S i quieres asesinar a alguie n -dijo Karl-, mejor no hacerlo en Inglaterra.
– ¿Por qué no? -pregunté inocentemente.
– Porque no quedarás impune -me advirtió mi compañero de celda, mientras continuábamos paseando por el patio-.Tienes muchas más probabilidades en Rusia.
– Procuraré recordarlo -aseguré.
– No lo olvides -añadió Karl-, Conocí a un compatriota tuyo que salió impune de un asesinato, pero a cambio de cierto precio.
Era Asociación, esos bienvenidos cuarenta y cinco minutos de descanso en que sacan a los presos de la celda. Se puede pasar el rato en la planta baja, que es del tamaño de una cancha de baloncesto, charlando, jugando a ping-pong o viendo la televisión, o bien salir a tomar el fresco y pasear por el perímetro del patio (del tamaño de un campo de fútbol). Pese a estar rodeado de un muro de cemento de seis metros de alto, coronado por alambre de espino, y con el cielo como único espectáculo, aquel era el momento más importante del día para mí.
Cuando estuve encarcelado en Belmarsh, una prisión de alta seguridad de categoría A en el sudeste de Londres, estaba encerrado en mi celda veintitrés horas al día (piénsenlo bien). Solo te dejan salir para ir a la cantina a buscar la comida (cinco minutos), que te tomas en tu celda. Cinco horas después, recoges la cena (cinco minutos más) y al mismo tiempo te dan el desayuno del día siguiente en una bolsa de plástico para no tener que soltarte hasta la hora de la comida. El único otro período de libertad es Asociación, que se suspende si la prisión anda corta de personal (lo cual sucede dos veces por semana).
Yo siempre utilizaba esos cuarenta y cinco minutos para caminar a buen paso, por dos motivos: en primer lugar, necesitaba el ejercicio porque en el exterior iba a un gimnasio cinco días a la semana, y en segundo lugar, pocos presos se tomaban la molestia de mantener mi ritmo. Karl era la excepción.
Karl era ruso de nacimiento, procedente de la hermosa ciudad de San Petersburgo. Era un asesino a sueldo, que acababa de iniciar una condena de veintidós años por liquidar a un compatriota que se había convertido en un engorro para una de las mafias de su país. Cortaba a sus víctimas en pedacitos e introducía lo que quedaba en un incinerador. Por cierto, su tarifa (por si alguno de ustedes quiere deshacerse de alguien) era de cinco mil libras.
Karl era grande como un oso, de metro ochenta y cinco, con la constitución de un levantador de pesas. Estaba cubierto de tatuajes y nunca dejaba de hablar. Teniendo en cuenta todos estos factores, yo no consideraba prudente interrumpir su cháchara. Como muchos presos, Karl no hablaba de su crimen, y la regla de oro (por si algún día acaban dentro) consiste en no preguntar jamás a un recluso la causa de su condena, a menos que él saque a colación el tema. Sin embargo, Karl me contó una historia acerca de un inglés al que había conocido en San Petersburgo, de la cual afirmaba haber sido testigo cuando era chófer de un ministro del gobierno.
Si bien Karl y yo residíamos en bloques diferentes, nos encontrábamos con regularidad a la hora de Asociación, pero fueron necesarios varios paseos por el patio para que contara la historia de Richard Barnsley.
no beban agua del grifo. Richard Barnsley contempló la pequeña tarjeta de plástico colocada sobre el lavabo de su cuarto de baño. No era el tipo de advertencia que uno espera encontrar en un hotel de cinco estrellas, a menos que esté en San Petersburgo, por supuesto. Al lado de la nota había dos botellas de Evian. Cuando Dick entró en su espacioso dormitorio, encontró dos botellas más a cada lado de la cama de matrimonio, y otro par sobre una mesa situada junto a la ventana. La dirección del hotel no dejaba nada al azar.
Dick había ido a San Petersburgo para cerrar un trato con los rusos. Habían elegido su empresa para construir un gaseo- ducto que se extendería desde los Urales al mar Rojo, un proyecto al que habían optado otras empresas más consolidadas. La de Dick había sido recompensada con el contrato, con casi todas las probabilidades en contra, pero esas probabilidades aumentaron en cuanto garantizó a Anatol Chenkov, ministro de Energía y amigo íntimo del presidente, dos millones de dólares al año durante el resto de su vida (las únicas divisas con las que negocian los rusos son los dólares y la muerte), sobre todo porque el dinero se ingresaría en una cuenta bancaria numerada.
Antes de fundar su propia empresa, Construcciones Barnsley, Dick había aprendido el oficio trabajando en Nigeria para Bechtel, en Brasil para McAlpine y en Arabia Saudí para Hanover, de modo que, de paso, había aprendido algo acerca de los sobornos. Casi todas las multinacionales consideran esta práctica una forma más de tributación, y cuando presentan sus presupuestos siempre incluyen una partida especial dedicada a ellos. El secreto consiste en saber cuánto hay que ofrecer al ministro y cuánto repartir entre sus acólitos.
Anatol Chenkov, nombrado por Putin, era un negociador duro y bajo el antiguo régimen había sido comandante del KGB. Sin embargo, en lo tocante a abrir una cuenta corriente en Suiza, el ministro era un novato. Dick aprovechó esta circunstancia. Al fin y al cabo Chenkov nunca había viajado más allá de las fronteras rusas antes de ser elegido miembro del Politburó. Dick le llevó a pasar el fin de semana a Ginebra, mientras se hallaba de visita oficial en Londres para unas conversaciones de negocios. Le abrió una cuenta numerada en Picket & Co, en la que ingresó cien mil dólares (como capital inicial), más de lo que habían pagado a Chenkov en toda su vida. El propósito del soborno era asegurar que el cordón umbilical durara los nueve meses necesarios hasta que se firmara el contrato, un contrato que permitiría a Dick jubilarse, con mucho más de dos millones al año.
