Las inundaciones eran el vicio de Manorá.
En la estación de las lluvias, el río se hinchaba en su hondo cauce. Enloquecía de remolinos. Desbordaba sobre campos y valles. Podían subir las aguas un metro y más en una noche.
Sólo quedaba fuera de las aguas el islote de la loma alta, Acä-roysä, en el que está situado el cementerio. En noches de luna la cabeza fría de la loma brillaba como un jardín fantasmal velando desde lo alto el sueño de los vivos.
Las aguas arrastraban islas flotantes de camalotes, vacas muertas, ranchos descuajados de las barrancas. También sabandijas de toda especie. Víboras, zorros, lobos-pé, hasta algún tigre a veces, venían embarcados en los islotes de ninfeas. Había que andar con la escopeta al hombro. Mi padre mató un onza que quedó agarrado al portón. Permaneció allí pudriéndose lentamente hasta la bajante del verano.
El portón estaba harto de sostener en sus lanzas la carroña de la fiera. Era parco para hablar de sus dificultades, pero se le notaba el fastidio que le producía el abuso del onza muerto.
– ¡Fuerza, portoncito color de esperanza! -le decía para animarlo-. No hay mal que dure cien años…
– Dile a tu padre que venga a sacarme de encima este incordio que apesta a culo de vieja.
Las canoas y los cachiveos labrados en troncos de cedro o de tatarétenían forma de cajas mortuorias. Cuando no se utilizaban para escapar de las crecidas y rescatar a los ahogados, se usaban como ataúdes para el último servicio.
Los velorios de los ahogados se hacían en pontones flotantes amarrados a los horcones de los corredores.
En cada casa había una o varias cajas recostadas en los rincones. Hacían ahí provisoriamente de alacenas para el queso y las longanizas.
Junto a las canoas se hallaban los remos y botadores, las cuerdas de salvamento, los candelabros de arcilla con sus velas de sebo para los velorios.
Hasta los viejos bogaban en sus cachiveos.
Yo tenía mi canoita de dos remos. Papá y mamá, una canoa grande de dos plazas, que era su cama de matrimonio.
Mi padre fabricó un ingenioso sistema de poleas y cuerdas que izaba la cama-canoa hasta el techo durante las inundaciones.
A mí me gustaba dormir en mi canoíta flotando en el cuarto. Soñaba a veces que iba remando a contracorriente del río hasta sus nacientes en el lago Ypoá, donde crecen las victorias regias y las flores de trigridia, grandes, rojas, tumefactas como cabezas de decapitados. El lago inmenso como mar donde vive el monstruo, mitad pez, mitad león, a mil metros de profundidad. El monstruo que nunca nadie había podido ver.
De allí también, a cada invierno, venía la gran víbora de las lluvias que traía las inundaciones. Era un viborón inmenso que volaba entre los rayos y los relámpagos y sus mugidos eran más fuertes que los truenos de las tormentas.
En el sueño, esa distancia poblada de fieras, serpientes y saurios de los más bravos, es una mierdita. Pero en la realidad, eso está muy lejos, lejísimos. El lugar de donde no se puede volver.
El sitio de la ilusión donde sólo es posible desaparecer.
Yo soñaba sin embargo, cuando tuviera la edad de los jóvenes héroes, en salir a luchar contra esos dos monstruos y liberar a Iturbe de sus terribles enemigos.
Por las mañanas, papá y mamá bajaban por una escalerilla y se metían a trajinar por los cuartos y la cocina, con el agua hasta la cintura.
Yo salía a recoger los gallos, pollos y gallinas que se habían salvado en los palos altos del corral. Me seguían alegres la pata y su cría. Los patitos semejaban pimpollos amarillos con patitas doradas entre las flores albas y azules de las ninfeáceas.
Hasta las desgracias tienen sus primores.
Todo manoreño se sentía un animal anfibio. Cada uno llevaba apretada en la mano la ilusión de ser alguna vez gente de tierra solamente.
En los velorios se veía a los muertos con un poco de tierra guardada en los puños duros como pedruscos. Querían llevar esa ilusión hasta los entresuelos del camposanto.
Mientras viví en Manorá, la idea de la muerte estuvo ligada para mí a las inundaciones. Las canoas-ataúdes esperando en un rincón para llevarnos hasta la orilla de donde no se vuelve.
Esos muertos transportados en canoa hasta la loma del cementerio, era algo que divertía mi mente de niño y borraba el temor a la muerte.
