Tercera parte

1

Tengo que retroceder aún. Retroceder siempre. Toda huida es siempre una fuga hacia el pasado. El último refugio del perseguido es la lengua materna, el útero materno, la placenta inmemorial donde se nace y se muere.


En medio de la hirviente oscuridad salpicada de luna, me dio el saludo de entrada el portoncito trasero con sus tres chirridos constipados de orín.

– ¿De dónde vienes? -preguntó, indiscreto como siempre.

– De por ahí… De ver cosas…

Eché una larga meada sobre sus costillas de palo para descargar el azufre que me ardía en los riñones, tras las obscenidades que había visto después del ataque de la enorme víbora contra el pequeño tren.

2

Alcé los ojos y vi el cielo puro y azul. Rodeaba por todas partes a las sierras el Ybytyrusú. Nubéculas de gasa, celajes dorados y verdes, flotaban sobre ellas. La luna apareció de tres cuartos de perfil entre dos cumbres y las revistió de un halo transparente.

– ¿Nadie pudo llegar nunca a las cumbres del Ybytyrusú? -pregunté a mi vez para esquivar el tema.

El portón tardó en responder, intrigado por lo que notaba en mí de extraño.

– Nadie -dijo-. Sus precipicios y abismos están llenos de almas en pena que buscan sus cuerpos destrozados y helados.


– Las sierras sólo desde muy lejos caben en los ojos… No es como tú. A ti te puedo rodear con los brazos -le dije abrazándolo para desagraviarlo del baño de orina.

– La montaña tiene su lugar en el alma. Y es ahí donde está más cerca… -respondió aún ofendido-. Es ahí donde debes verla.

– Yo prefiero verla de lejos. Tapa el horizonte detrás de ella.

– La montaña es un horizonte en lo alto -dijo sentencioso y acatarrado el portón.

– No deja ver el horizonte del Guaira -repliqué.

– La montaña es el horizonte de algo que retrocede sin parar…

3

Las imágenes se movían conmigo en los bandazos del tren. Las ráfagas de polvo entraban por las ventanillas y empañaban esas historias de vida.

Iba a contarle al portón el fabuloso ataque de la gran víbora contra el tren. Preferí quedar callado. Evitar el cuento de nunca acabar. El portón quiere saber siempre todos los detalles, por escabrosos que sean.

Dentro de muy podo tiempo yo debía alejarme de Iturbe (que entonces no se llamaba todavía Manorá). Dentro de mí me escocía ya la anticipada nostalgia de la partida.

Le pedí al portón verde que me retuviera, que no me dejara marchar.

– No quiero dejar esto. No quiero ir a ninguna parte… Quiero quedarme aquí… -me quejé mimoso.

– ¿Qué puede hacer la montaña si no crees en ella? -rechinaron los dientes del portón-. ¿Quién puede ayudarte?


Le puse la mano en el hombro. Empecé a pasar las uñas sobre los arañazos que dejaron en la pintura verde las garras del onza que mató mi padre.


– ¿Qué puedo hacer yo sin moverme de aquí? -chirrió el portón-. Te irás nomás a la ciudad y te convertirás allá en un fifí.

– Bueno, está bien… -dije-. Tienes razón.

Con el portón no se podía conversar mucho tiempo. Se ponía pesado enseguida. Era preguntón y quería dar consejos.

Con los de papá ya tenía bastante.

4

Entré a mi cuarto a horcajadas por la ventana entreabierta procurando hacer el menor ruido posible.

El brillo tierno y fantasmal de la luna menguante iluminaba parte de la habitación. Hacía sus rincones menos oscuros que la noche.

Me acodé en el antepecho. La mancha luminosa y alargada de la Vía Láctea semejaba un emparrado de miríadas de astros azules como el hielo de las cumbres en las serranías.

Alguien todopoderoso escribía también a la luz de esas luciérnagas encerradas en el frasco infinito del cosmos. Eran letras que componían una palabra sola. Resumían todo lo creado y, según doña Rufina, la contadora de cuentos, esas letras decían D-i-o-s.

Doña Rufina era analfabeta. Mal podía leer la palabra escrita en el cielo.

Alguna noche, al levantar la cabeza, yo leería la palabra m-a-r, o a-m-a-r, más sencilla y agradable para todos. O alguna otra palabra misteriosa que yo no podría descifrar.


