrir que era brillante, astuto, manipulador y perezoso, rasgos comunes entre los reincidentes. A los pocos días de llegar a una nueva cárcel, sin duda Doug ya había conseguido ropa limpia, la mejor celda y el trabajo mejor pagado, y ya había decidido con qué presos y, más importante aún, con qué funcionarios debía congeniar.

Como yo pasaba gran parte de mi tiempo libre en la biblioteca (que pocas veces registraba una gran afluencia de público, pese a que la prisión albergaba a más de cuatrocientos internos), Doug enseguida me puso al corriente de su historia. Algunos presos, cuando descubren que eres escritor, no vuelven a abrir el pico. Otros no paran de hablar. Pese a los avisos de guardar silencio clavados en las paredes, Doug pertenecía a esta última categoría.

Cuando Doug salió del colegio a los diecisiete años, el único examen que había aprobado era el del carnet de conducir, a la primera. Cuatro años después, consiguió el permiso para vehículos pesados, y al mismo tiempo encontró su primer empleo como camionero.



Los magros ingresos no tardaron en desilusionar a Doug. Iba y venía del sur de Francia con un cargamento de coles de Bruselas y guisantes, y a menudo regresaba a Sleaford sin cargamento y, por consiguiente, sin prima. Solía meter la pata (palabras textuales) con las normas de la UE y consideraba que estaba exento de pagar impuestos. Culpaba a los franceses de exigir excesivos trámites burocráticos y al gobierno laborista de cobrar excesivos impuestos. Cuando los tribunales le conminaron a pagar sus deudas, todo el mundo tuvo la culpa excepto Doug.

El alguacil se llevó todas sus posesiones, excepto el camión, que Doug aún estaba pagando a plazos.

Doug estaba a punto de abandonar la profesión de camionero y sumarse a la cola del paro (casi igual de remunerativa y sin necesidad de madrugar), cuando un hombre al que no conocía le abordó durante una escala en Marsella. Doug estaba desayunando en un café de los muelles, cuando el hombre se sentó en el taburete de al lado. El desconocido no perdió el tiempo en presentaciones y fue al grano. Doug le escuchó con interés. Al fin y al cabo, ya había entregado su cargamento de coles y guisantes, y volvía a casa con un camión vacío. Lo único que debía hacer, según le aseguró el desconocido, era entregar una remesa de plátanos en Lincolnshire una vez a la semana.

Creo que debería dejar constancia de que Doug tenía algunos escrúpulos. Dejó claro a su nuevo patrón que jamás transportaría drogas, y ni siquiera entraría a discutir sobre inmigrantes ilegales. Doug, como muchos de mis compañeros de cárcel, era muy de derechas.

Cuando llegó al punto de entrega, un granero en ruinas en la campiña de Lincolnshire, le dieron un grueso sobre marrón que contenía veinticinco mil libras en metálico. Ni siquiera le pidieron ayuda para descargar el producto.

De la noche a la mañana el estilo de vida de Doug cambió.

Tras un par de viajes empezó a trabajar a tiempo parcial y solo efectuaba el viaje de ida y vuelta a Marsella una vez a la semana. Aun así, ganaba más en una semana de lo que declaraba a Hacienda por todo el año.

Doug decidió que una de las cosas que iba a hacer con sus ingresos sería marchar de su piso en un sótano de Hinton Road e invertir en el mercado inmobiliario.

Durante el mes siguiente vio varias propiedades de Sleaford, acompañado de una joven de la agencia de bienes raíces local. A Sally McKenzie le sorprendía que un camionero pudiera permitirse la clase de propiedades que le estaba mostrando.

Por fin, Doug se decidió por una casita de las afueras de Sleaford. Sally se quedó todavía más estupefacta cuando pagó en metálico, y asombrada cuando le pidió una cita.

Seis meses después, Sally se fue a vivir con Doug, aunque todavía le preocupaba ignorar la procedencia del dinero.

