Lo primero que percibí de mi cuerpo fue el hedor a carroña.
En la postura lisiada de los condenados, estaba semihundido en el lodo y la maleza. A través de las bolsas sanguinolentas de los párpados, veía borrosamente mi cuerpo, negro de moscas, de avispitas chupadoras, de las temibles hormigas tahyi-rë que subían en hileras por mis miembros.
El vaho salobre del viento que soplaba desde la bahía me escocía las grietas purulentas de las heridas, más que los insectos. El calor y la muerte se movían en el mismo viento.
No me sentía del todo muerto, pero hubiera deseado estarlo como los demás.
Llevé con gran esfuerzo la mano sobre el pecho. Percibí los latidos de la sangre que se esparcía por el cuerpo como arena. El corazón de un muerto no late, pensé en el vértigo ondeante de la pesadilla.
Esa arena de sangre seca corriendo por mis venas formaba parte de esa pesadilla que ya no iba a cesar.
No era cadáver aún, pero llevaba la muerte en el pecho. Un enorme y ácido tumor Me llenaba todo el cuerpo. Ocupaba mi lugar.
Ese tumor era lúgubre porque era todavía existencia.
Unas mujeres de la Chacarita me habían recogido de noche en una carretilla y me llevaron a un rancho lleno de humedad, de miseria, de luto.
¿Por qué en la Chacarita, ese lugar de inundaciones, de matones seccionaleros, de suntuosas mansiones de nuevos ricos, de pobladores sumidos en la miseria absoluta?
¿Qué fuerza de atracción, de instinto, de presentimiento, me había llevado hasta ese lugar?
Yo estaba inconsciente, de modo que en los primeros días no me daba cuenta de nada.
No podía explicarme nada. No recordaba nada.
Por esas mujeres supe después que había estado yaciendo en el barro del potrero desde hacía por lo menos tres días, cuando empezó a propalarse por radio y televisión la noticia de la fuga.
El azar es mi aliado, mi cómplice.
Sé que es también mi mortal enemigo. Juega conmigo de las maneras más astutas y extrañas. Vivo bajo su signo y es seguro que bajo su signo exhalaré también el último suspiro.
Los recuerdos no eran para mí ahora más que los hechos relatados confusamente por esas mujeres que me observaban entre alarmadas y compasivas.
Me rodeaban sus siluetas oscuras, intemporales. Para ellas no existía el tiempo. Sólo la inmediata memoria del presente. En esa memoria de lo inmediato había entrado un desconocido a punto de morir. Era todo lo que sabían.
Secreteaban entre ellas sus comentarios en voz baja como en el adelantado velorio de alguien a quien la muerte sólo ha concedido una tregua.
Me escondieron en una de las zanjas de desagüe que sirven para canalizar los raudales de las lluvias, cubierta de espesa vegetación.
Las mujeres se fueron en seguida, con la conjura de un secreto que no debían ni podían denunciar.
Sólo quedó la dueña de casa, una anciana de flacura esquelética a quien no le podía ver la cara tapada a medias por el oscuro y andrajoso manto.
Envuelto de la cabeza a los pies en vendas de trapo apretadas sobre carnadas de hierbas medicinales machacadas, aspiraba esos zumos silvestres acres y suaves. Fui reconociendo el aroma del romero, del taropé, del ysypó milhombre, que me acercaban a la lejana y ya inaccesible realidad del pueblo natal.
Desde la zanja, oculta por salvaje vegetación, el día se deslizaba entre dos horizontes de sombra y luz, que sólo significaban para mí grados de una noche continua de nunca acabar.
La hondonada entera se llenaba por momentos de un viento coagulado en la inmovilidad de un aviso silencioso pero amenazador.
El calor pesaba entonces sobre mi cuerpo como un bloque de piedra.
Llegaban hasta mí el ladrido lejano de los perros, el gemir de las raíces, el rebullir de las ratas, el aliento de los bajos fondos donde el crimen incuba sus babas de plomo.
Las hojas ocultaban las estrellas y la luna. En la tiniebla blanca del mediodía el sol era apenas una mancha rojiza deslizándose en medio del boscaje hasta que se borraba en la total oscuridad.