Dick regresó al hotel aquella mañana después de su última entrevista con el ministro. Se habían visto cada día de la semana anterior, a veces en público, pero con más frecuencia en privado. La cosa no había sido distinta cuando Chenkov viajó a Londres. Ninguno de los dos hombres confiaba en el otro, pero lo cierto era que Dick nunca se sentía a gusto con alguien que aceptaba un soborno, porque siempre hay otro dispuesto a aumentar la cantidad. No obstante, se sentía más confiado esta vez, pues daba la impresión de que ambos habían contratado la misma póliza de jubilación.
Dick también contribuyó a consolidar la relación con algunos extras a los que Chenkov se acostumbró enseguida. Un Rolls-Royce le recogía siempre en Heathrow y le conducía al hotel Savoy. Al llegar, le acompañaban a su suite habitual junto al río, y cada noche aparecían mujeres con la misma regularidad que los periódicos de la mañana. Prefería dos de ambos, uno de calidad y otro vulgar.
Cuando Dick salió del hotel de San Petersburgo media hora después, el BMW del ministro le esperaba aparcado delante de la puerta para llevarle al aeropuerto. Cuando subió al asiento trasero, se llevó una sorpresa al ver a Chenkov. Se habían despedido después de la reunión de la mañana, apenas una hora antes.
– ¿Algún problema, Anatol? -preguntó angustiado.
– Al contrario -contestó Chenkov-. Acabo de recibir una llamada del Kremlin, pero pensé que no debíamos comentarlo por teléfono, ni siquiera en mi despacho. El presidente visitará San Petersburgo el 16 de mayo, y ha dejado claro que quiere presidir la ceremonia de la firma.
– Eso significa que tenemos menos de tres semanas para concluir el contrato -argüyó Dick.
– En la reunión de esta mañana -le recordó Chenkov- me aseguraste que solo quedaban unos flecos pendientes (una expresión que no entendí del todo) para acabar de redactar el contrato. -El ministro hizo una pausa y encendió el primer cigarro de la mañana-.Teniendo eso en cuenta, querido amigo, ardo en deseos de volver a verte en San Petersburgo dentro de tres semanas.
Chenkov había hablado con tono despreocupado, aunque la verdad era que los dos hombres habían tardado casi tres años en llegar a esta fase y ahora solo faltaban tres semanas para cerrar el trato por fin.
Dick no dijo nada, porque ya estaba pensando en qué debía hacer en cuanto el avión aterrizara en Heathrow.
– ¿Qué será lo primero que hagas después de firmar el contrato? -preguntó Chenkov interrumpiendo sus pensamientos.
– Presentar una oferta por los servicios sanitarios e higiénicos de esta ciudad, porque quien consiga ese contrato ganará una fortuna todavía mayor.
El ministro se volvió hacia él con brusquedad.
– Nunca hables en público de este tema -dijo con seriedad-, Es muy delicado.
Dick guardó silencio.
– Y sigue mi consejo: no bebas agua. El año pasado, perdimos a innumerables ciudadanos que habían contraído…
El ministro vaciló, pues no deseaba abundar en una historia que había ocupado las primeras planas de todos los periódicos occidentales.
– ¿Cuántos son «innumerables»? -preguntó Dick.
– Ninguno -respondió el ministro-. Al menos ese es el dato oficial ofrecido por el Ministerio de Turismo -añadió cuando el coche se detuvo en una doble línea roja ante la entrada del aeropuerto Pulkovo 11. Se inclinó hacia delante-. Karl, lleve las maletas del señor Barnsley al mostrador de facturación, mientras yo espero aquí.
Dick estrechó la mano del ministro por segunda vez aquella mañana.
– Gracias por todo, Anatol -dijo-. Nos veremos dentro de tres semanas.
– Larga vida y felicidad, amigo mío -repuso el ruso, mientras Dick bajaba del automóvil.
Dick se presentó en facturación una hora antes de que partiera su avión.
– Última llamada para el vuelo 902 con destino a Heathrow, Londres -anunciaron los altavoces.
– ¿Hay otro vuelo a Londres ahora? -preguntó Dick.
– Sí -contestó el hombre que atendía detrás del mostrador-. El vuelo 902 se ha retrasado, pero están a punto de cerrar las puertas.
– ¿Puede colarme dentro? -preguntó Dick, al tiempo que deslizaba un billete de mil rublos sobre el mostrador.
El avión de Dick aterrizó en Heathrow tres horas y media después. En cuanto recuperó la maleta de la cinta transportadora, empujó su carrito a través de la vía «Nada que declarar» y salió al vestíbulo de llegadas.
Stan, su chófer, ya le esperaba entre un grupo de colegas, la mayoría de los cuales sostenía en alto letreros con nombres. En cuanto divisó a su jefe, se abrió paso a toda prisa y le liberó del peso de la maleta y la bolsa de viaje.
– ¿A casa o al despacho? -preguntó, mientras se dirigían hacia el aparcamiento de tiempo limitado.
Dick consultó su reloj: poco más de las cuatro.
– A casa -contestó-.Trabajaré en el asiento trasero.
En cuanto el Jaguar de Dick salió del aparcamiento para iniciar el viaje hacia Virginia Water, el hombre llamó a su despacho.
– Despacho de Richard Barnsley -dijo una voz.
– Hola, Jill, soy yo. He conseguido tomar un vuelo anterior y voy camino de casa. ¿Hay algo de lo que deba preocuparme?
– No, por aquí todo va bien -contestó Jill-. Estamos todos impacientes por saber cómo han ido las cosas en San Petersburgo.
– No habrían podido ir mejor. El ministro quiere que vuelva el 16 de mayo para firmar el contrato.
– Pero si faltan menos de tres semanas…
– Lo cual quiere decir que tendremos que darnos prisa. Convoca una reunión de la junta directiva para principios de la semana que viene y después conciértame una cita con Sam Cohén para primera hora de mañana. No puedo permitirme ningún error a estas alturas.
– ¿Podré acompañarte a San Petersburgo?
