Al año siguiente ya tuvimos escuela nueva.
El hombrecito reunió más de cien voluntarios entre los muchachos mayores y construyó el aula.
Con la ayuda de vecinos y las donaciones de comerciantes y estancieros, en los tres meses estuvo terminada.
Era el edificio más hermoso del pueblo.
La gente de Iturbe y de los pueblos vecinos acudía en procesión para admirarlo.
El signore Octavio Doria, descendiente de la noble familia genovesa del almirante Andrea Doria, convertido en modesto maestro de obras de la fábrica (era en realidad un excelente arquitecto), quedó sorprendido y admirado de la capacidad y sabiduría natural del maestro, demostradas en la construcción de ese edificio, impensable en la época, en el modesto pueblo.
¿De dónde había sacado el maestro Gaspar Cristaldo -comentaba Doria con sus amigos- esos detalles del genuino mudejar y los arcos de medio punto en las amplias galerías que rodeaban el edificio?
El signore arquitecto Doria se remitía a la evidencia.
– ¡Es un genio el piccolo tipejo éste! -le alababa con sincera admiración-. Un genio puede aparecer en cualquier parte. Y he aquí que a Iturbe le ha tocado en suerte uno de marca mayor. Un Leonardo da Vinci de medio metro. Ma non un medio metro de Leonardo… -se despepitaba en estruendosa risa el cavaliere ufficiale.
Vicisitudes de la fortuna y un pasado algo turbio, que nadie conocía bien y sobre el cual sólo se tejían conjeturas cada vez más desvaídas, habían traído al signore Doria al Paraguay.
Los ojos negrísimos y el cuerpo de junco de una morena iturbeña lo habían anclado definitivamente en el pueblo.
Y en verdad formaban una pareja soberbia.
Doria gozaba de general estimación por sus dotes de simpatía y hombría de bien. Su opinión elogiosa sobre la capacidad del maestro Cristaldo resultó decisiva para aquellos que no veían en el hombrecito sino un personaje disparatado y maniático.
– Claro -se chanceó uno-. De genio y de loco todos tenemos un poco.
– Vayan a verlo trabajar -decía el cavaliere ufficiale Octavio Doria-. No he visto algo igual en ninguna parte.
Las autoridades le felicitaron. Incluso el cura Orrego, que no veía con buenos ojos al extraño hombrecito desde que él mismo había hecho correr la historia de que era un hombre que no había nacido.
Vinieron inspectores del ministerio de Culto e Instrucción Pública. Le trajeron en propias manos su designación como director de la escuela primaria. Algo que ocurría por primera vez en el Paraguay.
Un gran sello de lacre rojo y una cinta de raso del mismo color atestiguaban la jerarquía del nombramiento.
El inspector delegado se dobló por la mitad para imponerle la insignia de la Orden del Magisterio.
No parecía el maestro particularmente impresionado ni conmovido. Más bien se le veía incómodo y molesto. Había bajado al máximo sus antenas de comunicación. Su aspecto era casi lamentable.
El inspector, avisado por el cura, le preguntó por qué decía que no había nacido.
– Yo no soy más que un nonato adulto -contestó de mala gana el maestro Cristaldo.
– Pero ¿por qué nonato adulto? -inquirió con cierto enfado el inspector, que seguía doblado por la mitad, apretándose los lanzazos del lumbago.
– Porque, señor -replicó el maestro Cristaldo-, como todo el mundo yo nazco todos los días y al anochecer muero.
Era por lo menos una expresión un poco enigmática. El inspector quedó bastante humillado ante lo que consideraba un desplante del hombrecillo.
Los funcionarios se miraron con irritación y asombro. Nadie entendía nada. Pensaron que habían cometido un grave error al delegar tanta responsabilidad en un loco de pueblo.
Pronto íbamos a descubrir nosotros el verdadero sentido de las palabras del maestro.
Apenas se marcharon los funcionarios, el maestro se sacó la insignia y la guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Despegó la oblea de lacre para utilizar el material en sus experimentos de taller con el concurso de los alumnos más adelantados.
Me tocó en suerte ser uno de ellos. Yo le vi fabricar, pieza a pieza, la paloma robot que redobló su fama hechiceril.
La paloma daba un vuelo en redondo por la plaza y venía a posarse, acezante de fatiga, sobre la mesa del maestro.
En estos experimentos él mismo parecía electrizado de energía psíquica, concentrado en la fuente oscura que moraba en él y que le manaba por todos los poros como una tenue radiación.
