El tren se había alejado mucho. Seguí la lucecita roja de la señal. Lo alcancé un poco después de la estación de Borja.
Me había olvidado por completo de que yo estaba huyendo.
Me sentía activo, desconocido, libre.
No hay día que valga si no es el venidero, decía el maestro Cristaldo. Y también: Quien sabe esperar vive hasta después de la víspera.
Hay ocasiones en que uno es hierro de forja. Moldea en lo caliente una espiral inversa a lo que está formado. Entonces viene el engaño aparatoso de la simetría.
Subí de nuevo al tren. Todo estaba oscuro, abarrotado de olores roñosos, de ronquidos de fiera.
Ocupé mi asiento creyendo que todos estaban dormidos.
La mujer me acechaba. Lo vi en el girar del fuego de su cigarro. Volteó el pucho a su alrededor simulando cierto temor. Me tomó la mano y me obligó a inclinarme hacia ella.
– Usted me preguntó ayer sobre esos tres señores que viajaban en el tren -dijo en voz baja, sibilinamente.
No oí la frase y tuve que hacérsela repetir.
– Esos señores son altos capos de la policía. Bajaron en la estación de Villarrica. Tienen allá un gran trabajo. Le voy a contar un secreto del que me enteré por casualidad…
Puso la mano como pantalla sobre su boca. Hizo una pausa calculando los efectos.
– Va a haber un muerto en Manorá -dijo con acento agorero.
– ¿Quién va a ser ese muerto? -pregunté con naturalidad, casi con indiferencia.
– Un maestrito anciano que se hace todavía el gallito subversivo. Este secreto me puede costar caro. Pero me pareció que a usted le gustaría salvar la vida de su antiguo maestro. No entiendo por qué esos prójimos de edad tan ida se meten en estos asuntos… Encontraron unos papeles viejos en la cárcel y el plano de un túnel para la evasión de los prófugos…
¿Qué pretendía la soplona con la revelación de un «secreto» tan burdo, que no se sostenía en sí mismo?
El maestro Gaspar Cristaldo había muerto hacía varios años.
Se ahogó en la laguna Piky como él mismo lo había pronosticado en su conversación con su madre muerta.
El maestro pereció en su intento de salvar a unos chicos de la escuela, arrastrados hasta allí por los raudales.
Otra inundación, como la que lo trajo en vida cuarenta años atrás, lo llevó muerto.
La creciente se llevó con él a nuestro karaí Gaspar Gavilán.
Prefirieron partir juntos a ese lugar de ninguna parte, de donde habían venido.
Recuerdo muy bien aquella helada mañana del 13 de junio, en la que el pueblo quedó huérfano de su dos diminutos patriarcas, encarnados uno en otro.
Todos los niños de la escuela fuimos a cantar el himno ante el cuerpo del maestro Cristaldo, sumergido en las cenagosas aguas de la laguna.
Pequeño, oscuro, deforme, cubierta la cara de costras de hielo, se nos antojó la cara de un feto con cara de anciano que nos miraba debajo del agua, como envuelto en trozos de espejo.
Recuerdo muy bien su entierro en la noche de los fuegos flotantes, el llanto y la aflicción de toda la gente del pueblo, que acudió en procesión, desde las más lejanas compañías, a darle su último adiós.
Fue un falso entierro. El maestro no tenía ataúd. Su canoa había desaparecido. Sólo se pudo enterrar la caja vacía que Pachico Franco ofrendó a su memoria. La tuvimos que llenar de naranjas y frutos del país.
El cuerpo de nuestro karaí Gaspar fue rescatado en la alcantarilla del desagüe. Ya estaba muy reducido por la edad y por los diez días de haber estado hundido en la ciénaga, saturada por los ácidos de la fábrica.
Le enterraron en la caja de una criatura, como años antes se había hecho con Macano Francia, que había sido la memoria del pueblo.
Karaí Gaspar no era sino la imagen del olvido colectivo.