Subir al viejo carromato de fierros viejos y descalabrados era meterse en el asilo de la paciencia.
Más que un viaje en tren aquello era una procesión.
La locomotora liliputiense, empenachada de humo, de chispas oliendo a densas resinas quemadas, traqueteaba a la vertiginosa velocidad de una legua por hora, sobre ruedas esmirriadas, semejantes a piernas muy combadas de pájaro.
Cansado de los duros asientos, del interminable traqueteo que petrificaba los cuerpos, el centenar y medio de pasajeros se largaba de los vagones a las trochas y seguía al tren en una festiva caravana, ruidosa de gritos, de cánticos, de motes burlescos, de una ingenua alegría infantil.
El pequeño santo patrono de hierro, de fuego, de humo, era empujado por sus fieles a lo largo de trescientos ochenta kilómetros, en tres días y tres noches de peregrinación.
La fiesta de san Tren.
Había otra clase de peregrinaciones, que no usaba el ferrocarril. La de los migrantes que trataban de llegar a la capital, a pie, desde distintos puntos del país, para instalar nuevas villas Miseria.
Las migraciones internas a las ciudades en busca de trabajo, de comida, de albergue, eran rechazadas en los alambrados de los mataderos.
Se registraban sus nombres, sus impresiones digitales sobre mesillas roñosas de grasa, de costras de sangre seca Imponían a los adultos el tributo de una pequeña mutilación, la última falange del dedo meñique, un trocito de lóbulo de oreja.
Luego, hombres, mujeres y niños eran cargados en los camiones de ganado y llevados a lugares parecidos a campos de concentración.
Todavía se ve vagar por los pueblos en mansa locura a menesterosos greñudos con el infamante muñón del meñique o el colgajo disecado de una oreja.
Estas procesiones y peregrinaciones no se dan tregua. Forman parte de la gran fiesta nacional, celebrada a perpetuidad.
Ahora los campesinos sin tierra invaden los latifundios enormes como países desiertos que simbolizan en la extensión sin límites la sagrada propiedad de la tierra.
Antes de salir de la capital, vi una manifestación de muchos millares de campesinos. Cada manifestante portaba como pancarta una larga tacuara con una ranura en la punta donde muchos de ellos habían colocado un dedo meñique modelado en arcilla y teñido con el rojo purpúreo del urucú.
La multitud desfiló en silencio ante el Palacio de Gobierno. El denso bosque de tacuaras fue dispersado por los carros de asalto de las fuerzas antidisturbios.
Hay otra migración más ínfima, que tampoco utiliza el ferrocarril la de los brotes y semillas de los bosques talados.
Capullos de selvas enteras tratan de huir, invisibles, a favor de los vientos, entre el rocío de la noche. Dejan atrás el hacha, las motosierras, los camiones del contrabando.
Desde el tren se veían pasar entre las nubes los brotes de las selvas migrantes. Los veíamos atacados por los pájaros. Cazaban los brotes verdes y tiernos como avío para el viaje. Con lo que las selvas germinales eran taladas de otro modo y quedaban nonatas en el buche de los pájaros migratorios.
El tren era una reliquia de los viejos tiempos. Un pequeño fósil de la Revolución Industrial, que los ingleses trajeron al país a precio de oro hacía siglo y medio.
Aún sigue rodando en una especie de obcecación elemental. Puja en las cuestas, en los puentes rotos, en las vías torcidas, bataneando con un ruido infernal en las junturas comidas por la herrumbre. Si marchaba todavía era porque en su ridícula pequeñez una fuerza inmemorial ponía en movimiento bielas, cilindros, fantasmas de vapor.
Avanzaba con el siseo asmático de la caldera, los estertores de la maquinaria, el misterio del ingenio humano.
La robusta salud de la Colonia.
Aquel tiempo antiguo era sin embargo más joven que los que íbamos envejeciendo en la procesión. Hombres, mujeres y niños, igualados, canosos por el polvo seco de la llanura, quemados por el sol y el humo oleoso de la locomotora, iban también envueltos en la memoria del presente.
A lo largo de más de cien años, la vida del país había quedado detenida en el tiempo. Avanzaba a reculones, más lentamente aún que el tren matusalénico.
Giraba la llanura inmensa hacia atrás, lentamente.
El pequeño tren daba la hora al revés, dos veces por semana, para los pueblos de la vía férrea.
Esta vía férrea, la primera del país, el más adelantado y próspero de América del Sur en el siglo pasado, era también la única.
