Octava parte

1

Fue ese mismo año de la llegada del maestro Gaspar Cristóbal a Iturbe.

Manorá todavía no había sido fundada. De eso me acuerdo bien.

Los muchachos del río cazamos una curiyú enrollada en un cañadón.

Tramamos un golpe contra el tren por no haber venido durante tres meses. Decidimos castigar al tren y al viborón por sus respectivas fechorías.

Fue Leandro Santos, nuestro capitán, el que encontró la boa y planeó la venganza. La víbora se había comido un cabrito y dormía su digestión como un rollo de piedra con la panza hinchada a reventar.

Leandro trajo un matungo y un lazo. Lo atamos a la hinchada garganta de la víbora y la arrastramos hasta el corte de Piky.

La víbora era enorme como una vaca larga apelotonada en un rollo.

2

Al comienzo mismo de la curva que rodea la laguna, hay una quebrada y una pendiente como de diez metros de desnivel. El tren baja por ella a toda velocidad.

El maquinista no puede ver lo que hay detrás de la curva del corte porque es muy cerrada y hay un monte muy tupido.

3

Los indios de la tribu acomodamos la curiyú con fina voluntad. La desenrollamos y la colocamos atravesada sobre los rieles.

El viborón levantaba apenas los párpados pero no podía despertar del sueño que llevaba adentro, más grande y pesado que él.

Nosotros lo mirábamos alegres pero con susto, ante lo real del viborón y lo fantástico del suceso que iba a suceder.

Leandro sacó su organillo y empezó a tocar con aire marcial Campamento Cerro-León, como antes de una batalla.

Nos escondimos en el monte a esperar el paso del tren. Tardó mucho en llegar desde Maciel. Tardó como un millón de años. Al fin lo escuchamos venir choc… choc… choc…

Lo vimos despeñarse en la bajada.

Nos aplastamos contra la tierra, entre los matorrales, y vimos lo que no se puede ver sino en los sueños más terribles.

4

El tren arrolló al viborón. Pero en seguida el viborón se tomó la revancha. Su cuerpo, hinchado al doble de su tamaño, se dobló y cimbró en dos mitades sobre el tren, abrazándolo y comprimiéndolo entre sus anillos.

Por una de las ventanillas del vagón de pasajeros metió la cabeza y por la opuesta la cola lanzando chorros de sangre sobre los pasajeros enloquecidos.

El pequeño tren comprimido por la boa sólo se detuvo a los cien metros, al descarrilar en la curva, reventando por todas partes.

La locomotora quedó incrustada en el puente.

5

El ojo telescópico de Leandro Santos, su mirada viva y fulgurante, vio saltar por los aires a la cabrilla que se había tragado la víbora.

Nos fue relatando la escena. Contó que el animalito cayó sobre la cabeza de una mujer. Rebotó y disparó despavorido por el campo lanzando lastimeros balidos.

El oído de Leandro era tan perfecto como su vista.

La voz sonora y carnosa cantó:

– ¡Vean un poco lo'mitá! ¡Ahora está saltando la segunda cabrilla!

El ojo de Leandro se reubicaba sobre una visión cada vez más nítida y precisa de todo lo que estaba ocurriendo en el campo, en sus menores detalles.

– ¡Va la tercera cabrilla! -gritó.

Leandro contó hasta siete.

Contó que el zaragutear de las cabrillas entre los despojos del naufragio no era de susto sino de libertad y alegría.

La víbora y el tren habían sido suficientemente castigados.

– ¡Ya está! -dijo Leandro Santos-. La curiyú muerta parió las siete cabrillas.

6

Cubiertas de sangre, estaban ahora allí retozando sobre los pastizales junto a la laguna muerta de Piky, como en una danza viva del pesebre de Navidad.

Las siete cabrillas ataviadas con el rojo manto de Poncio Pilatos.

– Un poco atarantados nomás andan los siete animalitos… -dijo Leandro.


Yo veía borrosa una sola cabrilla que escapaba rengueando hacia el monte. ¿Y las otras seis?

¿No estaba exagerando un poco Leandro?


No; él contaba la escena tal como la estaba observando en todos sus detalles. Las caras de la gente aterrorizada, los cuerpos, las ropas, los gritos, rotos y ensangrentados.

El mejor nadador de Manorá tenía la vista más aguda que el lince más tesá-pysó de la tierra.

7

Leandro veía todo. Únicamente no vio al hombre que venía para matarlo por orden del jefe político liberal Fidel Enríquez.

Susana Fontana, de diecisiete años de edad, concubina del jefe, seguía enamorada hasta la médula de su alma del muchacho de dos metros de altura, hermoso como el centurión romano que lanceó a Cristo.

Leandro Longino Santos. Así se llamaba.

8

Leandro, despreocupado y feliz, venía a su trabajo de guinchero en la fábrica aquella madrugada, haciendo crujir la escarcha con sus largas zancadas y braceando en la niebla como en medio de la correntada del río.


De vez en cuando sacaba la armónica del bolsillo de la blusa y tocaba los aires de Floripa-mí, la polca predilecta de Susana.

El sargento de policía, vestido de civil, lo esperaba escondido detrás de un árbol.

– ¡Guarda, Leandro!… -le gritó el asesino al dispararle a quemarropa por la espalda.

Leandro, ya herido de muerte, giró hacia el agresor y clamó el nombre del jefe, para echarle en cara su crimen ante los obreros que iban pasando.