– Esta vez no, Jill, pero en cuanto haya firmado el contrato reserva diez días en la agenda. Te llevaré a un lugar más cálido que San Petersburgo.
Dick permaneció en silencio en el asiento trasero del coche, mientras repasaba todo cuanto necesitaba controlar antes de regresar a San Petersburgo. Cuando Stan atravesó las puertas de hierro forjado y se detuvo ante la mansión neogeorgiana, Dick ya sabía qué debía hacer. Bajó del automóvil de un salto y entró corriendo en la casa. Dejó que Stan cogiera las maletas y que el ama de llaves las deshiciera. Le sorprendió no ver a su esposa en lo alto de la escalera, esperando para recibirle, pero enseguida cayó en la cuenta de que había cogido un vuelo anterior y Maureen no le esperaba hasta al cabo de dos horas.
Dick subió a toda prisa a su dormitorio, se quitó la ropa y la arrojó al suelo. Entró en el cuarto de baño, abrió la ducha y dejó que los chorros de agua caliente se llevaran la mugre de San Petersburgo y de Aeroflot.
Después de vestirse con ropa informal examinó su aspecto en el espejo. A los cincuenta y tres años, su pelo empezaba a encanecer prematuramente y, aunque intentaba poner freno a su estómago, sabía que debía perder unos cuantos kilos, un par de agujeros del cinturón… en cuanto el acuerdo estuviera firmado y tuviera más tiempo para él, se prometió.
Bajó a la cocina. Pidió a la cocinera que le preparara una ensalada y a continuación entró en la sala de estar, cogió The Times y echó un vistazo a los titulares. Un nuevo líder del Partido Conservador, un nuevo líder de los demócratas liberales, y ahora Gordon Brown había sido elegido líder del Partido Laborista. Ninguno de los principales partidos se presentaría a las siguientes elecciones con el mismo dirigente al frente.
Dick alzó la vista cuando el teléfono empezó a sonar. Se acercó al escritorio de su mujer, descolgó el auricular y oyó la voz de Jill al otro lado.
– La reunión de la junta directiva se celebrará el próximo jueves a las diez de la mañana y Sam Cohén te recibirá mañana a las ocho en su despacho. -Dick sacó una pluma del bolsillo interior de su chaqueta-. He enviado un correo electrónico a todos los miembros de la junta para avisarles de que es de la máxima importancia -añadió Jill.
– ¿A qué hora has dicho que tengo la reunión con Sam?
– A las ocho de la mañana en su despacho. Tiene que estar a las diez en los tribunales con otro cliente.
– Estupendo. -Dick abrió el cajón de su mujer y sacó la primera hoja de papel que encontró. Escribió: «Sam, despacho, 8,juev. reunión junta, 10»-. Buen trabajo, Jill -añadió-.Vuelve a reservarme habitación en el hotel Grand Palace y envía un correo electrónico al ministro para comunicarle la hora a la que llegaré.
– Ya lo he hecho -dijo Jill-.También te he reservado un vuelo a San Petersburgo el viernes por la tarde.
– Bien hecho. Nos vemos mañana a las diez.
Dick colgó el auricular y se encaminó hacia su estudio con una amplia sonrisa en la cara. Todo iba a salir bien.
Cuando llegó a su escritorio, Dick pasó los datos de las citas a su agenda. Estaba a punto de arrojar la hoja a la papelera, cuando decidió mirar si contenía algo importante. Desdobló una carta, que empezó a leer. Su sonrisa dio paso a una expresión ceñuda, mucho antes de que llegara al último párrafo. Volvió a leer la carta, marcada como privada y personal.
Apreciada señora Barnsley:
La presente es para confirmar su cita en nuestras oficinas el viernes 30 de abril, con el fin de continuar la conversación sobre el asunto que nos planteó el martes pasado. Al recordar las graves implicaciones de su decisión he pedido a mi socio que nos acompañe en esta ocasión.
Esperamos verla el próximo día 30.
Le saluda atentamente,
Dick descolgó al instante el teléfono de su escritorio y marcó el número de Sam Cohén confiando en que todavía no se hubiera marchado del despacho. Cuando Sam atendió su línea privada, Dick se limitó a preguntar:
– ¿Conoces a un abogado llamado Andrew Symonds?
– Solo por su fama -respondió Sam-. Claro que yo no estoy especializado en divorcios.
– ¿Divorcios? -repitió Dick, mientras oía cómo un coche subía por el camino de grava. Miró por la ventana y vio un Volkswagen que seguía el círculo y se detenía ante la puerta principal. Observó a su mujer mientras ésta bajaba del automóvil-. Nos veremos mañana a las ocho, Sam, y el contrato con los rusos no será el único tema del orden del día.
El chófer de Dick le dejó ante las oficinas de Sam Cohén, en Lincoln’s Inn Field, pocos minutos antes de las ocho de la mañana siguiente. El abogado se levantó de la silla para saludar a su cliente cuando entró en la habitación. Indicó una cómoda butaca al otro lado de la mesa.
Dick abrió el maletín incluso antes de sentarse. Sacó la carta y se la pasó a Sam. El abogado la leyó despacio antes de dejarla sobre el escritorio delante de él.
– He estado pensando en el problema toda la noche -dijo-, y he hablado con Anna Rentoul, nuestra experta en divorcios. Me ha confirmado que Symonds solo se ocupa de disputas matrimoniales, de modo que lamento decir que tendré que hacerte algunas preguntas de índole personal.
Dick asintió en silencio.
– ¿Alguna vez has hablado de divorcio con Maureen?
– No -contestó Dick con firmeza-. Discutimos de vez en cuando, pero ¿qué pareja con veinte años a las espaldas no lo hace?
– ¿Nada más que eso?
– En una ocasión amenazó con dejarme, pero creía que eso era agua pasada. -Dick hizo una pausa-. Me sorprende que no haya hablado del asunto conmigo antes de consultar a un abogado.
– Suele pasar -dijo Sam-. Más de la mitad de los maridos que reciben una demanda de divorcio no se lo veía venir.
