Maestro


Los italianos son la única raza que conozco con la habilidad de servir sin parecer obsequiosos. Los franceses derramarán alegremente salsa sobre tu corbata favorita sin el menor atisbo de disculpa, al tiempo que te maldicen en su lengua nativa. Los chinos no te dirigen la palabra, y a los griegos no les importa dejarte plantado durante una hora antes de traerte la carta. Los norteamericanos se afanan en informarte de que en realidad no son camareros, sino actores en paro, y después proceden a recitar los platos del día como si estuvieran en un casting. Es muy probable que los ingleses entablen contigo una larga conversación y te dejen con la impresión de que deberías estar comiendo con ellos, en lugar de con tu acompañante, y en cuanto a los alemanes… bien, ¿cuándo fue la última vez que comieron en un restaurante alemán?

Por lo tanto, a los italianos les toca barrer el suelo y recoger las migas. Combinan el encanto de los irlandeses con la maestría culinaria de los franceses y la minuciosidad de los suizos, y pese a su habilidad para presentar facturas que nunca parecen tener sentido, permitimos que nos sigan desplumando.

Esto era cierto en el caso de Mario Gambotti.

Mario descendía de una larga dinastía de florentinos que no sabían cantar, pintar ni jugar a fútbol, de modo que se reunió de buena gana con sus compatriotas exiliados en Londres, donde empezó como aprendiz en el sector de la restauración.

Siempre que voy a comer a su elegante y pequeño restaurante de Fulham, consigue disimular su desaprobación cuando pido sopa minestrone, espaguetis a la boloñesa y una botella de chianti clásico.

– Una excelente elección, maestro -afirma sin molestarse en tomar nota de mi pedido.

Fíjense, por favor, en «maestro»: no milord, que sería servil, ni señor, que sería ridículo después de veinte años de amistad, sino «maestro», un apelativo particularmente halagador, pues sé de buena tinta (su mujer) que nunca ha leído ni uno solo de mis libros.

Cuando me encontraba en la cárcel abierta de North Sea Camp, Mario escribió al director para solicitarle que se le permitiera acudir un viernes a prepararme la comida. La petición divirtió al director, el cual escribió una respuesta oficial explicando que, caso de autorizar semejante privilegio, no solo quebrantaría varias normas penitenciarias, sino que además la noticia saltaría a la primera página de los tabloides. Cuando el director me enseñó la copia de su respuesta, me sorprendió ver que había firmado: «Un cordial saludo, Michael».

– ¿También es usted cliente de Mario? -pregunté.

– No -contestó el director-, pero él sí ha sido cliente mío.


Mario´s se halla en la Fulham Road de Chelsea, y la popularidad del restaurante se debe en gran medida a su esposa, Teresa, que está al frente de la cocina. Yo suelo comer allí los viernes, acompañado muchas veces de mis dos hijos y sus últimas novias, que cambian más que la carta.



Con el paso de los años me he dado cuenta de que muchos de los clientes son habituales, de modo que es como si todos perteneciéramos a un club selecto, en el cual es casi imposible reservar una mesa a menos que seas miembro. Sin embargo, la verdadera prueba de la popularidad de Mario´s es que el restaurante no acepta tarjetas de crédito. Se puede pagar con cheques, en efectivo y a cuenta, pero no se aceptan tarjetas de crédito está anunciado en mayúsculas al pie de cada carta.


El establecimiento cierra el mes de agosto, con el fin de que la familia Gambotti regrese a su Florencia natal y se reúna con los demás Gambotti.

Mario es un italiano típico. Tiene su Ferrari rojo aparcado delante del restaurante; su yate (según me asegura mi hijo), amarrado en Montecarlo, y sus hijos, Tony, Maria y Roberto, han estudiado en St. Paul’s, Cheltenham y Summer Fields, respectivamente. Al fin y al cabo, es importante que se mezclen con la clase de gente a la que desplumarán en el futuro. Siempre que les veo en la ópera (Verdi y Puccini, nunca Wagner o Weber), están sentados en su propio palco.