El hambriento ulular de alguna lechuza me indicaba que la noche era noche. La tortura de los huesos, que el día era día. La angustia de la espera, que el tiempo es inmóvil como la eternidad.
El débil batir de mi pulso comprimido por las vendas me atronaba en el oído con el sordo estruendo de una explosión.
Después advertí que no era mi pulso sino el eco en mi espíritu de la conmoción del derrumbe.
Cuando ese sordo fragor se acabara de extinguir, iba a estar muerto, sin saberlo. Como había nacido.
La dueña de casa me llevaba caldos que mis labios rotos por el choque de una laja en el túnel sólo podían sorber a tragos lentos y espaciados. Me aflojó la venda de la cabeza.
Reconocí el sitio donde las mujeres me habían guarecido: el triángulo escaleno que va desde la catedral al antiguo seminario, convertido en cárcel; desde el viejo Cabildo, pasando por el enorme castillo de la Escuela Militar, hasta el Departamento de Policía.
No había corrido en mi fuga más de quinientos metros, hasta caer por el derrumbadero de los basurales en el hondón del potrero, lejos de las casas altas que los mercenarios enriquecidos del régimen habían hecho levantar en su lugar de origen de barro y miseria.
Empecé a oír las campanadas de la catedral dando las horas. Esas campanadas me recordaban la queja de los presos contra el reloj catedralicio: En lugar de tocar horas, por qué no tocas siglos…
Un refrán viejo como la cárcel pegada a la iglesia metropolitana.
Un preso preguntó al paí Ramón Talavera, capellán de la cárcel, por qué eran tan lentas las horas en las campanadas de la catedral.
El cura, protector de los presos y cómplice de alguna que otra evasión, le respondió guiñándole un ojo: «Seguramente para recordarnos la lentitud con que arden los carbones del infierno.»
Cuando pude emitir un ruido parecido a la voz, pregunté a la anciana por qué se exponía al riesgo inútil de tenerme escondido en su casa.
Al principio no entendió lo que mi voz estropajosa le quería decir.
Le repetí la pregunta, tartamudeando mis palabras sílaba por sílaba.
– Por mi hijo… -respondió la mujer, luego de un largo silencio.
Bajo el manto oscuro que le cubría la cabeza sólo podía verle el hueco oscuro de la boca.
Fui recobrando lentamente el movimiento de los miembros. La memoria también empezó a surgir de la oscuridad en que mi mente había fondeado.
Imágenes, hechos difusos, figuras deformes que transcurrían en un solo día hecho de innumerables días. Un solo día fijo, inmóvil. Ése que me hallaba expiando por estar vivo, me tenía clavado en una zanja, como en una sepultura anticipada.
No era sino una inmundicia más en el basural del baldío.
La grieta resplandeciente en lo alto del túnel encandilaba mis ojos a toda hora a través de los párpados desgarrados. Era como el embudo vitrificado de la fulgurita que el rayo deja al pasar a través de los terrenos arenosos.
Con ansia mortal soñaba en lluvias torrenciales, en avalanchas de agua y barro que arrojaran mi cuerpo a la laguna muerta de la bahía.
En la hondonada cenagosa zumbaba la vida desnuda, potente, pestilencial, esponjada en las burbujas de su propia fermentación.
Con el resto de mis fuerzas trataba de absorber por todos los poros esa energía ciega y elemental.
Sobre mi cuerpo escurrido y flaco se había apostado una sombra que me impedía pensar, respirar, dormir, mover un solo músculo, recordar quién era yo.
En la total inmovilidad de mi cuerpo, mi corazón se movía en contracciones dolorosas con los movimientos de la tierra.
Me acosaba la sensación continua de que una rata, de las muchas que recorrían la zanja, mordisqueaba mis vendas como queriendo liberarme de esa mortaja. Sus colmillos agudos y nacarados se deslizaban muy cerca de mis ojos fulgurando en la oscuridad.
Empezó a roerme el labio partido, la punta de la nariz. No sufría ningún dolor. Sólo una náusea atroz.
