El tren estaba repechando las lomadas de Paraguarí.
Bajé para desentumecer las piernas. Sobre todo para escapar del acoso de la soplona. Caminé pegado a los flancos de la máquina saltando sobre los carcomidos, resonantes, aletargados durmientes.
Me adelanté a la locomotora.
Vi el escudo engarzado en la nariz de la máquina.
El escudo originario estaba ahí sobre el óvalo de oro. El león parado se erguía asido a una lanza. El gorro frigio y la estrella coronaban el ramo de palma y olivo.
El escudo de la nación era ese huevo negro y chato que refulgía en los bordes. Semirroído y ennegrecido por los cálidos humores silvestres, por el hollín y los vientos de cien años, mostraba, bastante empañado, el orgullo de los viejos tiempos.
Solamente en los bordes el oro bruñido brillaba a los rayos del sol. Irrisorio vestigio de la grandeza pasada.
El huevo de la patria, desovado por una gran gallina negra, estaba allí, aplastado contra la nariz de la locomotora legendaria.
Una patria ecuestre de huevos enormes como los caballos de bronce.
El escudo de oro del patriarca don Carlos custodiaba la locomotora de 1857.
Nadie había osado desmontarlo, robarlo, de ahí. Ni siquiera el caudillo José Gil que tenía empedrada la boca con dientes de oro fundidos con el oro de los lingotes robados al Banco de la República.
El lampo de oro de esa boca fanatizaba a las multitudes hambrientas. Las arrastraba a las feroces batallas por la libertad.
No había necesidad de discursos ni de proclamas. Bastaban los gritos inarticulados, el tableteo de las ametralladoras, el trueno del cañón. El rayo. El relámpago de oro en la boca de los caudillos.
En ese escudo había material al menos para otras veinte jetas colmilludas.
En la inscripción ennegrecida se leía la siguiente leyenda:
Locomotora Paraguay - 1857
Presidente Don Carlos Antonio López
Una fábula de la historia patria. No importaba eso demasiado ahora.
La locomotora rodaba con nosotros como negación de todo lo posible.
Cuando empezó a funcionar regularmente, una especie de locura colectiva se abatió de improviso como una peste sobre la colonia de ingenieros y técnicos ingleses instalada en torno a los altos hornos de Ybycuí.
La pequeña ciudad iba creciendo con aires de aldea inglesa, en la que el estilo tudor se mezclaba con el barroco hispano-guaraní.
Los matrimonios convivían en aparente armonía, dados a sus fiestas familiares, fieles a sus costumbres, a su religión anglicana, a su té a la inglesa El Times de Londres les llegaba con dos meses de atraso. Todo iba a pedir de boca.
Un buen día el ingeniero jefe apuñaló a su esposa.
A intervalos regulares, los asesinatos continuaron. No sólo de las esposas. Se les sumaron suicidios y muertes súbitas.
La epidemia se extendió rápidamente.
Era algo semejante a una ceremonia de sacrificio colectivo. Alguien había comenzado a comer hongos alucinógenos, o algo por el estilo. El apetito mortal se extendió.
Gente inteligente y refinada, pareció atacada de súbito por la peste de una locura desconocida. Caballeros irreprochables sacrificaban a los suyos a puñal, veneno o cuerda.
La violencia remaba allí en un desencadenamiento inmóvil que de pronto podía aplastar a todos. Los exorcismos del pastor no dieron el menor resultado.
El pastor amaneció un día colgado de una de las vigas de la pequeña capilla.
La floresta apacible se había transformado en una jungla de insectos monstruosos, de ponzoñosas emanaciones, de aguas cenagosas y palúdicas.
La felicidad de esa gente extranjera no era entonces sino la máscara de una obsesión. Ser felices a toda costa en la tierra bárbara, semejante sin embargo a una Arcadia. Los ingleses eran los nuevos árcades en el Paraguay.
Las estrellas brillaban puras sobre la catástrofe.
Los magistrados británicos dictaminaron.
La causa evidente del inaudito pandemónium eran el clima, la naturaleza inclemente, emanaciones de ciertas plantas, hongos onirófagos, mosquitos letales, vampiros portadores de pestes malignas, insectos monstruosos, miasmas pestilenciales, árboles tibios de humedad venenosa.
Recordaron algunos episodios semejantes sufridos por los colonos en la India, en Malasia y otros sitios inhóspitos de las posesiones británicas.
El ingeniero jefe quedó con el color de una hoja seca. Estaba mortalmente enfermo. No pudo asistir al juicio. El pelo rubio encaneció de golpe. Le salían gusanos amarillos de las fosas nasales, de los oídos. Perdió el habla. Mejor dicho, dejó de proferir insultos soeces contra el jefe de Estado.