Pasaba la mano sobre el plumaje del ave mecánica, que al instante parecía calmarse metiendo la cabeza bajo el ala, como un poco avergonzada de su debilidad.
Pequeño, oscuro, deforme, su figura era para nosotros, los escolares de aquel tiempo, la más hermosa, la más querida.
Dentro de su pequeñez, aquella sabiduría prodigiosamente antigua ponía en movimiento una fuerza incalculable. Con sólo mirarnos, sentíamos la vibración de esa energía en sus miradas como un hormigueo en los ojos, en la piel.
Planeaba sobre nosotros una especie de viento, de sonido inaudible que nos decía poco más o menos esto: Hay un tiempo para aprender, un tiempo para ignorar y otro para saber; un tiempo para comprender y otro para recordar.
Se adelantaba siempre a nuestros pensamientos. Los entendía y los completaba sin palabras.
En poco tiempo aprendimos a leer, a escribir y a realizar sin error las cuatro operaciones.
A veces se encolerizaba porque no le entendíamos muy bien. Nos miraba fijamente, los ojos encendidos como dos carbunclos. La nariz filosa y aguileña resoplaba con enojo tenue y ardiente.
– Aprendan a hablar en silencio. Hablar no es pensar. La palabra muerta está demasiado apegada a nosotros. Hay que hacerla vivir en lo que uno hace.
Todo se encarrilaba en seguida, como si no hubiera pasado nada y hubiera pasado todo en el mismo momento.
Siempre reservado, parco, escrutando lo que estaba por pasar, manifestaba sin embargo explícitamente que le agradaban nuestras explosiones de risa y alegría, aun cuando las bromas fuesen a su costa.
Eulogio Carimbatá le dijo un día:
– Usted, señor maestro, siempre está serio. Parece un caballo de circo.
– ¿Dónde has visto un circo? -fulminó el maestro.
– En ninguna parte… -respondió apocado el espinudo pez de Eulogio.
– Bueno, pues yo soy un caballo de circo -dijo sin inmutarse el maestro.
Nos reímos a carcajadas.
Ninguno de nosotros había visto un circo y menos un maestro que fuera caballo de circo.
El maestro pasó del mito al hecho.
Se convirtió para nosotros en ese increíble caballo. Emitió un relincho muy fuerte que atronó en nuestros oídos. Sopló sobre la clase una ráfaga de frío que nos hizo estornudar a todos y nos obligó a encoger las piernas debajo de los bancos.
Se oyó el corcovear de un caballo en el aula.
Eulogio cayó al suelo de bruces, como si de verdad le hubiera volteado el corcovo de un caballo.
No veíamos a ningún caballo por ninguna parte.
Se oyó el repiqueteo de sus cascos al alejarse, saltando por sobre el cercado de la escuela.
Se veían las tolvaneras de polvo rojo que el galope del caballo invisible iba levantando por las calles hasta que el ruido del galope no fue más que el zumbido de una cigarra.
El maestro era así. De repente intercalaba un hecho imposible en la realidad, fiel a la naturaleza mágica de su alma. Aprendimos con él sin esfuerzo. Hasta los más tarugos. Como si las verdades de la vida sólo pudieran aprenderse de un representado personaje.
Cuando Gaspar Cristaldo apareció, Manorá no existía aún.
Iturbe era un pantanal de barro y azúcar. Nos sentíamos sumergidos en un mar de aloja hecha de melaza negra.
Las avalanchas de agua en las crecientes arramblaban las calles y los caminos, invadían los ranchos, las casas, arrastraban árboles, ahogados, animales muertos, montañas de cañas cortadas y peladas, la desesperación de la cosecha perdida.
El río, padre y amigo del pueblo, cuando se salía de madre, se convertía en su peor enemigo.
No había médico. Gaspar Cristaldo atendía a la gente sin cobrar nada. Acudía adonde se le llamaba para todo servicio. Atendía a los viejos, a las mujeres solas, llenas de hijos y de miseria.
A los que no tenían ya remedio en su agonía, el hombrecito, que decía no haber nacido, los ayudaba a bien morir.
Fue entonces cuando, sin que nadie se apercibiera de ello, el maestro Cristaldo fundó la misteriosa aldea de Manorá en el mismo corazón del pueblo de Iturbe.
Una aldea invisible como el aire que entra en el cuerpo de una persona y sale de ella permitiéndole respirar, vivir.
Durante algún tiempo nadie sabía, excepto el maestro Cristaldo, que existía esa aldea ni dónde estaba situada.