Así pues, se preguntarán: ¿cómo acabó un hombre tan inteligente y astuto en la cárcel? ¿Participó en algunos disturbios tras un partido entre el Arsenal y la Fiorentina? ¿Rebasó demasiadas veces el límite de velocidad en ese Ferrari? ¿Olvidó pagar sus impuestos? Nada de eso. Quebrantó una ley inglesa con una acción que en la tierra de sus antepasados se habría considerado aceptable y cotidiana.

Entra en escena el señor Dennis Cartwright, que trabajaba al servicio del Estado.

El señor Cartwright era inspector de Hacienda. Rara vez comía en un restaurante, y menos aún en un local tan exclusivo como Mario´s. Siempre que su esposa Doris y él iban «a un italiano», solía ser el Pizza Express. Sin embargo, sentía un gran interés por el señor Gambotti y por cómo se las apañaba para mantener su estilo de vida con la cantidad que declaraba a su delegación de Hacienda. Al fin y al cabo, el restaurante declaraba unos beneficios de tan solo ciento setenta y dos mil libras, con una facturación superior a los dos millones. De modo que, después de los impuestos, el señor Gambotti solo se llevaba a casa (Dennis examinó con detenimiento las cifras) poco más de cien mil libras. Con una casa en Chelsea, tres hijos en colegios privados y un Ferrari que mantener, por no hablar del yate amarrado en Montecarlo, y solo Dios sabía qué más en Florencia, ¿cómo se las arreglaba? El señor Cartwright, un hombre resuelto, estaba decidido a averiguarlo.

El inspector de Hacienda examinó todas las cifras de los libros de Mario y tuvo que admitir que cuadraban y, aún más, que el señor Gambotti siempre pagaba los impuestos dentro de plazo. Sin embargo, el señor Cartwright no albergaba la menor duda de que el señor Gambotti tenía que estar desviando grandes cantidades de dinero, pero ¿cómo? Debía de haber pasado algo por alto. Cartwright se levantó en plena noche y exclamó: «No se aceptan tarjetas de crédito». Despertó a su esposa.

A la mañana siguiente, el señor Cartwright repasó los libros: estaba en lo cierto. No había entradas de tarjetas de crédito. Todos los cheques estaban justificados y todas las cuentas de los clientes, cuadradas, pero, considerando que no había entradas de tarjetas de crédito, la pequeña cantidad declarada parecía desproporcionada en relación con los ingresos totales.

El señor Cartwright no necesitaba que sus jefes le dijeran que no se le permitiría perder mucho tiempo comiendo en Mario´s con el fin de resolver el misterio de cómo el señor Gambotti ocultaba una cantidad de dinero tan elevada. El señor Buchanan, su supervisor, accedió de mala gana a conceder a Dennis un adelanto de doscientas libras para descubrir qué estaba sucediendo (había que justificar cada penique), y solo después de que Dennis señalara que, si podía reunir pruebas suficientes para encarcelar al señor Gambotti, muchos otros restauradores se sentirían impulsados a declarar sus verdaderos ingresos.

Para su sorpresa, el señor Cartwright tardó más de un mes en reservar una mesa en Mario´s, lo que solo consiguió después de varias llamadas, todas hechas desde casa. Pidió a su esposa Doris que le acompañara, pues supuso que despertaría menos sospechas que comiendo solo y tomando notas. Su supervisor accedió, pero dijo a Dennis que debería pagar la parte de su mujer.

– No se me había pasado por la cabeza hacer otra cosa -aseguró Dennis a su supervisor.

Mientras Dennis comía sopa de judías a la toscana y gnocchi (confiaba en volver alguna otra vez a Mario´s), siguió con la mirada al hostelero, que iba de mesa en mesa, intercambiaba trivialidades y satisfacía los menores caprichos de sus clientes. Su esposa observó que estaba distraído, pero decidió abstenerse de hacer comentarios, pues su marido casi nunca la invitaba a comer fuera, aparte del día de su cumpleaños.



