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Granja avícola Wesley, Blackness Road. Verano de 1923


Norman empezaba a temer las visitas de fin de semana de Elsie. La felicidad de la joven durante el primer año había dado paso a arranques de ira y depresión. Le reprendía por todo: su negación a fijar una fecha; su falta de dinero; las incontables desgracias que.la afligían y que, según Elsie, eran culpa de él.

De repente se reveló incapaz de mantener un empleo. Después de trabajar para la misma empresa durante nueve años, la habían despedido tres veces en cinco meses. De eso también culpaba a Norman.

– N o paran de preguntar cuándo voy a casarme y no sé qué decirles -se quejaba ella-. Se ríen de mí a mis espaldas.

– Estoy seguro de que no es así, Else. Todo el mundo sabe que hay que ahorrar un poco antes de dar ese paso. Hay un montón de chicos y chicas que están en el mismo barco que nosotros.

Ella dio una patada contra el suelo.

– Se burlan de mí… y los odio por ello. N o puedo tra. bajar en un sitio donde la gente no deja de lanzarme miradas de soslayo.

– ¿Estás segura de que no eres tú la que empiezas? Si miras mal a alguien, esta persona hace lo mismo contigo. Es de lo más lógico.

Era mejor abstenerse de hacer esa clase de comentarios. Como había señalado el señor Cameron, su hija era más feliz cuando se salía con la suya. Y «salirse con la suya» significaba que Norman debía mostrarse de acuerdo con todo lo que ella decía. Nada era nunca culpa de Elsie: si las cosas le iban mal, el responsable era el resto del mundo.

A veces Norman lo creía. Se sentía culpable por alentar sus esperanzas y luego defraudarlas de nuevo. Pero de no habérsele declarado, ella se habría sentido todavía más desgraciada. El anillo era una prueba de que la amaba. También significaba el permiso para tocar su cuerpo.

¿Era ésta una de las razones por las que había empezado a temer sus visitas? Ya no se trataba de restregarse contra su falda. Cuando estaba de humor, le dejaba despojarla de la ropa y acariciar su piel desnuda. Pero no podía llegar más lejos. Demostrar que controlaba sus necesidades suponía una prueba más de su amor.

– Me reservo para la noche de bodas, cielito. Una esposa debe ser pura en cuerpo y alma cuando su marido la penetre por vez primera. Puedes hacer muchas otras cosas, pero no dejaré que metas eso en mi cuerpo. Eso estaría mal.

Soñaba con ella cuando no la tenía delante, y se enfadaba cuando estaba allí.,

– Eres una calientabraguetas -exclamaba cada vez que ella le rechazaba-. No puedes excitar a un hombre para luego decirle que se dé una ducha fría. Tengo condones. ¿Por qué no podemos usarlos?

– Es algo vulgar.

– ¿A quién le importa?

– No quiero hablar de eso.

– Muy bien, no usemos condones. Te he prometido que nos casaremos, así que ¿de qué tienes miedo? No voy a decepcionarte.

– Hasta ahora lo has hecho -replicaba ella, ofuscada, mientras se subía el vestido-. Tal vez todo sería distinto si fijaras una fecha, pero no pienso entregarme a ti a cambio de un anillo barato.

– El verano pasado no decías eso. El verano pasado decías que te lo pensarías si prometía convertirte en la señora Thorne.

– Pues conviérteme en la señora Thorne.

– ¿Para qué? Se te ocurrirá alguna otra excusa. ¿Cómo sé que lo harás alguna vez, Else?

– Quiero tener un bebé, ¿no?

– ¿Y qué pasará cuando lo tengas? A veces creo que lo único que quieres es otra mascota a la que agobiar.

Se trataba de discusiones estériles que no conducían a ninguna parte y que sólo servían para que acabaran enfadados. Ambos estaban sexualmente frustrados. Norman intentaba manejar la situación trabajando con más ahínco. Elsie oscilaba entre abismos de oscura depresión y cumbres de exaltado romanticismo que volcaba en las cartas que le escribía desde Londres.