– Yo pertenezco a esa categoría, no cabe duda -admitió Dick-. ¿Qué debo hacer?
– Poco puedes hacer antes de que ella presente la solicitud, y no creo que vayas a ganar nada sacando el tema a colación. Sin embargo, eso no quiere decir que no debamos prepararnos. ¿Por qué motivos puede solicitar el divorcio?
– No se me ocurre ninguno.
– ¿Tienes algún lío?
– No. Bien, sí, una aventura con mi secretaria… pero nada importante. Ella cree que va en serio, pero pienso sustituirla en cuanto se haya firmado el contrato del gaseoducto.
– Así pues, ¿el acuerdo sigue adelante?
– Sí, por eso necesitaba verte con tanta urgencia -contestó Dick-. He de estar de vuelta en San Petersburgo el 16 de mayo, cuando ambas partes firmarán el contrato. -Hizo una pausa-. El presidente Putin asistirá a la ceremonia.
– Felicidades -dijo Sam-. ¿Cuánto te supondrá eso?
– ¿Por qué lo preguntas?
– Porque tal vez no seas la única persona que desea ver el negocio concluido.
– Unos sesenta millones… -respondió Dick con tono vacilante-… para la empresa.
– ¿Aún posees el cincuenta y uno por ciento de las acciones?
– Sí, pero siempre podría ocultar…
– Ni se te ocurra -le interrumpió Sam-. No podrás ocultar nada si Symonds se ocupa del caso. Olfateará hasta el último penique, como los cerdos que localizan trufas, y si el tribunal descubre que has intentado engañarlo, el juez sentirá todavía más compasión por tu esposa. -El abogado hizo una pausa, miró a su cliente y repitió-: Ni se te ocurra.
– Entonces, ¿qué debo hacer?
– Nada que despierte sospechas. Dedícate a tus asuntos como de costumbre, como si no tuvieras ni idea de lo que está tramando. Entretanto yo consultaré con un asesor y así al menos estaremos mejor preparados de lo que el señor Symonds imagina. Y una cosa más -agregó Sam, y de nuevo miró fijamente a su cliente-; basta de actividades extramatrimoniales hasta que el problema se haya solucionado. Es una orden.
Dick no perdió de vista a su esposa durante los días siguientes, pero esta no dio señales de estar tramando algo. En todo caso, hizo gala de un interés inusitado por el resultado del viaje a San Petersburgo y, mientras cenaban el jueves por la noche, le preguntó si la junta había tomado una decisión.
– Por supuesto -contestó Dick-. En cuanto Sam explicó a los consejeros cada cláusula con todo lujo de detalles y contestó a todas sus preguntas, prácticamente aprobaron el contrato sin vacilar.
Dick se sirvió una segunda taza de café. La siguiente pregunta de su esposa le pilló por sorpresa.
– ¿Quieres que te acompañe a San Petersburgo? -Podríamos ir el viernes -añadió- y dedicar el fin de semana a visitar el Hermitage y el Palacio de Verano. Incluso podríamos encontrar un momento para ver la colección de ámbar de Catalina, algo que siempre he deseado hacer.
Dick no contestó de inmediato, consciente de que no se trataba de una propuesta espontánea, como años atrás, cuando Maureen le acompañaba en algún viaje de negocios. Su primera reacción fue preguntarse qué estaba maquinando su esposa.
– Me lo pensaré -respondió al fin, y dejó que el café se enfriara.
Dick llamó a Sam Cohén a los pocos minutos de llegar a su despacho y le informó de la conversación.
– Symonds le habrá aconsejado que sea testigo de la firma del contrato -apuntó Cohén.
– Pero ¿por qué?
– Para que Maureen pueda declarar que siempre ha desempeñado un papel crucial en tu éxito en los negocios, que siempre te ha apoyado en los momentos decisivos…
– Y una mierda -dijo Dick-. Nunca le ha interesado cómo gano el dinero, solo cómo puede gastarlo.
– … y por lo tanto tiene derecho al cincuenta por ciento de tus bienes.
– Pero eso podría significar más de treinta millones de libras -protestó Dick.
– Es evidente que Symonds ha hecho los deberes.
– Le diré que no puede acompañarme. Que no es apropiado.
– Lo cual permitirá al señor Symonds cambiar de táctica. Te presentará como un hombre despiadado que, en cuanto triunfó, apartó a su cliente de su vida; viajaba a menudo al extranjero con una secretaria que…
– De acuerdo, de acuerdo, ya lo entiendo. Por lo tanto, dejar que me acompañe a San Petersburgo puede ser el mal menor.
– Por una parte… -advirtió Sam.
– Malditos abogados -dijo Dick antes de que el otro acabara la frase.
– Es curioso que solo nos necesitéis cuando tenéis problemas -continuó Sam-, Intentaremos prever su siguiente movimiento.
– ¿Cuál podría ser?
– En cuanto lleguéis a San Petersburgo, querrá hacer el amor.
– Hace años que no lo hacemos.
– Y no porque yo no haya querido, señoría.
– Maldita sea -dijo Dick-. No puedo ganar.
– Sí, siempre que no sigas el consejo de lady Longford, quien, cuando le preguntaron si alguna vez había pensado en divorciarse de lord Longford, contestó: «En el divorcio, nunca; en el asesinato, con frecuencia».
Los señores Barnsley llegaron al hotel Grand Palace de San Petersburgo quince días después. Un portero depositó sus maletas en un carrito y les acompañó a la suite Tolstoi, en el noveno piso.
– He de ir al lavabo antes de que reviente -dijo Dick, al tiempo que entraba en la habitación adelantando a su esposa.
Mientras su marido desaparecía en el cuarto de baño, Maureen miró por la ventana y admiró las cúpulas doradas de la catedral de San Nicolás.
En cuanto hubo echado el pestillo de la puerta, Dick quitó el letrero de no beban agua del grifo que había encima del lavabo y lo escondió en el bolsillo trasero de sus pantalones. A continuación abrió las dos botellas de Evian y las vació en la pila. Después, las llenó con agua del grifo y las devolvió a su sitio, en una esquina del lavabo. Descorrió el pestillo y salió.
