Sentía el olor de la melaza fermentada, cada vez más cercano.
Avanzaba trastabillando en el terraplén, trasteado por los ramalazos de las ortigas, de las cañas, de mi mortal ansiedad.
Avanzaba sin cesar hacia ese origen que quedaría siempre fuera de mi alcance.
«Es inútil continuar…», dije entre mí.
En ese momento reconocí el lugar. Ya no existía la casa. Sólo un pequeño baldío cubierto de maleza. El portón estaba ahí, ladeado, casi en ruinas. Me acerqué, empecé a tocar su madera contra la cual el tiempo y la intemperie se habían ensañado.
No pudimos hablar. El portón ya no podía girar ni chirriar sobre sus goznes herrumbrados. Había perdido el habla. Yo tenía un nudo en la garganta.
Le di un largo abrazo hasta hacer crujir sus tablas carcomidas. Creí que me quedaba pegado allí para siempre.
– Voy a ir a ver al maestro Cristaldo… -le dije sabiendo que ese adiós era definitivo.
El vaho de la madrugada estaba subiendo. Desande el camino rodeado por islas flotantes de niebla.
Caí de bruces varias veces sobre las huellas hondas de los carros. Los pies descalzos tocaban, miraban desde el suelo y me guiaban.
El aire, los olores del boscaje iban dándome la cercanía de los antiguos lugares. Llegué por fin a las vías en las que el pálido brillo de una luna en cuarto menguante rielaba tenuemente.
Empecé a caminar sobre los durmientes rumbo a la laguna muerta de Piky. Las astillas de esa madera de un siglo se me clavaban en las plantas de los pies, me avisaban que iba despierto. A medida que me aproximaba a la laguna me sofocaba su hedor.
Sentí que el viento había dejado de soplar. El viento siempre deja de soplar un momento antes de que se sepa lo que va a suceder…
Al comenzar la curva el fugitivo vio delante de sí un resplandor. Parecía girar sobre sí mismo, a la altura del pecho de un hombre.
El hombre se fue acercando y vio que el resplandor provenía del tronco de un árbol que se estaba quemando por dentro.
Una lumbre viva como de mil gusanillos en llamas que se retorcían en la entraña del árbol.
Nunca había visto una luz semejante. Toda luz es siempre nueva, recordó que el maestro Gaspar solía decir. Pero ese resplandor allí se le antojó que venía del fondo de los tiempos.
La deflagración silenciosa alumbraba en redondo parte del campo.
La casa del maestro había desaparecido. El hombre la buscó en vano en todas direcciones.
En ese no ver de tanto querer ver anhelaba que la desaparición fuera mentira. La verdad se le impuso desde dentro.
Se acercó al árbol chisporroteante.
El corazón le dio un vuelco. El árbol con el vientre en llamas era el tarumá inmenso, envuelto en el resplandor de sus entrañas que se le estaban quemando con el rumor del fuego vivo.
El hombre temblaba a cada destello, esperando en la imposibilidad del mundo el milagro de lo posible.
Esperaba que la choza lacustre surgiera ante él en medio de la laguna y que el maestro Cristaldo viniera hacia él en su bote, sabiendo de antemano que eso ya no podía suceder.
Con una rama seca, a modo de pala, empezó a cargar de ramas y hojas secas el hueco ardiente. Las llamas se avivaron con violencia, como si dentro de ellas restallara el fragor del viento.
El pasado estaba allí, en ese hueco ardiente, de repente inmóvil, sin desperdicios, quemando sus impurezas.
El hombre se despojó de los andrajos que aún colgaban de él. Quedó completamente desnudo.
Estaba entrando en el mundo, por el fondo de todo lo creado, libre de recuerdos, de nostalgias, de pesares, de remordimientos.
Recogió del suelo el cuaderno de apuntes y lo puso debajo del brazo.
En medio de la niebla mortecina vio avanzar las siluetas de los mellizos, empuñando sus pistolas. Oyó sus voces roncas que le llamaban por su nombre con un odio antiguo y desmemoriado.
Sin prisa, con movimientos lentísimos de alguien que se mueve ya dentro de un sueño, el hombre anotó una última palabra en el cuaderno.
Lo volvió a poner bajo el brazo y apoyándose en una de las raíces del árbol, subió a acostarse en el hueco.
El cuerpo flaco, lleno de cicatrices, desapareció por completo entre las llamas.
Un instante después sonaron los disparos.
Los proyectiles se incrustaron entre los leños encendidos, esparciendo una lluvia de chispas gordas como gusanillos de luz.
Los hombres se abalanzaron hacia el hueco ardiente y acribillaron el fuego con otra andanada de disparos.
7 de marzo – 1 de julio 1994.