El señor Cartwright se fijó en que había treinta y nueve mesas en el restaurante (las contó dos veces) y unas ciento veinte plazas. También observó, mientras tomaba café, que Mario acomodaba dos turnos en muchas de las mesas. Le impresionó la celeridad con que los tres camareros despejaban una mesa, sustituían el mantel y los cubiertos y conseguían que, momentos después, pareciera que nunca había sido ocupada.

Cuando Mario entregó la cuenta al señor Cartwright, este pagó en metálico e insistió en que le diera la factura. Cuando salieron del restaurante, Doris se sentó al volante del coche, lo cual permitió a Dennis anotar todas las cifras pertinentes en su libreta, mientras seguían frescas en su memoria.

– Una comida excelente -comentó su mujer mientras volvían a Romford-. Espero que podamos volver otro día.

– Volveremos -prometió él- la semana que viene, Doris. -Hizo una pausa-. Si puedo conseguir mesa.


Los señores Cartwright volvieron al restaurante tres semanas después, esta vez a cenar. Dennis se quedó impresionado al comprobar que Mario no solo recordaba su nombre, sino que incluso les daba la misma mesa. En esta ocasión, el señor Cartwright observó que Mario atendía tres turnos: uno antes de las representaciones teatrales (casi lleno), el turno de noche (hasta los topes) y un tercero tras la salida del teatro (medio lleno). Los últimos pedidos se tomaban a las once.

El señor Cartwright calculó que casi trescientos cincuenta clientes habían pasado por el restaurante aquella noche; si a eso se añadía la clientela de mediodía, el total superaba los quinientos por día. También calculó que la mitad pagaba en metálico, pero no podía demostrarlo.

La cuenta de Dennis ascendió a setenta y cinco libras (es fascinante que los restaurantes cobren más de noche que a la hora de la comida, aun cuando te sirvan los mismos platos). El señor Cartwright calculó que cada cliente debía de pagar entre veinticinco y cuarenta libras, y probablemente se quedaba corto. Así pues, en una semana cualquiera, Mario debía de servir a tres mil clientes como mínimo, lo cual debía de producir unos ingresos de noventa mil libras a la semana, unos cuatro millones de libras al año, descontando el mes de agosto.

Cuando el señor Cartwright volvió a su oficina a la mañana siguiente, repasó una vez más los libros del restaurante. El señor Gambotti declaraba una facturación de dos millones ciento veinte mil libras y unos beneficios, tras descontar los gastos, de ciento setenta y dos mil libras. ¿Qué pasaba con los otros dos millones?

El señor Cartwright seguía desconcertado. Al acabar la jornada se llevó los libros a casa, donde continuó examinando las cifras hasta bien entrada la noche.

– Eureka -exclamó justo antes de ponerse el pijama.

Uno de los gastos no cuadraba.

A la mañana siguiente concertó una cita con su supervisor.

– Será preciso que me facilite todas las cifras de esta semana en concreto -dijo Dennis al señor Buchanan, mientras apoyaba el índice sobre uno de los conceptos incluidos en la lista de gastos- y, más importante aún -añadió-, sin que el señor Gambotti sospeche lo que estoy haciendo.

El señor Buchanan le autorizó a ausentarse de la oficina, siempre que no fuera para volver a comer en Mario´s.

El señor Cartwright dedicó casi todo el fin de semana a perfeccionar su plan, consciente de que el menor indicio de lo que estaba tramando concedería al señor Gambotti tiempo suficiente para borrar sus huellas.

El lunes, el señor Cartwright se levantó temprano y fue a Fulham sin molestarse en pasar por la oficina. Aparcó el Skoda en una calle lateral, desde la que podía ver con claridad la entrada de Mario´s. Sacó una libreta de un bolsillo interior de la chaqueta y empezó a anotar el nombre de todos los proveedores que visitaban el local aquella mañana.