Dick empezó a deshacer su maleta, pero interrumpió la tarea en cuanto Maureen se dirigió al cuarto de baño. En primer lugar, sacó del bolsillo trasero de su pantalón el letrero de no beban agua del grifo, lo metió en el bolsillo lateral de la maleta y cerró la cremallera. Luego paseó la vista por la habitación. Había una botella pequeña de Evian a cada lado de la cama y otras dos grandes en la mesa situada junto a la ventana. Cogió la botella que había en el lado de su mujer y fue a la pequeña cocina que había al fondo de la habitación. Vertió el contenido en el fregadero y volvió a llenarla con agua del grifo. Después la dejó en la mesilla de noche de Maureen. Acto seguido, cogió las dos botellas grandes de la mesa y repitió la operación.
Cuando su esposa salió del cuarto de baño, Dick casi había terminado de deshacer la maleta. Mientras Maureen continuaba deshaciendo la suya, Dick fue a su lado de la cama y marcó un número que no necesitó consultar. Mientras esperaba a que contestaran, abrió la botella de Evian de su lado y dio un sorbo.
– Hola, Anatol, soy Dick Barnsley. Te informo de que acabamos de registrarnos en el hotel Grand Palace.
– Bienvenido a San Petersburgo -dijo una voz cordial-, ¿En esta ocasión te acompaña tu esposa?
– Por supuesto -contestó Dick-, y tiene muchas ganas de conocerte.
– Yo también -dijo el ministro-. Procura relajarte este fin de semana porque lo del lunes por la mañana ya está preparado. El presidente llegará mañana por la noche, de modo que estará presente en la firma del contrato.
– ¿A las diez en el Palacio de Invierno?
– A las diez -repitió Chenkov-.Te recogeré en tu hotel a las nueve. Solo hay media hora en coche, pero no podemos permitirnos el menor retraso.
– Te estaré esperando en el vestíbulo -dijo Dick-. Hasta entonces. -Colgó el teléfono y se volvió hacia su mujer-. ¿Qué te parece si bajamos a cenar, querida? Mañana nos espera un largo día. -Adelantó el reloj tres horas-. Así pues, tal vez sería prudente retirarnos pronto.
Maureen dejó un camisón largo de seda sobre su lado de la cama y sonrió para expresar su conformidad. Cuando se volvió para guardar la maleta vacía en el ropero, Dick se metió con disimulo una botella de Evian de la mesilla de noche en el bolsillo de la chaqueta. Después bajó con su esposa al comedor.
El maître les condujo hasta una mesa tranquila en un rincón y, en cuanto se sentaron, les entregó sendas cartas. Maureen desapareció tras la gran cubierta de piel, mientras consideraba la posibilidad de pedir el menú del día, lo cual concedió a Dick tiempo suficiente para sacar del bolsillo la botella de Evian, abrirla y llenar el vaso de su mujer.
Cuando hubieron elegido sus platos, Maureen repasó su propuesta de itinerario para los dos días siguientes.
– Creo que deberíamos empezar por el Hermitage -señaló-, parar a comer y después pasar el resto de la tarde en el Palacio de Verano.
– ¿Y la colección de ámbar?-preguntó Dick, mientras llenaba el vaso de agua de su esposa-. Pensaba que era imprescindible.
– He programado la colección de ámbar y el Museo Ruso para el domingo.
– Lo tienes todo muy bien organizado -dijo Dick, mientras un camarero depositaba un cuenco de borscht delante de su mujer.
Maureen se pasó el resto de la cena hablando a Dick de algunos de los tesoros que verían en el Hermitage. Cuando él hubo firmado la cuenta, su esposa se había bebido toda la botella de agua.
Dick deslizó la botella vacía en su bolsillo. En cuanto volvieron a la habitación, la llenó con agua del grifo y la dejó en el baño.
Cuando Dick se hubo desvestido y acostado, Maureen continuaba estudiando su guía de la ciudad.
– Estoy agotado -dijo él-. Debe de ser el cambio horario.
Dio la espalda a su mujer confiando en que no se percatara de que en Londres apenas eran las ocho de la noche.
Dick despertó a la mañana siguiente muy sediento. Miró la botella de Evian vacía de su lado de la cama y se acordó a tiempo. Se levantó, fue a la nevera y eligió un envase de zumo de naranja.
– ¿Irás al gimnasio esta mañana? -preguntó a Maureen, que estaba medio despierta.
– ¿Tengo tiempo?
– Claro. El Hermitage no abre hasta las diez, y uno de los motivos por los que siempre me hospedo aquí es que tienen gimnasio.
– ¿Qué harás tú?
– Aún tengo que hacer algunas llamadas telefónicas, si quiero que el lunes salga todo bien.
Maureen se levantó y fue al cuarto de baño, lo cual concedió a Dick el tiempo suficiente para llenar el vaso de su mujer y sustituir la botella vacía de Evian de su lado de la cama.
Cuando Maureen salió unos minutos después, consultó su reloj antes de ponerse la ropa de gimnasia.
– Debería volver dentro de unos cuarenta minutos -dijo después de atarse las zapatillas.
– No olvides llevarte un poco de agua -aconsejó Dick, y le dio una de las botellas que había sobre la mesa situada junto a la ventana-. Puede que no haya en el gimnasio.
– Gracias -repuso su mujer.
Al ver la expresión de su cara Dick se preguntó si se estaba comportando con excesiva solicitud.
Mientras Maureen estaba en el gimnasio, Dick se duchó. Cuando volvió al dormitorio, se alegró de ver que brillaba el sol. Se puso una chaqueta y unos pantalones informales, pero no antes de comprobar que el personal del hotel no había sustituido las botellas de agua mientras él se duchaba.
Pidió el desayuno para los dos, el cual llegó momentos después de que Maureen regresara del gimnasio con la botella de Evian medio vacía.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó Dick.