– Nadie sabe de qué negras raíces crece la perversidad de los hombres… ¡Duro con ellos!… -dicen que dijo el presidente López cuando le llevaron la noticia.
No había policía ni ejército. La guardia de los altos hornos entró en acción. Los uxoricidas fueron apresados y repatriados, cargados de grillos.
Los que todavía no lo eran fueron separados de sus mujeres, de sus niños y también repatriados.
Todos sufrían el espanto de contemplar el fondo de la botella.
No acabó todo en estos episodios semejantes a fenómenos de brujería.
Sucedió algo aún más extraño. Las esposas sobrevivientes, menos dos o tres, no quisieron volver a Inglaterra. Asumieron su condición de viudas honorarias.
Se convirtieron en campesinas, trabajaron la tierra y se mezclaron con la raza a la que en un comienzo habían despreciado. Aprendieron su idioma, sus costumbres, comían sus comidas. A los pocos años no se distinguían de las mujeres locales, salvo por el color del pelo y de la tez.
Aprendieron de ellas el estoicismo ancestral.
Olvidadas de la tragedia fueron envejeciendo en la suave felicidad de los simples. Algunas volvieron a tener hijos.
Como los de las mujeres nativas, éstos también eran hijos de padres desconocidos.
Ninguna de ellas quiso revelar el origen de tales nacimientos.
Cuando estos muchachos se hicieron hombres el gobierno les dio puestos en el ferrocarril y otorgó pensiones a las madres.
Por mucho tiempo fue fama el que los maquinistas del Ferrocarril Central del Paraguay eran casi todos rubios.
El de nuestra locomotora también lo era. Cabellos lacios de fino oro. Rasgos típicamente británicos. Fumaba en pipa. Anillos de humo se apelotonaban en su cabina y escapaban por el tándem de las leñas.
Conversé un rato con él caminando al costado de la máquina. A una pregunta que le hice sobre la historia de los ingleses, se burló de mí con un brulote en guaraní, el más indecente de todos.
Debí comprenderlo. Nadie se apiada de sí ante los demás por pura vanidad o autocompasión. Nadie descubre sus secretos de familia al primer recién llegado, y menos aún a un palurdo del campo, de ridícula facha y rostro desfigurado.
Este Adonis fundido en el crisol de dos razas se sentía desbordado por la alegría de vivir.
Hombre recio, fino, parecía un dandy de manos toscas, bronceado de sol, dándose aires de rústico patán.
La vida sería siempre para él demasiado poco. Y algo mucho menos que poco la historia de sus antepasados. No dejaría escapar jamás la más ínfima sombra de una confidencia.
Seguí al tren andando por la trocha como los demás.
Poco después, el maquinista me llamó con un movimiento de su pipa.
– ¿Quiere usted saber de aquello? -me preguntó casi con sorna, arrojándome a la cara anillos de humo.
No dije nada. Capturé con el índice uno de los ondulantes anillos.
Mientras marchaba pegado a los flancos de la locomotora, contemplaba el vaivén de las bielas.
Empezó hablando de cualquier cosa. Luego me contó la historia despojada de sus excesos, de su grandeza siniestra, reduciéndola a una simple querella de familias mal avenidas.
Lo más grave que había ocurrido no era sino el ojo negro que un caballero irascible le había puesto de un puñetazo a una viuda algo ligera de cascos.
Un relato misérrimo.
El asunto se tornó indigno hasta de ese incoherente relato.
Dijo que todo no había sido más que un cuento urdido por los espías del gobierno.
A las cansadas me reveló que era bisnieto de gente muy principal.
– ¿Usted es un Whytehead? -murmuré descolocado, completamente confuso.
– No -dijo con un guiño divertido-. Soy bisnieto del pastor Mulleady. Vamos, el que bendijo esta locomotora cuando la inauguraron en 1857. Fue una fiesta nacional. Era la segunda versión de la locomotora de Stephenson. La primera en las Indias Occidentales.
Tras una larga y sonriente pausa, agregó:
– Poco después de la inauguración, mi bisabuelo el pastor amaneció colgado de una de las vigas de la capilla. Pesaba más de diez arrobas. No se pudo sospechar de mi bisabuela, su mujer.
El bisnieto del pastor se hallaba a gusto en la tierra bárbara. Se había integrado totalmente a ella.
Su voz abaritonada estaba libre de reminiscencias del inglés del siglo xix, pero también de acentos regionales, tanto del español y del guaraní, como de su infame mezcla bilingüe.
El rubio maquinista, maculado de aceite y carbón, era ya un hombre de aquí, aunque su rostro sólo podía estar en un cuadro de la National Gallery. En un retrato de Gainsborough o de Reynolds.