Oh, amadísimo mío… nuestro romance es como un cuento de hadas, que terminará con: «Y vivieron feli ces para siempre»… Te adoro tanto, mi tesoro… lo eres todo para mí. Sé que podemos arreglamos en tu cabaña… y Elsie promete amarte eternamente… Oh, querido, no te imaginas lo que significas para mí… Sueño con el día en que estemos juntos. Para siempre jamás, te adora con toda su alma, Elsie.


Norman no sabía cómo tornarse esas misivas. Tenía la impresión de que en Londres, donde se sentía protegida, Elsie se reinventaba a sí misma asumiendo el papel de una princesa de cuento de hadas; se olvidaba de las penurias de la granja y la veía corno un lugar de ensueño. Pero ¿cómo podía él seguirle la corriente si la realidad -barro, hedor y pobreza- era tan distinta?

Las oscilaciones de su relación empezaban a cobrarse su precio en Norman. A ellas había que añadir sus interminables preocupaciones económicas. Por mucho que lo intentara, no había forma de obtener beneficios.

Competía contra granjeros que habían firmado acuerdos con los carniceros mucho tiempo atrás. Resultado: no había demanda para los pollos y huevos de la granja Wesley. Si hubiera planeado mejor el proyecto, habría revisado la zona y habría contado el número de granjas avícolas. O el número de casas que criaban gallinas en el huerto. En realidad, había comprado el terreno de Blackness Road a ciegas.

Contrajo deudas con los vendedores de pienso y pidió dinero prestado para cancelarlas. Se dijo a sí mismo que la inversión merecía la pena si al final daba beneficios. Lo único que necesitaba era un trato provechoso con un único carnicero al que proporcionar el suministro semanal de pollos.

Pero las palabras de su padre le perseguían: «No queda tiempo para el amor cuando llega la orden de desahucio».


El desespero de Elsie iba en aumento a medida que se acercaba la Navidad de 1923. Llevaba meses sin trabajo, y sus hermanos se habían casado dejándola sola con sus padres. Ahora Norman tenía que soportar también las presiones del señor y la señora Cameron, que se mostraban tan obstinados como su hija. ¿Cuándo convertiría a Elsie en una mujer honesta?

Bien podrían haber dicho: «¿Cuándo nos librarás de nuestra Elsie?». Porque era así como lo veía Norman. Cuanto más evitaba él fijar una fecha, más insistían los padres de Elsie.

– Estás partiéndole el corazón a la niña -le dijo fríamente el señor Cameron el día de Navidad-. ¿Puedo recordarte que hoy se cumplen doce meses desde que le pusiste un anillo en el dedo?

– Soy consciente de ello, señor. -Norman respiró hondo para tranquilizarse-. Pero corno ya he explicado en varias ocasiones, no me hallo en condiciones de casarme por el momento. Necesito…

– ¿Por qué hiciste una promesa sin saber si podías cumplirla? -interrumpió el señor Cameron.

«No tuve elección…: Elsie me obligó… Debería haberle hecho caso a mi padre…»

– Creí que la granja iría bien este año.

– ¿Y no ha sido así?

– Es sólo cuestión de meses, señor. Si usted pudiera convencer a Elsie para que esperara un poco más…

– No es obligación mía convencer a Elsie de nada -repuso el señor Cameron-. En mi opinión, mi único deber es recordar te que estás legalmente comprometido a casarte con ella, si no quieres que te llevemos a juicio por incumplimiento de promesa.

Una expresión hosca se apoderó del rostro de N orman.

– Era Elsie quien deseaba el anillo. Para mí las cosas ya estaban bien como estaban. En cualquier caso, no me he negado a cumplir mi palabra. Lo único que pido es un poco más de tiempo.

– Un tiempo del que Elsie carece, Norman. Cumplirá veintiséis años en abril.