– Regular -contestó Maureen-. Estaba un poco floja.
– Será el jet lag -observó Dick, mientras se sentaba al otro lado de la mesa.
Sirvió a su esposa un vaso de agua y él tomó un zumo de naranja. Abrió un ejemplar del Herald Tribune y empezó a leerlo mientras su mujer se vestía. Hillary Clinton decía que no se presentaría a la presidencia, lo cual bastó para convencer a Dick de que sí lo haría, sobre todo porque lo había anunciado al lado de su marido.
Maureen salió del cuarto de baño cubierta con el albornoz del hotel. Se sentó frente a su marido y bebió agua.
– Será mejor que nos llevemos una botella de Evian al Hermitage -dijo. Dick levantó la vista del periódico^-. La chica del gimnasio me ha advertido de que no debemos beber agua del grifo bajo ningún concepto.
– Ah, sí, tendría que haberte avisado -dijo Dick, mientras Maureen cogía una botella de la mesa y la guardaba en el bolso-.Toda precaución es poca.
Dick y Maureen atravesaron la verja del Hermitage pocos minutos antes de las diez y se encontraron al final de una larga cola, que avanzaba lentamente por un sendero adoquinado expuesto al sol. Maureen tomó varios sorbos de agua mientras hojeaba la guía. Eran las diez y cuarenta minutos cuando llegaron a la taquilla. Una vez dentro, Maureen continuó leyendo la guía.
– Hagamos lo que hagamos, hemos de ver el Niño en cuclillas de Miguel Ángel, la Virgen de Rafael y la Madonna Benois de Leonardo.
Dick sonrió en señal de aprobación, pero sabía que no lograría concentrarse en los maestros.
Cuando subieron por la amplia escalinata de mármol, pasaron ante varias estatuas magníficas alojadas en nichos. Dick se llevó una sorpresa al descubrir lo inmenso que era el Hermitage. Pese a haber visitado San Petersburgo varias veces durante los últimos tres años, solo había visto el edificio desde el exterior.
– Distribuidos en tres plantas, los tesoros de la colección del zar Pedro se exponen en más de doscientas salas -dijo Maureen leyendo la guía-. Empecemos.
A las once y media solo habían visto las escuelas holandesa e italiana de la primera planta, y para entonces Maureen ya había terminado la botella grande de Evian.
Dick se ofreció a ir a comprar otra. Dejó a su esposa admirando El tañedor de laúd de Caravaggio, entró en el lavabo más próximo y llenó la botella de Evian con agua del grifo antes de regresar con ella. Si Maureen hubiera dedicado un momento a examinar alguno de los numerosos bares situados en cada planta, habría descubierto que el Hermitage no ofrece Evian, porque tiene un contrato en exclusiva con Volvic.
A las doce y media casi habían visto las dieciséis salas consagradas a los artistas del Renacimiento y decidido que era hora de comer. Salieron del edificio al sol de mediodía. Pasearon un rato por la orilla del Moika y solo pararon para tomar una fotografía de unos novios que posaban en el puente Azul, delante del palacio Marinski.
– Una tradición local -explicó Maureen, y pasó otra página de la guía.
Después de recorrer otra manzana se detuvieron ante una pequeña pizzería. Sus cómodas mesas cuadradas con limpios manteles de cuadros rojos y blancos, además de los elegantes camareros, les animaron a entrar.
– He de ir al lavabo -dijo Maureen-. Estoy un poco mareada. Debe de ser el calor -añadió-. Pídeme una ensalada y un vaso de agua.
Dick sonrió, sacó la botella de Evian del bolso de Maureen y le llenó el vaso. Cuando el camarero apareció, Dick pidió una ensalada para su mujer y raviolis y una Coca-Cola light para él. Tenía muchísima sed.
Una vez que hubo comido la ensalada, Maureen se animó un poco e incluso empezó a contar a Dick lo que debían ver cuando visitaran el Palacio de Verano.
Durante el largo recorrido en taxi hacia el norte de la ciudad continuó leyendo fragmentos de la guía.
– Pedro el Grande construyó el Palacio de Verano después de haber visitado Versalles y, a su regreso a Rusia, contrató a los mejores paisajistas y a los artesanos más expertos del país para reproducir la obra maestra francesa. Pretendía que la obra finalizada fuera un homenaje a los franceses, a quienes admiraba por ser quienes marcaban el estilo de toda Europa.
El taxista la interrumpió para aportar cierta información.
– Estamos pasando ante el Palacio de Invierno recién construido, donde el presidente Putin se aloja siempre que viene a San Petersburgo. -El taxista hizo una pausa-. Como la bandera nacional está ondeando, debe de encontrarse en la ciudad.
– Sí, ha volado desde Moscú especialmente para verme -dijo Dick.
El taxista lanzó una carcajada.
El taxi atravesó las puertas del Palacio de Verano media hora después y su conductor dejó a los pasajeros en un aparcamiento rebosante, atestado de turistas y mercachifles que, plantados tras sus puestos improvisados, vendían recuerdos baratos.
– Vamos a ver lo más importante -propuso Maureen.
– Les espero aquí -dijo el taxista-. No les cobraré de más. ¿Cuánto rato? -preguntó.
– Yo diría que un par de horas -le contestó Dick-. No más.
– Les espero aquí -repitió el hombre.
Los dos pasearon por los magníficos jardines y Dick comprendió por qué la guía les daba cinco estrellas. Maureen seguía informándole entre sorbo y sorbo de agua.
– Los terrenos que rodean el palacio abarcan unas cincuenta hectáreas, con más de veinte fuentes y otras once residencias palaciegas.
Aunque el sol ya no quemaba, el cielo continuaba despejado, y Maureen seguía tomando traguitos de agua, pero, siempre que ofrecía la botella a Dick, este contestaba: «No, gracias».
Cuando por fin subieron por la escalera del palacio, encontraron otra larga cola y Maureen admitió que se sentía un poco cansada.
– Es una pena haber viajado hasta tan lejos y no echar un vistazo dentro -dijo Dick.