Lo mismo ocurría cuando íbamos a pescar los cadáveres de los troperos de ganado que se caían, borrachos, de la balsa de Solano Rojas, y se ahogaban en el paso del río donde la correntada es muy fuerte y donde los remansos son muy profundos.
Las veces que podía escapar, yo iba a escondidas.
Sudores, clamores y castigos me costaba esa pesca de troperos enredados entre las plantas acuáticas, en el fondo del canal, hinchados y resbaladizos como peces gordos.
Había dos grupos rivales: el capitaneado por Leandro Santos, que era el más fuerte, y el de los mellizos Goiburú, malvados hasta las uñas de los pies.
La guerra de pandillas estuvo a punto de costarme la vida. Los mellizos Goiburú intentaron ahogarme en lo más hondo del río.
Nunca vi un odio igual en muchachos que no contaban más de doce años. Cuando estos pelafustanes sean grandes no podrán ser menos que asesinos, pensé.
Por desgracia, el pronóstico se ha cumplido.
Para engañar a mis padres yo traía la canoa llena de orquídeas silvestres recogidas en los riachos y las regalaba a mi madre como recuerdo de mis excursiones náuticas.
No siempre el recurso era eficaz y el castigo venía igual, debido a las moneditas que nos daba el pasero. Mi padre las encontraba infaliblemente en el bolsillo de mi pantalón. Los cinturonazos hacían volar las monedas y me dejaban ardiendo el trasero.
– ¡El gran buceador dedicado a la industria del cadáver! -vociferaba mi padre redoblando los golpes.
Muchas jóvenes y hasta las ancianas de entonces se llamaban Ninfas o Nenúfares.
Se parecían a las plantas.
Yo tenía una prometida de mi misma edad, que se llamaba Nenúfar. La llevaron las aguas.
El cura Orrego dijo que era un pecado de gentiles poner nombres de plantas a las recién nacidas en lugar de los nombres del santoral. Por eso Dios las castiga y la creciente las lleva en sus tolondrones, que a saber adonde van a parar.
Terminó la moda de los nombres acuáticos. Entonces comenzó la moda de los nombres del santoral, que se imponían a los niños de ambos sexos en la pila del bautismo.
Los manoreños empezaron a llamarse como los santos mártires, como los emperadores romanos y las Santas Vírgenes, como los Santos Apóstoles y la caterva de sanbiquichos del almanaque Brístol.
Cada uno cargaba de por vida el nombre del santo del día de su nacimiento.
Algunos había muy pesados y molestos de oír.
Toda mi vida odié el nombre que me pusieron.
Decidí no tener ningún nombre. Me hubiera gustado llamarme Juan Evangelista. Escribir como él, algún día, el libro de la Revelación, llamado también el Apocalipsis.
Yo lo leía una y otra vez, sin cansarme, porque era como ver el pasado convertido en futuro.
Quería escribir la historia más hermosa del mundo. No la historia del fin del mundo, sino la última historia escrita antes del fin del mundo por un sobreviviente, que ya nadie podría leer ni contar.
Escribir esa historia fue mi obsesión durante mucho tiempo.
Le decía a mi madre en voz baja, para que padre no nos oyera: «No quisiera morirme sin haber escrito esa historia de fin de mundo…»
Mi madre me alentaba: «La escribirás, hijo. Todos, de alguna manera, soñamos con esa historia última que nadie podrá leer…»
A los cuarenta años escribí La caspa, en la cárcel.
Un hombre desnudo, ciego, calvo, camina entre grandes fumarolas que brotan de la tierra calcinada.
Grita de tanto en tanto, llamando a alguien. Nadie le responde. No hay ecos. No queda nadie más que él.
Al principio una joven de extraña hermosura camina a su lado.
Luego desaparece.
Los huesos de la mujer jalonan la tierra humeante, como roídos por fieras que ya no existen. Se puede suponer que el hombre último la ha devorado por celos, cuando ya esos celos no podían ser sino la locura final del hombre solo.
¿La ha devorado para preservarla dentro de sí?
La teoría de los celos no explica todo. No explica nada.
Lo único que conserva de ella es una larga cabellera rubia, que lleva anudada al antebrazo izquierdo.
De tanto en tanto, hunde el rostro en la mata de pelo dorado y undoso, aspirando el olor de su propia desesperación.
El hombre solo no se ha acostumbrado aún a su soledad.
El hombre último trata de despegar con las uñas una costrita de la base del cráneo.