Él le dio ese nombre: Manorá. El-lugar-para-la-muerte. Si un lugar era para el morir, lo cierto era que hasta el morir todo es vivir.
Al maestro Cristaldo le gustaban las contradicciones.
Nos decía que toda la energía del mundo y de la vida se engendra en la oposición de los contrarios.
Manorá empezó a dar señales de existencia.
Estaba allí. En el mismo pueblo de Iturbe (que antes se llamaba Santa Clara y ahora Manorá). Ocupaba el mismo lugar. El registro catastral era el mismo. No había divisorias entre los dos pueblos engastados, engarzados uno en otro.
Las mismas casas, la misma gente.
El río, el monte, el cielo, los cañaverales, las lomas altas, el cementerio, eran de los dos pueblos. El maestro Cristaldo hizo revivir la laguna muerta de Piky, canalizando las aguas purulentas y sembrando en ellas plantas purificadoras y balsámicas.
La laguna de Piky se convirtió en un jardín público.
Los sábados y domingos se aglomeraba la gente en los alrededores de la laguna para aspirar esos efluvios y presenciar las carreras cuadreras.
El maestro rechazaba este esparcimiento porque los propietarios de caballos hacían grandes apuestas, en las que a veces se jugaban estancias enteras. Los pobres perdían sus ahorros y el pueblo se volvía más pobre.
Las parejas jóvenes se metían entre los setos olorosos a jazmín y reseda para besarse y hacer el amor, casi a vista y paciencia del público, como la cosa más natural del mundo.
Manorá, por ejemplo, poco tenía que ver con la azucarera. Sí, mucho, con los cañeros, con los obreros de la fábrica, con la gente de las compañías más pobres.
Otro ejemplo: Manorá no tenía autoridades. Ni cura, ni jefes políticos, ni seccionales. Todo eso que era el orgullo de Iturbe y la causa de sus males.
La aldea de Manorá llevaba su modestia hasta hacerse invisible, parecida en todo a la imagen de su fundador.
Iturbe y Manorá no se distinguían en verdad uno de otro, aunque no eran idénticos ni en el clima ni en el tiempo natural de los días y las estaciones.
El sol, por ejemplo, salía un poco antes en Manorá. Se ponía un poco después.
El tiempo de la caída de un grano de arena.
Una telaraña en el alero de un rancho podía juntar Iturbe y Manorá en un mismo temblor por fracciones de segundo.
Cuando la removía el ala de un pájaro, la telaraña temblaba en el mismo tiempo y en el mismo lugar de Iturbe y Manorá. El alero era el mismo, pero estaban lejos el uno del otro.
A la mañana siguiente el maestro hizo un experimento en la escuela con una telaraña de verdad. Puso a Clodoveo Luna en un extremo del corredor y a Consagración Capilla en el otro, a unos cien metros de distancia.
– ¡Listos! -gritó el maestro.
Del bolsillo sacó un colibrí que se puso a aletear en su mano. Volaba inmóvil como una sonrisa amarilla pegada a los labios del maestro. Lo acercó a la telaraña. El vibrátil aleteo rozó la telaraña que se puso a temblar como en un escalofrío.
– ¡Se mueve! -gritó Clodoveo Luna a lo lejos.
– ¡Se mueve! -gritó Consagración Capilla.
Eulogio Carimbatá protestó con sus espinas de siempre sobresaliendo de su cuerpo de pez flaco.
– No vale -dijo-. Ellos son novios. Se pusieron de acuerdo.
El maestro metió el colibrí en el bolsillo. Distribuyó otras dos telarañas, formando cruz con las dos anteriores, el edificio de la escuela por medio.
Mandó a Eustaciano Cabral y a Marisa Ayala a ocupar sus puestos. Ahora no podían verse los cuatro.
– ¿Son novios ustedes? -preguntó el maestro.
– Todavía no… -tartamudeó Marisa.
El maestro sacó otra vez el colibrí del bolsillo. Lo arrimó a la telaraña. El temblor del ala removió los hilos.
– ¡Se mueve!… -gritaron los cuatro al unísono.
La telaraña del tiempo es la misma en todas partes, dijo el maestro Cristaldo. Cuando el ala de un pájaro roza un hilo al otro lado del mundo, todo el tejido del tiempo se mueve. Siente el aleteo de la vida. Percibe el latido del universo.
Cuando Manorá empezó a hacerse famosa, las gentes venían en caravanas con ganas de conocer esa aldea que no se sabía muy bien dónde estaba.
No la podían encontrar.