La primera furgoneta que llegó y estacionó en la doble línea amarilla que corría delante del restaurante era un conocido proveedor de hortalizas, al que unos minutos después siguió un carnicero. A continuación descargó su mercancía una floristería de moda; después un vinatero y una pescadería, hasta que por fin apareció el vehículo que el señor Cartwright había estado esperando: la furgoneta de una lavandería. El conductor descargó tres cajas grandes, las llevó al interior del restaurante, de donde salió cargado con otras tres, y se marchó. El señor Cartwright no tuvo necesidad de seguir a la furgoneta porque el nombre, la dirección y el número de teléfono de la empresa estaban pintados en ambos costados del vehículo.

El señor Cartwright volvió a la oficina y se sentó a-su escritorio justo antes de mediodía. Informó de inmediato a su supervisor y solicitó que ejerciera su autoridad para llevar a cabo una inspección en la empresa de marras. El señor Buchanan aceptó de nuevo, pero en esta ocasión recomendó cautela. Aconsejó al señor Cartwright que llevara a cabo una investigación ordinaria, para que la empresa no cayera en la cuenta de lo que buscaban en realidad.

– Puede que tardemos un poco más -dijo Buchanan-, pero de esta forma tendremos más probabilidades de éxito. Hoy les enviaré una nota; después concierte una cita cuando a ellos les vaya bien.



Dennis siguió el consejo de su supervisor, de manera que transcurrieron tres semanas antes de que se personara en las oficinas de la lavandería Marco Polo. Al llegar a las dependencias a la hora convenida dejó claro al gerente que la suya era una inspección ordinaria y que no esperaba descubrir la menor irregularidad.

Dennis pasó el resto del día revisando una a una las cuentas de los clientes, pero solo se detenía a tomar notas detalladas cuando encontraba una entrada del restaurante de Mario. A mediodía, había reunido todas las pruebas que necesitaba, pero no abandonó las oficinas de Marco Polo hasta las cinco con el fin de no despertar sospechas. Cuando Dennis se marchó, aseguró al gerente que estaba satisfecho con sus libros y que no habría más visitas de seguimiento. Se abstuvo de decir que uno de sus principales clientes sí recibiría algunas.

El señor Cartwright ya estaba sentado a su escritorio a las ocho de la mañana siguiente, pues deseaba terminar su informe antes de que apareciera su jefe.

Cuando el señor Buchanan entró a las nueve menos cinco, Dennis saltó del asiento con una expresión de triunfo. Estaba a punto de comunicarle la noticia, cuando el supervisor se llevó un dedo a los labios e indicó que debía seguirle a su despacho. Una vez cerrada la puerta, Dennis dejó el informe sobre la mesa y refirió a su jefe los detalles de la investigación. Esperó con paciencia, mientras el señor Buchanan estudiaba los documentos y reflexionaba sobre sus implicaciones. Por fin levantó la vista e indicó a Dennis que ya podía hablar.

– Esto demuestra -empezó Dennis- que cada día de los últimos doce meses el señor Gambotti ha enviado doscientos manteles y más de quinientas servilletas a la lavandería Marco Polo. Si se fija en esta entrada en particular -añadió, al tiempo que indicaba un libro mayor abierto al otro lado del escritorio-, observará que Gambotti solo declara ciento veinte reservas por día, para unos trescientos clientes. -Dennis hizo una pausa antes de asestar su golpe de gracia-. ¿Por qué ha de enviar cada año a la lavandería más de tres mil manteles y cuarenta y cinco mil servilletas, a menos que tenga cuarenta y cinco mil clientes? -preguntó. Hizo otra pausa-. Porque está lavando dinero -dijo Dennis, muy complacido con su juego de palabras.

– Buen trabajo, Dennis -dijo el jefe del departamento-. Prepare un informe completo, y yo me ocuparé de que acabe en la mesa de nuestro departamento de delitos económicos.


Por más que se esforzó, Mario no pudo justificar los tres mil manteles y las cuarenta y cinco mil servilletas ante el señor Gerald Henderson, su cínico abogado. Este solo dio un consejo a su cliente:

– Declárese culpable e intentaré llegar a un acuerdo.