Al atardecer siguiente, un gato barcino, enorme y flaco, con ojos de tigre, se acercó, husmeó mi cuerpo y montó guardia a mi lado, inmóvil y sombrío.
Se quedó allí toda la noche. Al amanecer se fue.
A través de la grieta fúlgida acudieron a mi mente otras vidas, otras historias, otros recuerdos.
María Regalada, hija y nieta de los sepultureros de Costa Dulce, cuidando las tumbas en el cementerio. Cristóbal Jara, el jefe montonero, escondiéndose en la tumba recién abierta para el juez de paz Clímaco Cabañas, muerto la noche anterior por los guerrilleros en la acción de Ñumí.
Otra vez, el azar y sus encrucijadas.
María Regalada estaba internada en el hospital para tener al hijo que Sergio Miscovski había dejado en sus entrañas.
El ataúd del juez fue descendido sobre el cuerpo vivo de Cristóbal Jara, sin que el sepulturero venido de un pueblo vecino se percatara del doble enterramiento.
De este modo, el jefe de las milicias seccionaleras de la zona apresaba, bajo el cajón de su cadáver, al cabecilla de los guerrilleros, al que venía persiguiendo desde hacía meses.
El acompañamiento se dispersó bajo una lluvia torrencial que duraría días.
Poco después, como cada año, la inundación cubriría las zonas bajas de Manorá.
El rumor popular quiso que Cristóbal Jara pudiera zafarse con vida de ese entierro y que fuera después un héroe más entre los camioneros del Chaco que llevaban el agua a los frentes de combate y que permitieron ganar la guerra de la sed.
Apoyado en ese rumor escribí la historia imaginaria y romántica de Cristóbal y Salu'í, que se inspiró en el trágico relato narrado por el gran escritor boliviano Augusto Céspedes, que fue también un héroe en la guerra.
En la posterior reconciliación de los dos pueblos hermanos, Céspedes vino como embajador a Asunción.
Le conocí en las tertulias de la embajada. Hombre admirable. Duro como el hierro. Nacionalista fanático en su país bolivariano, una especie de Tíbet aymara y castizo, más cerrado aún que Paraguay, en sus mesetas y cumbres andinas.
Le pedí autorización para usar el argumento de su relato, uno de los más hermosos de la literatura latinoamericana.
Me miró hondamente, apoyado en su muleta de lisiado de guerra.
– Las historias del sufrimiento humano no tienen dueño -dijo-. Nadie ha escrito algo sobre eso por primera vez.
Escribí Misión.
Lo hice morir a Cristóbal Jara ametrallado en el camión que llevaba agua al batallón cercado en un cañadón de Yujra.
No sucedió así. Quedó allí, en el cementerio de Costa Dulce, enterrado vivo bajo la pesada caja del juez Clímaco Cabañas, en la sepultura cubierta de tierra bien apisonada.
Salu'í, la prostituta convertida en enfermera de guerra, enamorada hasta los huesos de Cristóbal Jara, le acompañó y murió con él en la aventura imaginaria del camión aguatero. Desaparecieron devorados por la inmensidad del desierto chaqueño, con otros cien mil combatientes.
Fue así como escritores de dos pueblos hermanos, enfrentados en una absurda guerra instigada y financiada por el petróleo, escribieron un relato con parecido final. El episodio ambivalente podía darse en cualquiera de los dos campos, sin negar en ninguno de ellos la idea de patria ni el heroísmo de los anónimos servidores del agua que luchaban y morían en los frentes de batalla del inmenso desierto.
Yo visitaba a Salustiana Rivero en un prostíbulo de Asunción, en la calle General Díaz, cerca del Hospital Militar. La apodaban ya Salú'í, apócope de su nombre, de su oficio, de su armoniosa figulina. Pequeña-salud.
Pero entonces su vida no estaba cumplida aún. Su cuerpo diminuto y ardiente brillaba en su desnudez como una flor oscura, como una estatuilla de greda modelada por los alfareros de Tobatí.
Yo no hacía el amor con ella. Pagaba mi óbolo a madame Paulette, la patrona del burdel, y aguardaba pacientemente mi turno.
Me gustaba mucho conversar con Salú'í. Tenía la sabiduría y la dignidad natural de los seres simples, la calidad profética de la mujer, propagadora de la especie, que conserva la pureza del corazón.