La repentina riqueza de Doug provocó otros problemas con los que no había contado. ¿Qué hacer con veinticinco mil libras en metálico a la semana, si no se puede abrir una cuenta ni ingresar un talón mensual en una sociedad de crédito hipotecario? Había sustituido el piso del sótano de Hinton Road por una casa en el campo. Había cambiado la carretilla elevadora de segunda mano por un camión Mercedes de dieciséis ruedas. Ya no pasaba las vacaciones anuales en una casa rural de Black- pool, sino en una villa alquilada en el Algarve. Los portugueses parecían muy contentos de cobrar en metálico, fuera cual fuese la divisa.

Un año después, durante su segunda visita al Algarve, Doug dobló una rodilla, pidió a Sally que se casara con él y le regaló un anillo con un diamante del tamaño de una bellota; era un tipo tradicional.

Varias personas, aparte de su joven esposa, se preguntaban cómo podía Doug llevar ese tren de vida si solo ganaba veinticinco mil libras al año. «Primas en metálico por las horas extras», respondía él siempre que Sally le preguntaba. Esto sorprendía a la señora Haslett, porque sabía que su marido solo trabajaba un par de días a la semana. Tal vez no habría descubierto jamás la verdad, si otra persona no hubiera tenido interés en averiguarla.

Mark Cainen, un funcionario de aduanas joven y ambicioso, decidió que había llegado el momento de descubrir qué estaba importando exactamente Doug, después de que un soplón le insinuara que tal vez no eran solo plátanos.



Cuando Doug regresaba de uno de sus viajes semanales a Marsella, el señor Cainen le pidió que parara y aparcara el camión en la nave de aduanas. Doug bajó de la cabina y entregó su hoja de trabajo al funcionario. En el manifiesto solo constaba una entrada: cincuenta cajas de plátanos. El joven funcionario se puso a abrirlas de una en una, y al llegar a la treinta y seis empezó a preguntarse si le habían tomado el pelo. Cambió de opinión cuando abrió la caja número treinta y siete, que estaba llena de cigarrillos: Marlboro, Benson & Hedges, Silk Cut y Players. Cuando el señor Cainen abrió la quincuagésima caja, ya había calculado que el valor en la calle del tabaco de contrabando sobrepasaría las doscientas mil libras.

– No tenía ni idea de lo que había en esas cajas -aseguró Doug a su esposa, y ella le creyó.

Repitió la misma historia a su equipo de abogados defensores, los cuales quisieron creerle, y por tercera vez al jurado, que no le creyó. El abogado defensor de Doug recordó a su señoría que era el primer delito del señor Haslett, y que su esposa estaba embarazada. El juez escuchó en un silencio glacial, y condenó a Doug a cuatro años.

Doug pasó su primera semana en la prisión de alta seguridad de Lincoln, pero en cuanto hubo rellenado el formulario de entrada, donde marcó todas las casillas correctas (nada de drogas, nada de violencia, ninguna condena anterior), fue trasladado a una cárcel abierta.

En North Sea Camp, como ya he dicho, Doug decidió trabajar en la biblioteca. Las opciones eran la cochiquera, la cocina, los almacenes o limpiar los retretes. Doug no tardó en descubrir que, pese a haber más de cuatrocientos residentes en la prisión, trabajar en la biblioteca era un chollo. Sus ingresos descendieron de veinticinco mil libras a la semana a doce cincuenta, de las cuales gastaba diez en tarjetas telefónicas para llamar a su esposa embarazada.

Doug telefoneaba a Sally dos veces a la semana (en la cárcel solo puedes hacer llamadas, no recibirlas) para repetirle una y otra vez que, en cuanto quedara en libertad, no volvería a meterse en líos con la ley. Esta noticia tranquilizó a Sally.

Durante la ausencia de Doug, Sally, pese a lo avanzado de su embarazo, continuó trabajando en la agencia de bienes raíces y hasta consiguió alquilar el camión de su esposo durante el período de tiempo que este estaría fuera. Mientras otros presos recibían ejemplares de Playboy, Reader’s Wives y el Sun, Doug recibía Haulage Weekly y Exchange & Mart como lectura.

Estaba hojeando Haulage Weekly, cuando descubrió justo lo que buscaba: un camión American Peterbilt de segunda mano, con volante a la izquierda, de cuarenta toneladas, que ofrecían a precio de ganga. Dedicó mucho tiempo (pero a Doug le sobraba el tiempo) a meditar sobre las ventajas adicionales del vehículo. Sentado solo en la biblioteca, empezó a dibujar diagramas en la contraportada de la revista. Después midió con una regla el tamaño de una cajetilla de Marlboro. Se dio cuenta de que esta vez los ingresos serían menores, pero al menos no le pillarían.

