Decimoquinta parte

1

¿Qué quiso decir la soplona cuando me reveló el secreto, que «podía costarle caro», alertándome sobre el supuesto complot que se tramaba contra el ya extinto maestro Cristaldo?

Silveria Zarza, la antigua pantalonera, en la actualidad soplona de la policía, hacía de lo oblicuo la clave de su profesión.


Por cálculo propio o por indicaciones de la Técnica, el aviso de la mujer trataba de inducirme a descender en Manorá, donde los mellizos Goiburú, mis enemigos de infancia, aguardaban para liquidarme.

La trama se iba cerrando con el drapeado de un tejido fantasmal. La mujer sabía que el maestro ya no existía. No ignoraba que la simple mención de su nombre era un poderoso acicate en clave para que yo descendiera en Manorá.

2

Durante mi larga y abstraída caminata por la trocha, al costado del tren, la imperceptible mutación de los astros había puesto en orden las cosas de este bajo mundo.

Les había dado un nuevo sentido del cual yo estaba ausente, como si ya no formara parte de lo que iba sucediendo un grano de arena rodando sobre la inmensa masa de la materia en movimiento.

3

Estaba por llegar el tren a la estación de Iturbe-Manorá. A lo lejos parpadeaba el farol de señales acercándose. La presencia del pueblo invisible aceleró mis latidos.

En noches de luna se hubieran visto las casas, el campanario desmochado de la iglesia. Ahora el pueblo estaba enterrado en la oscuridad.

El fuego de la caldera no alumbraba sino el interior de la máquina y la cabeza rubia del maquinista que iba comiendo naranjas.

4

Con los ojos cerrados fui contando las casas que se escalonaban junto a la vía férrea. Iba nombrando en un susurro a los vecinos mas conocidos. No sólo los nombraba. Los veía a todos y a cada uno, como a la luz del día, en el recuerdo que, en los chicos, dura toda la vida.

Contemplaba las fachadas, las puertas, la gente sentada en las aceras. Iba señalándola con la mano Iba saludando a cada uno con el pensamiento.

Saqué la cabeza por la ventanilla. Sentí los ojos húmedos como la vez en que me alejé del pueblo en este mismo tren.

La brisa me escarchó los párpados.


No iba a poder divisar en la oscuridad la gran curva de las vías que rodean la laguna de Piky.

Silveria Zarza había dicho que habían cegado la laguna con un zócalo de mármol y levantado allí el templo de los evangelistas.


A la pantalonera y soplona no se le podía creer todo lo que inventaba.


Cuando el tren se detuvo, entre el chirriar de los frenos y el silencio de los pasajeros dormidos como muertos después de la tercera noche en vela, me adelanté hacia la salida en medio de bultos, atados y equipajes, jaulas con pájaros y perrillos ladradores, ahora dormidos como sus dueños.


Alguien, al pasar, me aferró la muñeca con una fuerza fina y a la vez descomunal. Pensé en Guido Saben, el mono lascivo de la soplona.

Toqué la mano que me oprimía. Era una mano de mujer. La mano de Bersabé, húmeda de úlceras todavía ardientes.

Adiviné su rostro inflamado en la oscuridad. Sólo veía el brillo de sus ojos. Y en esos ojos, el palpitar de su corazón que la muerte y la soledad habían macerado y roto para siempre.

Tiró de mi brazo, me hizo bajar la cabeza y me dio un largo beso que ardía en fiebre.

No podía entender ese gesto inexplicable. ¿Quería significarme algo la muchacha muda? ¿Retenerme? ¿Agradecer a un hombre que la había mirado con ternura? ¿Despedirse de un condenado a muerte?

Me desprendí como pude de esa garra a la que la desgracia comunicaba tanta fuerza, tanta desesperación.

Me escurrí por el lado contrario a la estación y me lancé a las tinieblas.

5

Choqué contra un vagón de carga descarrilado en una vía muerta. Me recosté contra las chapas abolladas y me quedé contemplando la sombra del tren perfilado por el reverbero del farol.

Oí al final los gritos del jefe de estación. Reconocí la voz un poco gangosa de Máximo Florentín.

El toque de la cascada campana dio la señal de partida. El maquinista hizo sonar el silbato que quebró en añicos el silencio del pueblo.

El tren se puso en marcha. Lo vi alejarse con su herrumbroso estrépito. Los faros de la locomotora iban horadando la noche con sus haces amarillos.

Diminuto, arriscado, invisible, el tren parecía ahora inmenso. Tuve la impresión en ese momento de que la locomotora centenaria me recordaba vagamente a alguien.