Me enseñó cosas más importantes que hacer el amor en la soledad de dos en compañía.
Amaba su oficio de dadora de placer.
– Yo puedo entregarme a los hombres que me pagan -decía-, porque no he encontrado todavía el hombre a quien yo pueda pagar con mi amor.
Cuando se declaró la guerra, Salú'í entró en el hospital. Se alistó como voluntaria y marchó al frente como caba de sanidad.
De la sombra mortecina surgió la silueta alta y desgarbada de Sergio Miscovski, el médico ruso. En un principio, antes de que le sobreviniera la catástrofe de su alma, fue el protector de los pobres del lugar.
Sergio Miscovski fue un tiempo el más pobre entre los pobres. Solitario, austero, poco atado a las palabras. No tenía más patrimonio que su tabuco de paja y adobe, su pipa de arcilla, su perro siberiano, que estaba siempre junto a él y al que le hablaba en ruso cuando iba a visitar a sus enfermos.
En sus ratos libres, María Regalada venía a cocinarle su frugal refrigerio y a limpiarle el tabuco. Él le dejaba de vez en cuando algún dinero sobre la mesa de la cocina.
Nunca cambiaron una sola palabra. El médico ruso tenía siempre la mirada perdida en la lejanía de estepas y recuerdos.
María Regalada estaba habituada al silencio de sus muertos. Le daba igual que estuviera o no el doctor. Ella limpiaba y aseaba el tabuco como lo hacía con las tumbas del cementerio.
Un paciente trajo al doctor una talla muy antigua de san Roque y su perro.
Una siesta, mientras el doctor dormitaba en su hamaca, la talla cayó de la mesa donde la había depositado. Saltó la tapa del zócalo. Del hueco de la imagen rodaron varias monedas de oro y plata y se desparramó un sartal de joyas de artesanía.
Vestigio tardío de plata yvyguy, aquellos tesoros privados, escondidos durante la Guerra Grande en los sitios más increíbles, hacía más de un siglo.
Sergio Miscovski exigió a los enfermos más acomodados que le trajeran tallas de santos para pagar las consultas. Una enferma muy rica de Asunción, a quien el doctor curó de una avanzada flebitis, le trajo un altar de las misiones jesuíticas.
Todo fue en vano. Los santos de palo no le ofrecieron más riquezas escondidas en sus entrañas.
Sergio Miscovski se transformó por completo.
En un acceso de locura destrozó las tallas, enfurecido contra la avaricia de los santos.
Violó a María Regalada sobre las imágenes degolladas, enfurecido contra su pasividad absoluta.
Sergio Miscovski, médico de la corte imperial, exiliado en Paraguay desde el triunfo de la Revolución de Octubre, tuvo ese triste fin en un país casi desconocido de América del Sur.
Huyó como un poseso y desapareció para siempre.
El perro siberiano continuó haciendo cansinamente el trayecto desde el tabuco al almacén, ida y vuelta, con el canasto vacío de las compras entre los dientes. Algunos veían seguirle una silueta humana en forma de una mancha de niebla iluminada.
– ¡Allá va el doctor!… -murmuraban las lugareñas santiguándose.
El almacenero echaba en el canasto alguna que otra butifarra, algún pelado hueso de puchero. Los chicos, por burlarse, ratones muertos e inmundicias.
Un tiempo después el perro murió de vejez y de tristeza, arrollado en sí mismo, a la puerta del tabuco de donde nunca se movía esperando a su dueño.
Al cabo de muchos años, se supo que el médico ruso era sacerdote en un poblado de Kenya.
Yo tuve en mis manos copia de los documentos de las ordalías a que le sometieron en el Vaticano tras un largo proceso de expiación y penitencia cumplido bajo las más duras penas en un convento de capuchinos.
No había prueba de las imágenes degolladas.
María Regalada estaba muerta y enterrada en su querido cementerio de Costa Dulce.
Su hijo, llamado también Sergio Miscovski, había desaparecido igual que su padre.
