Cuando se iban las crecidas, Manorá quedaba convertido en un fangal pestilente.
Hay que imaginar un pueblo de barro rojo en las lomas, de barro negro en los fangales, sembrados de animales muertos, de ranchos y árboles descuajados, que los raudales arrastraban en todas direcciones.
En cada creciente muchos niños desaparecían. Los padres los iban buscando con llantitos sin esperanza en los canales donde las riadas habían sido más fuertes.
En las crecientes nos quedábamos sin tren. Y sin el paso del tren el pueblo quedaba a su vez como ahogado y muerto, sin memoria del tiempo que pasaba.
No sabíamos qué día era, ni qué hora, ni qué año, ni qué siglo.
Los muchachos del pueblo sentíamos rabia contra el tren cuando no venía.
No podíamos colgarnos de los parachoques cuando repechaba despacio la arribada hacia la estación.
Una vez el tren pasó con la línea de flotación bajo agua. La caldera se ahogó. La locomotora no pudo frenar. El tren retrocedió en la pendiente y arrolló a cuatro de nuestros compañeros.
El tren era nuestro único juguete.
Una de estas crecidas trajo al maestro Cristaldo. Nadie se acordaba cómo ni cuándo.
Lo cierto es que él apareció en su canoa y ya no se fue del pueblo en los días de su vida.
En pocos meses construyó él solo, sin ayuda de nadie, su cabaña lacustre en medio de la laguna muerta de Piky.
Y allí se quedó, en medio de los olores nauseabundos del agua podrida.
Al principio, el hombrecito, cuya inopinada aparición nadie sabía explicar, produjo cierta confusión en mis padres y en mí mismo.
Fue en realidad una conmoción surgida de lo inexplicable.
El recién llegado era extraordinariamente parecido al viejecito que vivía con nosotros ocupándose de tareas menores. La primera vez que mi madre lo vio, exclamó: «¡Es idéntico a karaí Gaspar!…»
De todos modos, la primera impresión era la de que el recién llegado había salido de nuestro karaí Gaspar. Transmigrado o reencarnado, como se decía entonces.
El viejo karaí Gaspar era un resto vivo de la ruina familiar en la ciudad. Con su corazón simple y su mente algo extraviada, se hallaba apegado como una lapa a nuestra casa, a nuestra familia, a nuestro destino.
La confusión aumentó cuando se supo el nombre del arribeño: Gaspar Cristaldo.
Nuestro viejecito se llamaba Gaspar Gavilán.
Era un poco más alto que el recién llegado, pese a la joroba que combaba su espalda. Nuestro karaí Gaspar llevaba poblada y blanca barba.
El otro sólo tenía unos pocos y larguísimos pelos mongoles de indefinible color en la barbilla, que le caían lacios y brillantes hasta el pecho.
Todo lo que había de lentitud y pasividad en nuestro Gaspar, era prontitud y energía en el otro, que no cesaba de estar en movimiento.
El viejecito ayudaba a ordeñar las vacas. Era algo increíble ver esas pequeñas manos, endurecidas por la artritis, apretar las gordas tetas y hacer saltar al balde chorros de espumosa leche.
Después del ordeño las llevaba a apacentar en las lomas altas de buen pasto. Algunas vacas corsarias entraban a pastar entre las tumbas.
Yo lo veía en los corrales moviéndose a la altura de las ubres. Lo veía como un ser irreal, un reflejo de sol entre las bostas y los charcos de orina de los animales.
Papá y mamá lo respetaban como lo que él era. Lo ponían como ejemplo de hombre bondadoso, callado y servicial.
Su debilidad mental era su fuerza.
Tenía algunas manías. Su temor a la luna era un pavor enfermizo.
Decía que el fuego lunar le iba a dejar sin piel. En noches de luna llena salía cubierto por una inmensa sombrilla negra que él mismo se había fabricado con bolsas para el azúcar, engomadas y teñidas en alquitrán.
Los jueves por la tarde mi madre le daba una lista de las provisiones que necesitaba. Karaí Gaspar volvía con su carretilla, cuando no había agua, o con su canoa en las crecientes, llenas hasta el tope de provisiones de todo género.
– ¡Por qué trajo tantas cosas, karaí Gaspar! -decía con susto mi madre-. Yo le di una lista. No vamos a poder pagar todo eso con los vales del sueldo.
La aflicción de mamá le hizo saltar lágrimas. Abrazó al viejecito olvidadizo.