Uno de los problemas que comporta ganar veinticinco mil libras a la semana y no tener que pagar impuestos es que, cuando sales de la cárcel, esperan que busques un empleo por tan solo veinticinco mil libras al año, antes de los impuestos; un problema común para muchos delincuentes, sobre todo para los traficantes de drogas.

Cuando le faltaba menos de un mes de condena por cumplir, Doug telefoneó a su esposa y le pidió que vendiera el Mercedes último modelo como parte del pago del enorme camión Peterbilt de segunda mano y dieciocho ruedas que había visto anunciado en Haulage Weekly.

Cuando Sally vio el camión, no entendió por qué su marido quería cambiar su magnífico vehículo por semejante monstruosidad. Aceptó la explicación de que podría viajar desde Marsella a Sleaford sin tener que parar a repostar.

– Pero lleva el volante a la izquierda.

– No olvides que la parte más larga del viaje es desde Calais hasta Marsella -le recordó Doug.


Doug resultó ser un preso modélico, de manera que solo cumplió la mitad de su condena de cuatro años.

El día que quedó en libertad, su esposa y su hija de dieciocho meses, Kelly, le esperaban ante la puerta de la prisión. Sally condujo su viejo Vauxhall de vuelta a Sleaford. Al llegar, Doug se sintió satisfecho al ver el mamotreto aparcado en el campo contiguo a la casa.

– ¿Por qué no has vendido mi viejo Mere? -preguntó.

– No recibí ninguna oferta aceptable -admitió Sally-, de modo que lo cedí en alquiler durante un año más. Al menos así obtenemos algo a cambio.

Doug asintió. Le gustó comprobar que los dos vehículos estaban impecables, y después de inspeccionar los motores descubrió que también se encontraban en buen estado.

Doug se reincorporó al trabajo a la mañana siguiente. Aseguró repetidas veces a Sally que nunca más volvería a cometer la misma equivocación. Llenó el camión con coles de Bruselas y guisantes de un agricultor vecino y reanudó sus viajes a Marsella. Regresó a Inglaterra cargado de plátanos. El receloso Mark Cainen, recién ascendido, le paró para inspeccionar lo que traía de Marsella. Pero, por más cajas que abrió, solo encontró plátanos. El funcionario no se quedó convencido, pero tampoco descubrió qué se traía Doug entre manos.

– Déjeme en paz -dijo Doug cuando el señor Cainen le ordenó parar de nuevo en Dover-, ¿No ve que he pasado página?

El funcionario de aduanas no le dejó en paz, porque estaba convencido de que Doug seguía en la misma página, aunque no podía demostrarlo.

El nuevo sistema de Doug funcionaba a las mil maravillas y, aunque ahora solo sacaba diez mil libras a la semana, al menos esta vez no podían pillarle. Sally mantenía al día los libros de ambos camiones, de modo que las declaraciones de renta de Doug siempre eran correctas y se pagaban a tiempo, además de cumplir cualquier nueva norma de la UE. No obstante, Doug no había explicado a su esposa los detalles del nuevo plan para obtener beneficios sin pagar impuestos.

Un jueves por la tarde, justo después de dejar atrás la aduana de Dover, Doug entró en la siguiente estación de servicio para llenar el depósito antes de continuar viaje hacia Sleaford. Detrás de él se detuvo un Audi, cuyo conductor le siguió, y el conductor empezó a maldecir y a quejarse del tiempo que tendría que esperar hasta que llenaran el depósito del enorme camión. Para su sorpresa, camionero solo tardó un par de minutos. Cuando Doug salió a la carretera, el coche ocupó su lugar. Cuando el señor Cainen vio el nombre pintado en el costado del camión, se sintió picado por la curiosidad. Echó un vistazo al surtidor y descubrió que Doug solo había gastado treinta y tres libras. Siguió con la mirada el enorme monstruo de dieciocho ruedas que se alejaba por la autopista, consciente de con aquella cantidad de gasolina Doug solo podría recorrer unos cuantos kilómetros más antes de tener que repostar de nuevo.