Veía yo -o leía en la memoria de un libro- a los leprosos bailando en los festejos del santo del pueblo, en Sapucai, para servir de escudo a los guerrilleros escondidos en el salón de la Municipalidad.
Las patrullas militares detuvieron el baile y ahuyentaron a culatazos a los malatos protectores, pero los guerrilleros ya habían huido.
Tampoco eso era verdad. Los guerrilleros fueron apresados por tropas del ejército y los malatos huyeron al leprosario.
Esto es lo malo de escribir historias fingidas. Las palabras se alejan de uno y se vuelven mentirosas.
Los personajes que viven y mueren en un libro, cuando las tapas caen sobre ellos, se esfuman, no existen, se vuelven más ficticios que el ficticio lector.
El cierre de este ciclo infernal era, cada vez, el fogonazo del túnel desmoronándose y sepultando para siempre a los excavadores. El angosto agujero de medio kilómetro de largo debía desembocar en los bajos del Parque Caballero en una hondonada boscosa de la bahía.
El sordo trueno subterráneo debió conmover los cimientos de la cárcel.
Tras el fragor asordinado por el polvo espeso el silencio del agujero era en sí mismo un sonido sepulcral. Perucho Rodi y yo éramos los últimos de la fila. Tenía medio cuerpo enterrado por una masa de lodo y de enormes trozos de asperón.
Fueron inútiles todos mis esfuerzos para arrancarlo de la trampa mortal en que estaba atrapado desde la cabeza hasta las rodillas.
Yo había descubierto de pronto el agujero de la alcantarilla, que nos ofrecía una inesperada brecha de escape. Le gritaba con todas mis fuerzas para darle ánimo, para decirle que había una salida al alcance de nuestras manos.
Perucho Rodi, compañero de estudios, camarada en la lucha política, no podía ya oírme.
Sólo dejé de tironear de sus pies cuando noté que quedaron yertos tras el último pataleo tetánico de la asfixia.
Se me clavó en la mente la última frase que dijo Perucho Rodi al entrar en el túnel, rumbo a lo que creíamos era la libertad.
«Debo conservar -había dicho riéndose- por lo menos el derecho de enamorarme de la muchacha más hermosa de la ciudad…»
El joven de origen griego, bello como Apolo, fue cazado por la novia que estaba enamorada de él, desde su nacimiento.
La raja polvorienta de sol se filtraba en lo alto mostrándome el camino. Me zafé por el hueco de la cloaca y me orienté hacia las barrancas, mientras oía a mis espaldas el rabioso tableteo de las ametralladoras en el patio de la cárcel.
La anciana, sentada en el borde de la zanja, dijo con cierta intención:
– De los treinta y siete presos que intentaron escapar, no hubo ningún sobreviviente. Cuantimás usted es el único… -dijo con algo parecido a una sonrisa de conmiseración.
Sus comentarios apenas balbuceados no correspondían a los hechos más que en lo oblicuo de los rumores.
Tal vez yo estaba más engañado que la anciana bajo los poderes de fantasmagórica creación que posee la fiebre. A los temblores del paludismo se sumaban ahora seguramente los de la infección generalizada.
No entendía lo de sobreviviente. Parecía más bien un sarcasmo.
La anciana transmitía el runrún de la ciudad.
Lo que no sabía era que la boca de entrada del túnel, en el cuadro Valle-í n° 4, había inspirado y justificado la versión policial de la tentativa de fuga y del ametrallamiento de prisioneros políticos.
La televisión oficial exhibía en los noticieros el tendal de cadáveres en el patio de la cárcel. El gran portón de hierro extrañamente abierto de par en par. La anciana había visto las imágenes en el receptor de un almacén. El comunicado se guardaba de hacer la menor alusión a los enterrados vivos en el desprendimiento.
Eso era verdad, hasta cierto punto.
Las autoridades no podían saber todavía que había un sobreviviente de la masacre colectiva.
Se me ocurrió pensar que la Técnica parecía establecer por el momento que los que no habían sido liquidados a la salida, estaban sepultados en el túnel bajo toneladas de piedra y lodo. Más adelante, cuando el revuelo se hubiese calmado, un poderoso buldózer abriría el angosto socavón, para verificar un recuento más ordenado y establecer la identidad de los enterrados.