– El papel se me voló -se disculpó mansamente el mandadero-. Después lo encontré en el yuyal. Alguien lo usó en el común, en lugar del marlo de maíz. No podía mostrar la lista sucia de caca en el almacén de don Michironi. Traje todo lo que hace falta.
Mostró un par de alpargatas nuevas. «Esto me hacía falta a mí -dijo-. La otra ya estaba muy pelecha.» Llevaba puesta una del flamante par. La lucía con coqueteo, con senil orgullo. Karaí Gaspar nunca usaba las dos alpargatas juntas. Gastaba primero una, hasta que no quedaban de ella sino hilachas. Luego, la otra.
– Así duran más -decía-. Vokoike el pie descalzo ve mejor el camino. Conoce las huellas de memoria. Así uno no se desatina.
Los dos Gaspares, aunque dispares, se parecían mucho. Iguales. Uno en cada extremo de las diferencias posibles. Físicamente, podrían pasar casi como sosías, excepto por la barba y la joroba del uno, por la larga cabellera y la erguida braza y media de estatura del otro, coronado por su perpetuo sombrero de paño negro.
Y esto no todo el mundo lo percibía como un hecho simple. Tal era la distancia que había entre uno y otro, que a muy pocos se les antojaba compararlos.
Los dos eran parcos. Pero decían casi las mismas palabras para expresar multitud de cosas.
Nuestro karaí Gaspar era menguado de molleras. El Gaspar Cristaldo, llegado de lejos, era en su pequeñez una fuerza en movimiento, una mente que abarcaba dimensiones desconocidas.
Yo estaba seguro de que Gaspar Cristaldo era sólo una emanación de nuestro silencioso pero sonriente karaí Gaspar Gavilán.
En todo caso, la presencia del recién llegado, las cosas increíbles que hizo después, para asombro del pueblo, lo que él mismo era como persona, no se podían explicar sino como el estado superior de un ser otro que era su antítesis y a la vez su gemelo.
Una transmigración en presente, algo como una sublimación del viejecito ex foguista, salvado de un naufragio en alta mar y de otro naufragio familiar, en el ser incandescente y oscuro del recién llegado.
Revestido por el aura de su mansa locura, los ojillos de karaí Gaspar velados por la telita azulada de las cataratas hacían pensar en visiones extrañas y benéficas.
Las mismas que Gaspar Cristaldo ejecutaba en la realidad cotidiana.
Había un nexo misterioso entre lo que el uno soñaba en las brumas de su mente y lo que el otro hacía como por arte de magia, pero de una magia desconocida en este mundo.
Cuando los dos Gaspares se conocieron, se reconocieron de inmediato. Se veían poco. No cambiaban palabra. Pero se podía decir que estaban en permanente comunicación.
Durante las crecientes el gran puente quedaba bajo agua. Si la locomotora se arrejaba a pasar, el agua brava le llegaba a la cintura. Se le apagaban los fuegos y la caldera se enfriaba en un largo silbido.
Una vez el tren se descarriló y se hundió en el río.
Se debió esperar la bajante para sacarlo del remanso.
Con las grúas de la fábrica izaron la pequeña locomotora. Después los vagones cargados de ahogados. Estaban sentados muy quietos y duros en los asientos, hinchados de agua, al doble de su tamaño, las caras medio comidas por las pirañas.
Durante un mes un centenar de hombres con carros, bueyes, alzaprimas y aparejos trabajaron para volver a poner el tren sobre las vías y retirar los ahogados. El trabajo avanzaba lentamente. La mayor parte del tiempo, todos se pasaban chupando la bombilla del tereré y cargando las guampas con el agua barrosa del río.
En el reflotamiento del tren se vio de nuevo al hombrecito en acción. Diminuto, ágil, ubicuo, estaba en todas partes, dando una mano o una orden siempre oportuna y exacta. Superaba en rendimiento la capacidad de dos hombres fornidos.
Era el único que no perdía tiempo sorbiendo el interminable, el infinito tereré que estaba transformando el color de la raza en la verde y voluptuosa desidia de la yerba mate.
Hubo un centenar de velorios en todo el pueblo. Las lloronas y los pasioneros del vía crucis de Borja y Maciel, se lamentaron a grito pelado sin parar día y noche durante tres días y tres noches.
Toda la población clamaba entre lloros y gemidos sus trisagios y jaculatorias de difuntos mientras llevábamos remando a los muertos en sus ataúdes de canoas y cachiveos hasta el cementerio, en medio de grandes fogatas.
Con el calor hervido de humedad, los entierros se hacían de noche. Cargábamos mucha paja seca sobre los islotes de camalotes y le prendíamos fuego, como hacen los carpincheros la noche de san Juan.