El señor Cainen solo tardó unos minutos en alcanzar al camión de Doug. Entonces, lo siguió desde una distancia prudencial a lo largo de los veinte kilómetros siguientes, hasta que Doug paró en otra estación de servicio. Unos minutos después, cuando Doug volvió a salir a la autopista, el señor Cainen echó un vistazo al surtidor: treinta y cuatro libras, suficiente para otros treinta kilómetros. Mientras Doug continuaba su viaje hacia Sleaford, el funcionario regresó a Dover con una sonrisa en el rostro.

La semana siguiente, Doug no mostró la menor preocupación cuando, al volver de Marsella, el señor Cainen le pidió que aparcara el camión en la nave de aduanas. Sabía que, tal como indicaban las hojas de trabajo, todas las cajas estaban llenas de plátanos. Sin embargo, el funcionario no le pidió que abriera la puerta posterior del camión. Se limitó a rodear el vehículo provisto de una llave inglesa y procedió a dar golpecitos con ella, como si fuera un diapasón, sobre los enormes depósitos de gasolina. Al funcionario no le sorprendió que el sonido del octavo depósito fuera muy diferente del que habían producido en los otros siete. Doug pasó varias horas sentado, mientras los mecánicos de aduanas desmontaban los ocho depósitos de combustible de ambos lados del vehículo. Solo uno estaba medio lleno de diesel, mientras los otros siete contenían cigarrillos por un valor superior a cien mil libras.

En esta ocasión el juez fue menos benevolente y condenó a Doug a seis años de prisión, aunque su abogado adujo que había otro hijo en camino.

Sally se escandalizó al descubrir que Doug había incumplido su palabra y se mostró escéptica cuando él prometió que nunca, nunca más volvería a suceder. En cuanto encerraron a su marido, alquiló el segundo vehículo y volvió a su trabajo de agente de bienes raíces.


Un año después, Sally pudo declarar unos ingresos superiores a tres mil libras, además de sus ganancias como agente de bienes raíces.

El contable de Sally le aconsejó que comprara el campo contiguo a la casa, donde los camiones estaban aparcados por la noche, porque así podría desgravar.

– Un aparcamiento -explicó- sería un gasto comercial legítimo.

Cuando Doug empezó la condena de seis años y volvió a ganar doce libras con cincuenta a la semana como bibliotecario de la prisión, no estaba en condiciones de opinar. Sin embargo, hasta él quedó impresionado cuando al año siguiente Sally declaró unos ingresos de treinta y siete mil libras, que incluían sus primas por ventas. Esta vez, el contable le aconsejó que comprara un tercer camión.

Doug salió de la cárcel tras haber cumplido la mitad de la pena (tres años). Sally esperaba en su Vauxhall delante de la prisión para llevar a casa a su marido. Su hija de nueve años, Kelly, iba en el asiento de atrás, al lado de su hermana de tres años, Sam.

Sally no les había permitido ver a su padre en la cárcel, de modo que, cuando Doug tomó en brazos a la niña por primera vez, Sam se puso a llorar. Sally le explicó que aquel desconocido era su padre.

Mientras desayunaban beicon y huevos, Sally explicó que su asesor fiscal le había aconsejado formar una sociedad limitada. Haslett Haulage había declarado unos beneficios de veintiuna mil seiscientas libras en su primer año y había añadido dos camiones más a su creciente flota. Sally comentó a su marido que estaba pensando en dejar su trabajo en la agencia inmobiliaria para convertirse en presidenta de la nueva empresa.

– ¿Presidenta?-preguntó Doug-. ¿Qué es eso?

Doug accedió de buena gana a que Sally dirigiera la empresa, siempre que a él se le permitiera sentarse al volante de uno de los camiones. Esta situación habría podido prolongarse felizmente, si el hombre de Marsella (quien jamás acababa con sus huesos en la cárcel) no hubiera vuelto a abordar a Doug con lo que, según aseguró, era un plan infalible, que carecía de todo riesgo y más importante aún, del que su esposa no tendría por qué enterarse.