Su esposa accedió a regañadientes.
Cuando llegaron a la taquilla, Dick compró dos entradas y, por una pequeña cantidad adicional, eligió a un guía que hablaba inglés para que les acompañara.
– No me encuentro muy bien -dijo Maureen cuando entraron en el dormitorio de la emperatriz Catalina. Se aferró a la cama de columnas.
– Hay que beber mucha agua en un día tan caluroso -aconsejó el guía.
Cuando llegaron al estudio del zar Nicolás IV, Maureen advirtió a su marido de que se iba a desmayar. Dick pidió disculpas al guía, pasó un brazo alrededor del hombro de su mujer y la ayudó a salir del palacio y caminar hasta el aparcamiento. El taxista les esperaba al lado de su coche.
– Hemos de regresar al hotel Grand Palace de inmediato -dijo Dick, mientras su mujer se desplomaba en el asiento trasero como un borracho expulsado de un pub un sábado por la noche.
Durante el largo trayecto de vuelta a San Petersburgo Maureen vomitó profusamente, pero el taxista no hizo ningún comentario, sino que mantuvo una velocidad constante por la autopista. Cuarenta minutos después, se detuvo ante el hotel Grand Palace. Dick le entregó un fajo de billetes y pidió disculpas.
– Espero que la señora se reponga -dijo el hombre.
– Sí, yo también -repuso Dick.
Ayudó a su mujer a bajar del coche y la condujo hacia el vestíbulo del hotel, que atravesaron rápidamente en dirección a los ascensores, pues no deseaba llamar la atención. Entraron en la habitación unos segundos después. Maureen desapareció de inmediato en el cuarto de baño y, pese a que había cerrado la puerta, Dick oyó que vomitaba. Inspeccionó la habitación. Durante su ausencia habían sustituido todas las botellas de Evian. Solo se molestó en vaciar la que había en la mesilla de noche de Maureen, y volvió a llenarla con agua del grifo de la cocina.
Maureen salió por fin del cuarto de baño y se derrumbó en la cama.
– Estoy fatal -dijo.
– Quizá deberías tomar un par de aspirinas y dormir un poco.
Maureen asintió débilmente.
– ¿Puedes ir a buscarlas? Están en mi bolsa de aseo.
– Por supuesto, querida.
En cuanto las localizó, llenó un vaso con agua del grifo y volvió al lado de su esposa. Esta se había quitado el vestido, pero no la combinación. Dick la ayudó a sentarse y se dio cuenta por primera vez de que estaba empapada en sudor. Maureen engulló las dos aspirinas con el vaso de agua que él le ofreció. Dick la recostó con delicadeza sobre la almohada y corrió las cortinas. Después se encaminó hacia la puerta de la habitación, la abrió y colgó del pomo el cartel de «No molesten». Lo último que deseaba era que apareciera una criada solícita y descubriera a su esposa en aquel estado. En cuanto estuvo seguro de que se había dormido, bajó a cenar.
– ¿La señora le acompañará esta noche? -preguntó el maître cuando Dick se sentó.
– Por desgracia no -contestó él-. Sufre una leve migraña. Demasiado sol, me temo, pero estoy seguro de que por la mañana estará bien.
– Confiemos en que así sea, señor. ¿Qué le apetece esta noche?
Dick examinó la carta con parsimonia.
– Creo que de primero tomaré el foie-gras y después un filete de ternera… -respondió, y tras una pausa añadió-: poco hecho.
– Excelente elección, señor.
Dick se sirvió un vaso de agua de la botella de la mesa, lo bebió de un trago y volvió a llenarlo. Comió sin prisas y, cuando regresó a la habitación poco después de las diez, advirtió complacido que su mujer dormía profundamente. Cogió el vaso de Maureen, fue al cuarto de baño y lo llenó con agua del grifo. Lo dejó en su lado de la cama. A continuación se desnudó sin prisas y se acostó junto a su esposa. Apagó la luz de la mesita de noche y no tardó en dormirse.
Cuando Dick despertó a la mañana siguiente, descubrió que también él estaba cubierto de sudor. Las sábanas estaban empapadas y cuando se volvió a mirar a su mujer vio que sus mejillas habían perdido el color.
Se levantó, fue al cuarto de baño y tomó una larga ducha. Después de secarse se puso uno de los albornoces suministrados por el hotel y volvió al dormitorio. Se acercó al lado de la cama de su mujer y llenó una vez más el vaso vacío con agua del grifo. Estaba claro que Maureen se había despertado por la noche, pero no le había molestado.
Descorrió las cortinas después de comprobar que el cartel de «No molesten» seguía colgado del pomo de la puerta. Volvió junto a su mujer, acercó una silla y empezó a leer el Herald Tribune. Había llegado a las páginas deportivas cuando ella despertó y habló arrastrando las palabras.
– Me siento fatal -consiguió articular. Siguió una larga pausa-. ¿Crees que debería verme un médico?
– Ya ha venido a verte, querida -dijo Dick-. Le llamé anoche. ¿No te acuerdas? Dijo que tenías fiebre y que debías sudar.
– ¿Dejó alguna pastilla? -preguntó Maureen con tono quejumbroso.
– No, querida. Dijo que no debías comer nada, pero que bebieras toda el agua posible.
Acercó el vaso a sus labios y ella intentó tragar un poco. Hasta logró articular un débil «gracias» antes de derrumbarse de nuevo en la cama.
– No te preocupes, querida -dijo Dick-. Te pondrás bien, y prometo que no te abandonaré ni un momento.
Se inclinó y la besó en la frente. Maureen se durmió de nuevo.
Dick solo se apartó de su lado aquel día para asegurar a la mujer de la limpieza que su esposa no quería que le cambiaran las sábanas, para volver a llenarle el vaso y, por la tarde, para llamar al ministro.
– El presidente llegó ayer -fueron las primeras palabras de Chenkov-. Se aloja en el Palacio de Invierno, donde acabo de dejarle. Me ha comunicado que arde en deseos de conoceros a ti y a tu esposa.