A esto se debía que yo estuviese todavía libre. Pronto saldrían de su error y entonces yo sería buscado y cazado implacablemente.
Había llegado a lo más bajo. El suelo de la zanja, lleno de basuras, de sabandijas e inmundicias, no era aún lo suficientemente bajo en el nivel de degradación a que puede ser sometido un hombre perseguido.
Pero habría más. El descenso no había terminado.
Simplemente no existe en el mundo una suerte de extremo sufrimiento moral que pueda acabar con uno.
Era algo más allá del fin de todo. El límite de la vida física es despreciable. Hay un momento en que la delgada línea que separa la dignidad de la depravación, que separa la vida de la muerte, se borra y desaparece.
No vivimos otra vida que la que nos mata, solía decir el maestro Gaspar Cristaldo.
Había llegado… ¿cómo decirlo?… a algo más allá de todo lo que pudiera tener algún sentido, alguna razón, por delirante que fuese, para que un hombre en mi situación pudiera justificar el que no estuviese muerto.
Nadie puede calentarse al rescoldo de la luna.
No tenía a nadie a quien confiarme porque en el fondo no tenía nada que confiar. Antes de entrar en la lucha clandestina había escrito relatos y novelas mediocres. Lo que estaba viviendo ahora no era sino una mala repetición de lo ya escrito.
Poco a poco empecé a ver en lo alto de las barrancas una ciudad de juguete.
La mole roja del Palacio de Gobierno, sus cuatro minaretes mozárabes, el Cabildo colonial, las dos torres de la catedral, el vasto edificio en cuadro de la Escuela Militar, las columnas plateadas de los radares del Correo. Parecían a punto de desmoronarse sobre la hondonada.
Sobrepasado el fin de todo, ¿había que seguir hasta la última supuración de la voluntad?
La dueña del rancho me hizo entender que debía cambiar mis harapos carcelarios por una vestimenta menos «entregadora» -dijo en guaraní-, si pretendía continuar huyendo. Traía en sus manos una casaca y pantalón negros, lavados y planchados prolijamente. Se asemejaban a un hábito religioso.
Lo desdoblé. En la lustrina oscura vi dos o tres halos como de manchas de sangre borradas con agua y jabón.
Sólo entonces reconocí de golpe el disfraz de pastor menonita de Pedro Alvarenga, ultimado en el avión en que viajaba de incógnito desde Brasil para ejecutar el atentado magnicida.
Reconocí a su madre, reconocí el rancho donde se había realizado el velorio.
– Pedro y usted fueron muy compañeros -murmuró la madre-. Mucho le quería a usted.
Me tendió el indumento eclesiástico. Yo no sabía qué decir. Contemplaba esa ropa, ese disfraz que no ocultó a Pedro, que no le salvó de la muerte atroz que le infligieron en el aeropuerto ante millares de testigos.
Pasaba tontamente mis dedos por las aureolas cenicientas, por las rejillas casi invisibles de zurcidos y remiendos como si a través de ellos pudiera tocar el cuerpo y la sangre de Pedro.
– Póngase esta ropa. Tal vez a usted le dé más suerte que a él…
La voz de la anciana, de la que toda emoción había huido, era seca y firme. El vello canoso y espeso que recubría su labio superior le hacía aparecer en la penumbra como una mujer sin labio.
Ese hueco en medio de la cara le daba una fisonomía irreal. A la vez cadavérica y llena de vida.
La anciana se corrió discretamente hacia el exterior del rancho. Me vestí el atuendo con la sensación de estar profanando algo sagrado.
Pedro y yo teníamos la misma estatura y talla.
Sólo faltaba el chambergo de fieltro. Me toqué vagamente la cabeza.
La madre me tendió un sombrero de paja, el que usaba Pedro cuando trabajaba en Vialidad y era secretario de la Confederación de Trabajadores, mientras yo trabajaba como empleado en el Banco de Londres y dirigía el periódico del gremio de los bancarios.
Me encasqueté el sombrero y también me vino justo.
