Una tragedia griega


G eorge Tsakiris no es uno de esos griegos de los que hay que desconfiar cuando trae regalos. George tiene la suerte de poder pasar la mitad de su vida en Londres y la otra en su Atenas natal. Él y sus dos hermanos menores, Nicholas y Andrew, dirigen al alimón una empresa de compraventa de objetos de segunda mano, que heredaron de su padre.

George y yo nos conocimos hace muchos años durante una subasta benéfica a beneficio de la Cruz Roja. Su esposa Christina era miembro del comité organizador y me había invitado a ser el subastador.

En casi todas las subastas benéficas que he presidido a lo largo de los años, siempre hay un objeto que no encuentra comprador, y aquella noche no fue la excepción. En dicha ocasión, otro miembro del comité había donado un paisaje pintado por su hija, que había quedado huérfano en una feria benéfica del pueblo. Mucho antes de subir a la tribuna y pasear la vista alrededor de la sala en busca de un postor, pensé que iba a quedarme plantado otra vez.

Sin embargo, no había tomado en consideración la generosidad de George.

– ¿Hay una oferta inicial de mil libras?-pregunté esperanzado, pero nadie acudió en mi auxilio-. ¿Mil? -repetí procurando disimular la desesperación, y ya estaba a punto de rendirme, cuando una mano se alzó del mar de trajes de etiqueta negros. Era la de George-. Dos mil -propuse, pero mi propuesta no interesó a nadie-.Tres mil -dije, y miré directamente a George. Una vez más, alzó la mano-. Cuatro mil -anuncié con tono confiado, pero mi confianza duró poco, de modo que volví a mirar a George-. Cinco mil -pedí, y de nuevo aceptó. Pese a que su esposa era miembro del comité, consideré que ya era suficiente-.Adjudicado por cinco mil libras al señor George Tsakiris -anuncié entre aplausos, y vi una expresión de alivio en el rostro de Christine.



Desde entonces el pobre George o, mejor dicho, el rico George, ha acudido en mi auxilio en ocasiones similares, comprando a menudo objetos ridículos, por ninguno de los cuales había esperado yo una puja inicial. Bien sabe Dios lo mucho que he extorsionado a ese hombre a lo largo de los años, y todo en nombre de la caridad.

El año pasado, después de venderle un viaje a Uzbekistán, más dos billetes de clase turista por cortesía de Aeroflot, me acerqué a su mesa para agradecerle su generosidad.

– No hace falta que me lo agradezcas -dijo George cuando me senté a su lado-. No pasa ni un día sin que sea consciente de la suerte que tengo, incluso de la suerte de estar vivo.

– ¿La suerte de estar vivo? -pregunté, olfateando una historia.

Permítanme apuntar en este momento que el viejo tópico de que cada persona contiene un libro es una falacia. Sin embargo, con el paso de los años he llegado a aceptar que en la vida de casi todo el mundo hay un episodio especial y merecedor de un relato corto. George no era la excepción.

– La suerte de estar vivo -repetí.

George y sus dos hermanos dividen la responsabilidad del negocio a partes iguales: George se ocupa de la oficina de Londres, mientras Nicholas se queda en Atenas, lo cual permite a Andrew viajar alrededor del mundo siempre que uno de sus clientes hundidos necesita salir a flote.

Si bien George posee sucursales en Londres, Nueva York y Saint-Paul-de-Vence, regresa con regularidad a la cuna de los dioses para seguir en contacto con su numerosa familia. ¿Se han dado cuenta de que los ricos siempre parecen tener familia numerosa?

En un baile reciente de la Cruz Roja, celebrado en Dorchester, nadie acudió en mi auxilio cuando ofrecí una camiseta de rugby de los British Lions (después de su gira por Nueva Zelanda), firmada por todo el equipo perdedor. George no es taba presente, pues había vuelto a su país natal para asistir a la boda de una de sus sobrinas favoritas. De no haber sido por el incidente que tuvo lugar en la boda, yo nunca habría vuelto a ver a George.

Por cierto, no conseguí que nadie pujara por la camiseta de los British Lions.

La sobrina de George, Isabella, había nacido en Cefalonia, una de las islas griegas más hermosas, engarzada como una espléndida joya en pleno mar Egeo. Isabella se había enamorado del hijo de un viticultor local y, como su padre ya no vivía, George se había ofrecido a pagar el banquete de boda, que iba a celebrarse en casa del novio.

En Inglaterra es costumbre invitar a los amigos y familiares al servicio religioso y después al banquete, que suele celebrarse en una carpa montada en el jardín de la casa de los padres de la novia. Cuando el jardín no es bastante grande, la fiesta se traslada al ayuntamiento del pueblo. Una vez pronunciados los discursos oficiales, y transcurrido un lapso prudencial, los novios parten de luna de miel y poco después los invitados se marchan a casa.