El Ministerio de Hacienda logró recuperar dos millones de libras en impuestos del restaurante de Mario, y el juez condenó a Mario Gambotti a seis meses de prisión, de los cuales solo cumplió cuatro semanas. Le perdonaron tres meses por buen comportamiento y, como era su primer delito, durante los dos restantes se le realizaba un seguimiento electrónico.



El señor Henderson, un abogado astuto, incluso consiguió que el juicio se celebrara la última semana de julio. Explicó al juez que era el único período de tiempo en que el eminente abogado del señor Gambotti podría presentarse ante su señoría. Ambas partes fijaron la fecha del 30 de julio.

Después de pasar una semana en la prisión de alta seguridad de Belmarsh, al sur de Londres, Mario fue trasladado a la cárcel abierta de North Sea Camp, en Lincolnshire, donde terminó su condena. Su abogado había elegido esa penitenciaría aduciendo que era improbable que Mario se encontrara con alguno de sus antiguos clientes en las profundidades de Lincolnshire.

Entretanto el resto de la familia Gambotti voló a Florencia para pasar el mes de agosto, pero no pudo explicar del todo a las abuelas por qué Mario no les había acompañado en aquella ocasión.

Mario salió de North Sea Camp a las nueve de la mañana del lunes 1 de septiembre.

Cuando cruzó la puerta principal, Tony lo esperaba al volante del Ferrari. Tres horas después, Mario se hallaba en la puerta de su restaurante para recibir al primer cliente. Algunos habituales comentaron que parecía haber adelgazado, mientras otros admiraban su bronceado y buena forma física.

Seis meses después de que Mario saliera de prisión, un subdirector recién nombrado decidió efectuar otra inspección en la lavandería Marco Polo. Esta vez, Dennis apareció sin anunciarse. Repasó los libros con ojo experto y descubrió que ahora Mario enviaba cada día solamente ciento veinte manteles, además de trescientas servilletas, pese a que el restaurante seguía siendo tan concurrido como antes. ¿Cómo se las estaba ingeniando esta vez?

A la mañana siguiente Dennis aparcó de nuevo su Skoda en una calle que desembocaba en Fulham Road, desde la cual podía ver sin estorbos la entrada de Mario´s. Estaba seguro de que el señor Gambotti utilizaba ahora más de un servicio de lavandería, pero, para su decepción, la única furgoneta que se presentó para entregar las mantelerías limpias y recoger las sucias fue la de Marco Polo.

Cuando el señor Cartwright regresó a Romford a las ocho de aquella tarde, estaba perplejo. Si se hubiera quedado hasta después de medianoche, Dennis habría visto salir a varios camareros del restaurante, cargados con voluminosas bolsas de deporte de las que sobresalían raquetas de squash. ¿Conocen a algún camarero italiano que juegue al squash?

Los empleados de Mario estaban encantados de que sus esposas pudieran ganarse un dinero de más lavando mantelerías, sobre todo porque el señor Gambotti había regalado a todas una lavadora de último modelo.


Reservé una mesa para comer en Mario´s el viernes siguiente a mi excarcelación. Mario me esperaba en la puerta, y me acompañó de inmediato a mi mesa habitual, la del rincón junto a la ventana, como si nunca me hubiera ausentado.

No se molestó en darme la carta, porque su mujer salió de la cocina con un gigantesco plato de espaguetis, que dejó en la mesa delante de mí. Tony, el hijo de Mario, la seguía con un cuenco humeante de salsa boloñesa, y su hija María, con un pedazo de parmesano y un rallador.

– ¿Una botella de chianti clásico? -preguntó Mario, mientras la descorchaba-. Cortesía de la casa -añadió.

– Gracias, Mario. Por cierto -susurré-, el director de North Sea Camp me dio recuerdos para ti.

– Pobre Michael -dijo Mario con un suspiro-. Qué penosa existencia. ¿Se imagina toda una vida comiendo salchichas grasientas, seguidas de budín de sémola? -Sonrió y me sirvió una copa de vino-. De todos modos, maestro, se habrá sentido como en casa.

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