Estaba destinada a ser la última.
Marcaba una frontera interior entre dos clases de país. No en su geografía física. Más bien en su topografía temporal.
La frontera de hierro separaba dos tiempos, dos clases sociales, dos destinos.
De un lado estaba lo antiguo, la gente campesina que conservaba en su modestia y pobreza la dignidad y austeridad de antaño.
Del otro lado, los acopiadores, los grandes propietarios, los funcionarios civiles y militares instalados en suntuosas mansiones. En grandes coches blindados japoneses o alemanes, de cristales opacos y rojas chapas oficiales, rodaban como bólidos por las calles de la ciudad, por autopistas y carreteras, sin respetar en lo más mínimo las señales del tránsito.
Los pueblos dormidos en el sopor del verano mostraban la tierra de nadie. La frontera de hierro era en todo caso una valla inexpugnable contra el futuro; un mentís rotundo a las glorias del pasado.
Las poblaciones sembradas en los campos retrocedían hacia atrás, hacia atrás, hasta desaparecer.
El tiempo no contaba allí. Nadie pensaba en el mañana. Menos aún en el ayer.
La gente simple no tiene poder sobre la hora.
Del otro lado del alambrado de las estancias vacunos esqueléticos, reses flotando en la vibración del sol en los alambres, nos miraban pasar.
Cuernos apuntando la tierra, ojos hundidos en lo oscuro, colas tiesas, chorreadas de bosta seca, caídas hacia el pasto vitrificado.
Raspaban con el morro la tierra dura.
Quién ha de saber si el ánima del hombre sube hacia arriba en tanto que el ánima del animal se hunde bajo tierra. ¿O es a la inversa?
Esas bestias debían de saberlo.
No parecían animales vivos. No eran sino bestias inanimadas. El cuero ceniciento era lo único que les quedaba sobre los huesos.
Osamentas en pie sobre los campos calcinados de luz inmóvil.
Esperaban el llamado de la tierra para entrar.
Arriba esperaban las aves carniceras vigilando las carroñas que aún se movían.
De repente, como surgido de la tierra, un caballo de ahilada estampa, crines revueltas, larga cola erizada por el viento, pasó al galope en dirección contraria al tren, lanzado a toda carrera, en el delirio de su propio ímpetu.
Un caballo malacara. No el doradillo de pelaje rojizo con una mancha blanca en la frente, que es el auténtico malacara.
Todo blanco, la cabeza embozada de manchas negras, galopaba flotando en medio del polvo y del viento.
Un caballo enmascarado.
Sin brida, sin aparejos de montura, sin jinete, era un caballo suelto, salvaje.
Escapaba de algún perseguidor tan fantasmal y delirante como el malacara.
Aparecía y desaparecía en los desniveles del terreno, agitando la cabeza, el cuello corvo lleno de músculos, aceitados de sudor.
Llamaba a alguien con poderosos relinchos que se oían claramente a pesar del ruido del tren.
– ¡Him… lo'mitá!… ¡El malacara del coronel Albino Jara! -exclamó un viejo-. ¡Ya está galopando otra vez!
– Su pora suele aparecer cuando va a haber tormenta -comentó otro.
El malacara agitaba la cabeza bebiendo los vientos.
– No para de galopar. ¡Hace cincuenta años que busca a su patrón! Desde los cerros de Paraguarí hasta Carapeguá anda en busca del coronel, a quien llevan herido de muerte en una carreta -comentó el viejo.
– Algunos han visto al propio don Albino, en uniforme de gala, galopando sobre su malacara al frente de sus famosos cadetes… -dijo una mujer inmensamente gorda. Llevaba a sus pies un canasto de chipaes y una jaula cerrada, hecha con varillas de tacuara y cubierta de un paño rojo. Al parecer iba encerrado en ella un perrillo o un gato.
– Hombre muerto no pelea -dijo el viejo-. Y el coronel Albino Jara hace mucho que murió.
– Esos hombres únicos no mueren -dijo la chipera imitando el tono patriotero de las apologías televisivas-. Quedan vivos en la memoria de la gente.
– El coronel Albino Jara sólo quiso ganar la revolución para tener a su disposición todas las mujeres del Paraguay -comentó burlón el viejo.
– No le hacía falta para eso una revolución -sentenció la mujer con exaltado fanatismo-. Las damas de lo más café de la época le andaban detrás en procesión. Una de ellas hasta se suicidó porque el coronel no le llevó el apunte. Él era un patriota, no un mujeriego.