Cuando me integré al grupo armado de Pedro, fue en ese banco donde, junto con él y otros diez compañeros, cometimos el primer atraco para reunir fondos en favor de la causa. Fue el más fácil. Un paseo por el subsuelo enrejado del tesoro con las puertas de par en par abiertas.
Nos cansamos de cargar bolsas con dinero. El sonado hold-up no dejó ningún rastro.
Quedó en el misterio de los enigmas policiales no resueltos.
En una cadena de sustituciones, yo estaba disfrazado ahora de Pedro Alvarenga. Este disfraz trazaba hasta el fin, entre Pedro y yo, dos destinos simétricos que se continuaban.
Me tocaba ahora aceptar este albur de evasión, que en lo íntimo de mí rechazaba con todas mis fuerzas.
Siempre había rehuido lo simétrico. No sólo porque expresa la idea de lo completo, que no existe, sino también porque representa una repetición.
Pedro era único. Yo lo repetía. Hacía inútil su sacrificio y sellaba el mío con el disfraz de una falsa identidad.
El ácido, el cumplido tumor seguía llenando mi vacío.
La madre de Pedro me trajo un pastel mandió, envuelto en papel de astrasa. Me indicó con un gesto la dirección de la estación central del ferrocarril y me extendió unos billetes arrugados y húmedos, acaso los únicos que tenía. Ante mi muda negativa, me los metió en el bolsillo de la chaqueta con sus dedos corrugados y enérgicos.
Miré a la anciana erguida delante de mí. El labio superior cubierto de vello canoso tembló ligeramente.
El hueco oscuro de la boca se movió en una orden.
– No vaya a la estación. Debe tomar el camino hacia la catedral. Doble después hacia el desvío, hasta el Parque Caballero, donde el tren se para a cargar leña. Pague el pasaje al guarda del tren. Adiós, mi hijo…
Besé la mano callosa, los cabellos agrios y duros. Me alejé con la cabeza gacha sin volver la vista.
El viento de la calle me refrescó la frente. Me crucé con gente conocida que no mostró el menor indicio de reconocerme.
Me invadió una indefinible sensación de seguridad y al mismo tiempo de total desvalimiento.
Era un extraño, incluso para mí. Sólo tenía un cuerpo aparente, cubierto por el traje de quien con él dejó la vida.
La madre de Pedro no me lo cedía en préstamo. Me uncía a un destino. Me paría con ese disfraz como volviendo a dar vida al hijo sacrificado.
Tenía razón la anciana: la única vía de escape, remotamente posible, hacia la frontera argentina, era el centenario ferrocarril.
Hacía el viaje de Asunción a Encarnación en tres días, abarrotado de mujeres revendedoras, de viejos agricultores lisiados que volvían del hospital a sus pueblos, o como yo, de la cárcel hacia ninguna parte.
Los agentes e informantes de la Secreta bullían y espiaban en todas partes. Pero no iban a buscarme en el apelmazamiento de escoria humana que viaja en el tren; que no tiene dinero para pagar el pasaje en los rápidos autobuses o en los mixtos de pasajeros y carga.
Por lo demás, ya estaba bastante desfigurado. Quería probar, como parte del macabro juego, hasta qué punto mi nueva identidad de sobreviviente desconocido me amparaba del escrutinio policial. Sólo tenía que hacer ahora lo que no hizo Pedro. No llamar la atención. Comportarme con toda naturalidad. Ser un ciudadano común. Igualarme y sumirme por lo bajo en la masa gregaria.
Repasé mentalmente la lengua que había perdido en el extranjero. Me escuché hablando corrientemente en guaraní. Siete años de cárcel me habían hecho recuperar la fluidez del habla natal con sus diecisiete dialectos regionales. El labio leporino por el tajo de la piedra, apenas cicatrizado, me ayudaba a deformar la voz y el acento con la típica entonación del guaraní del Guaira. Mi origen campesino me permitía lograrlo sin el menor esfuerzo.
Los trabajos forzados en la cantera de Tacumbú endurecieron mis manos y mis pies dándoles la consistencia callosa y anónima de los pies del pynandí.
Más que su cara, que tapa el aludo sombrero caranda'y, son las manos y los pies la verdadera fisonomía del campesino agricultor.
