A todos los escueleros nos intrigaba la parte en sombras de la vida del maestro.
Nos interesaba, sobre todo, saber qué hacía al anochecer, encerrado en su cabaña lacustre, en invierno y verano. Sólo cuando hacía mucho calor, dejaba entreabierto el ventanuco que daba hacia el copudo tarumá de la orilla.
Nadie se animaba sin embargo a espiar la casa solitaria. El más osado lo habría sentido como una falta de respeto y consideración, como un acto de verdadera profanación.
Yo me atreví a cometerlo.
Escondido entre los setos de amapolas y plantas acuáticas que rodeaban la laguna, como una línea defensiva de su soledad, de su voluntad de recogimiento nocturno, comencé a vichar la casa del maestro.
Los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos bajo la presión de un miedo cerval a lo desconocido.
Lo hice varias veces sin resultado alguno.
Al principio me limité a un rodeo tímido y asustado de la laguna en los anocheceres calurosos del verano buscando el punto de mira más adecuado.
Mi curiosidad y mi coraje iban creciendo.
Me fui animando cada vez más. Me acercaba furtivamente a la laguna, trepaba al corpulento tarumá, y me ponía a atisbar el ventanuco siempre cerrado.
Encontré un apostadero óptimo en el hueco que un rayo había excavado hacía mucho tiempo en mitad del tronco, como decir en las propias entrañas del árbol.
El rayo no lo mató. Le dio conciencia de su fortaleza. Siempre verde, cada vez más copudo, hacía allí de centinela de la laguna muerta.
La oquedad oval en el tronco era casi una almena de casafuerte. Servía de casilla de correo al único habitante que moraba en la choza lacustre.
Ahora me servía a mí de atalaya.
Para mí, en funciones de espectador, de espía, la entraña hueca del árbol era una butaca que parecía instalada allí a propósito por el acto servicial y quizás premonitorio del rayo.
El trabajo de los comejenes no había hecho sino esponjar y acolchar el hueco tornándolo tan muelle y cómodo como un sillón.
Inmóvil, petrificado por la curiosidad y el miedo, debía de parecer un búho joven escondido entre el follaje. Los ojos brillantes por la avidez malsana que me consumía y que a la vez alimentaba mi deseo, se hallaban clavados en el redondel del ventanuco, más pequeño que la claraboya de la sentina de un barco.
En uno de estos anocheceres la casualidad o la tenacidad de mi obsesión acabó por gratificar el acto vil.
El ventanuco se hallaba entreabierto. No había una gota de aire. La aceitosa superficie del agua transmitía con toda nitidez los más tenues rumores, hasta el siseo del vuelo de los cocuyos.
En determinado momento creí que mi sitio de observación en el inmenso árbol se hallaba ubicado sobre un invisible viaducto cuyas resonancias vibraban en mi piel.
De pronto escuché la voz del maestro. Hablaba con una mujer.
¡Dios! -dije- ¡No puede ser!
Sufrí un sobresalto que estuvo a punto de voltearme de la horqueta en la que estaba sentado.
Quise dejarme caer y huir.
El miedo cerval se me trocó en pavor de ciervo herido y me paralizó en la rama.
Un gran ruido cayó sobre mí.
El tren pasaba por la curva de la laguna, coronado de chispas, las ventanillas iluminadas en la oscuridad, como una visión irreal.
Ese tren aparecía en los momentos más inoportunos. De repente surgía como de debajo de la tierra, del tiempo, del susto. De tanto verlo pasar, ya nos habíamos habituado a no verlo. Sobre todo, para mí, en ese momento y desde ese lugar en que mi alma colgaba de un hilo.
La curiosidad insensata pudo más que la prudencia. Esa goma visceral me retuvo en la improvisada platea, ante el escenario fantasmal que de repente y por increíble casualidad se abría ante mí el ventanuco entreabierto, la luz temblorosa del candil invisible que alumbraba la escena sin mostrar a los personajes.
La voz cascada del maestro sonaba como la de un párvulo. O de alguien más pequeño aún. Pero era su voz, sin duda, reconocible a pesar del registro altísimo y por momentos casi lloriqueante que tenía ahora.
La voz de la interlocutora correspondía a una mujer joven, que hablaba con suave pero firme autoridad respondiendo a los apremiantes requerimientos del párvulo que se expresaba como un adulto en voz de falsete.