Lo que doña Rufina sabía contar eran los cuentos de Las mil y una noches, en guaraní. Decía Chezenarda, en lugar de Sheherezada. A saber cómo y cuándo habría aprendido el árabe.

El emparrado de estrellas enfriaba de tal manera el calor crepitante de la noche, que me hizo estornudar. Arrojé un beso con las puntas de los dedos a mis constelaciones predilectas.

La Vía Láctea ondeó levemente con sus racimos de astros removidos por el viento que soplaba desde el fondo del universo.

Caminé de puntillas hasta la mesa. Había allí un ramito de jazmines y madreselva en un vaso con agua. En un plato de barro cocido, de los que hacía mi madre, lucían plateadas una naranja y una chirimoya.


La flor de trigridia, que traje ayer de los pantanos calientes donde desovan los cocodrilos hembras, estaba también sobre la tabla donde yo hago mis deberes durante el día y escribo mis papeles a escondidas por las noches. Estaba puesta ahí como un aviso espinoso de doble faz.

La quise apartar. Me clavaron las espinas de la corona. La dejé caer en el suelo.

Empezó a mirarme como un pedazo de cadáver decapitado. Lo empujé con las patas de la silla, lo metí bajo el catre, y empecé a preparar mi escritorio y mi lámpara de muäs.

5

Mi pensamiento estaba ahora en otra cosa.

Mientras comía la chirimoya y escupía por la ventana las semillitas negras, me acordé de los cuervos que planeaban sobre el gentío enloquecido, sobre el tren descarrilado.


La gran víbora, abierta en canal, barriendo el aire con la cola. El pájaro blanco que subía recto en el aire como una flecha emplumada.

Vi de repente troncos verdes que flotaban como cuerpos hundidos en las aguas oscuras y cenagosas del estero.

Vi el tren pigmeo, destruido. La cabeza rubia del maquinista emergía del montón de leñas que había caído sobre él. Pero estaba vivo y se reía esperando que lo vinieran a sacar del aprieto.

Esto había sucedido muchos años atrás.

Se me superponían los recuerdos. Una aguda pitada quebró por un instante la ensoñación de la infancia.


No fue más que un leve cabeceo del tiempo. Huía en un tren de Liliput hacia la noche sin fin. Pero nadie podía impedirme que esos recuerdos de seis pulgadas de altura, vistos por Gulliver, recobraran su tamaño normal al aproximarse a mí entre el ruido y el polvo.

Quería rehilar el curso del pasado. Pero el pasado no es sino una multitud de momentos presentes devorados por voraces sustancias.

Acuden, se agolpan dentro de uno, al menor llamado. Se enlaberintan entre ellos, salpicados del moho lunar, queriendo formar su leyenda, sin lograr otra cosa que tejer el reverso de lo que no ocurrió.

6

Aquella noche de muchos días y siete años de mi vida llené de luciérnagas el frasco que usaba de farol para garrapatear furtivamente mis papeles. De venida por el terraplén del pueblo a la fábrica había recogido un montón de muas en el bolso que hice con mi camisa.


La oscuridad del cuarto parpadeaba en las muas que agonizaban en la limeta blanca y transparente.

Yo podía escribir hasta el alba, antes de que mi padre se levantara.

El fulgor tenue y fosfórico de los lámpiros no duraba más de dos horas. Morían de asfixia, amontonados en la limeta, a pesar de que les soplaba mi aliento por la boca de la botella.

Ya por entonces me preguntaba si era inevitable y necesario que la escritura tuviera que nacer de la muerte de la naturaleza viviente.

La luz de las luciérnagas muertas transformada en palotes de alguien que comenzaba a escribir.

No sentía arrepentimiento. Yo estaba entrando en el mundo sin noticias, sin recuerdos. Hacía lo que veía hacer. Estudiaba la soledad. Copiaba.

Inventaba el fuego y la ceniza.

Los lámpiros pronto morían. Las borras azules de sus cadáveres no servían ya para escribir. Todo lo más, para pensar qué lejos está uno de su deseo. Del deseo que es deseo mientras no se cumple.

Hay deseos que duran toda la vida. ¿Quién puede esperar que esos deseos se cumplan?

7

Las mujeres son hermosas, por lo menos mientras son jóvenes. Las viejas se mueren pronto, gracias a Dios. Los rostros de los viejos y las viejas se encanallan por la vejez y por las malas costumbres. No hay nada más feo que la vejez infame. Fealdad feísima.