Era un espectáculo más imponente que las fogatas de los carpincheros en el río. Estos fuegos se movían con el viento sobre las aguas torrentosas.
La noche de los fuegos flotantes en todo su esplendor.
La visión de las vías destartaladas me lleva a otra imagen que no la podré sacar jamás de mis ojos, de mi alma.
Se hace un total silencio a mi alrededor. Sólo escucho el lento chirriar de las ruedas avanzando desde Iturbe a Vi llamea.
No son las ruedas de este tren. Son las de una zorra de cuadrilleros. Mi padre va moviendo las palancas de impulsión, ayudado por un compañero de trabajo. Sobre el plan de la zorra va mi madre yacente, arropada en cobijas, con el rostro lívido, herida de muerte. La protege apenas del ardiente sol una vieja y rotosa sombrilla amarrada a uno de los soportes del gobernalle.
Mi madre se hallaba gravemente enferma de sobreparto de mi segunda hermana, que nació muerta.
La hemorragia incontenible, la fiebre puerperal hacían estragos en la enferma. Había que llevarla de inmediato al gran médico y patriarca de Villarrica, el doctor Domínguez.
El tren estaba hundido en el puente y no sería reflotado hasta mucho después.
Mi padre fue a ver al patrón y le pidió que mi madre fuese llevada a Villarrica en uno de los camiones de la azucarera.
– Pero, don Lucas, ¿cómo se atreve a pedirme esto? Usted sabe que es algo imposible. No hay caminos camionables hasta Villarrica. El camión no llegará. Se perderá en el camino. Eso cuesta un platal.
El rostro de mi padre se fue poniendo lívido. La sonrisa bonachona del patrón se endureció un poco.
Los ojos celestes y bonachones de Jordi Bonafé se veían apenas como dos rajitas luminosas, cavilando sobre alguna solución viable.
– A menos que se anime usted a llevar a su mujer en la zorra de los cuadrilleros del ferrocarril… -dijo al cabo la voz tajante y glotal de los catalanes, atusándose los bigotazos rubios con los dedos untados de saliva.
Mi padre pidió a su compañero de trabajo, Pachico Franco, un joven lleno de fuerza y de bondad, que le ayudara a mover la manivela de la zorra.
Pachico era su mejor amigo. Sentía por mis padres la devoción de un verdadero afecto.
Completamente empapados de sudor los dos hombres, mi padre además por las lágrimas de su llanto inconsolable, movieron las palancas de impulsión de la zorra a lo largo de las siete leguas del trayecto, en siete mortales horas.
Yo iba junto a mi madre dándole de beber y haciéndole viento con un abanico de palma.
– ¡Hazme nacer, Dios mío!… Para que no les falte a ellos… -le oí murmurar más de una vez.
Antes de nacer, yo había danzado en su vientre. Ahora ella pedía nacer y yo no la podía albergar en mis entrañas infantiles.
Supe en aquel momento que esa mujer agonizante era un ser absoluto.
El flujo de sangre que la iba vaciando de vida, empapando las cobijas, la lenta marcha de la zorra, la fugacidad del universo que caía sobre nosotros con el peso llameante del sol, el llanto de padre, que mugía como un buey degollado, hacían flotar a madre fuera del mundo.
Me incliné sobre ella. Le di un largo beso sobre la mojada frente.
Había un oráculo en aquel beso:
– Madre, tú no morirás… No te puedes morir… Dios y tú sois la misma persona… Dios no puede morir… Tampoco tú… ¿Me oyes? ¡Tampoco tú!
Observaba a mi padre y veía que el sufrimiento moral, la humillación y la impotencia también le estaban matando. No cejaba sin embargo en su esfuerzo sobrehumano de hacer avanzar el móvil con el vaivén de la palanca.
– Los pobres, don Lucas, no tenemos derecho a enfermarnos… -había dicho el patrón cuando mi padre se volvió para irse, crispado, cárdeno el rostro, henchido todo él en un sollozo gigantesco que se negaba a estallar.
Aún veo las manos como garfios de mi padre a punto de dispararse y cerrarse sobre el cuello del patrón.
Iba a estrangular esa sonrisa benévola que encerraba tan despiadada indiferencia. -¡No… papá!… -grité en lo hondo de mí.
Pachico cayó desvanecido de fatiga sobre el piso de la zorra. Padre siguió moviendo la palanca sin variar el ritmo isócrono con la precisión de un metrónomo.