Abandonar una fiesta antes de medianoche no es una tradición aceptada por los griegos. Dan por sentado que cualquier festejo posterior a una boda se prolongará hasta bien avanzada la madrugada, sobre todo si el novio es dueño de unos viñedos. Cuando dos nativos se casan en una isla griega, se invita de manera automática a todos los lugareños a tomar una copa de vino y brindar por la salud de la novia. Colarse de gorra en un banquete nupcial es una expresión desconocida para los griegos. La madre de la novia no se molesta en enviar tarjetas de invitación ribeteadas de oro por una sencilla razón: nadie se molestaría en contestar, pero todo el mundo haría acto de aparición.

Otra diferencia entre nuestras dos grandes naciones es que no es necesario alquilar una carpa o el ayuntamiento de un pueblo para la fiesta, porque es improbable que caiga un chaparrón, sobre todo en pleno verano, que dura unos diez meses. Cualquiera puede ser meteorólogo en Grecia.

La noche antes de la boda, Christina señaló a su marido que, como anfitrión, sería prudente que se mantuviera sobrio. Alguien, añadió, tenía que vigilar la ceremonia, teniendo en cuenta la ocupación del novio. George accedió de mala gana.

La ceremonia nupcial se celebró en la pequeña iglesia de la isla, cuyos bancos estaban abarrotados de invitados y no invitados mucho antes de que se cantaran las vísperas. George aceptó con su elegancia habitual que iba a ser anfitrión de un numeroso grupo. Miró con orgullo a su sobrina favorita y a su novio mientras les unían en santo matrimonio. Aunque Isabella estaba oculta tras un velo de encaje blanco, los jóvenes de la isla conocían su belleza desde hacía mucho tiempo. Su prometido, Alexis Kulukundis, era alto y delgado, y su cintura no delataba que era el heredero de unos viñedos.

Vayamos a la ceremonia. Aquí, de momento, griegos e ingleses coinciden, pero no por mucho rato. Presidían la ceremonia sacerdotes barbudos ataviados con largos ropajes dorados y altos sombreros negros. El olor dulzón que surgía de los incensarios impregnaba la iglesia, mientras el sacerdote con la vestidura más trabajada, poseedor además de la barba más larga, presidía el enlace con el acompañamiento de salmos y oraciones murmurados.

George y Christina fueron de los primeros en salir de la iglesia una vez terminada la ceremonia, pues querían llegar a casa antes de que acudieran los invitados para darles la bienvenida.

La antigua y destartalada casa del novio estaba enclavada en las laderas de una colina que dominaba la llanura de los viñedos. Mucho antes de que los novios hicieran acto de aparición, el espacioso jardín, rodeado de olivares que formaban terrazas, es taba invadido de personas que deseaban expresarles su enhorabuena. George ya debía de haber estrechado más de doscientas manos, cuando un numeroso grupo de amigos alborotadores anunció la llegada de los señores Kulukundis disparando pistolas al aire a modo de celebración; una tradición griega que sospecho no sería bien recibida en un jardín inglés, ni mucho menos en el ayuntamiento del pueblo.



Con la excepción de los familiares más cercanos y los invitados elegidos para sentarse a la larga mesa presidencial, situada junto a la pista de baile, había poca gente a la que George hubiera visto antes.

George ocupó su lugar en el centro de la mesa presidencial, con Isabella a la derecha y Alexis a la izquierda. En cuanto estuvieron todos sentados, una serie de platos colmados fueron colocados ante los invitados, y el vino fluyó como si se tratara de una orgía báquica antes que una boda celebrada en una pequeña isla. Pero, claro, Baco, el dios del vino, era griego.

Cuando, a lo lejos, el reloj de la catedral dio las once en punto, George insinuó al padrino que tal vez había llegado el momento de que pronunciara su discurso. A diferencia de George, él sí estaba borracho, y sería incapaz de recordar sus palabras a la mañana siguiente. A continuación habló el novio y, cuando intentó expresar lo afortunado que se sentía por haberse casado con una chica tan maravillosa, sus jóvenes amigos saltaron a la pista de baile y volvieron a disparar las pistolas al aire.

George fue el último orador. Consciente de lo avanzado de la hora, de las miradas suplicantes de los invitados y de las botellas medio vacías que sembraban las mesas, se contentó con desear a los novios una vida venturosa, un eufemismo que significaba montones de hijos. A continuación invitó a quienes todavía podían levantarse a brindar por la salud de los novios. Isabella y Alexis lloraron, aunque no al unísono.

En cuanto los aplausos cesaron, la banda empezó a tocar. El novio se levantó al punto, se volvió hacia su esposa y le pidió el primer baile. Los recién casados salieron a la pista, acompañados por otra descarga cerrada. Les siguieron los padres del novio y, unos minutos después, se sumaron George y Christina.

Cuando George hubo bailado con su mujer, con la madre del novio y con la de la novia, volvió a su asiento en el centro de la mesa presidencial, al tiempo que estrechaba las manos de los invitados que querían darle las gracias.