– No los aparenta.

– Ésa no es la cuestión, ¿no crees? Ella siente que la vida la está dejando atrás. Su hermano y su hermana ya se han casado. -El señor Cameron suspiró-. Dice que la gente se ríe de ella porque está soltera.

Norman sintió un atisbo de compasión hacia aquel hombre. Sabía lo difícil que podía ser Elsie cuando creía que se burlaban de ella. Pero fue una reacción momentánea, porque en su opinión si había algún culpable de la forma de ser de Elsie, eran sus padres. Si no la hubieran consentido, cediendo constantemente a sus arranques de malhumor, esas rabietas no se producirían tan a menudo.

Aunque lo cierto era que también él hacía lo mismo.


¿Qué otra cosa podía hacer un chico cuando su novia se enfurruñaba, lloraba y amenazaba con suicidarse?


Su propio padre tardó poco en percatarse de su pérdida de interés.

– Llegas pronto -le dijo, mirando de reojo la hora, la tarde del día de Navidad, cuando Norman entró en el salón-. ¿No te has quedado a pasar la tarde con Elsie?

– No. -Norman acercó una silla al fuego-. Quiero acostarme temprano. Mañana tengo que pedalear hasta la granja.

– Creí que ibas a quedarte más tiempo.

– He cambiado de planes.

El señor Thorne le observó durante un instante. -¿Te has peleado con Elsie?

– No exactamente.

– Entonces ¿cuál es el problema?

– El de siempre. No tengo suficiente dinero para casarme.

Entre ambos se hizo un silencio breve.

– ¿Es ésa la verdadera razón por la que retrasas la boda? -preguntó el señor Thorne.

– ¿Qué otra razón podría haber?

– Que ya no estés enamorado de ella. -Se inclinó hacia delante para mirar a su hijo-. Si es así, lo más considerado sería decírselo ahora… Dale la oportunidad de encontrar a otra persona.

– No quiere a nadie más, papá. Está loca por mí. Dice que se matará si la abandono. Cuando cree que el mundo entero está contra ella se deja llevar por la desesperación. -Apoyó las manos sobre las rodillas y recogió una pelusa que flotaba sobre la alfombra-. El señor Cameron dice que me denunciará por incumplimiento de promesa si no me caso con ella.

– Yo no me preocuparía mucho por eso -dijo el señor Thorne con una sonrisa-. Es una amenaza absurda. Nadie lleva a un hombre a juicio a menos que haya dinero de por medio. Y tú no tienes ni un centavo.

– No quiero tratarla mal, papá. Sigo teniéndole mucho cariño.

– Estoy seguro de eso, hijo. Pero sería una crueldad casarse con ella… y después pasarse el resto de la vida deseando no haberlo hecho.


La idea de que sería más considerado abandonar a Elsie se fue afianzando en la mente de Norman. Le dijo que no fuera a visitarle poniendo como excusa los rigores del invierno y redujo el número de cartas. Las que envió eran frías y formales, y no contenían expresión alguna de amor. Esperaba que ella captara la indirecta y cortara por voluntad propia.

Pero no 10 hizo.

A medida que el ardor de él se enfriaba, el de Elsie se intensificó. Sus respuestas rebosaban pasión: «Te adoro… Te idolatro… No puedo esperar a que llegue la primavera…». Era como si creyera que el poder de sus sentimientos podía traspasar el papel y abrirse camino hasta el corazón de Norman. ¿Qué hombre habría reaccionado con indiferencia ante una mujer que le profesaba un amor tan profundo?


La mitad de las veces Norman dejaba las cartas sin abrir. Sólo ver su letra en el sobre ya le producía escalofríos. Era incapaz de lidiar con tanta emoción. Se sentía atrapado y oprimido por la falsa imagen que Elsie trazaba de él.