Dijo el niño, o quien fuera el misterioso párvulo «…Cuando usted me dice que yo no puedo acordarme tan lejos, y que ya estoy crecido para andar perdiendo el tiempo en chocheras de chico, yo me callo sólo por fuera.
«Sin nadie a quién hablar de estas cosas, ya que usted tampoco quiere escucharme, me quedo hablando solo. Puedo malgastar mis palabras. A qué malgastar mi silencio. Me abrazo al horcón, aplasto la boca contra las tablas y siento moverse adentro mis palabras con gusto a la madera podrida, al jugo agrio de las cucarachitas rubias que han llegado hasta aquí a saber cómo han podido cruzar la laguna salvo que hayan venido en el bote. Son cucarachas o cualesquier otros insectos de las plantas. Yo los masco un poco y los dejo subir rengueando. Suben y se quedan enredados en las telarañas del techo…»
El estupor no cabía en mí. Creció aún más cuando oí hablar a la mujer:
«…Y usted, escuche, no siga murmurando esas zonceras. No siga dándole todo el día a ese maldito tambor… Igual que su abuelo… No sea temático… Por cabeza hueca usted se va a arrumar la vida como su padre con la guitarra… como su abuelo Eftgemo, que era tamborero del Supremo Dictador… Tocó el tambor día y noche hasta los ochenta años… Hasta que le creció un callo en el pecho, grande como una joroba, de tanto apoyar allí el borde filoso del instrumento… Cuando no alcanzó más el parche por culpa de la joroba pidió venia al Supremo… Se fue a plantar victorias regias en el lago Ypoá… Vaya a sacar las vacas del corral en lugar de estar ahí paveando como esos lunáticos de la calle Luna…»
El párvulo la interrumpe:
«…Me apuro a hablar de esos recuerdos de antes de nacer… No hay muchos… No son recuerdos propiamente… Porque yo sigo estando allí… en su vientre… como antes de nacer… y aun después… Yo no tengo con quien hablar de esas cosas… Los muchachos de mi edad, malos de una maldad más grande que ellos, pronto han aprendido a reírse de mí… a atontarse en pandilla con su griterío de loros barranqueros… Nonato por aquí… Nonato por allá…»
La voz furiosa de la mujer:
«¿De dónde saca esas zonceras que ofenden a Dios que me ofenden a mí misma? ¿De dónde se le antoja a usted, de puro cabeza dura que es, que puede nacer otra vez siendo viejo?… ¿Cómo se le atolondra pensar que un nonato viejo como usted puede entrar de nuevo en el vientre de su madre y nacer?…»
La voz del párvulo se dulcificó hasta el llanto:
«…Señora, no se ofenda… El mismo cura de San Rafael, en la misa del domingo, mencionó las palabras de Jesús a Nicodemo De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere otra vez no puede entrar en el reino de Dios… Yo no soy nonato… Yo he nacido de usted y siempre será así, hasta que me muera… Yo entro cada noche en su vientre… Al amanecer nazco…»
Se oye el eco de dos fuertes bofetones.
La voz de la mujer cada vez más ronca y colérica:
«…Déjese de alegar disparates, que ha salido hace rato de la edad del pavo… No sea retobado… Voy a tener que meterlo en el cuartel para que le saquen esas mañas a puros yataganazos… Hágase hombre de una vez, que yo también puedo faltarle… No sé entonces cómo se va a arreglar usted, a la edad que tiene, un paranado sin segundo… A ternero guacho ni madre ajena ni calostro regalado…»
La voz del párvulo, quejosa, doliente, sorbiéndose los mocos de la desesperación:
«… No me haga huérfano usted, señora, antes de nacer… No me haga malquerer la vida antes de conocerla… Mi sufrimiento crece más que el suyo…»
Hubo una pausa larga. Se oyeron sollozos de la mujer y del párvulo.
La voz de éste con resignación tranquila:
«… Un día de éstos me iré al puente a oír el retumbo del paso del tren… Meteré la cabeza bajo el agua… Voy a tenerla pegada como siempre al pilote, pero no voy a poner la cañita en la boca… Me quedaré escuchando el retumbo con los dientes apretados hasta que la dentera del ruido se me vaya apagando en los huesos con los otros ruidos que tamborean dentro de mí sin descanso…»
Y no sé más.