¡Kuñá ajeno ko la nde yukaba!… -gritó el asesino y desapareció en la niebla después de dispararle otro tiro en el pecho.

No era el jefe político Fidel Enríquez el que lo había mandado matar a Leandro. La mujer ajena era la que había hecho morir al gigantesco muchacho, ansiosa de sus besos, de su presencia prohibida.

El nombre, el recuerdo de Susana Fontana quedaron fundidos a la muerte de Leandro Longino Santos, ya que en vida sus cuerpos, su amor, no pudieron fundirse.

9

Se reunieron los compañeros. Llevaron el cuerpo de Leandro Santos a la fábrica. Con el permiso del capataz allí lo velaron esa noche. Todo el pueblo desfiló ante el cadáver del adolescente al que una mujer ajena había asesinado.

10

Mientras tocaba su armónica frente al naufragio del tren, yo contemplaba a Leandro. Estaba allí como un borbollón de vida. Nunca lo íbamos a imaginar muerto.

De momento no podía separarme de la visión de las siete cabrillas que andaban retozando a su gusto por los campos de Piky según Leandro nos iba contando.

Ya para entonces, en un delirio de gritos y lamentaciones, los pasajeros se habían lanzado desde los vagones. Algunos salieron disparando a campo traviesa. Muchos se lanzaron de cabeza a la laguna.

En medio del campo las mujeres se hincaron de rodillas y clamaban al cielo en demanda de auxilio al Dios Santo y Mortal, al Dios de los ejércitos, al Dios de los desamparados y moribundos.


La gente del pueblo llegó a todo correr. Se aglomeró en torno a los destrozos. Era un tole tole infernal.

Todos estaban fuera del tiempo rodeando el presente de lo que estaba pasando.

11

Vino el cura Orrego con sobrepelliz y estola, acompañado por los hermanos de las cofradías, por el sacristán y el monaguillo, haciendo sonar la campanilla.

Empezaron a incensar y asperjar agua bendita por todas partes.

Al ver al cura nos alegramos. Era el remate divino, no previsto, de nuestra aventura. Evidentemente no iba a haber castigos ni culpables terrestres.

En su homilía, el cura habló del castigo de Dios a los pecadores y gente de avería que viajaban en el tren. Un castigo por extensión al mismo tren, propiedad de un país protestante que no hace sino empobrecer al nuestro.

«La serpiente voladora del demonio ha atacado el tren por mandato divino. En nuestro país sólo una vez ha sucedido esto. Es preciso, hermanos míos, que saquemos lección de esta experiencia terrible para que no se vuelva a repetir por tercera vez…»

El cura Orrego sembró la semilla de una leyenda que había de perpetuarse.

12

Leandro, mordiendo una pajita, malicioso, se alejó sin prisa hacia el gentío enloquecido.

Había visto removerse bultos sospechosos en la maciega.

Al irse dijo:

– Vamos a ver ahora, señores, lo que no se puede ver… -anunció con la voz gangosa y en falsete del gringo de la feria.

Sin los ojos y sin la voz de Leandro, la escena se hizo borrosa. La realidad se suspendió en una pesantez desfigurada, soplada por un viento carnal y retumbante.

13

No se veía ya sino una pululación de insectos en torno al destazamiento de la víbora. Más grande ahora que el tren. Un verdadero dragón.

Las cabelleras de las mujeres se erizaban electrizadas. Piojos duros y negros vibraban con reflejos metálicos sobre los cueros cabelludos de la multitud, embadurnados de sangre seca.

14

Volvió Leandro, sombrero de nube retrepado a la coronilla. La misma pajita deshilachada entre los dientes.

– ¿Qué viste? -preguntamos ansiosos.

Sacó otra vez la armónica del bolsillo y se puso a tocar su amada Floripa-mí.

Todos insistimos en coro qué era lo que había visto.

– Nada -dijo frotando la armónica sobre la manga de la blusa-. Algunas parejas están culeando en los yuyales -contó como la cosa más natural del mundo-. Culean sin sacarse la ropa, ni nada.

– ¿Y cómo? -preguntó Telésforo; los ojos abiertos dejaban ver los sesos.

– Y… compañero, sácale el molde… Las mujeres se tumban de espaldas en los yuyales llenos de espinas -dijo Leandro mascando su pajita-. Los hombres las montan y empieza el yerokuá. Igualito que tu papá y tu mamá cuando les entran las ganas. Pero a éstos… ni las ganas… Seguro de miedo nomás…

Leandro se reía de nosotros con una risa esquinada y maliciosa.

Estábamos clavados sobre el pasto, queriendo entender las palabras experimentadas de Leandro. Él ya conocía mujer.

Nadie le iba a preguntar cómo él hacía el porenó con la Susana Fontana, la muchacha más hermosa del pueblo. Eso sí le hubiera enojado de veras y habría repartido a diestro y siniestro coscorrones y acapetés con sus manos grandes como palas de canoa.

15

Me dolía todo el cuerpo por el esfuerzo de pensarme en otro lugar, lejos de allí. Por pensar también que no me había ido de Manorá; que seguía estando allá; que no iba viajando en este tren, el mismo de antes, el mismo de siempre, el tren tortuga que tenía la edad de las tortugas.

Un hombrecito oscuro, ágil, sin edad, iba de un lado a otro, ayudando a los que más lo necesitaban, tratando de calmar a la gente despavorida.

Загрузка...