George se estaba sirviendo un vaso de vino tinto (al fin y al cabo, ya había cumplido con sus deberes oficiales), cuando apareció el anciano.



George se puso en pie de un salto en cuanto le vio en la entrada del jardín. Dejó la copa sobre la mesa y atravesó a toda prisa el césped para dar la bienvenida al inesperado invitado.

Andreas Nikolaides se apoyaba pesadamente en dos bastones. George no quiso ni pensar en lo que le habría costado subir por el camino desde su pequeña casa, situada a mitad de la montaña. Hizo una inclinación y saludó al hombre que era una leyenda en la isla de Cefalonia, además de en las calles de Atenas, pese a que jamás había abandonado su tierra natal. Siempre que le preguntaban el motivo, contestaba: «¿Alguien querría abandonar el Paraíso?».

En 1942, cuando la isla de Cefalonia fue invadida por los alemanes, Andreas Nikolaides escapó a las montañas, y a los veintitrés años se convirtió en el líder de la resistencia. Jamás abandonó aquellas colinas durante la larga ocupación de su tierra natal y, pese a que ofrecieron una bonita recompensa por su cabeza, no regresó con su gente hasta que, al igual que Alejandro, hubo expulsado a los invasores hasta el mar.

Una vez declarada la paz en 1945, Andreas regresó saboreando las mieles del triunfo. Fue elegido alcalde de Cefalonia, un cargo que conservó sin oposición durante los siguientes treinta años. Ahora que tenía más de ochenta, no había familia en Cefalonia que no se sintiera en deuda con él y mucha gente afirmaba ser pariente suyo.

– Buenas noches, señor -dijo George, al tiempo que se adelantaba para saludar al anciano-. Su presencia honra la boda de mi sobrina.

– Soy yo quien debe considerarse honrado -replicó Andreas, haciendo a su vez una inclinación-. El abuelo de su sobrina luchó y murió a mi lado. En cualquier caso -añadió con un guiño-, es prerrogativa de un anciano besar a todas las novias de la isla.

George guió a su distinguido invitado hasta la mesa de honor. La gente dejaba de bailar y aplaudía cuando el hombre pasaba a su lado. George insistió en que el anciano ocupara su lugar en la mesa presidencial, para que estuviera sentado entre los novios. Andreas aceptó a regañadientes. Cuando Isabella se volvió para ver quién se había sentado a su lado, estalló en lágrimas y rodeó al anciano con sus brazos.

– Su presencia es la guinda que corona la boda -dijo.

Andreas sonrió y miró a George.

– Ojalá hubiera causado este efecto en las mujeres cuando era más joven -susurró.

George dejó a Andreas sentado en su sitio, en el centro de la mesa presidencial, charlando muy contento con los novios. Cogió un plato y se encaminó con parsimonia hacia una mesa cargada de comida. Eligió entre los bocados más exquisitos, aquellos que consideró el anciano podría digerir con más facilidad. Por último, sacó una botella de vino añejo de una caja que su padre le había obsequiado el día de su boda. George se volvió para llevar su presente a su honorable invitado, justo cuando el reloj de la catedral daba las doce y anunciaba el nacimiento del nuevo día.

Una vez más, los jóvenes de la isla se precipitaron en tromba hacia la pista de baile y dispararon sus pistolas al aire, mientras los invitados lanzaban vítores. George frunció el ceño, pero enseguida recordó su juventud. Con el plato en una mano y la botella de vino en la otra, continuó caminando hacia su sitio, ocupado ahora por Andreas Nikolaides.

De repente, sin previo aviso, uno de los jóvenes juerguistas, que había bebido demasiado, echó a correr y tropezó con el borde de la pista de baile, justo cuando disparaba la última bala. George se quedó petrificado de horror al ver que el anciano se derrumbaba hacia delante y su cabeza caía sobre la mesa. Soltó la botella de vino y el plato de comida, mientras la novia lanzaba un chillido. Corrió hacia el centro de la mesa, pero ya era demasiado tarde. Andreas Nikolaides había muerto.

La multitudinaria y alegre fiesta fue presa de una repentina agitación. Unos gritaban, otros lloraban, algunos caían de rodillas, pero la mayoría se había sumido en un sombrío silencio, incapaces de comprender lo que acababa de ocurrir.

George se inclinó sobre el cadáver y levantó al anciano en brazos. Atravesó despacio el jardín en dirección a la casa, mientras los invitados formaban un pasillo de cabezas gachas.

George acababa de pujar cinco mil libras por dos entradas para un musical del West End cuyas representaciones ya habían terminado, cuando me contó la historia de Andreas Nikolaides.

– Dicen que Andreas salvó la vida de todos los habitantes de la isla -comentó George, mientras alzaba su copa en memoria del anciano. Hizo una pausa-. La mía incluida -añadió.

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