No era un parecido físico sino de destino. Pensé en el hombrecito de edad indefinible. Mi maestro fue. Mi mejor amigo. Mi deudo inolvidable. Mi impagable deuda.

¿No venía acaso a Manorá a buscarle a él, a que me enseñara la última sabiduría? Un ser ínfimo, irrisorio, dotado de energía sobrehumana.

Un ser natural en lo sobrenatural.


Nacer otra vez tras las muertes sucesivas constituía el mayor poder del maestro.

No me iba a sorprender en absoluto saber que continuaba viviendo en su cabaña lacustre. Verlo bajar como siempre de su bote al pie del tarumá, su árbol protector, y caminar rumbo a la escuela en la mañanita húmeda de rocío, sin prisa, sin edad, erguido, oscuro, siempre el mismo y siempre diferente.


Con la muerte del maestro Cristaldo también Manorá se perdió, desapareció. Acaso sólo se ha vuelto invisible, cansada, perseguida por la violencia, por la perversidad de los hombres.


La aldea muerta, al igual que el maestro, puede nacer otra vez.

Y cuando ella sea recobrada arraigará con tanta fuerza en el corazón de los iturbeños y de los manoreños, que no volverá a perderse. Nada podrán contra ella la ambición de poder, la discordia, la persecución, la violencia.


El sol saldrá a la misma hora para todos. Las noches recobrarán el perfume de los antiguos tiempos. Las historias que habitan la memoria de los hombres, las mujeres y los niños, ya no podrán borrarse porque estarán escritas en el corazón de los futuros tiempos.

6

A lo lejos, en la curva que contornea la laguna, se iba perdiendo la lucecita trasera del tren. El punto rojo desapareció.

A partir de ese momento, no supe a dónde ir. Me movía como un autómata. El dolor de la chapa acanalada del vagón en ruinas me punzaba el hombro con un dolor lejano.


Empecé a caminar a la deriva. Descubrí que iba andando por el viejo terraplén, en el que trabajó mi padre, medio siglo atrás, cuando no era más que un peón para todo servicio, durante la construcción de la fábrica.

Mis pasos se orientaban a ciegas, pero con seguridad. Los ojos y los oídos no veían ni oían nada. Salvo el murmullo de las casuarinas. No olía nada, salvo el aroma de los lapachos en flor.

El olor de melaza fermentada del ingenio empezó a llegarme como desde otro tiempo.

No era época de zafra. Se oían ruidos fantasmas. Imaginé el ingenio tumbado como un pesado buey a orillas del río.

El terraplén llevaba a las casas del ingenio, una de las cuales había sido la nuestra.

Entraría furtivamente por el portoncito verde antes de que nadie se percatara de mi presencia, como cuando era un muchachuelo.

7

Mientras caminaba en lo oscuro, iba pensando en el portón verde.

Lo contemplaba en mis recuerdos. Seguramente habrá desaparecido, pensé, como tantas otras cosas de aquel tiempo. Ahora me parecían borrosos periodos de fiebre.


Ese pequeño portón verde abre y cierra esta historia.


No puedo entrar en el Manorá de aquel tiempo si no es por ese cancel plantado sobre la raíz firme de las cosas. Estaba allí, en el traspatio de la ruinosa casa que nos dieron para habitar, a cincuenta metros de la barranca del río.


Si todavía estaba allí a despecho de los años, de las inclemencias del tiempo, de los hombres, de los infatigables comejenes, del sol al rojo blanco que calcina hasta las piedras, ese portón tendría ahora más de cien años.

Su pintura verde corrugada, su madera llena de grietas, parecía sin embargo intacta y cambiaba de color según los estados del tiempo.

Mi madre sabía, observándolo, cuándo iba a llover. Anunciaba tormentas, sufrimientos, muertes; pero también las alegrías de la vida, la visita de algún ser querido.


Cuando mi padre le echaba cadena y candado, el portón se volvía violáceo de bronca. Sólo recobraba su color natural cuando la serenidad devolvía a mi padre la sonrisa, y éste le sacaba del cuello la pesada cadena y el candado.

Entonces el portón me dejaba salir.

8

Ese portón estaba allí desde antes de la construcción de la fábrica; al menos antes de que yo naciera.

La casa que nos dieron para habitar fue la primera que existió en el lugar deshabitado y boscoso. Mi padre se ingenió para restaurar la ruina abandonada y hacer de ella un albergue habitable.

No quiso tocar por entonces el portón verde. Decidió cercar y amurallar al patio trasero que daba al río. Yo tenía dos años. «Pero va a crecer -decía a mi madre-, y entonces la tentación del chico será la barranca y el agua embrujada del río.»