– El coronel Jara se murió de susto, acorralado por los gubernistas en Carapeguá -dijo la voz cavernosa del viejo.
– ¡A quien de susto se murió en su mierda se lo enterró!… -refraneó un muchacho gigantesco con un pañuelo colorado al cuello.
– ¡No hay que ser malhablado, mi hijo! -protestó la mujer.
El caballo braceaba en el aire como si el suelo le fuera faltando ya bajo los cascos. Removía la cabeza, lleno de furia, como queriendo desprender el antifaz de manchas negras que tenía sobre los ojos.
De los ollares brotaba un vapor azul. Alguien le pegaba tironazos y lo hacía caracolear erguido sobre las patas traseras.
Un jinete, invisible en la luz, cabalgaba el espléndido corcel.
Las crines le habían crecido al malacara de tal manera que semejaban, a sus flancos, dos alas fabulosas batidas por el viento.
Tras un último corcovo, en el que pareció que iba a emprender vuelo, la silueta blanca, vaciada en negro, desapareció tras la ceja del monte.
– Yo viajo permanentemente -dijo la mujer doble ancho-, Asunción-Encarnación, ida y vuelta. No me bajo casi del tren. El caballo siempre sale a galopar, a la misma hora, en estos mismos campos de Paraguarí. Espero ver un día al propio coronel Jara montado en ese caballo de otro mundo.
El habitante invisible de la jaula se removía con chillidos y zarpazos de furia.
– ¡Pobrecito Guido, mi piticau! -se condolió la inmensa mujer-. ¿Te falta aire y estás hambriento, ayepa?
Empinó con esfuerzo la mole de su corpachón y extrajo de la jaula un pequeño mono, que al verse libre hizo mil morisquetas y besuqueó a su dueña con voluptuosidad casi humana.
De la familia de los cebidae-mirikiná, el simio díscolo y movedizo era en sí mismo un espectáculo sorprendente.
La miniatura estaba revestida de sedosa pelambre color canela. Los pelos parecían teñidos en las puntas de un tierno matiz de rosa silvestre. Dos manchas albinas alrededor de los ojos enormes y saltones destacaban un iris rojizo, llameante, casi magnético. La cabeza aún más pequeña que el cuello no cesaba de moverse en una constante vibración que parecía irradiar ondas tornasoladas.
La dueña lo acarició soñadoramente. El mico enrolló la larga cola a su cuello y se esponjó en total inmovilidad, como esperando la dádiva habitual.
La chipera arrancó una banana de oro del cacho que tenía en otra canasta, la peló y la tendió al mono. Éste la puso entre las piernas con cierta actitud c'.obscena, que parecía ensayada, y empezó a masticar la banana con sus dientes muy pequeños y agudos.
– No sea zafado, mi rey, delante de la gente -le regañó la chipera propinándole un leve coscorrón en la cabeza y arrojando el trozo de banana por la ventanilla. El cuerpecillo del mono se bamboleó fingiendo un desmayo tan perfecto que pareció estar muerto.
La mujer lo acarició. El mono se incorporó de un salto, lanzando agudos chillidos de alegría.
El monicaco se convirtió en centro de interés y en hazmerreír de los pasajeros que se fueron amontonando en torno al improvisado espectáculo.
Trepó el mono al pecho de la mujer y paseó sus miradas victoriosas sobre todo el concurso. Sentado en la blanda y vasta meseta, se aplicó en alisar las crenchas de su dueña y en acariciarle el rostro con las manos enguantadas de una pelambre rosa y gualda.
Los espectadores aplaudieron. La mujer se esponjó de orgullo.
De pronto la escena cambió. La pelambre que cubría el vientre del mirikiná mudó de color repentinamente.
La silueta del pigmeo, acurrucado sobre esos pechos, cobró una apariencia humana alucinante.
Era una especie de viejecillo enano, de ojos libidinosos, dibujado a perfil contra la inundación verde del cielo en el recuadro de la ventanilla.
La dueña buscó esquivar las extralimitaciones que se hacían cada vez más abusivas. Terco y obstinado, el mono no cesó en su acoso de seductor, de violador.
Entonces ocurrió lo impensado.
El rostro primitivo se iluminó en una llamarada de pasión incontenible. Rápido como el rayo metió las dos manos en los senos de la mujer. De los genitales del mono brotó un chorrito largo y espeso de esperma que cayó en la falda de la mujer.