Me había convertido, al menos en los signos exteriores, en un auténtico campesino descalzo, salvo el elemento extraño de esa chaqueta de misionero chaqueño que desentonaba terriblemente en mi aspecto.
Arrojé el pastel de mandioca a medio comer en un baldío. Me limpié las manos grasientas en la chaqueta, me la saqué y la escondí en la maleza como quien arrastra y esconde el cuerpo de un hombre acabado de matar.
El cuerpo de Pedro, dos veces muerto.
Escuché algo como el vagido de un niño de corta edad. El vagido parecía brotar de la chaqueta. Me incliné a escrutarla.
Junto a ella se removía un pequeño bulto envuelto en papel de diarios viejos.
Lo levanté y hurgué entre los pliegues húmedos. Era efectivamente el diminuto cuerpo de un recién nacido que agonizaba de hambre y de frío. Lo envolví en la chaqueta y salí a escape de ese baldío, mojado de sudor y por el pis del niño.
No podía alimentar ni llevar conmigo al pequeño expósito. Hice lo que leí en novelones o vi en películas lacrimógenas. Deposité el bultito en el torno de un convento.
Reconocí el convento y colegio de la Providencia donde se educan las niñas de la mejor sociedad asunceña.
Tiré varias veces la cuerda de la campanilla, con tal fuerza que el aro se desprendió de la cuerda. Me alejé corriendo y me desvanecí en una esquina.
Esas bellas muchachas cuidarán del expósito. Lo convertirán en mascota del colegio… -me exculpé.
La chaqueta eclesiástica, pensé con insidia, va a dar qué pensar a la madre superiora sobre el origen paternal del recién nacido.
Escuché la voz de la anciana que me llamaba con el nombre de su hijo.
Me volví. No vi a nadie.
Sólo el aroma de los lapachos en flor llenaba la callejuela de tierra cuajada de sol. Oí su risa cascada y metálica con un retintín de ironía. No conocía su risa. Pero era la suya, sin duda.
¿Se burlaba de mí?
Podía ser un engaño de mis sentidos. Había algo de incoherente y absurdo en esa risa.
La risa de una anciana resulta siempre perturbadora porque es inclemente y aislada. No procede del humor sino del pavor, de la desesperación, de la angustia extrema que sólo una anciana puede experimentar por poderoso y estoico que sea su espíritu.
Oí por segunda vez la risa senil a mis espaldas.
Giré desconcertado ante la inexplicable actitud de la anciana.
Una niña de rizos rubios venía haciendo rodar un aro por la acera. Se me adelantó y desapareció en una esquina.
Hice todo lo contrario de lo que me había recomendado la anciana.
El deseo de probar mi nueva identidad usurpada, incolora, impersonal, ardía en mí como un frío afán de venganza, como el único poder del que puede disponer un espectro entre los vivientes.
Pasé frente al Departamento de Policía, erizado de agentes uniformados y en atuendo de civil, de patrullas fuertemente armadas, abarrotado de tanquetas. Me detuve allí un rato y me mezclé con los servidores del orden.
Nadie pareció fijarse especialmente en mi persona. No se ve todos los días a un muerto paseando por la calle.
Era una segunda prueba victoriosa. Confortó en mí la sensación de segundad y naturalidad que trataba de aparentar.
Me observaba de paso en las vitrinas y comprobaba satisfecho la verosimilitud de mi nueva identidad
Bajo la ropa y los desperfectos del rostro que ocultaban la mía, era un Pedro Alvarenga muerto y resucitado.
Hubo momentos en que hubiera querido gritar a voz en cuello.
«¡Mírenme reconózcanme soy yo el único escapado del túnel el solo y único sobreviviente de la matanza de la cárcel!»
En un quiosco de la Plaza Uruguaya compré un lápiz y un grueso cuaderno de escolar sin un fin preconcebido. Algo absurdo. El reflejo mecánico de la antigua obsesión.
El quiosquero Pablo, que antes vendía mis libros, me observó arrugando un poco la nariz. Tampoco me reconoció. Me ofreció un libro sobre ocultismo y la revista pornográfica Interviú.
Dije no con un gesto.