Ese hombre que se combaba allí en el movimiento de vaivén, los ojos secos, fijos en su compañera, ya no era un ser humano.
Era un espectro con el poder sin límites de la desesperación.
El atardecer se hizo noche de repente. En el lugar ocupado por el rostro de mi madre, se alzaba ahora una sombra lunar.
Tomé y apreté fuertemente la mano casi helada. La apreté con tanta fuerza que en los labios exangües de mamá se insinuó un rictus de dolor, pero, a la vez, de alivio del sufrimiento más grande que la consumía.
Llegamos a Villarrica a medianoche.
En un inesperado gesto de desagravio, el patrón había ordenado por telégrafo a una cochera de alquiler de la ciudad que pusiera a disposición de mi padre un lando por el tiempo que lo necesitara.
En el landó, que nos esperaba a la salida de la estación, nos fuimos directamente a casa del doctor Enrique Domínguez. La ciencia, la humanidad, el fervor de su profesión salvaron a mi madre. Y por qué no decirlo, salvaron también la vida de mi padre.
Cuando uno se pone a pensar en estos recuerdos, ellos se ponen reflexivos y lo piensan a uno.
Porque… ¿debo decirlo aquí? ¿Cómo se puede contar lo ocurrido hace tanto tiempo? ¿Cómo se puede contar lo que acaba de suceder?
La memoria del presente es la más embaucadora.
El relato no hace más que relatarse a sí mismo.
Lo importante no son las palabras del relato sino el hecho que no está en las palabras del relato y que precisamente rechaza las palabras.
Debería contarse un relato como en la tradición oral. Alguien cuenta algo mientras otro va escribiendo lo que la memoria soñadora oye por debajo de las palabras.
Mejor aún contar hacia atrás. Hacerlo poco a poco pero de inmediato. Algo como la luz de un relámpago, de flujo lento y fijo. El fulgor detenido en la oscuridad anula las edades. Lo convierte a uno en el contemporáneo de los hechos, de los personajes más antiguos o aún no llegados.
Ser el más infame de los personajes, pero también el más noble de los que pululan en las historias fingidas. Ser al mismo tiempo hombre, mujer, andrógino. El sexo total vuelto del revés.
La infinidad de seres, de géneros, en que puede desdoblarse el ser humano.
Si cuento hacia atrás, me convierto en mi antecesor. No soy más que mi abuelo de siete años. Un abuelo pequeño en los recuerdos. Hablador en lo callado. Así siempre, hacia atrás, hacia atrás.
La interminable sucesión de abuelos de siete años, de seis años, de cinco años, cada vez más pequeños, hasta que el último desaparece en el útero.
El embrión humano se encoge. Se hace una bola. Flota en la placenta. Es su plenilunio. Tiene cara de viejo plenilunar. Llena de arrugas, de lunares parecidos a manchas de azufre. Puedo ver los pelos de las pestañas, los puntos de la barba en la cara arrugada.
La nariz sin formarse todavía en la cara chata, aparece aplastada entre las rodillas.
Las fosetas nasales aletean como pequeñas branquias de un pez que quiere escapar de la pecera del amnios.
Si muere, las pupilas se dilatan y fulguran sombríamente. Si nace… ¡Ah, si nace! Todo cambia.
Si la vida no se retira de ese cuerpecillo nonato ya valetudinario, el feto vivo imaginará mientras viva que no ha nacido.
Deberá nacer y desnacer cada día. A fuerza de morir tantas veces, el que pasa a través de esas resurrecciones se vuelve un poco inmortal.
Eso sentí cuando acompañaba a mi madre en la zorra.
Después ocurrió lo mismo con el maestro Cristaldo.
– Nadie ha vivido más tiempo que un niño que nace muerto… -dijo aquella noche el maestro Cristaldo en el velorio de un angelito nonato.
Él nacía cada día al amanecer. Y desnacía a la caída de la noche. Como los capullos de seda negra de las victorias regias que él trajo a sembrar en la laguna. Al ocultarse el sol, las flores se hundían a dormir bajo agua. Al amanecer, los pimpollos reflotaban y se erguían negros y luminosos hacia la luz del sol.
Nacer y vivir. No vivimos otra vida que la que nos mata. Era el gran secreto del maestro Cristaldo.
Yo lo descubrí a medias cuando empecé a escuchar los diálogos con su madre muerta aquella mañana en que crucé a nado la laguna y entré en su rancho a espiar el misterio del hombrecito.
La obsesión de lo extraño me dejó a oscuras sobre la verdad del maestro Cristaldo.