La vejez es la enferma-edad: la enfermedad. La única enfermedad incurable que hay en el mundo y que mata a la gente antes de que ésta se muera.

Salvo mamá, que parecía cada vez más joven y más hermosa con sus cabellos rubios y sus ojos azules de cielo de atardecer.

Hay bellezas sublimadas, como la de mamá, en las que el alma rejuvenece cada día y adquiere la perfección de una flor inextinguible.

La belleza de mamá daba a su sonrisa el perfume de esa flor.

Fuera de papá, que era hombre recto y lleno de afecto por nosotros, para mí francamente los hombres no existían.

Sobre todo cuando eran hombres jóvenes y andaban con sus prometidas, sus novias o sus esposas de bracete por las calles, como exhibiéndolas.

Para mí no eran sino ladrones de lo más hermoso que existe en el mundo. Y lo más hermoso del mundo no puede ser propiedad de nadie. Cómo se podía admitir que a una mujer joven y hermosa se le exigiera firmar Fulana de Sutano, Mengano o Perengano de tal. El de, allí, no es de nadie. Por eso me alegro cuando las mujeres hermosas engañan a sus maridos y los dejan con el de del dedo propietario rascándose los cuernos. Alguna vez se acabarán los hombres, pensaba de chico, y todos andaremos mucho mejor.

El hombre como animal macho es horrible.

– ¡Son todos caínes y sultanes! -dije.

Mi madre, que siempre encuentra disculpas para todo lo malo, dijo que no todos los hombres son caínes. Dijo que también hay hombres justos.

– ¿Dónde están esos fulanos? -pregunté sin entender.

8

– Hay veinte y cinco justos en cada raza, en cada pueblo, en cada nación, en todo tiempo -dijo mi madre con un vago gesto de bondad-. No se los ve. No se distinguen de los particulares comunes. Salvo en el momento de la revelación de que son los elegidos de Dios.


Contamos los que había en Manorá: Papá, Macario Francia, Gaspar Mora, Cristóbal Jara. Y otros veinte, más o menos regularones. No había más.

Nos sobró un dedo de la mano. Faltaba un justo en Manorá.

– ¿Por qué no María Rosa, la que dio sus cabellos para la cabeza pelada del Cristo del Cerrito? ¿O Natividad? ¿O Salu'í? ¿O Serafina Dávalos, que es de Maciel pero cuyo espíritu está también en Manorá con los cañeros y obreros de la fábrica? ¿O tú misma, mamá?

– Porque, hijo, la tradición milenaria pide que los veinte y cinco justos sean todos varones.

– ¡Para más, esos justos ya están muertos, menos papá! -dije sin entender la teoría sobre los justos que sólo podían ser hombres.

– Los justos no mueren, hijo. Van a otra vida después de la muerte.

Pensé en el limbo del maestro Cristaldo. Allí había también mujeres justas. Mi madre no sabía de ese limbo. Yo no le podía revelar ese secreto.

Algún día, con el permiso del maestro Cristaldo, yo la podría llevar tal vez a visitar ese limbo que estaba en la cueva de la laguna Piky.

Gente que a fuerza de morir tantas veces, en las lecturas de los libros, había alcanzado una especie de relativa inmortalidad.

9

En nuestra casa en ruinas no había puertas ni ventanas. Mi padre la fue restaurando poco a poco con improvisado arte de ebanista y maestro de obras. No había más luz por las noches que los candiles de sebo que fabricaba mi madre.

El vapor y la electricidad sólo vendrían más tarde.


«Estamos viviendo el nacimiento de la Revolución In dustrial en medio de la selva… con un siglo de retraso… -solía decir- en un país que no ha salido todavía de la edad de las cavernas…»

En realidad, el ruido del tren liliputiense de 1856, réplica de la primera locomotora a vapor de Stephenson, era lo único que marcaba con cierta regularidad el paso del tiempo hacia un presente que todavía no existía, que nunca llegaría a ser futuro.

Sin el ruido del diminuto tren centenario, sin el gran ruido de las inundaciones, los iturbeños no hubieran sabido dónde estaban situados.

El periódico ruido del tren les daba la hora y la semana. El fragoroso estruendo de las aguas les marcaba el temblor de tierra de las crecidas de invierno y de las inundaciones que arrollaban las zonas bajas rompiéndolo todo a su paso.

Era hermoso ver la fábrica rodeada por las aguas. Un inmenso barco anclado en la bahía de las tormentas.