Creo que en esa minúscula capa seborreica se han refugiado el lenguaje, el tiempo, el sexo, los más leves signos vivientes de una realidad que se ha esfumado por completo, que parece no haber existido nunca.
Extirpa por fin la pequeña costra. Un golpe de viento se la arranca de las uñas ensangrentadas.
El hombre se desmorona en un montículo de ceniza fósil.
Inventé una escritura críptica, acaso un nuevo idioma, para burlar el escrutinio diario que los carceleros hacían de los papeles, efectos y hasta de los trozos de diarios viejos que usábamos en el excusado los reclusos de máxima peligrosidad hacinados en la celda Valle-í.
Yo podía escribir a condición de que cada día leyera lo escrito a los guardianes de turno. Leía para su esparcimiento los pasajes pornográficos más groseros, que esas mentes rudimentarias celebraban con alegría bestial, puesto que estaban escritos para su gusto y regocijo. Era la pequeña revancha que yo me tomaba sobre la realidad del poder a través de la irrealidad de la escritura.
Los guardianes de la policía política disfrutaban con aquellas «tertulias literarias».
Eran los muchachos de oro de la Técnica.
Al final es cuando acontece la gran revelación.
La taché cuidadosamente. En el papel. En mi mente. La olvidé. El olvido puede también olvidar que olvida. Las torturas no pudieron arrancarme ese secreto. Simplemente yo no lo sabía.
Una novela muda. Ni nombres, ni pronombres, ni verbos, ni adjetivos, ni preposiciones, ni conjunciones adversativas ni copulativas, ni recursos de exposición, nudo y desenlace.
La narración central se va desenvolviendo sobre el escenario irreal de un tren liliputiense, que hace de hilo conductor. La narración, saturada, constelada, de historias paralelas, se bifurca y prolifera al infinito. El último círculo se cierra, desaparece, muere, en el claustro matricial.
Escritura seca, rápida, vertiginosa. Engañosa transparencia. Abstracta, inmaterial. Crea una atmósfera de total opacidad semejante a la noche.
Detrás del vidrio, en la tiniebla, pululan ectoplasmas de vagas y monstruosas figuras humanas. Luego todo se esfuma y desaparece, sin dejar rastros.
Le puse como título el nombre de la costrita seborreica, a cuya naturaleza ha quedado reducida la condición del hombre último.
En esa narración lacónica, escueta, catártica, el tema central es el olvido. El tren de 1850 no es más que un detalle de la decoración inexistente. En ese vacío en penumbra me parecía recordarlo todo. No con palabras sino con imágenes de bordes tornasolados. Fragmentos de un espejo roto, expuestos a los rayos de un rabioso sol.
Pisaba sobre ellos con mis gruesos zapatones de recluso. Los oía crujir y quebrarse en esquirlas cada vez más finas y filosas que se retorcían como los nervios bajo las descargas de la picana en los testículos.
Ahora que voy huyendo en este tren liliputiense, idéntico al otro -o tal vez el mismo-, se me hace que estoy repitiendo esa historia o escribiéndola por primera vez.
Por muchas vueltas que se les dé a las palabras, siempre se escribe la misma historia.
Ese texto trató de convertir el olvido en delirio. Pretendió ser la anulación de todo lo que había escrito, de modo que no quedara ningún vestigio de obra alguna escrita por mí.
El intento fracasó en parte. Las huellas bicéfalas no se plasmaron. Acaso por falta de sinceridad llevada a su último límite. O porque faltó que cayera sobre ellas el rocío de sangre del sol del mediodía.
O tal vez cayeron pero no se quisieron mezclar con la mía, aguada por el sereno de la noche.
Estoy tratando de repetir la prueba. Esas anotaciones desaparecerán conmigo muy pronto.
Por mucho que dure, la huida no puede ser interminable.
La lentitud del tren que jadea sobre los herrumbrosos y desiguales rieles con su fatiga de un siglo, no hace sino acelerar el fin.
El mito de la infancia perdida, perverso, astuto, falaz, me tiene prisionero. No puedo huir de él. Soy su rehén. Me entregará atado de pies y manos a mis perseguidores.
Sólo quiero preservar los ensueños que me desvelaron, desde mis siete a mis trece años, en aquella misteriosa aldea de Manorá, fundada por el maestro Gaspar Cristaldo en el corazón del pueblo de Iturbe.
Recordarlos, escribir sobre ellos ahora, es como masticar pesares, semejante al lento rumiar de los bueyes bajo el yugo de las carretas que van repletas de inmensos fardos de caña de azúcar rumbo al ingenio.