Cuando el río estaba bajo, la barranca de asperón tenía allí siete metros de altura. En el fondo se arremansaban las aguas de un remolino subterráneo. Una roca puntiaguda como un cuchillo emergía del remanso apuntando al cielo.

Fue siempre el terror de mi padre, acompañado por la angustia de mi madre. Me veían ya ensartado en el cuchillo de piedra, como ya había ocurrido con otros chicos del pueblo. Y no se les ocurría cómo evitarlo.

– Tendremos que mudarnos a otra casa -suplicaba mi madre-. A un rancho del pueblo.

– Tiempo al tiempo -dijo mi padre.

Lo único que hizo fue plantar alrededor de la casa una empalizada de amapolas, reforzada con alambradas de púas que prefiguraban un campo de concentración o una trinchera.

Encadenó al portón. Poco a poco se olvidaron de él. La gente no puede vivir sola todo el tiempo, sin tener alguien con quien comunicar sus pesares, sus secretos más íntimos.

El portón se hizo amigo mío.

9

Un chico volvió a ensartarse de cabeza en la roca puntiaguda.

El nuevo accidente renovó la angustia de mis padres. El portón no podía quedar cerrado todo el tiempo. Karaí Gaspar debía meter las vacas por la tarde y sacarlas por la mañana después de ordeñarlas. El anciano poseía una copia de la llave pero no podían confiar en su desmemoriada cabeza.

Padre clausuró definitivamente el portón con doble juego de cadena y candado. A partir de ese momento el portón se sintió poseído por la dignidad de sus funcionas. Un poco neurótico, pero en el fondo de sana y generosa madera, cobró su autoridad plena.

10

Como en una niebla recuerdo aquella malhadada mañana del picnic campestre que organizaron mis padres para celebrar el aniversario de sus bodas y el de mi décimotercer cumpleaños, al que yo falté.

Las fotos que papá y mamá se hicieron sacar por un fotógrafo ambulante, apoyados contra el portón, marcaron aquel día aciago con un fenómeno inexplicable. Dejaron una huella escalofriante que afectó mucho a mis padres, a mis dos hermanas y a mí.

La revelación de los negativos en los que el portón sirvió de fondo, mostró como en una velada sobreimpresión, casi ectoplasmática, mi cuerpo atado con un lazo trenzado para vacunos a los tirantes del portón. La imagen aparecía casi a espaldas de mi padre. Pero solamente en esas tomas del portón. Las fotos sobre otros fondos habían salido limpias y nítidas.

Reclamó mi padre al fotógrafo que borrara esa mancha que nada tenía que ver con las poses tomadas aquella mañana.

Fue algo totalmente imposible de lograr para el pobre hombre. La imagen nebulosa resistía todos los lavados y planchados.

– Esa imagen -se disculpó el fotógrafo-, esa «mancha» como usted dice, don Lucas, no es culpa de mi máquina, ni de los negativos, ni del revelado. Esa imagen está impresa en el portón. Y de allí -agregó el hombre-, ni agua ni lejía que la borre. A menos que usted mande quemar ese portón que parece enpayenado.

Mi padre optó por romper las fotos «embrujadas» Arrojó los fragmentos a la basura. Se olvidó el asunto; al menos dejó de comentarse el asunto en público y en privado.

11

Este incidente actualizó para mí el enigma del portón.

Algo de pulsación humana palpitaba en la materia forestal de ese destartalado portón, destinado a resistir en la intemperie hasta el fin de los tiempos.

Estaba allí plantado por alguien, tal vez por el primer poblador de ese villorrio cubierto de palmeras y de grandes extensiones de caña de azúcar.

El portón marcaba una frontera prohibida. Un límite que no se podía traspasar y desde el cual no había retorno.


Como en todo misterio, insondable o ilusorio, se podía decir que el portón estaba allí desde el tercer día de la Creación.

Eso, claro, no quería decir nada. Pero ese portón estaba allí desde el tercer día de la Creación.

La salvaje soledad había endurecido su madera. Le había salvado el alma, si se puede decir así.

12

Ese portón, de un modo incomprensible, tenía un alma. En aquel tiempo «alma» no era todavía un juego de palabras para mí.

Transmití a mi madre la cuita.

– Todos los seres vivientes alientan una especie de ánima -me respondió-. Más primitiva que la de los seres humanos. Pero un alma al fin. Todos la tienen. Los gatos. Los perros. Las plantas. Las orquídeas gigantes que me traes de los bañados. Tus luciérnagas. Seres animados por un ánima.

Le pregunté si el portón era un ser animado. Sin ninguna hesitación me contestó que todos los objetos en contacto constante con los seres humanos acaban volviéndose seres animados. Toman sus virtudes y sus defectos. Se parecen en imagen a sus dueños.


