Kensal Rise, iglesia metodista, norte de Londres. Invierno de 1920
Nubes gélidas ensombrecían el cielo el primer día que Elsie Cameron habló con Norman Thorne. Quizás Elsie debería haberse tomado aquella borrasca como un augurio de lo que iba a suceder, pero ¿qué chica habría podido predecir que el hombre que acababa de conocer la despedazaría cuatro años más tarde en un lugar llamado Blackness Road?
Fuera, el viento y el granizo azotaban la torre gótica de la iglesia de Kensal Rise. En el interior, los fieles se ceñían los abrigos y escuchaban al predicador, que, con voz atronadora, despotricaba contra el demonio de la bebida, capaz de despojar a alguien de toda su moral. Maldito fuera el hombre que se dejara arrastrar por la ira. O la mujer que mantuviera relaciones sexuales antes del matrimonio.
Elsie Cameron, una chica bajita y feúcha de veintidós años, con las uñas mordidas y gafas de gruesos cristales, apenas prestaba atención. Ya lo había oído antes. Era un mensaje opresivo y desesperante para una chica solitaria con tendencia a la depresión. Elsie ansiaba ser amada. Pero el único amor que se ofrecía en aquel templo era el de Dios, e incluso ése imponía condiciones.
Su mirada se posó en el joven que, sentado junto a su padre y su madrastra, ocupaba un banco cercano. Cada vez que le veía, el corazón de Elsie se aceleraba un poco. Tenía cuatro años menos que ella -dieciocho-, pero era guapo y siempre sonreía cuando sus miradas se cruzaban. Se llamaba Norman Thorne y trabajaba de mecánico en Fiat Motors, en Wembley.
La madre de Norman había muerto cuando el chico tenía ocho años. A los dieciséis se había alistado en la Marina británica para servir en la Gran Guerra. El conflicto había terminado tres semanas después de que llegara a Bélgica, así que nunca entró en combate. Pero a Elsie no le importaba: cualquiera que se mostrara dispuesto a empuñar las armas por su país ya era un héroe.
Le preocupaba la diferencia de edad porque temía que le tomaran el pelo. ¿La gente la llamaría pervertidora de menores si le convencía para que saliera con ella? Pero lo cierto era que su trabajo de mecánico le había conferido una cierta madurez, hasta el punto de que nadie le habría echado sólo dieciocho años. Elsie se mordía las uñas mientras ideaba algún pretexto para hablar con él.
Su madre le había inculcado que sólo las «frescas» daban el primer paso. «Deja que sea él quien se acerque», le había dicho. Pero no había funcionado. El hermano y la hermana de Elsie no tenían problemas para encontrar chicas y chicos con quienes «salir». Pero Elsie sí. Elsie asustaba a los posibles pretendientes. Era demasiado intensa, demasiado agobiante, demasiado desesperada.
Temía las cosas que anhelaba y anhelaba las que temía. Sufría pesadillas en las que se quedaba para vestir santos -indeseada y sin amor-, pero nunca había conseguido coquetear como hacían las otras chicas. El hombre perfecto debería contentarse con adorarla hasta ponerle la alianza en el dedo. Y sólo después de ese momento sucederían ese tipo de cosas.
La personalidad de Elsie poseía un rasgo de obstinación que tendía a culpar a los otros de sus problemas. Ser fea no era culpa suya, sino de sus padres. Y tampoco lo era la falta de amigos: sólo una imbécil confiaría en esa clase de gente que te critica por la espalda.
Elsie trabajaba de mecanógrafa en una pequeña empresa de la City, pero hacía ya tiempo que había agota. do la paciencia de sus compañeras con sus cambios de humor. Éstas comentaban que se trataba de una chica «complicada» y recalcaban sus errores en voz alta. Ella se resentía de todo esto. Y también de su jefe, que la había amonestado por los descuidos que cometía en su trabajo.
A ratos, en los momentos de mayor desesperación, se preguntaba si sus compañeras tendrían razón. ¿Era una persona difícil? Sin embargo, lo más habitual era que acabara por echarles la culpa de su infelicidad: si la gente fuera amable con ella, ella lo sería a su vez. Pero ¿por qué tendría que molestarse ser amable de entrada?
Son detalles tan nimios como ése los que deciden la vida o la muerte.