Me agarró un mareo en tirabuzón y caí sobre las raíces nudosas del tarumá. Me desperté del desmayo en una especie de embudo que giraba alrededor de mí a gran velocidad y me arrastraba con él.
No recuerdo cómo llegué a casa.
En los días que siguieron nada cambió en apariencia pero todo cambió.
Volví a mi apostadero del tarumá dos o tres veces. Siempre era el mismo diálogo entre la mujer y el párvulo. Como si pasaran una grabación de la escena, siempre repetida.
No era una grabación. La palabra hablada no se reproduce. Habla o se calla.
Tampoco podía pensarse en una escena de ventriloquia urdida por el maestro en este ritual solitario con el cual se flagelaba a cada anochecer.
El diálogo variaba de pronto sobre otros temas.
Las protestas de celos del párvulo contra el padre muerto porque éste quería desplazarlo de su derecho a ocupar el claustro materno. El hombrón muerto lo quería todo entero para él solo.
En este punto, la interlocución exasperada podía tomar cualquier dirección y tonalidad. Desde la incriminación quejumbrosa del párvulo a la cólera de la madre, a su indignación, a su rechazo más rotundo. Pero también a la suavidad extrema de la ternura entre madre e hijo.
A la angustia y tristeza de ambos ante la inevitabilidad de la separación absoluta y definitiva.
Me pareció entrever muy fugazmente la cabeza de la mujer, cubierta por un roto manto oscuro, inclinándose hacia los bracitos resecos de la criatura que tironeaban de su pollera.
En un momento dado, el destello del candil alumbró el perfil de una cara acalaverada. No descartaba que pudiera ser un reflejo del vértigo en el que estaba sumergido.
No iba a referir a nadie lo que había oído aquella noche. Nadie iba a perdonarme la bajeza que había cometido.
Nadie iba a creer y menos aceptar la espectacular «revelación» sino como una increíble mentira y como una infamia del «niño sabiondo y patrañero» de la azucarera contra el maestro Cristaldo, para fanfarronear a su costa ante los demás y malquistarlo aún más con las autoridades.
Me había metido en un callejón sin salida y ya no sabía cómo salir de él y reparar mi falta.
Me entregué al remordimiento y a la autocondenación. Más humillantes todavía porque, al menos en apariencia, el maestro no mostraba el más mínimo signo de sospecha con respecto a alguien en particular y menos todavía con respecto a mí.
Seguía siendo el mismo. O aun mejor. Más lúcido, activo y generoso que antes de mi espionaje.
Vibrante en la plenitud de su tremenda energía, y hasta con más sentido del humor y de las bromas, él era quien tomaba ahora la iniciativa.
Parecía incluso liberado de una antigua preocupación que hasta hacía pocos días le hacía fruncir el ceño y desencadenaba en él pasajeros arrebatos por motivos nimios.
Me resultaba imposible admitir que sus antenas de percepción casi sobrenatural no hubiesen captado mi desdichada y execrable acción.
Al maestro no se le escapaba ni la sombra de un pelo de botella.
– No hay astucia ni simulación que pueda encubrir un acto de traición o deslealtad moral -nos había dicho no hacía mucho en una clase de instrucción cívica sobre la responsabilidad de los ciudadanos.
La deslealtad y la traición se delatan a sí mismas como una reacción de su propia naturaleza, nos dijo.
La sangre tiene la cualidad de ser invisible, agregó.
– ¿No es cierto? -preguntó en un clamor.
– ¡Es ciertoooo!… -aullamos en coro.
Tomó una cuchilla de zapatero y se infirió una herida en el brazo de la que brotó abundante sangre.
– Si hieres a tu mejor amigo, su sangre te delatará. Y no habrá jabón ni agua que laven esa mancha.
El ejemplo de la sangre era bastante alusivo. Me hizo tragar mucha saliva. Ya me sentía cagando de ventana y el culo a la calle, por todos visto y maldito.
Me atreví a pensar que esos cambios en su comportamiento no eran sino una forma de ocultar los efectos que le habría producido el robo de su inviolable secreto, la infame indiscreción de un granuja que era, para mayor escarnio, uno de sus mejores alumnos.
Estrategia muy propia del maestro para pescar in fraganti al culpable.
En el sentimiento de culpa que me embargaba, pensé más de una vez revelar al maestro, en confidencia muy privada, la atrocidad cometida y recibir el condigno castigo.