Cuando comenzaron las zafras en el ingenio, el ruido de las máquinas se sumó a los otros dos provocando al principio cierto pavor en los pobladores.

10

La fábrica crecía lentamente con el trabajo de las mujeres en las olerías, de los albañiles en los andamios, de los peones y cuadrilleros en los caminos, en el tendido de las vías férreas, en la fantasmagoría del progreso.

Aviadores y mecánicos alemanes e italianos, que llegaron huidos de la Primera Guerra Mundial, se engancharon a trabajar en la fábrica de «la jungla».

Margaret Plexnies, la Gretchen del relato Carpincheros, era hija de uno de estos extranjeros escapados de la derrota. Gretchen huyó con los hombres del río. Su historia se perdió en los ríos del Alto Paraná. Su leyenda quedó viva en la memoria de la gente de Iturbe. Fue una leona en la lucha contra los malos jefes políticos, comisarios, capataces y aprovechadores de toda laya.

Su larga cabellera rubia, como una oriflama de guerra, sobre su cuerpo retinto por el sol, la mostraba siempre en la primera línea del combate.

La tuvieron que matar en una emboscada para poder dominar a los hombres.

11

La historia del ingenio de los Bonafé yo la conozco bien. Crecimos juntos. Tenemos la misma edad.

Se desmontaba la selva, se abrían los primeros caminos, se tendió el desvío de la vía férrea hasta la azucarera.

Papá, con su cara comida por los terribles parásitos, pasó de peón cuadrillero a las oficinas de la administración. Los males traen a veces algunos bienes.

Humeaban las olerías por todas partes, día y noche, en la fabricación de ladrillos y bloques refractarios para las calderas y la chimenea.

Durante más de tres años, casi todas las mujeres del pueblo se conchabaron en ellas por salarios miserables, bajo el rigor de capataces que implantaron el régimen de esclavitud de los yerbatales y obrajes.

Trabajaban en tres turnos durante las veinticuatro horas. Muchas de estas mujeres venían con sus críos amarrados a la espalda en una bolsa.

No tenían más descanso que una hora al mediodía y otra a la medianoche para darles de mamar y comer ellas su ollita fría de locro y mandioca junto al fogarón de los hornos.

Morían muchos críos y mujeres por fatiga, por deshidratación, por malos tratos.


Desde su llegada, mi madre se horrorizó ante este triste espectáculo. Formó comisiones vecinales para tratar de aliviar la suerte de estas mujeres en el trabajo esclavo de las olerías.

Luego vino a ayudar a mamá la hija adolescente de los Bonafé, que se llamaba Musa Ardo. Se pusieron las dos a proteger a las mujeres de las olerías. Musa se transformó en líder, primero de las mujeres, luego de los obreros de la fábrica y de los cañeros de las plantaciones.

Musa era hermosa como la estrella de la mañana.

Musa Ardo tuvo que irse de la casa. Pero quedó en Iturbe. Su primer maestro fue Gaspar Cristaldo. Después fue alumna de Serafina Dávalos, a quien iba a visitar a Maciel. Ella le hizo entrar en la facultad. A los veinte años se recibió de abogada. Volvió a Iturbe y siguió luchando por los trabajadores, hombres, mujeres y niños.

Musa Ardo Bonafé era hermosa como la estrella de la mañana. Era inteligente como Minerva.

12

Cuando mis dos hermanas crecieron y se me pusieron a la par, nuestro juego predilecto era hacer ladrillos. Ellas querían imitar a las mujeres de las olerías. Yo, al capataz dueño y señor.


Mis hermanas eran las peonas. Pronto prendió en mí con fuerza la autoridad del bruto que vigilaba a caballo los trabajos de las mujeres a punta de un largo látigo.

Mis hermanas trabajaban en el barro negro del patio, cargaban los moldes y ponían a secar los ladrillitos al sol.

Sentado a la fresca sombra de la parralera, con la guampa del tereré en una mano y el arreador de papá en la otra, con cara patibularia yo vigilaba el trabajo de las peonas, bañadas en sudor y en lágrimas.

Cuando las casitas estaban terminadas, trepaba sobre ellas para probar su solidez. Las casas se venían abajo en una masa de légamo.

Yo hacía zumbar el arreador en el aire, clamando destempladas amenazas contra las inservibles mujeres.


Había que comenzar de nuevo. La olería de juguete pronto se fue al demonio.