Doug resistió durante varios meses el asedio del francés, pero después de perder una cantidad bastante importante en una partida de póquer sucumbió por fin. Solo un viaje, se prometió. El hombre de Marsella sonrió, al tiempo que le entregaba un sobre que contenía doce mil quinientas libras.

Bajo la presidencia de Sally, la Haslett Haulage Company continuó creciendo tanto en reputación como en ingresos. Entretanto Doug se acostumbró de nuevo a disponer de dinero en efectivo; dinero que no dependía de un balance ni estaba sujeto a la declaración de renta.

Alguien vigilaba a la Haslett Haulage Company, y a Doug en particular. Como un reloj, Doug atravesaba en su camión la terminal de Dover con un cargamento de toles de Bruselas y guisantes, cuyo destino era Marsella. Sin embargo, Mark Cainen, ahora funcionario de la brigada anticontrabando, que formaba parte de la Unidad de Prevención Criminal, nunca veía a Doug regresar. Esto le preocupaba.



El funcionario consultó los expedientes, y descubrió que Haslett Haulage contaba ahora con nueve camiones, que viajaban cada semana a diferentes partes de Europa. Su presidenta, Sally Haslett, gozaba de una reputación sin mácula (lo mismo que sus vehículos) entre la gente con la que trataba, desde las aduanas a los clientes. Aun así, al señor Cainen todavía le intrigaba por qué Doug ya no regresaba por su puerto. Se lo tomó como algo personal.

Unas discretas investigaciones revelaron que Doug continuaba descargando en Marsella coles de Bruselas y guisantes, para luego cargar cajas de plátanos. Sin embargo, había introducido una pequeña variación. Ahora volvía vía Newhaven, lo cual, según los cálculos de Cainen, suponía un par de horas más de viaje.

Todos los funcionarios de aduanas tenían la opción de trabajar un mes al año en otro puerto de entrada, con vistas a mejorar sus perspectivas de ascenso. El año anterior, el señor Cainen había elegido el aeropuerto de Heathrow. Este año, optó por un mes en Newhaven.

El señor Cainen esperó pacientemente a que el camión de Doug apareciera en el muelle, pero no fue hasta el final de su segunda semana cuando divisó a su viejo adversario en la cola para desembarcar de un transbordador de Olsen. En cuanto el camión de Doug tocó el muelle, el señor Cainen desapareció en la sala de descanso y se sirvió una taza de café. Se acercó a la ventana y vio que el vehículo de Doug se detenía en la cabecera de la fila. Los dos funcionarios de servicio le hicieron pasar enseguida. El señor Cainen no intervino en ningún momento, mientras Doug salía a la carretera para continuar el viaje de regreso a Sleaford. Tuvo que esperar otros diez días a que el camión de Doug volviera a aparecer, y esta vez reparó en que solo una cosa no había cambiado. El señor Cainen no creyó que se tratara de una coincidencia.

Cuando Doug regresó vía Newhaven cinco días después, los mismos dos agentes dedicaron a su vehículo solo una mirada superficial antes de dejarlo pasar. El señor Cainen sabía ahora que no se trataba de una coincidencia. Informó de sus observaciones a su superior de Newhaven y, cuando su mes allí terminó, volvió a Dover.

Doug realizó tres viajes más desde Marsella vía Newhaven antes de que detuvieran a los dos agentes. Cuando vio que cinco agentes se encaminaban hacia su camión, comprendió que su sistema imposible de detectar había fracasado.

Doug no se molestó en declararse inocente en el juicio, porque uno de los agentes de aduanas con los que estaba conchabado había llegado a un trato para que redujeran su condena, a cambio de revelar nombres. Mencionó a Douglas Arthur Haslett.


El juez condenó a Doug a ocho años, sin reducción de pena por buen comportamiento, a menos que accediera a pagar una fianza de setecientas cincuenta mil libras. Doug no tenía las setecientas cincuenta mil del ala y suplicó a Sally que le ayudara, pues era incapaz de afrontar ocho años más a la sombra. Sally tuvo que venderlo todo, la casa, el aparcamiento, nueve camiones, incluso su anillo de compromiso, para que su marido pudiera acatar el mandato judicial.

