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Norte de Londres. Verano de 1921


Norman arrastraba los pies sobre la acera. Le habían despedido de Fiat Motors y se veía obligado a vivir con los diez chelines -cincuenta peniques- semanales del subsidio de desempleo.

– Los han echado a todos -le explicó a Elsie-. Está pasando en todas partes. Papá dice que hay tres millones de parados y que esto sólo es el principio.

Elsie tenía que andar con rapidez para mantener el paso de sus largas zancadas.

– ¿Qué piensas hacer?

– No lo sé.

– Ya encontrarás algo, cielito. No puedes vivir del subsidio para siempre.

Lo que Elsie quería decir era que si no encontraba pronto otro empleo, pasaría mucho tiempo antes de que pudieran casarse. Pero como de costumbre, Norman eludió la cuestión.

– Nos engañaron -se lamentó-. A los chicos que servimos en la guerra nos aseguraron que el país «recibiría a sus héroes con los brazos abiertos». ¿Te acuerdas? Nos prometieron trabajo y dinero… -le asestó un golpe a un arbusto- y ahora no nos dan una mierda.

Elsie dejó pasar el taco. No era el momento para regañarle por su lenguaje soez. Le habría gustado decirle que estaba más disgustada que él: las cosas habían ido viento en popa mientras él ganaba dinero. Tanto que sus insinuaciones sobre matrimonio habían llevado una sonrisa a los labios de Norman. Pero desde que se había quedado sin empleo, todo era distinto.

Cualquier plan de boda quedaba fuera de lugar mientras estuviera en paro. Las esposas y los hijos costaban dinero. Un hombre no debía hacer promesas que no podría cumplir. El matrimonio implicaba algo más que besos. Las penalidades y la pobreza desembocaban en ira y odio.

N o eran mensajes que Elsie quisiera oír. Su vena romántica le decía que el amor superaba todos los problemas. ¿Qué importaba que fueran pobres si se tenían el uno al otro? Ella sabía que sus sentimientos hacia Norman eran más fuertes que los de él hacia ella. Le llamaba «amorcito», «tesoro», «cielito», pero él sólo utilizaba «Elsie» o «Else»..

Le cogió del brazo y compuso su- sonrisa más radiante.

– Siempre me has dicho que las aves dan mucho dinero. ¿Por qué no montas una granja?

– ¿Dónde? -Parecía molesto, como si la idea le pareciera una estupidez, pero no se zafó de su abrazo.

– No en Londres. En algún lugar de las afueras… Sussex o Surrey, por ejemplo. El terreno es más barato conforme te alejas de la ciudad.

Él se detuvo.

– ¿Y cómo voy a pagarla?


– Podrías pedirle un préstamo a tu padre. Dijiste que había ahorrado mucho durante estos años. Podrías tener el dinero sin tener que esperar a su muerte. Al fin y al cabo, tampoco tiene a nadie más a quien dejárselo.

– ¿Tú crees?

– No veo por qué no. Mejor criar pollos que vivir del subsidio.

Fue asombroso lo rápido que él se animó.

– Tal vez tengas razón, Elsie. Siempre ha dicho que me echaría una mano si la necesitaba.

– Pues ahí lo tienes.

Él dio un ligero apretón a sus dedos.

– No nos veríamos mucho. Sussex está a un buen trecho de Kensal Rise.

– Ya nos las arreglaremos -dijo ella-. Nos escribiremos todos los días. Eso reforzará nuestro amor.


Norman se quedó asombrado por la rapidez con que su padre le entregó las cien libras que necesitaba para el proyecto. Aunque Elsie afirmó que era porque tenía fe en su hijo, Norman creía que debía agradecer tanta generosidad a sus deseos de separarlo de su novia. El señor Thorne se mostraba muy ansioso, quizá demasiado, por verlo partir hacia Sussex. Tal vez esperaba que la distancia comportara el olvido.

– El cambio te sentará bien -le dijo con alegría-. Ya es hora de que conozcas gente nueva y extiendas las alas. Aquí estás atascado, chico.

A veces también Norman se sentía así. Le tenía cariño a Elsie. Cuando ella estaba de buen humor incluso se preguntaba si estaba enamorado. Pero luego había esos otros momentos, imprevisibles, que le deprimían. Había días en que ella estaba contenta, y otros en que no. Pero siempre era él quien tenía que adaptar su humor al de ella; nunca al revés.

Ella achacaba esos altibajos a los «nervios».

– Las cosas me agobian, cielito. Me altero. Mamá dice que se me pasará cuando tenga una familia. No tendré tiempo de preocuparme de mí misma cuando haya niños a los que cuidar.

Norman lo dudaba -¿acaso un bebé no le supondría más preocupaciones?-, pero se abstenía de decirlo en voz alta. Era más fácil manejar a Elsie cuando la dejabas hacer planes… planes de futuro donde, por descontado, él estaba incluido.

En una o dos ocasiones intentó disuadirla.

– No soy el único chico del mundo, Elsie. Quizás encuentres a alguien mejor.

– ¿Qué bobadas dices? Tú eres mi tesoro.

– Puede que yo sí encuentre a alguien mejor -repuso Norman en tono ligero, aunque no completamente en broma.