El círculo vicioso se rompió cuando el arreador, en manos de papá, se volvió contra mí y me sacó hasta la última gota los humos de torvo y feroz capataz.

13

Entretanto, la construcción de la chimenea había producido ya varios accidentes mortales. Su altura sobrepasaba los cuarenta metros.

Los hombres no conocían la altura. El vértigo los volteaba desde los andamios colgantes. Algunos sufrían vómitos y convulsiones. Yo los veía agarrarse a los palos, a las cadenas, hasta que se dejaban caer en el vacío.

Quería escribir sobre todo eso.

Una noche me dormí. El candil cayó del cuello de la botella que lo sostenía. Mi sueño estuvo a punto de provocar un incendio. Me desperté cuando las llamas trepaban ya hacia el techo de paja.

El descuido me valió varias horas de estar hincado sobre los cantos del patio entonando sin parar hasta el amanecer la melopea: «¡No encenderé más candiles para escribir!…»

14

Volví al fulgor de la luna llena cuando mostraba su cara redonda y luminosa y me amparaba para escribir. En las fases menguantes, las luciérnagas me proveían de su aceite y de su luz.

Escribí esa noche un relato sobre la lucha de Jacob con el Ángel que se cuenta en el Génesis.

Mi madre solía leer y comentar ese capítulo de los dos hermanos en las noches de invierno. Para que no fuéramos como ellos.

Ahora yo sentía necesidad de escribirlo de otra manera.

15

La lucha de Jacob no era con el Ángel sino con su hermano Esaú. Yo era Jacob y Esaú era mi hermano. Imaginé que éramos como hermanos siameses. Estábamos unidos por los calcañares y nos odiábamos a muerte.

Éste es el nudo que el Génesis no pudo resolver.

Yo lo desaté a la luz de los gusanos de luz.

Luchamos toda la noche con los machetes de cortar y pelar caña.

Al despuntar el alba, con un certero machetazo trocé el calcañar que nos ligaba hueso a hueso y me liberé del pesado y negro Esaú.

Quedó como muerto.

Lo cargué en hombros y lo llevé hasta la casa paterna. Lo acosté en su lecho. Le vendé la herida con hojas de altamisa, de salvia y de banano.

Le puse sobre el vendaje la estola litúrgica del padre Abraham, que yo fabriqué con un retazo de lona. Parecía dormido. Iba a irme. Le di un beso en la frente. Me escupió en la cara su odio bíblico.

Me sequé el escupitazo con la estola y me fui.

16

En la movilización del año 32 convocada para la Gue rra del Chaco, Esaú partió al frente de combate con el grado de teniente de la reserva, muy orondo en su flamante verdeolivo de campaña.

Murió en la batalla del fortín Boquerón, al comienzo mismo de la contienda fratricida, como la llamaba mi padre.


Esaú fue el primer muerto de la guerra. No digo que fue un héroe, porque lo mató una bala perdida en el cuartel general de Isla Poí.

Él mismo era una bala perdida.

17

Lo enterraron con honores militares. Le dieron el ascenso póstumo a capitán y le otorgaron la cruz del Defensor del Chaco. Se izó la bandera a media asta. Se dispararon diez tiros de cañón. Se hallaba presente el comandante en jefe y todos los oficiales de su Estado Mayor.

El funeral fue oficiado por el arzobispo, concelebrado por el nuncio apostólico y la asistencia de todos los capellanes del ejército.

No podía ser menos por tratarse de persona tan principal. Un personaje de la Biblia que quiso morir en defensa de la patria.

Después del Introito se cantó en latín la historia de Esaú. Una gloria que Esaú no se merecía.

Puse al relato el título de Lucha hasta el alba, en el convencimiento de que con él anulaba y destruía la amañada versión de la Biblia y también la mía por contaminación con lo falso humano y lo falso divino.

18

Padre descubrió el relato. Me propinó duro castigo por haber escrito una historia inventada.

– ¡Esa herejía sacrílega, falsificando las Sagradas Escrituras! -bramó rojo de ira-. ¡Esto es intolerable!

Quemó el borrador y arrojó al río mi farol de luciérnagas. Fue lo que más me dolió.


Me ató con un lazo al portón para que me comieran los mosquitos gigantes que subían del río.

Dijo que me castigaba con todo rigor para impedir que niños rebeldes como yo se convirtieran más tarde en supremos dictadores de la República.