Con voluble humor y muchas interrupciones contó que la viuda del pastor, su bisabuela, se había casado con un teniente de la guardia de los altos hornos, veinte años más joven que ella.
Se interrumpió con una carcajada.
Dijo que desde entonces su familia había seguido sufriendo la plaga de sementales nativos pijoteros.
Se corrigió y dijo:
– De maridos paraguayos. No eran más que arribeños que desembarcaban de sus jangadas por algunas noches. Llegaban y se iban.
– Los arribeños son así -dije.
– Las mujeres inglesas hacían de abejas reinas del colmenar. Los mandaban al muere en seguida.
Tras una pausa agregó:
– Los mestizos paraguayos son muy haraganes. Zánganos de tomo y lomo. Duermen todo el día, mientras disponen de mujer y comida. Tienen mucha energía al pedo. No son más que unos braguetas rotas de buenas pelotas. No sirven más que para eso.
En mi confusión ensayé loas a los británicos en el Paraguay. En particular, a la constancia y paciencia de esas abejas reinas de la rubia Albión.
– No se canse, amigo -me exculpó-. Los gringos son también muy sinvergüenzas y pijoteros. Ahora suba al tren. Estamos por pasar el puente de las bombas en Sapucai.
El puente que la tradición llamaba Los suspiros de las ánimas.
El tren hacía rechinar y bambolear el largo puente de madera. Miles de ánimas gemían en las podridas maderas.
Estaban allí hacía más de medio siglo sobre el enorme foso abierto por la explosión del tren cargado de bombas durante el levantamiento agrario del año 12.
El puente no se sostenía sino en la seguridad casi milagrosa de que sólo iba a desmoronarse al día siguiente. Y así un día tras otro.
No hay fe mejor que la seguridad de lo imposible.
En mi primer viaje a Asunción, a los diez años de edad, acompañado por Damiana Dávalos, dormimos en ese cráter. Muy apretados por el frío y por las tibias caricias de la joven criada de mi madre.
En ese cráter lunar, la silenciosa y ardiente sabiduría de Damiana Dávalos me inició en la hombría antes aun de que hubiese tomado la Primera Comunión.
Lo cual no era un mal comienzo.
Damiana (a quien yo llamaba Diana) me enseñó que si el amor existe es gracias a Dios pero que si el amor se hace es gracias a dos.
Deduje que Dios no puede todo.
Desde entonces el salado y suave sabor de un sexo de mujer me iba a recordar para siempre aquella fosa inmensa y oscura, llena ahora de espesa vegetación, sobre la cual avanzaba el tren retumbando como sobre un acueducto.
Creí siempre que aquello había sido un sueño de mi pubertad.
El sueño es siempre el recuerdo de algo que no sucedió.
Ahora, en mi adultez, en este día de poco y víspera de nada, aquel sueño del cráter es un recuerdo más nítido e indeleble que el sueño de un niño. Un recuerdo molido y destilado por los mismos olores, por los mismos deseos, por el mismo delirio.
Un cráter lunar en el mito de la inocencia perdida.
La gorda mujer -porque esta soplona era a pesar de todo el inconmensurable prodigio de una mujer- se persignó durante toda la travesía del puente bisbiseando la letanía de una sola palabra: Dios… Dios… Dios… en una explosión de pequeñas toses que hacían temblar su papada.
Cuando el tren dejó de retumbar en el maderamen canceroso y tembleque, la mujer exhaló una prez y suspiró con los ojos cerrados: ¡Dios te salve María purísima… sin pecado concebida…!
– Las desgracias vienen cuando ya ha pasado lo peor -murmuró como en una jaculatoria final-. Las cosas buenas sólo suceden al día siguiente de lo malo.
Se dirigió a mí:
– Se me antoja que viene muy sufrido, don. Viaja muy callado. ¿O es que también le duele hablar?
Me alcé de hombros mirando el cráter.
– Hace bien -dijo la mujer-. No hay cosa tan bien dicha como lo que no se dice. Yo en cambio soy muy palabrera. Y eso me mata.
– Usted no habla por hablar -dijo el viejo con cachaza-. Usted habla buscando la vuelta.
– La purísima verdad, señor -admitió la mujer-. La riqueza del anillo está en su vuelta…
Levantó las manos y los antebrazos chaparros, enchapados con pulseras y anillos de chafalonía. Los hizo tintinear en lo alto.
También los anchos pies palmípedos mostraban los dedos enjoyados de anillos baratos pero luminosos, lustrados con saliva, operación a la que se dedicaba prolijamente a cada tanto en lucha contra el polvo tenaz.