Ella le hacía pasar un infierno siempre que decía esas cosas. Un hombre mayor habría aprovechado alguna de esas rabietas como excusa para dejarla; pero él era un chico de diecinueve años, fiel practicante, que se sentía a un tiempo halagado y atrapado por la devoción de Elsie. Lo que quizás explique por qué la idea de una granja avícola lejos de Londres fue tan bien recibida tanto por Norman como por su padre. Esperaba que un poco de aire puro le aclarara las ideas.


Adquirió un terreno en Blackness Road, en Crowborough, Sussex, y se instaló el 22 de agosto de 1921. Con la esperanza de que la empresa empezara con buen pie bautizó el lugar como Granja Avícola Wesley. John Wesley era el fundador de la Iglesia metodista.

Norman se alojaba allí. Durante el día construía corrales y cobertizos para los pollos. Fue un septiembre caluroso y el trabajo era duro. Su único transporte era la bicicleta e intentaba gastar 10 menos posible.

Además de la tierra tenía que adquirir madera y alambre, y reservar el dinero suficiente para los pollos. Todo eso significaba que pasaba la mayor parte del tiempo solo y que nunca se regalaba una noche de diversión.

Echaba de menos a Elsie, por supuesto. Ella le escribía todos los días para que no la olvidara. «Mi queridísimo Norman…» «Cielo, cuánto te adoro…» «¿Piensas en mí tanto como yo en ti, tesoro…?» «¿La ausencia hace que quieras más a tu amorcito…?»

La respuesta era sí. Cada viernes por la tarde recorría en bicicleta los ochenta kilómetros que le separaban de Kensal Rige para pasar el:fin de semana con ella.

Pero el trayecto era agotador, y le advirtió que se vería obligado a dejar de hacerlo cuando tuviera las aves.

– No podré abandonarlos, Else. Los sábados y domingos también necesitarán comida y agua, como cualquier otro día.

Al ver que ella ahogaba un sollozo, le dijo que planeaba construir una cabaña para vivir.

– Nada del otro mundo -le explicó-. Treinta metrospor diez, pero hay un pozo y puedo colocar una cama en una de las paredes. Cocinaré en un hornillo y me alumbraré con velas cuando oscurezca.

Elsie dijo que sonaba romántico.

Norman sacudió la cabeza.

– Así es como vivían los chicos en las trincheras. Unas condiciones duras… pero resultará más barato que pagar por una habitación. Iré ampliándola a medida que las cosas mejoren y algún día será una casa de verdad.

Ella ya empezaba a anticiparse.

– Puedo visitarte los fines de semana.

– Todavía no está construida.

– Iré en tren y luego andando desde la estación.

– No puedes quedarte a pasar la noche, Elsie. No está bien visto.

– ¡Ya lo sé, bobo! -Ella le dio un puñetazo en el brazo, bromeando-. Dormiré en una pensión y pasaré el día contigo. Nos divertiremos, cielito. Yo me ocuparé de la cocina mientras tú cuidas de los pollos. Podemos fingir que estamos casados.

Lo cierto es que dicho así parecía incluso romántico. Y Norman se sentía solo. La gente de Sussex desconfiaba de los forasteros y los amigos que su padre le había prometido no surgían. Hasta el momento, la única recompensa por «desplegar las alas» era el trabajo duro. Y el trabajo duro reportaba poca alegría cuando no había nadie con quien compartirlo.

En cualquier caso, era un hombre joven y saludable, y, a pesar de sus fuertes convicciones religiosas, la idea de estar a solas con una mujer le excitaba.


Construyó la cabaña en la misma línea que la granja. Las paredes estaban hechas de madera, y los techos altos e inclinados conferían sensación de espacio al interior. Dos vigas, una sobre otra, cruzaban el centro para dar estabilidad a la estructura. En un lado, un colchón sobre una tarima servía de cama por la noche y de sofá durante el día. En el otro extremo, un ventanuco dejaba entrar un poco de luz.

Amuebló la habitación para hacerla más acogedora. Una mesa y dos sillas, un hornillo de petróleo, una jofaina de porcelana para el aseo y una alfombra para el suelo. Pero aparte de eso, era tal y como le había prometido a Elsie. Una vida dura, incómoda, que empeoró debido al frío a medida que se acortaban los días y llegaba el invierno.

Se negó a permitir que Elsie le visitara hasta la primavera de 1922. «El tiempo es demasiado malo -le escribió-. Resulta muy difícil caldear el lugar y la mayoría de días no me molesto en lavarme. Incluso a veces creo que los pollos viven mejor que yo. Al menos pueden acurrucarse unos con otros.»

Le ocultó el hecho de que la granja no iba bien. Eran pocas las gallinas que daban huevos. Algunas eran demasiado jóvenes, otras muy viejas, pero a la mayoría las afectaba la lluvia. Un lugareño le advirtió que el mal tiempo provocaría que las aves no pusieran huevos durante al menos dos meses.

Norman estaba sorprendido.

– No puedo permitirme esperar tanto -dijo él-. Necesito algo que vender. Si las cosas siguen así, me moriré de hambre.

El individuo se encogió de hombros.

– Has empezado la granja avícola en mal momento, chico. A las gallinas no les gusta el invierno. Ahora los huevos son escasos, pero en cuanto llegue la primavera tendrás más de los que puedes vender. Tendrás suerte si cubres el coste del pienso.

– ¿Y de qué voy a vivir?

– ¿A base de huevos? -sugirió el hombre con un atisbo de humor negro-. Llegarás a odiar su sabor… pero te mantendrán el estómago lleno.

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