– Los Libros Santos -sentenció mientras me ataba al portón- han sido dictados por Dios y escritos por los pueblos para que los particulares lean. De otra manera, la palabra escrita por los particulares es siempre palabra robada.

El rigor de mi padre, que era un justo, fue injusto.

¿Por qué un castigo tan furioso por haber escrito yo una historia fingida, aun cuando fuese sacada de la Sagrada Escritura?

Ya entonces me pregunté: Y los libros que los particulares escriben a su sola inspiración, ¿qué pueblos los leerán?


Las bisagras del portón rechinaron.

– La palabra escrita es siempre robada, ha dicho tu padre. Y eso es una verdad grande como un templo… -chirrió profesoral el portón sin otorgarme el más mínimo óbolo de consuelo ni de justificación.

Me sorbí los mocos sanguinolentos.

19

Padre debía de tener razón. Ahora le comprendo.

Mi primer fracaso con la literatura lo experimenté en el primer relato que escribí, a la temprana edad de los cien mil años de escritura y a los siete de mi edad.

Un relato que tenía las pretensiones de enmendar nada menos que la plana al Génesis corrigiendo, es decir, destruyendo, una de las primeras historias bíblicas.


En Lucha hasta el alba yo no me había liberado del siniestro hermano Esaú.

El machetazo que trozó nuestros calcañares, la cadena de sangre y de hueso que nos condenaba a una unión perpetua contra natura, no logró sino algo peor.

El machetazo escriptural rebotó y me partió el alma. Me puso en su lugar el alma negra de Esaú. Esaú se encarnó en mí. Quiero decir, yo le encarné en mí. Esaú tenía todos los dientes podridos. Su aliento se asemejaba al vaho de las letrinas. Yo empecé a respirar ese aliento pestífero que impregnó y contagió las letras.

Dejé de ser Jacob para convertirme, con rasgos aún más sombríos, en el retorcido Esaú. Me miraba en el espejo y veía el rostro malvado de Esaú.

Con la palabra robada de la Escritura no había hecho sino apropiarme del alma de Esaú y sustituirla a la mía.


«No escribas, hijo mío, sobre la desgracia ajena…», oía resonar la sentencia de padre.

¿Y cuál desgracia más íntimamente propia que la de llevar adentro al hermano que nos odia más allá de toda ley humana y divina?

20

Mi padre había cursado el seminario hasta las órdenes menores. Era muy riguroso en la observancia de nuestra santa religión y en el respeto de los Libros Sagrados.

Castigó justamente mi despropósito.


Yo quería ser librepensador y anarquista como mi abuelo portugués.

Don Carlos sólo me hablaba de hombres y mujeres libres en una sociedad igualitaria de hermandad y reciprocidad donde cada uno es diferente y solidario del otro, de acuerdo a su modo de ser, a sus sueños, a sus aspiraciones.


Mi abuelo era un hombre manso y enorme. Yo lo veía avanzar en la oscuridad como un barco en medio de la tempestad.

Su pesado bastón de caoba se le adelantaba como el bauprés del navío. Cuando lo levantaba sobre su cabeza era el asta de la bandera de todos los ácratas del mundo.

Una bandera que todavía no tenía color ni escudo pero que era ya la insignia del futuro.


Mi abuelo profetizaba que el mundo sería anarquista si estaba destinado a sobrevivir en la hermandad, en la concordia y en la reciprocidad. De lo contrario sería destruido por los poderes del egoísmo, de la avaricia, de la discordia, de la violencia. El poder no puede estar fundado en lo peor que tiene la raza humana, decía. Sino en la hermandad de todos los hombres.

Antes de emigrar a América, a finales del siglo pasado, era maestro de la logia lisboeta El Mandil.

En Asunción, a los pocos años de llegado, había fundado ya la logia de los hermanos masones.

Conoció a Rafael Barrett. Quedó fascinado por ese hombre que ardía en su propio fuego, comido por la tuberculosis, devorado por el dolor de un noble pueblo condenado a la bajeza, a la depravación.

– ¡Éste es el hombre que necesita el Paraguay!… -exclamó mientras un síncope lo desmoronaba lentamente en medio del mitin multitudinaria de obreros y campesinos que la presencia de Rafael Barrett había convocado.

21

Inspirado en los pies de doble talón del personaje mítico llamado Pytayovai, encontré la manera de escribir relatos hacia atrás y hacia adelante, para que padre no pudiera descifrar mis manuscritos, ni seguir las huellas de los personajes, ni entender sus historias.