– Muy amable -repuso Dick-, pero tengo un problema.
– ¿Un problema? -repitió el hombre, al que no le gustaban los problemas, sobre todo cuando el presidente se hallaba en la ciudad.
– Creo que Maureen tiene fiebre. Ayer estuvimos expuestos al sol durante todo el día y no estoy seguro de que se haya recuperado por completo para asistir a la ceremonia de la firma, de manera que tal vez vaya solo.
– Lo siento -dijo Chenkov-. ¿Cómo te encuentras tú?
– Nunca me he sentido mejor -respondió Dick.
– Estupendo -repuso Chenkov, al parecer aliviado-. Te recogeré a las nueve, tal como quedamos. No quiero hacer esperar al presidente.
– Tampoco yo, Anatol -le aseguró Dick-. Estaré en el vestíbulo mucho antes de las nueve.
Alguien llamó a la puerta. Dick colgó el teléfono al instante y corrió a abrir antes de que entraran sin esperar. Había una doncella en el pasillo, al lado de un carrito cargado de sábanas, toallas, pastillas de jabón, botellas de champú y cajas de Evian.
– ¿Quiere que haga la cama, señor? -preguntó con una sonrisa.
– No, gracias -contestó Dick-. Mi mujer no se encuentra bien.
Señaló el letrero de «No molesten».
– ¿Más agua, tal vez? -inquirió la joven, al tiempo que le tendía una botella grande de Evian.
– No -repitió Dick con firmeza, y cerró la puerta.
La única otra llamada de aquella tarde fue del director del hotel. Preguntó cortésmente si la señora quería ver al médico del hotel.
– No, gracias -contestó Dick-. Ha sufrido una leve insolación, pero se está recuperando y estoy seguro de que -por la mañana se encontrará perfectamente bien.
– Llámeme si cambia de opinión -dijo el director-. El médico se presentará en cuestión de minutos.
– Es usted muy amable -repuso Dick-, pero no será necesario -añadió, y colgó el teléfono.
Volvió al lado de su mujer. Esta tenía la piel pálida y manchada. Dick se inclinó hacia ella hasta casi tocar sus labios. Aún respiraba. Fue a la nevera, la abrió y sacó todas las botellas de Evian que aún estaban por abrir. Dejó dos en el cuarto de baño y una a cada lado de la cama. Antes de desvestirse sacó de la maleta el letrero de no beban agua del grifo y lo colocó sobre el lavabo.
El coche de Chenkov frenó ante el hotel Grand Palace minutos antes de las nueve de la mañana. Karl bajó para abrir al ministro la puerta de atrás.
Chenkov subió a buen paso por la escalera y entró en el vestíbulo, convencido de que encontraría a Dick esperándole. Miró a derecha e izquierda, pero no vio a su socio comercial. Se dirigió al mostrador de recepción y preguntó si el señor Barnsley le había dejado un mensaje.
– No, señor ministro -respondió el conserje-. ¿Quiere que llame a su habitación? -El ministro asintió con un movimiento brusco de la cabeza. Esperaron un momento-. Nadie contesta al teléfono, señor ministro. Es posible que el señor Barnsley esté bajando.
Chenkov asintió de nuevo y empezó a pasear de un lado a otro del vestíbulo, sin dejar de mirar hacia el ascensor y consultar el reloj. A las nueve y diez se puso todavía más nervioso, pues no quería hacer esperar al presidente. Volvió al mostrador de recepción.
– Pruebe otra vez -pidió.
El conserje marcó de inmediato el número de la habitación del señor Barnsley, pero solo pudo informar de que seguía sin contestar.
– Vaya a buscar al director -exclamó el ministro.
El conserje asintió, volvió a descolgar el auricular y marcó un solo número. Unos minutos después, un hombre alto, vestido con un elegante traje oscuro, se presentó ante Chenkov.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor ministro? -preguntó.
– He de subir a la habitación del señor Barnsley.
– Por supuesto, señor ministro. Haga el favor de seguirme.
Cuando los tres hombres llegaron a la novena planta, se encaminaron sin más dilación hacia la suite Tolstoi, donde encontraron el letrero de «No molesten» colgado del pomo de la puerta. El ministro llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta.
– Abran la puerta -ordenó.
El conserje obedeció sin titubear.
El ministro entró como un rayo en la habitación, seguido por el director y el conserje. Chenkov se detuvo en seco al ver los dos cuerpos inmóviles en la cama. No hizo falta indicar al conserje que llamara al médico.
Por desgracia, el médico ya se había ocupado de tres casos similares durante el mes anterior, pero con una diferencia: todos eran ciudadanos de San Petersburgo. Examinó a los dos pacientes durante un rato antes de emitir su diagnóstico.
– La enfermedad de Siberia -confirmó casi en un susurro. Hizo una pausa y miró al ministro-. No cabe duda de que la señora murió durante la noche -añadió-, en tanto que el caballero ha fallecido en el transcurso de la última hora.
El ministro no dijo nada.
– Mi conclusión inicial -continuó el médico- es que la mujer contrajo la enfermedad bebiendo mucha agua del grifo. -Hizo una pausa y miró el cuerpo sin vida de Richard-, En cuanto al marido, debió de contagiarse de su esposa, probablemente durante la noche. Suele ocurrir entre matrimonios -añadió-. Como muchos de nuestros compatriotas, no debía de saber… -vaciló antes de pronunciar la palabra delante del ministro- que Siberius es una de las raras enfermedades que no solo son infecciosas, sino también espantosamente contagiosas.
– Pero yo le llamé anoche -adujo el director del hotel-, le pregunté si quería ver al médico y dijo que no era necesario, que su esposa iba a ponerse bien y que confiaba en que estuviera recuperada del todo por la mañana.
– Qué pena -dijo el médico-. Ojalá hubiera aceptado el ofrecimiento. Habría sido demasiado tarde para hacer nada por su mujer, pero tal vez habría conseguido salvarle a él.