La respuesta de mi madre explicaba así, por lo menos en parte, el papel que tuvo el portón en nuestra casa. Su relación conmigo durante la infancia. Su obstinación en permanecer allí como un guardián y un vigía.

Un voluntario de tiempos más heroicos. No un mercenario de esta edad miserable.


Ahora, después de tantos años de ausencia, puedo decir que aquel pequeño portón estaba también algo tocado por una especie de locura. Tenía vida propia pero esa vida estaba poseída por la locura.

La locura de servir.

13

Cuando fui traído por mi madre a los pocos meses de edad, la mole rojiza del ingenio de azúcar estaba creciendo lentamente.

El pequeño portón verde ya estaba allí. Eso solía contarme ella. Tuve que vivir y crecer para verlo.

Sin noticias de mi padre hacía más de dos años, mi madre resolvió venir a Iturbe para saber de él y reunir a la familia.

No podía saber que los hombres que se habían enganchado como empleados de la futura administración no eran más que peones a destajo para todo servicio.

Madre bajó del tren y vio a lo lejos la chimenea, la mole a medio construir del ingenio. Se orientó hacia allá, de seguro también trasteada por las ortigas gigantes y las cañas. Llevándome en brazos siguió este mismo terraplén que estaba andando yo ahora, construido por grupos de cuadrilleros.

Se dirigió hacia ellos.

Venía buscando a su esposo. Quería decirle con su presencia que el amor no es cosa que humilla ni que se oculta. Vivir es obligación siempre inmediata y continuada. Quería estar a su lado, poner en sus brazos al pequeño hijo nacido en su ausencia.

La criaturita vibrante gimoteaba asustada del llanto de sus padres, del susto de la cuarentena de esclavos que contemplaban ese recuadro inverosímil, temblando con los colores luctuosos del iris entre el polvo y la luz, entre el cielo y el infierno.

¿De dónde había nacido yo, sino de lo que esa mujer y ese hombre, aún desconocidos para mí, habían cortado de la vida diaria en un tiempo que ya no les pertenecía y que a mí comenzaba apenas a pertenecerme?

14

Los hombres detuvieron el trabajo. Apoyados en sus palas y en sus picos, debieron contemplar sorprendidos, casi alucinados, esa visión de la bella mujer de rubia cabellera y ojos celestes que iba acercándose con el crío en brazos.

Alguien se adelantó hacia ella, negro de sol, de sudor, como quebrado por una agónica fatiga. Un hombre semejante a un leproso, la nariz y las orejas comidas por el terrible parásito de la leishmaniosis. Charles Nicolle no había descubierto aún el terrible parásito.

Lepra o leishmaniosis era lo mismo.

El hombre se cubrió la cara con el rotoso sombrero de paja, preso de terrible turbación.


Mi madre le preguntó si conocía o si tenía noticias de un tal Lucas Rojas, empleado del ingenio.

– ¡María!… -sollozó el hombre sin atrever a acercarse con su rostro de ecce homo.

– ¡Lucas!… -clamó mi madre rompiendo en llanto y abrazándose a él.

No hubo más que esas dos palabras, esos dos nombres, como salidos de ultratumba.

El cuello de encaje de mi madre y el de mi ajuar de criatura quedaron maculados de sangre y de pus.

15

Mucho tiempo después, en su lecho de muerte, a los noventa años, padre recordó por última vez, con la última lágrima, aquel reencuentro. Se culpaba aún por no haberle escrito para evitarle la humillación de que él, su esposo, el caballero del mundo elegante de Asunción, no era más que un triste peón de cuadrilla del ingenio que se estaba levantando en la jungla.

«¡María… amor mío!…» Fueron sus últimas palabras.

Ése fue el réquiem que él entonó a la esposa, muerta en Manorá en la plenitud de su belleza y de su juventud. Las mismas palabras de hacía cincuenta años, que él seguramente repitió sin cesar en su corazón hasta el último suspiro.


Ay madre de dolor y de ausencia… Vengo a buscar el último suspiro que dejaste enterrado en la huerta, cuando caíste junto al portón.

Ya no se abrió para ti, aferrada a tu pequeño racimo de legumbres para el almuerzo de padre.

Estabas caída de bruces, pequeñita sobre el gran sueño.

Mi padre se hincó sobre las alverjillas y las flores de eneldo desparramadas por el suelo. Recogió tu cuerpo y te llevó en sus brazos hacia la casa, hacia la noche, en el mismo momento en que yo oía tu voz llamándome muy suavemente en un rincón de la celda.

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