Lo peor era que después a mí mismo me costaba encontrar la línea verdadera, el sentido de esos relatos superpuestos, atravesados, enredados entre sí, destrozados, malogrados, arruinados, destruidos, por imposibles. Por destrucción de lo real.

22

La verdadera realidad no es para mí sino lo real de lo que todavía no existe. Lo que debe ser descubierto en sus caras más oscuras. Esas caras cambian de un instante a otro, pero ya están allí desde tiempo inmemorial contemplándonos. Yo buscaba esas caras oscuras.

Si alguna virtud tiene lo que escribo se reduce al hecho de que lleva en sí mismo el germen de su negación, de su destrucción.


Las tachaduras acaban por invadir los menores intersticios de lo escrito haciendo que las historias que debieron haber sido contadas no hayan sido contadas sino en permutación con otras que no fueron escritas.

No escribo para un público determinado.

El público crea su propio libro sin necesidad de autores. No escribo para la posteridad. La posteridad no es rentable. Nadie busca en la inmensidad del mar, entre tanto desperdicio, la botella que se supone lleva en su interior un mensaje destinado a sobrevivir a la nada.

Escribo sólo para mí. Para capturar la huidiza memoria del presente, por lejos que uno retroceda.

23

El verdoso fulgor del farol de luciérnagas volvió a brillar en la oscuridad de mi habitación.

La inspiración no es más que el sudor de una larga paciencia.


Reescribí la historia que yo recordaba palabra por palabra. Sólo que ahora me la robaba a mi propia imaginación.

Allá la Biblia y sus atarantados versículos.

En la nueva versión el castigo lo recibía Esaú, fiel a mi norma de que las historias fingidas deben contar la verdad como si mintieran.

Lucha hasta el alba no fue publicada jamás, pero en mi calcañar quedó impresa la cicatriz del machetazo que me liberó del odio de Esaú al precio de dejarme rengo por el resto de mi vida.

Mucho más tarde, en la universidad, escribí una nota. El cuaderno de apuntes se perdió, pero yo recuerdo lo que escribí en esa nota.

«El robo es lo mejor que le puede pasar a la palabra escrita porque siempre está abierta para que todos la usen a su talante. No es propiedad de ningún autor. Está ahí para eso, para que la tome el primero que pasa. Sin la palabra robada nadie habría podido comunicarse. No habría podido ser escrito ningún libro. Ni siquiera los Libros Sacros, que padre tanto aprecia y respeta.»

24

Oigo aún a mi padre amonestándome:

«Hijo, no escribas. La escritura es el peor veneno para el espíritu.»

Las desgracias ajenas yo las sentía como propias cuando las escribía. No existían otras.

Encontraba hermoso y terrible despegar las angustias ajenas en la letra escrita hasta que se convertían en las desgracias que uno mismo padece. Expresar el sufrimiento en el momento mismo de producirse.

El doloroso olor de la memoria.

25

Las filípicas de mi padre eran interminables. Cuando empezaba a despotricar, no se sabía nunca cuándo iba a cambiar y cesar el viento regañón.

El hormigueo de las rodillas del niño penitente hincado sobre la tierra cubierta de pedregullo se transformaba, crecía en dolor, subía por las vértebras hasta regurgitar en mareos y en vómitos.


Me abrazaba a la chimenea. Trepaba por ella hasta la cúspide para arrojarme por el vacío oscuro.

Mi padre decía aún:

– Guarda lo que tienes para que nadie te arrebate tu corona.

Las palabras de mi padre me hacían experimentar un angustioso encogimiento del corazón. Él era un perdedor nato. Había perdido todo. Era un pobre de solemnidad. Un misacantano que no tenía más corona que el rapado de la tonsura. Hasta el día de su muerte lució ese rapado circular en la coronilla como otra cicatriz de los parásitos.


– ¡Mantente firme, hijo mío! ¡Mantente firme en la pureza de tu corazón!…

– ¡Padre mío, padre mío, perdóneme!… -plañía yo transido de pena-. He pecado gravemente contra el cielo, contra el espíritu y contra usted… pero al menos déjeme habitar el rincón más pobre de la casa, en el corral de las vacas, en el cobertizo del excusado…


Mi padre me había enseñado el latín para impedirme que aprendiera el guaraní en mis «juntas» con los desarrapados chicos del pueblo.