Me detuvo solamente el temor de que esa revelación podía trastornar para siempre todo el orden en que nos movíamos, y que, en definitiva, no iba a reparar en nada el daño ya hecho.
Podía robar el secreto del maestro. No hacerlo público.
Recordé el refrán del propio maestro Cristaldo:
«A nadie descubras tu secreto que no hay cosa tan bien dicha como la que se está por decir…»
El que empeoró fui yo. La enfermiza curiosidad se transformó en una obsesión que me desvelaba día y noche en una especie de creciente delirio.
Deseaba averiguar más. Anhelaba oscuramente saber más. Descubrir el sentido de esa representación de sombras y de voces capaz de enloquecer a cualquiera.
Quién era esa madre que se negaba a seguir albergando en sus entrañas a la misteriosa criatura nonata que hablaba con la voz del maestro.
Qué escondía esa fantasía de un hombre viejo que entraba de nuevo a refugiarse por la noche en el claustro materno para nacer al día siguiente. Cómo podía explicarse esta suerte de incesante palingenesia que anulaba los plazos mortales y transgredía el orden del universo.
Qué significaba esa sentencia de Jesucristo que condenaba a la exclusión del reino de Dios al que no naciere otra vez.
Los prolijos comentarios de mi padre no me aclararon el enigma de las Escrituras sobre el sentido real o simbólico de esas resurrecciones cotidianas a través del útero materno.
Evitó cuidadosamente el uso de expresiones de ese tipo, que consideró fuera del alcance de la comprensión de mis doce años y superaban su propio sentido del pudor de hombre y de padre.
La estantería teológica de mi pobre padre ex seminarista se vino al suelo aplastándolo en una perturbación sin límites.
Por primera vez lo vi totalmente impotente ante un problema de religión originado precisamente en una línea escondida de su venerado Nuevo Testamento.
Hubo varios conciliábulos entre mi padre y mi madre a propósito de la elíptica frase. Espié por las noches, a través de las rendijas del dormitorio, y comprobé que leían y discutían en voz baja la admonición de Jesús al príncipe de los fariseos.
Luego de varios días de dudas y hesitaciones, mi padre me sacó a pasear.
En medio de una locuacidad poco habitual en él, concluyó que probablemente se trataba de un versículo mal traducido del original hebreo. Que iba a consultar el problema con su hermano el obispo, y que volveríamos a hablar sobre el tema.
Nos cruzamos con el maestro Cristaldo. Mi padre se detuvo a conversar con él un momento. Yo me aparté para no escuchar lo que decían. Pero, con toda evidencia, ninguno de los dos albergaba la menor sospecha de lo que había ocurrido. Y menos aún que yo era el delincuente y el testigo de cargo.
– Buena cabeza. Todavía le falta seso -gruñó el maestro dándome unos golpecitos en la coronilla con su mano sarmentosa-. Menos mal que a éste no le alcanzaron las tijeras de la tonsura.
Mi padre tomó a risa la alusión algo injuriosa del maestro con respecto al rastro capilar de sus órdenes menores en el seminario.
El maestro caminaba muy aprisa con sus pasitos cortos que desencuadernaban el ritmo de marcha de mi padre y le tenían como agachado hacia tierra.
Mi padre se dobló por la mitad hasta poner su cabeza a la altura de la del maestro.
– Cada uno lleva la tonsura que se merece bajo el cuero cabelludo… -díjole palmeándole el hombro respetuosamente.
El ruido del tren ahogó su voz.
El maestro había desaparecido entre el humo y las chispas.
Mi delirio me infundió la arrogancia de decidir investigar el problema por mi cuenta, de la manera más radical, en el mismo terreno de los hechos.
Mi temeraria decisión estaba tomada.
Una mañana, después de beber el habitual jarro de leche espumosa, recién ordeñada por nuestro karaí Gaspar, salí con supuesto rumbo hacia la escuela pero no asistí a clase.
Madre me despidió en el portón mirándome largamente con su triste sonrisa como queriendo comunicarme algo.
No dijo nada.
Me puso un pedazo de tortilla en el hule del bolso. Me dio un beso y me dejó partir. Oí que el portón gruñía algo, pero no le hice caso.
Tenía por delante las tres horas en las que el maestro estaría ocupado con la lección de lectura y escritura en los tres grados que tenía a su cargo.
Por la zona más agreste me dirigí sigilosamente a la laguna. Los pobladores trabajaban desde el alba en los cañaverales, en las olerías, en los montes, en la fábrica.