– ¡Aña-rekó! ¡Mono puerco y zafado!… -le insultó la mujer dándole esta vez un fuerte papirotazo.
La tez retinta del rostro mulato se cubrió de un rojo violáceo, como bañada de cinabrio.
Los pasajeros ulularon de placer.
La chipera se arrancó el mirikiná de los pechos y lo encerró a bofetones en la jaula, barbotando maldiciones. Éste le respondía desde adentro con carcajadas atipladas y estridentes de viejo verde, embistiendo por dentro la jaula en un alud de arañazos.
– ¡Cállese, Guido, mono de mierda! -vociferó la mujer, descargando un manotazo sobre la jaula.
El mono empezó a aullar como un perrillo ladrador. Cada vez con más furia cuando la mujer lo llamaba por su nombre de pila.
En medio de la explosión de carcajadas y gritos, vi algo que me heló la sangre. El viejo síncope del miedo, que creía haber olvidado, volvió a retumbarme en las sienes.
Detrás de la aglomeración, en la penumbra del vagón, divisé las siluetas de tres hombres corpulentos con la inconfundible traza de matones de la policía política. Comentaban, divertidos y excitados, las hazañas del mirikiná.
Reconocí a uno de ellos. Lucilo Benítez, alias Kururú-piré. El más tristemente famoso torturador de la Técnica. La cara cribada por la viruela le había valido el apodo de Piel de sapo, que resumía su salvaje catadura de batracio, de saurio, de fiera.
Siete años atrás, cuando caí preso, me torturó a su antojo durante meses hasta que un infarto me libró de sus manos, semicadáver.
El otro era el no menos famoso Camilo Almada Sapriza, conocido simplemente por el apodo de Sapriza, compañero y émulo de Kururú-piré.
Junto a ellos estaba Hellmann (a) Himmler, torturador y matador de campesinos.
Recorría los pueblos sembrando el terror y la muerte al menor brote de insurgencias, de ocupaciones de tierras en los grandes latifundios, de formación de nuevas ligas agrarias clandestinas.
Sus facultades eran ilimitadas para disponer de las fuerzas policiales y militares que necesitara.
A Hellman (a) Himmler y a Sapriza yo no los conocía. Era fácil deducirlo. Estas tres siniestras estrellas de la Técnica (apodadas las Tres Marías) andaban siempre juntos en sus viajes de cacería por el interior, cuando había algún «trabajo» importante.
Hellmann, oriundo de la colonia alemana Hoenau, como el dictador, se había formado con los camisas negras de Himmler. Lucía efectivamente una camisa negra, pantalón y botas del mismo color, reminiscentes del uniforme de los ss. Del cinturón lustroso y anchísimo le colgaban sobre las caderas dos pistoleras sujetas por correas a los muslos, y en ellas los pistolones de calibre 45.
No los había visto subir al tren en ninguna estación del trayecto. No los vería descender tampoco.
Ubicuos, invisibles, compactos, podían estar en varios sitios al mismo tiempo. Sapriza y Kururú-piré volaban adonde hiciera falta su mano de hierro, su implacable y fría ferocidad. Hellmann, el mercenario asesino, los esperaba con el plan de ataque preparado.
Rara vez se dejaban ver en público. El tren era casi un vehículo de ultramundo en el que todos viajaban en total anonimato.
Los tres hombres estaban juntos. Pero solos. La aguda, codiciosa, siniestra crueldad de sus caras los hacía iguales, idénticos.
Allí estaban los tres, apartados en la penumbra del traqueteante vagón, riéndose a mandíbula batiente como los demás pasajeros. Unidos en la misma turbia, morbosa excitación que las monerías eróticas habían desatado.
El miedo instintivo, aun en los que no conocían a los execrables personajes, creaba alrededor de ellos un vacío hechizado que nadie se animaba a franquear.
Lo primero que se me ocurrió fue que los tres grandes popes de la Técnica no me hacían el honor de venir personalmente a capturarme. Eso resultaba totalmente absurdo en el escalón de las jerarquías y funciones policíacas.
Ellos no iban en busca de los delincuentes políticos. Se los traían servidos en bandeja para el trabajo de fondo en el aquelarre de la cámara de torturas.
Yo debía intentar, de alguna manera, hablar con ellos. Oculto en mi espectral condición, puesta a prueba con éxito varias veces, debía averiguar qué se proponían con este insólito viaje en el tren tortuga.