Era un granjero avícola fracasado, comido por las deudas y harto de su prometida. Entonces, ¿por qué se empeñaba ella en llamarle su «inteligente y amado marido» y en auto calificarse como «su sincera mujercita»?


Tan pronto como mejoró el tiempo, ella fue a pasar un fin de semana en la granja. Norman intentó decirle que quería poner punto final a la relación, pero ella se puso histérica: golpeó el suelo con el pie y proclamó que había abusado de ella.

– No quiero hablar. ¿Crees que soy tonta? ¿Crees que no sé lo que pasa?

Norman sacudió la cabeza con aire culpable.

– ¿A qué te refieres?

– Mira esas sábanas -escupió ella-. Has traído a dormir a otras mujeres. -Arrancó la ropa de cama y la llevó a patadas hasta la pared-. Están sucias. Eres asqueroso. -Su menudo cuerpo temblaba de ira-. Has estado haciéndolo en nuestro lugar especial. Es odioso… repugnante.

La miró boquiabierto.

– ¡Estás loca! No conozco a ninguna otra mujer… No a alguien a quien besar y acariciar, desde luego.

– ¿Y qué me dices de las prostitutas? -gritó ella-. Te estás gastando el dinero en putas, Norman. ¡Sé que lo haces! Por eso nunca tienes un penique.

– Deberías ir a que te viera un médico, Elsie -replicó él, disgustado.

Ella estalló en un ataque de llanto y se abalanzó contra su pecho..

– Lo siento… lo siento, cielito. No sabes lo que es estar lejos de ti. Me deprimo. Me devoran los celos. La abrazó con torpeza.

– No hay motivo alguno para que estés celosa.

– Pero yo no lo sé -dijo ella, rodeándole la cintura con sus delgados brazos-. Sigo creyendo que les haces a otras chicas lo mismo que a mí. Es agradable, cariño. Me gusta. -Se apretó contra él-. También a ti te gusta. Mira.

Ella intentó guiarle la mano hacia sus senos, pero él se apartó con tanta rapidez como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

– N o -le dijo con dureza.

– ¿Por qué no?

– No está bien.

Los ojos de Elsie brillaban de furia tras los gruesos cristales.

– El año pasado te gustaba. No puedes tocarme y luego fingir que no ha sucedido nada, Norman. No soy una zorra barata a la que puedas echar con cajas destempladas cuando te aburras. Soy la mujer con quien vas a casarte.

Él se dirigió a la puerta.

– Tengo que limpiar los gallineros -murmuró-. Ya hablaremos luego.


Norman se refugió en el trabajo para evitar el contacto. Elsie le observaba inmóvil desde la puerta de la cabaña. Él no sabía qué hacer. ¿Decirle que todo había terminado de una vez por todas? ¿O mantener la esperanza de que ella captara la indirecta y diera el paso? Incluso alguien tan extraño como Elsie tenía que percatarse de que no se ganaba nada casándose con un hombre que no la amaba.


Pero cuando cayó la noche ella se comportó como si nada hubiera sucedido. Había vuelto a hacer la cama y Norman volvía a ser «su amado cariñito». Daba la impresión de que se había pasado el día pensando cómo congraciarse con él. Ni una mirada hostil. Ni una pataleta. Ni un leve roce. Sólo buena comida y muchas risas intrascendentes… además de un manantial incesante de halagos.

Por extraño que pudiera parecer, esa actitud hizo que Norman se sintiera aún más agobiado que cuando tuvo que soportar el alud de recriminaciones. Elsie parecía creer que Norman era un tipo frívolo y despreocupado. ¿De verdad creía ella que lo único que le importaba era su estómago? ¿Y que la comida debía servirse acompañada de sonrisas y absurdas palabras de amor?

Cuando el domingo por la tarde llegó la hora de acompañarla a la estación, estaba a punto de estrangularla. ¿Por qué no podía ver ella lo mucho que le repugnaba? Odiaba, sobre todo, el tacto rasposo de aquellas uñas mordidas sobre su piel.

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