¿Habría muerto alguien si Norman no le hubiera de vuelto la sonrisa?
Cuando la congregación abandonaba la iglesia, Norman Thorne avanzaba un par de pasos por delante de Elsie. Ella le pisó el talón deliberadamente mientras fingía buscar algo en el bolso. Él se giró; su rostro denotaba sorpresa.
Elsie emitió un gemido de consternación.
– ¡Uf!. -exclamó, agarrándose a su manga.
– ¿Estás bien? -preguntó Norman, mientras la sujetaba para que no se cayera.
Elsie asintió.
– Lo siento mucho.
– No pasa nada -dijo él, dispuesto a seguir su camino.
– Sé quién eres -soltó ella a toda prisa-. Norman Thorne. Soy Elsie Cameron. Somos vecinos. Mi madre dice que has estado en la guerra. Eso te convierte en un héroe.
Norman le dedicó una sonrisa tímida.
– No tanto.
– Yo creo que sí.
El chico se sintió halagado. ¿Y por qué no? Era joven y ninguna otra chica le había mirado antes así. Educado por un padre muy estricto, Norman no bebía ni fumaba. Colaboraba con los scouts locales, daba clases en la escuela dominical y estaba involucrado en muchas obras de la parroquia.
Su sonrisa se hizo más amplia.
– Encantado de conocerte, Elsie.
El padre de Norman no se tomó la noticia del noviazgo de su hijo con demasiada alegría.
– Todavía eres demasiado joven para esas tonterias -repuso el señor Thorne-. Deberías concentrarte en el trabajo.
– No tengo la intención de casarme, papá.
– Entonces trátala con cuidado, chico. No queremos ninguna boda precipitada en esta familia.
La madre de Elsie tampoco se lo tomó muy bien.
– Todavía es un niño, querida. Estarias mejor con alguien mayor.
– No aparenta dieciocho años.
– Quizá no, Elsie… pero a la larga te hará desgraciada. Se aburrirá y te abandonará por otra. Así actúan los chicos de su edad.
La señora Cameron estaba lavando ropa en la pila de la cocina. Sus brazos estaban sumergidos en la espuma y Elsie contempló aquella espalda inclinada con una mirada llena de desprecio.
– ¿Por qué siempre tienes que estropeármelo todo? -preguntó.
– No es mi intención -dijo su madre con un suspiro-, pero tanto papá como yo estamos… -Se interrumpió bruscamente. Aquel día estaba demasiado cansada para discutir, y al fin y al cabo Elsie nunca seguía sus consejos.
Había perdido la partida con aquella chica. En la vida de Elsie no había zonas grises: el amor debía ser absoluto; el apoyo, infatigable; las críticas, inexistentes. El menor comentario negativo, pronunciado con la mejor de las intenciones, provocaba un ataque de ira… o, en el peor de los casos, amenazas de suicidio. Elsie podía pasarse semanas sin dirigirles la palabra a sus padres; en otras ocasiones, los adulaba sin medida.
El conflicto desempeñaba un importante papel en todas sus relaciones. Tanto en casa como en el trabajo. Una persona podía caerle bien un día y fatal al siguiente. Pero Elsie nunca entendió por qué eso alejaba a la gente de ella.
– No es justo -solía decir, con los ojos anegados de lágrimas-. ¿Por qué todos son tan malvados conmigo?
Ni su padre ni su madre le auguraban un final feliz. La señora Cameron rezaba para que conociera a un hombre entrado en años que estuviera dispuesto a soportar sus manías. El señor Cameron afirmaba que ya no existían hombres así. Si había alguno, habría muerto en la guerra.
La guerra había acabado con las vidas de muchos hombres, lo que implicaba que una generación de chicas jóvenes tendría problemas para encontrar marido. Por cada Norman Thorne había cinco damiselas intentando llamar su atención. Y la señora Cameron conocía a Elsie lo suficiente para saber que su hija era demasiado exigente para mantener el interés de Norman durante mucho tiempo.
Pero, al igual que las compañeras de trabajo de su Elsie, ya se había hartado de sus petulantes cambios de humor.
– Haz lo que te dé la gana -le dijo, al tiempo que sacaba una funda de almohada del agua y la arrojaba con fuerza sobre la tabla de madera-. Pero no me vengas hecha un mar de lágrimas cuando Norman Thorne desaparezca de tu vida.