Superado el síncope, me invadió una sensación de seguridad, de inmunidad casi absolutas, ante esos bestiales figurones del averno de la Técnica, que afectaban forma humana y hasta un aire sonriente y bonachón. Por lo menos, en Kururú-piré y Sapriza.
La férrea máscara de Hellman (a) Himmler no mitigó en ningún momento su depravada catadura.
¿Qué hacían estos hombres en este tren? ¿Qué se traían entre manos?
Ellos disponían de poderosos automóviles y hasta de helicópteros. Los mismos desde los cuales eran arrojadas las víctimas, aún vivas, sobre las selvas, cuando no eran «empaquetadas» y enterradas en baldíos y hasta en los jardines de mansiones de familias enemigas del régimen como macabros presentes.
Más de una vez las miradas de Lucilo Benítez se cruzaron con las mías. Fingió no reconocerme. O quizás efectivamente no me reconoció. De esto no me consideraba del todo seguro.
Lucilo Benítez, alias Kururú-piré, debía suponer que yo estaba sepultado en el desmoronamiento como los otros fugados. Pero no podía estar enterado todavía de que yo era el único sobreviviente, salvado por azar del derrumbe.
Salvo que los técnicos de la policía hubiesen desmontado ya el profundo y estrecho túnel, y que el recuento de los cadáveres hubiese arrojado la falta de uno.
Debía considerar todas las variantes posibles; situarme en el punto de vista, casi omnisciente, de los torturadores.
¿A qué atribuir el especial privilegio de este «encuentro», si no se debía a una mera y casi inverosímil jugada del azar?
Me negaba a admitir en aquel momento que los tres sicarios mayores de la Técnica me hubiesen reconocido.
En la lógica demoníaca de la represión, esto era casi imposible.
Es sabido y está comprobado que los torturadores nunca olvidan ni el rostro ni los nombres de sus víctimas.
Estos tres expertos destazadores añadían a su fama otra no menos taumatúrgica: la memoria indeleble, fotográfica, de los cuerpos que destruían, de los nombres que borraban del mundo de los vivos, de los destinos familiares que descuajaban en los húmedos sótanos de la cámara de torturas.
Yo debía aferrarme con uñas y dientes al hecho increíble de que mi torturador no me había reconocido. En mi vida a salto de mata por las praderas del azar había ensayado, casi siempre con éxito, esta facultad, en cierto modo paranormal, de hacerme invisible, o por lo menos de pasar inadvertido de la gente a quien no quería ver o que deseaba que no me viera.
En mi caso, se sumaba a mi favor el hecho de que «técnicamente» yo estaba muerto y enterrado bajo las toneladas de tierra del desprendimiento.
Un torturador no puede admitir que viaja por casualidad en compañía de un fugitivo dado por muerto. Y menos aún que el azar los hubiese reunido en una carambola diabólica.
Estaba claro que ellos no habían subido al tren sabiendo de antemano que yo iba a embarcarme en la diminuta y lenta antigualla.
Un torturador nada sabe del cálculo de probabilidades, del universo matemático de los grandes números, de sutilezas estadísticas.
No cree en el azar, pero sí cree en Dios a pie juntilla, o en la potencia política a la que sirve con religioso fanatismo.
Pensé que el azar sólo es posible porque existe el olvido. El azar repite sus jugadas, sólo que de manera diferente cada vez. Olvidar sus variantes es igual a no conocer sus leyes, probablemente las más rigurosas que rigen los movimientos del universo.
¿Quién puede jactarse de andar como guiado por un hilo por este laberinto inescrutable, velado de espeso polvo matemático?
Los sicarios -uno de ellos sobre todo- no podían haberme olvidado. Los descolocaba sólo la fractura de espacio y de tiempo en que mi presencia estaba instalada, en un recodo de laberinto fantasmal.
Me pensaban sepultado en el socavón hacía diez días. No me imaginaban viajando con ellos en un tren tan viejo como el país y tan destartalado como él.
De haberme reconocido, Lucilo Benítez (a) Kururú-piré no habría podido dar crédito a tal espejismo, semejante a una brujería, que disminuía y anulaba su poder.
Una sola alternativa destruía estas posibilidades: la presencia de los tres esbirros mayores de la Técnica no era más que el producto del obsesivo temor encarnado en esos matones rodeados de un aura siniestra.
Yo estaba viviendo una obsesión, una nueva fantasmagoría de la fiebre.