Yo no reclamaba sino el derecho de poseer mi frasco de luciérnagas, escribir esos relatos nocturnos que eran mi lucha con el Ángel, y de día correr las aventuras del río con esos ángeles resplandecientes de libertad.

Debo decir que nunca levanté la voz ni discutí con mi padre. En realidad lo único que yo decía desde lo hondo de mi íntima furia, sin despegar los labios, era: «Padre mío, váyase mucho al carajo con sus puñeteras prohibiciones de catecismo…»

Mi padre apreciaba en ese momento mi callada humildad.

Me daba un beso en cada mejilla y un abrazo en señal de reconciliación. Calmada su agitación, se iba más sereno a su sueño.


Cojitranco, dividido por la mitad, como el Jacob de Lucha hasta el alba, yo no encontraba mi lugar entre esos seres queridos que se habían adaptado al desnivel que sufríamos en el entramado de una sociedad de amos y siervos.

Duro y compacto, mi padre era inmune a los trastazos e injusticias de los desequilibrios sociales. Para él los amos estaban arriba y los siervos abajo. Para mí los verdaderos amos eran esos chicos libres, sucios y hambrientos, comedores de tierra, cuya compañía me estaba vedada por la doble barrera del idioma, por los prejuicios de clase, pero a los que yo amaba y admiraba.

26

Más tarde comprendí que mi padre se enfurecía contra mí por su propio pecado. Él también escribía sin cesar.

Escribía cartas dignas del mejor epistolario clásico de la Iglesia.

Conservo una con especial devoción: la que me escribió cuando comencé mis estudios en Asunción, en casa de mi tío el obispo.

Me hablaba en ella de su hermano, a quien consideraba un verdadero santo, como en verdad lo fue. Este prelado pobre, amigo servicial de los pobres, vivía relegado en su vieja casa, deliberadamente olvidado por la joven clerecía. Apenas se le mencionaba ya como ejemplo incómodo y anacrónico del viejo cristianismo «con olor a catatumba».

«¡Ese espíritu ya murió…!», clamaba mi padre.

En los años de mi vida, cuando me dediqué al estudio de los clásicos latinos, no leí ninguna hagiografía semejante a la escrita por mi padre en su larga carta sobre el viejo prelado, un verdadero justo entre los justos de la tierra.

El estilo carnoso, vital, de san Agustín, el estilo seco y lapidario de santo Tomás, se juntaban y resplandecían en sus escritos, menos abierto, más crispado sobre sí.

El estilo de padre era el de san Agustín, ciertamente, pero moderado por el sobrio latín de su conversor san Ambrosio.

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En aquella carta mi padre hacía también el conmovedor retrato de su hermana Raymunda, mi tía, mi segunda madre, sostén material y espiritual del obispo.

Esta santa mujer hizo nacer en mí el sentimiento de lo sagrado, la vocación de entrega a los demás, que no supe cumplir hasta sus últimas consecuencias, como ella me lo enseñara.

En aquella carta de mi padre se inspiró uno de mis primeros relatos, El viejo señor obispo. Lo que me convertía en plagiario de mi padre.

Mi único mérito consistió en copiar, casi literalmente, aquella carta; en robar su palabra para rendir homenaje a estos dos seres de venerada memoria.

El obispo de los pobres apacentaba la grey de mendigos que venían en busca de pan y de consuelo. En el relato sustituí esos mendigos por los sobrinos que eran doblemente mendicantes y orgullosos. Esa plaga de parásitos infestaba la casa del viejo señor obispo.

Me cuento entre aquellos falsos mendigos.

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El traqueteo de las ruedas del tren penetra por momentos en mi conciencia. Me recuerda mi condición de proscripto, de prófugo, de espectro errante.

No es esta huida sin esperanza, sin duda, lo que mi tío el obispo y mi segunda madre Raymunda habrían deseado para mí como última etapa de mi vida.


Me acompañan en el tren. Veo sus rostros en el espejo de polvo que llena el vagón. Escribo para ellos este envío.

Las palabras del alma no se pierden, decía mi tía Raymunda, y su rostro moreno se iluminaba con el resplandor del más allá.

«Estad seguros, seres muy queridos, veneradas sombras, desde aquí os digo en la seguridad de que la muerte ya cercana no me desdecirá, que este final extravío de mi vida no es sino la consumación de un voluntario sacrificio que me he impuesto como la única, como la última forma de expiación que me estaba destinada. Perdón y adiós…»

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