– Yo soy de Encarnación pero viví mucho tiempo en Iturbe. Lindo pueblo, Iturbe. Trabajé de costurera y pantalonera en Iturbe -dijo la mujer-. Yo cosí los primeros pantalones largos a los muchachos de aquella época. Ahora, si viven, tendrán la edad de este señor.
En mi interior agradecí a la soplona que omitiera el nombre de Manorá. No podía ignorarlo. Pero era un homenaje el que la voz indigna no mencionara el nombre de Manorá ni nombrara al maestro Gaspar Cristaldo, su fundador, el personaje más importante que vivió allí.
Era evidente que la soplona no conoció al maestro. O que lo negaba a propósito, a saber por qué motivo.
De uno de sus bolsos sacó una antigua foto y me la mostró con orgullo. Vi el pueblo, la fábrica y el río.
Del sobado mazo extrajo y exhibió otras fotos. En una de ellas -la emoción me ató un nudo en la garganta- vi a papá y mamá atendiendo a los heridos que volvían del frente después de tres años de guerra.
Los catres y camillas estaban esparcidos bajo los árboles, bajo una enorme bandera nacional.
Seguí contemplando las fotos.
La chimenea altísima rayaba las nubes sin echar gota de humo por la boca de bronce. El pararrayos ya estaba colocado y despedía chispitas verdes, amarillas y azules.
Un día a los doce años de edad, con la complicidad de los obreros foguistas, trepé en el interior de la chimenea por la escalerilla en espiral. Casi no hubo necesidad. El poderoso tiraje me levantó en vilo, chupándome hacia lo alto hasta que el viento de las alturas me golpeó la cara.
Abrazado al pararrayos, había visto el pueblo más pequeño que en la foto. El pueblo más pequeño del mundo.
Vi el humo de las olerías. Como hileras de hormigas, las mujeres transportaban sobre sus cabezas inmensas cargas de ladrillos, recién moldeados, hacia los grandes hornos envueltos en llamas.
Vi una olería microscópica.
En el patio de casa, más pequeñas e insignificantes que dos hormiguitas blancas, mis hermanas amasaban el barro, llenaban los moldes y los tendían a secar en hileras bajo el sol de fuego.
Habían formado su cooperativa propia. Años después se les unió el hermano benjamín. Era un científico y un hombre de empresa. El negocio les iba bien. Padre cuidaba de que no se le subieran de nuevo al cadete los humos de su implacable y autoritario capataz.
La voz monótona del viejo enumeró con el sarcasmo de los que ya nada tienen que esperar:
– En Sapucai los sapuqueños tienen a los leprosos, la salamanca de las bombas. En Iturbe las inundaciones. Las grandes tormentas que hacen volar las casas. Las olerías con el trabajo esclavo de las mujeres. Los trapiches y alambiques de caña clandestina, los ladrones de ganado…
– No vaya a creer, don -le atajó la mujer-. En Iturbe hay también algunas cosas buenas. Los iturbeños no son orgullosos. El orgullo es la virtud del que no tiene nada.
Lanzó una bocanada de humo.
– Hay la azucarera de los catalanes Bonafé -continuó la mujer-. Véala usted -le alcanzó una cartulina coloreada-. La primera del país. Riqueza del pueblo, de toda la nación. Orgullo de la paraguayidad, dicen los que saben hablar. Hay un gran cuartel de caballería como de diez cuadras, cuyo jefe es el futuro presidente de la República.
Hizo un gesto de reverencia.
– Eso está muy bien -dijo el viejo, burlón-. Un presidente en el Paraguay no puede ser sino un jefe de caballería.
– Y está también el gran puente sobre el río Tebicuary que construyeron los soldados. No esta porquería de puente remendado, que un día se va a ir al fondo de la salamanca con todos nosotros hechos bosta.
– ¿A qué hora pasaremos por Iturbe? -preguntó el viejo.
– A medianoche, seguro -informó-. A veces el tren ni para allí. Salvo que traiga carga para los comerciantes del pueblo o para la azucarera. Iturbe es ya ahora una ciudad. Hay que ver la iglesia de los evangelistas, construida sobre un zócalo de mármol rosa en el lugar donde antes estuvo la laguna muerta de Piky.
Sentí el estrujón del corazón isquémico.
En medio de esa laguna muerta el maestro Gaspar Cristaldo había construido su rancho lacustre. Tenía su canoa atada a un pilote para cruzar la laguna. Él transformó ese pantano en un jardín. Cuando él murió volvió a convertirse en una laguna podrida.
Se había ocultado el sol. Cayeron de golpe las primeras sombras desprendidas del cielo tierno del anochecer. Las chispas bailoteaban entre el humo como cocuyos excitados por el olor de los leños que se quemaban en la caldera.
Mis recuerdos de Manorá eran cada vez más intensos.