La mañana era soleada y desierta, llena sólo con el cálido viento del norte y el infinito bullicio de los pájaros.
La canoa estaba amarrada a una de las enormes raíces del tarumá. Desaté la cadena y crucé la laguna con rápidas remadas al ritmo del tumulto que sentía redoblar en el pecho.
Desembarqué. Subí en tres saltos la escalerilla. Por una abertura entre las tablas rotas del piso me colé como un ladrón en el pobre rancho. Me golpeó la cara el acre olor a sudor del maestro. Ese olor que formaba parte de su personalidad.
Por todas partes salía a recibirme con mudo reproche la enorme, la impalpable presencia del maestro, hecha a escala de su inabarcable modo de ser, pero también al tamaño en miniatura de su pequeña estatura. Todo era inmenso y a la vez diminuto.
En la cabaña reinaba intocado el orden maniático que le había impuesto su morador. No encontré ninguna ropa o efecto, por pequeño e insignificante que fuera, que pudiera corresponder a una mujer.
Ni la sombra de un pelo.
Penetré en una especie de trascuarto, apartado por una tosca cortina de lona. Supuse que sería el dormitorio. No vi sin embargo catre alguno que pudiera sugerir una especie de lecho, un lugar de reposo. Revisé los rincones con el mismo resultado.
Al borde de la decepción, de repente toqué algo que me impactó con el efecto de una emoción indecible.
Vi el «útero materno» en el que al anochecer el maestro entraba para nacer al día siguiente. Una especie de bolsón que colgaba del horcón principal.
Me aproximé a la bolsa ovalada y descubrí con estupor algo que me pareció un nido de pájaro. Semejaba en realidad el nido de las garzas, el ave que en guaraní se designa con el nombre de kuarahy-mimby, la-flauta-del-sol. Estaba hecho con las materias más suaves que se pueda imaginar, pero que yo no acertaba a reconocer.
No eran plumones de aves ni pellejos de animales finamente curtidos, en los cuales la badana había sido golpeada y macerada hasta la transparencia total de la materia orgánica.
Era algo más vivo, pero indescriptible. No se trataba de un objeto construido artesanalmente.
Era más bien una membrana muy suave, pero resistente y flexible, llena de inervaciones, semejante a lo que después sabría que es una placenta humana. Un órgano biológico genuino y a la vez un símbolo material en el que objeto y sujeto se confundían.
Pasé suavemente, temerosamente, la yema de los dedos sobre esa materia que parecía dotada de su propia sensibilidad. Noté ciertos movimientos reactivos que se desplazaban sobre el tejido de nervios contrayendo y dilatándose en el esfuerzo de expulsar algo.
Desde el interior sobresalía algo que en un primer momento creí que era una gruesa liana retorcida en nudos y anillos.
El susto se duplicó en mí.
Pasé los dedos sobre esos nudos y circunvoluciones. Los sentí calientes y latientes como irrigados de circulación sanguínea.
No pude reprimir un gesto de náusea viscosa.
No pude seguir. Oí voces. Al principio, borrosamente.
Iba a huir. Me volví. No había nadie en la cabaña ordenada y desierta. Al menos nadie visible, aunque las voces sonaran en el interior.
La voz de párvulo del maestro, primero, luego la voz fuerte, autoritaria, de la madre brotaban ahora nítidamente desde el fondo de la placenta, en un violento altercado.
Lo que decían no lo había oído antes. Luego la voz del párvulo, del viejo nonato, del maestro que creía no haber nacido, volvió a insistir imperativamente en su ruego a la madre de que le dejara entrar en sus entrañas por última vez para volver a nacer.
La madre se negó rotundamente. «¿Cómo quieres nacer vivo de una mujer muerta? Tu nacimiento acabó con mi vida hace muchos años… Desde mi muerte te maldigo… por haberte engendrado… Te maldigo para que, una vez muerto, no seas enterrado en cristiana sepultura… Y para que tus restos, hasta el último cabello, desaparezcan de este mundo…»
La voz del párvulo repitió su despedida o chantaje de sumergirse bajo el puente para escuchar el retumbo del tren en los pilotes hasta que la asfixia del ahogamiento acabara con él.
La mujer no contestó. Se hizo un silencio total en la cabaña.
El viejo nonato iba a volver de todos modos al amnios primigenio para cumplir allí la maldición materna.