Daban vueltas y vueltas alrededor de Iturbe. Allí, de pronto, se daban de narices y menudencias con el maestro Cristaldo en la escuela, en alguna esquina, en la orilla de la laguna que él había transformado en un estanque de aromas y de salud.
Los que venían de afuera no podían notar que Manorá e Iturbe eran un solo y único pueblo, pero no el mismo.
Preguntaban a los vecinos. Éstos respondían que el pueblo era Iturbe y que no conocían otro con el «apelativo» de Manorá.
Había sin embargo entre ellos profundas diferencias. En Manorá ciertamente, pese a su nombre o gracias a él, ya no moría la gente.
Por lo menos mientras vivió el maestro. Él le puso ese nombre como una conjura y un desafío. Sabía que algún día la muerte iba a volver a aparecer por esos lugares. Pero no mientras él viviera allí.
– La muerte no falta nunca cuando llega la hora -decía cuando le preguntaban sobre el motivo del extraño gentilicio manoreño.
El que sabe esperar, vive. Era su lema, su fuerza, su magia.
Lo último que logró fue desterrar la muerte del pueblo. Nadie se dio cuenta de ese prodigio.
Lo que no pudo desterrar fueron las inundaciones.
Morían los que se iban del pueblo. O los que salían para hacer cortos viajes. No regresaban ni vivos ni muertos. El olvido se encargaba de ellos.
Cuando hablo de Manorá no es del pueblo de Iturbe, de la antigua Santa Clara que fue su primer nombre, de Itapé, de San Salvador, de Borja, de Maciel o de Caazapá, de la azucarera, de otros pueblos vecinos y de su gente; no es de ellos de los que me estoy acordando.
Hablo de esa aldea que está metida dentro de Iturbe como el carozo del durazno o la ovalada semilla del mango que se queda en hilachas cuando acabamos de rocigar la carne amarilla o rosada.
Daba lo mismo que el pueblo secreto de Manorá estuviese construido en piedra, madera, paja y barro de estaqueo. Al principio, los alumnos creíamos que el maestro Cristaldo, con su costumbre de expresarse en imágenes, hablaba de un pueblo invisible que existía dentro del corazón de los iturbeños.
No era por los ojos, por los oídos, por el tacto o por cualquier otro sentido no conocido como podíamos reconocer la existencia de Manorá.
Sólo podíamos aproximarnos a ese misterio por corazonadas.
El mejor ejemplo de lo que era Manorá lo mostró un día en clase el maestro Cristaldo. Trajo aquella mañana una bola de un material transparente, muy brillante, jaspeado de delgadas capas superpuestas. Dijo que se llamaba cuarzo, un cristal de roca muy apreciado.
Hizo que nos acercáramos a su mesa. En el interior de la bola translúcida vimos una mancha coloreada, como bajo la luz del amanecer.
La mancha se convirtió en la visión de un pueblo. Todos, a un mismo tiempo, gritamos ¡Iturbe!
Estábamos encandilados. El maestro nos observaba. Nos miraba de oído y de memoria. Fijaba sus ojos en cada rostro, en los ojos brillantes de los chicos que dejaban traslucir su emoción.
Dentro de la visión del pueblo amaneció otro muy semejante, parecido a su sombra y reflejo.
Todos, a un tiempo, gritamos: ¡Manorá!
Nos quedamos mudos.
El maestro no decía palabra. Disfrutaba con nuestra sorpresa. Pero también había en su rostro algo como la sombra de una inquietud.
– Así que la bola de cuarzo es el mundo… -dijo burlándose un poco Eulogio Carimbatá-. Dentro de la bola hay dos pueblos que están metidos uno dentro de otro…
Nos acercamos más. Entonces vimos que sobre Manorá ya brillaba el sol. Iturbe estaba un poco a oscuras todavía en el despuntar de la aurora. La fábrica y la chimenea parecían boca abajo. Los grandes cañaverales parecían haber remontado y ondeaban entre los rosicleres que pintaban los pompones de las nubes.
Los carros repletos de cañadulce avanzaban chirriando lentamente hacia el ingenio al paso cansino de los bueyes. Las sombras de los conductores montados sobre los atados de caña y de los boyeritos que iban delante de los bueyes se proyectaban, enormes, sobre el campo que había perdido sus orillas. Y todo eso cabía en la pequeña redondez de una bola de cristal oscuro y al mismo tiempo transparente.
La mano arrugada y pequeña del maestro Cristaldo se metió entre las cabezas y se apoderó de la bola de cuarzo.
– Vayan ahora a sus casas, a pensar -nos despidió como ahuyentando moscas…