Después de un año en la prisión de Wayland, categoría C, en Norfolk, Doug fue trasladado a North Sea Camp. Una vez más, le nombraron bibliotecario, y así fue como le conocí.

Me sorprendía que Sally y sus dos hijas, ya adultas, visitaran a Doug cada fin de semana. Él me dijo que nunca hablaban de negocios, aunque había jurado sobre la tumba de su madre que nunca más reincidiría.

– Ni lo pienses -le había advertido Sally-.Ya he enviado tu camión al desguace.

– No puedo culpar a la parienta, después de los apuros que le he hecho pasar -explicó Doug la siguiente vez que fui a la biblioteca-. Pero, si no me dejan sentarme a un volante cuando me suelten, ¿qué voy a hacer el resto de mi vida?


Me pusieron en libertad dos años antes que a Doug, y si no hubiera pronunciado una conferencia en un festival literario en Lincoln unos años después, tal vez no habría descubierto jamás qué había sido del bibliotecario.

Mientras miraba al público durante el turno de preguntas, me pareció reconocer tres rostros que me escrutaban desde la tercera fila. Me devané la parte de los sesos que almacena nombres, pero no reaccionó, hasta que me hicieron una pregunta sobre las dificultades de escribir cuando se está en la cárcel. Entonces recordé. Había visto a Sally por última vez tres años antes, cuando visitó a Doug en compañía de sus dos hijas, Kelly y… y Sam.

Después de la última pregunta, interrumpimos la sesión para tomar café y las tres se acercaron a mí.

– Hola, Sally. ¿Cómo está Doug? -pregunté incluso antes de que se presentaran. Un viejo truco político, que las impresionó como yo esperaba.

– Jubilado -contestó Sally sin más explicaciones.

– Pero si era más joven que yo -protesté-, y nunca dejaba de contar a todo el mundo lo que haría cuando quedara en libertad.

– Sin duda -repuso Sally-, pero puedo asegurarle que está jubilado. Mis dos hijas y yo dirigimos ahora Haslett Haulage, con veintidós empleados, sin contar los conductores.

– Es evidente que las cosas les van bien -dije, picado por la curiosidad.

– Está claro que no lee las páginas de economía -bromeó la mujer.

– Soy como los japoneses -afirmé-. Siempre leo los periódicos desde la última página a la primera. ¿Qué he pasado por alto?

– El año pasado salimos a bolsa -intervino Kelly-. Mamá es la presidenta, yo estoy a cargo de las cuentas nuevas y Sam es responsable de los conductores.

– Si no recuerdo mal, tenían nueve camiones.

– Ahora tenemos cuarenta y uno -dijo Sally-, y la facturación del año pasado llegó casi a los cinco millones.

– ¿Doug no desempeña ningún papel?

– Doug juega al golf-contestó Sally-, para lo cual no necesita viajar vía Dover o -añadió con un suspiro, al tiempo que su marido aparecía en la puerta- regresar vía Newhaven.

Doug se quedó inmóvil, mientras buscaba con la vista a su familia. Agité la mano para llamar su atención. Doug saludó con un gesto y vino hacia nosotros.

– Todavía le dejamos que nos lleve a casa en coche de vez en cuando -susurró Sam con una sonrisa, justo cuando Doug se materializaba a mi lado.

Estreché la mano de mi anterior compañero de infortunio y, cuando Sally y las chicas terminaron el café, las acompañé hasta su coche, lo cual me concedió la oportunidad de intercambiar unas palabras con Doug.

– Me alegra saber que Haslett Haulage va tan bien -dije.

– Todo gracias a la experiencia -afirmó Doug-. No olvides que yo les enseñé todo lo que saben.

– Kelly me ha dicho que, desde la última vez que nos vimos, la empresa ha salido a bolsa.

– Todo forma parte de mi plan a largo plazo -dijo Doug, mientras su mujer subía al asiento trasero. Se volvió y me dirigió una mirada de complicidad-. Hay un montón de gente husmeando en este momento, Jeff, de modo que no te sorprendas si hay una OPA dentro de poco. -Cuando se paró ante la puerta del conductor, añadió-: Tienes la oportunidad de ganarte unos chelines, mientras las acciones sigan al precio actual. ¿Sabes lo que quiero decir?

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