La presencia de los tres sicarios era pues puramente imaginaria. La reflexión parecía correcta. Pero esta alternativa podía formar parte, a su vez, de la obsesión que me dominaba.
Ellos estaban allí.
El grotesco y lúbrico entremés del mirikiná había hecho olvidar por completo la presencia de los torturadores. Me extrañaba, sin embargo, que nadie hiciera alusión al insólito encuentro.
– Su mono le ganó al coronel -rió el viejo con su cloqueo acatarrado, en un eco tardío de la conversación anterior-. ¿No es verdad, señora?
La interpelada no contestó, como si no le hubiera oído.
Esa gran mujer estaba dispuesta a humillarse, pero no hasta la maceración.
Encendió dignamente el gran cigarro que había estado fumando cuando la aparición del caballo fantasma, y empezó a arrojar bocanadas de humo por la ventanilla, como si echase a volar sus recuerdos al aire de la calcinada llanura.
– ¿Por qué le puso a su mono nombre de cristiano? -tornó a preguntar capciosamente el viejo.
– El mono es el animal que más se parece al cristiano -condescendió a responder-. Es ya casi un cristiano luego, en forma de un pequeño hombre peludo. Le puse Guido en memoria de mi marido, Guido Antonio Salieri, un señor de familia aristocrática de Asunción, de origen italiano. Era músico y escritor en joda. Le gustaban los monos. Éste me lo trajo del Brasil, un poco antes de morir. Mucho también le gustaban los caballos de raza… y las mujeres. Yo era la sirvienta de la casa nomás, a la edad de Bersabé. Era linda como ella. Cuando murió su señora, Guido me pidió que me quedara a vivir con él. El mono era como nuestro hijo. Por eso le puse el nombre de Guido. Así cada vez que lo llamo me acuerdo de Salieri… mi infiel, mi recordado, mi querido Guido Antonio… Mi Guiducho…
El viejo se había dormido.
El auditorio se disolvió. Los torturadores desaparecieron. Alguien comentó que se hallaban encerrados en la cabina del comisario bebiendo interminables jarras de tereré helado, ensopado de hierbas medicinales contra las enfermedades venéreas. Tema obligado de coloquios machunos en torno a la guampa de tereré, transpirada del frío sudor del hielo.
Hasta en las sesiones de tortura Kururú-piré sorbía sin pausa la gruesa bombilla de plata labrada con embocadura de oro brillando en la enceguecedora luz de los reflectores y de la soldadura autógena de la picana.
El esfuerzo de pensar en qué forma podía intentar el abordaje de los matones me había sumido en un profundo adormecimiento semejante a un estado de trance.
Nada recuerdo de ese oscuro estado segundo, salvo la sensación de haber conversado apaciblemente con Lucilo Benítez, (a) Kururú-piré, en un intervalo de las torturas. Luego, en el pasillo del tren. Luego, en el cruce de los dos trenes gemelos.
La escena de la conversación con mi torturador era nítida, real, como contemplada al sesgo desde muy abajo. La otra escena del sueño, en segundo plano, pero constante y vertiginosa, era la de dos trenes gemelos, como éste, que se cruzaban a toda velocidad.
En la ventanilla de uno iba Lucilo Benítez. En el otro iba yo del mismo lado. En los cruces, los vagones se rozaban arrancándose chispas y pedazos del maderamen.
En fracciones de segundos, que parecían alargarse al infinito, Lucilo Benítez y yo nos mirábamos cambiando palabras que el ruido nos impedía escuchar.
Detrás del vidrio la cara mofletuda, cribada de viruelas, se deformaba y se inflaba como un globo en una sonrisa idiota pero llena de suficiencia y poder a punto de estallar. Así incontables veces, hasta que en uno de los cruces los dos trenes chocaron y penetraron uno dentro de otro en un terrible estrépito de hierros y cristales destrozados. Yo sentí que mi cuerpo entraba en el de Lucilo Benítez y que su cabeza sustituyó a la mía, llenándose de agujeros como los del queso gruyere. La vi derretirse en una masa blanduzca, llena de sangre, que chorreaba por la ventanilla. El estruendo me despertó. Me fui incorporando con lentitud infinita en la masa de tierra y de polvo del desmoronamiento, tosiendo, al borde de la asfixia.
Por el cambio de luz comprobé que había dormido varias horas. Acaso un día entero. Un día y una noche. No lo sé.