Crowborough. Verano de 1924
Norman conoció a Bessie Coldicott en el baile de Pentecostés. Fue poco después del fin de semana con Elsie. Bessie tenía todo lo que le faltaba a ésta. Era joven. Era bonita. Era cálida y comprensiva, y le divertía coquetear. Y, lo mejor de todo, aceptaba a Norman como lo que era: un joven que se esforzaba por abrirse camino en unos tiempos difíciles.
A él le encantaba su falta de exigencias. Dado que no albergaba el menor temor de quedarse soltera, ella se conformaba con charlar sobre cualquier cosa que no incluyera el himno nupcial. De repente Norman podía ser la persona que quería ser. Un chico joven. Un bromista.
Fue una especie de renacimiento. En lugar de los silencios hoscos que habían empezado a marcar su relación con Elsie, Bessie sacaba su lado más ingenioso y divertido. Empezaron a salir juntos una semana después del baile.
– ¿Soy tu primera chica? -le preguntó ella un día. -No.
– ¿Cómo eran las otras?
– No te llegan ni a los talones. La primera parecía un caballo -comentó él con una sonrisa burlona-. La segunda parecía el culo del caballo.
Bessie se apartó de él.
– No te creo. Apuesto a que eran guapas y a que has tenido más de dos. Estos días los chicos tenéis de sobra.
– Empecé muy tarde… pero ahora estoy recuperando el tiempo perdido. -Norman corrió tras ella y la agarró por la cintura-. Así. -La besó en sus labios carnosos y suaves.
Un relámpago travieso cruzó la mirada de Bessie.
– No te hagas ilusiones, Norman Thorne. Tengo muchos otros admiradores y hay algunos que me gustan tanto como tú.
Él lo sabía. Todos los hombres encontraban atractiva a Bessie. Era parte del encanto: la caza; la emoción de intentar cobrar la pieza. Si otros hombres hubieran mirado a Elsie de la misma forma, tal vez la habría valorado más. Pero ningún hombre se había girado nunca al ver pasar a Elsie.
Cada vez que llegaba una carta de Elsie, a Norman le remordía la conciencia por tenerla engañada. Pero como les sucede a todos los adúlteros, antepuso su propia felicidad. Los dos o tres fines de semana de verano en que Elsie vino a la granja, él se las arregló para soportarla sin demasiadas peleas. Sus arrebatos tenían menos impacto ahora que sabía que podía reírse con Bessie en cuanto ella se fuera.
Lo que más le costaba era mantener alejada a Elsie cuando se hallaban en la cabaña. Se le echaba encima todo el tiempo, frotándose contra él e incitándole a que la desnudara como solía hacer. Le dijo que lo notaba distinto.
– Ya no me da miedo el sexo, cielito -insistía ella-. Es algo natural entre dos personas que se quieren.
– ¿Y si te quedas embarazada?
– Puedes ponerte un condón si lo prefieres.
– Ya no tengo, Elsie -mintió él-. Los tiré. En cualquier caso, es demasiado peligroso, Else. Tu padre montará un escándalo si terminas con un bombo.
– No me importa, amorcito. Quiero demostrarte cuánto significas para mí. ¿Y cómo puedo hacerlo a menos que me entregue a ti? -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Hagámoslo, Norman, por favor. Tienes que saber lo buena esposa que seré.
Él era lo bastante astuto como para reconocer que ésa no era la razón por la que ella deseaba acostarse con él. Empezó a ver su relación como una partida de ajedrez. Cada uno intentaba arrinconar al otro. Norman quería que Elsie se diera cuenta de que no tenía ningún futuro con él. Mientras que Elsie, por su parte, deseaba cazar a Norman quedándose embarazada.
En la oscuridad de la noche, a menudo Norman intentaba convencerse de cuál era su obligación: casarse con Elsie. «Mejor malo conocido que bueno por conocer», se repetía en voz alta.
Había compartido su vida con ella durante casi cuatro años. Le conocía mejor que ninguna otra persona.
Incluso había ocasiones en que la mera idea de su ausencia le asustaba. Quizá también acabaría cansándose de Bessie…
A veces se preguntaba si le gustaban las mujeres. Los pollos le daban más afecto que la gente. Seguía molestándole tener que retorcerles el pescuezo y despojarlos de sus bonitas plumas.
Le encantaba verlos correr cuando los llamaba, con los cuellos tiesos y aquellas frágiles patas. Los más pequeños iban tan rápido que caían sobre sus pies cuando él caminaba hacia ellos. Tenía que pisar con cuidado. Algunos eran lo bastante dóciles como para dejarse acariciar, otros se apartaban, piando nerviosos.
Tenía un gallo de pelea. Un Welsummer de plumaje negro azulado en la cola y una magnífica cresta roja. Norman lo llamaba Satán debido a la maldad que asomaba a sus diminutos ojos. Si un gallo vecino se acercaba demasiado, Satán se encaramaba a la valla e intentaba atacarlo. Protegía con celo a sus gallinas, y Norman lo admiraba por ello.
También admiraba el apetito sexual de Satán, lo que implicaba que pocas de sus gallinas produjeran huevos sin fecundar. Suponía un contraste con los otros gallos, Leghorn y Buif Orpington, de naturaleza más tranquila y perezosa.
Eso no significaba que a Norman le gustara Satán. Lo trataba con tanta cautela como si fuera una serpiente, sobre todo después de una ocasión en que el ave le atacó por la espalda. Satán clavó sus garras afiladas en la parte trasera de la pierna de Norman provocándole un corte que le dolió durante días.
– No sé por qué no lo matas -dijo Elsie.
– ¿Para qué?
– Para darle una lección.
– ¿Y qué iba a aprender una vez muerto? ¿Y de qué me serviría? Sólo un loco mataría a su mejor gallo.
– Serviría de lección para los demás.
Norman la miró con manifiesta irritación.
– Son aves, Elsie. Su cerebro es así de grande. -Separó el pulgar del índice formando un espacio minúsculo-. Aprenden dónde tienen la comida y a poner los huevos en los nidos. Eso es todo.
– Tampoco hace falta que me hables en ese tono. Sólo intentaba ayudar.
– Sí, ya… Pero es una idea absurda. Además, fue por mi culpa. Le enfurecí. Se pone celoso cuando sus gallinas comen de mi mano.
– Entonces su cerebro no puede ser tan pequeño -repuso ella con acritud-. ¿Los celos no son un sentimiento humano?
La irritación de Norman fue en aumento.
– ¿Cómo voy yo a saberlo? -preguntó sin la menor amabilidad-. Nunca he tenido la oportunidad de sentirlos.
Mentía, por supuesto. Tenía celos de cualquier hombre capaz de provocar una sonrisa en el rostro de Bessie Coldicott. Era modista en Crowborough y él adoptó la costumbre de rondar por el establecimiento donde trabajaba.
Ella bromeó al respecto.
– ¿Cómo es que pasas tan a menudo por aquí? La carnicería más próxima está a dos manzanas.
– Acorto camino.
– ¡Mentiroso! -Ella le dio una palmada en la muñeca-. Me meterás en líos si vienes tanto. La señora Smith es una buena mujer, pero no le gusta tener a hombres atisbando por la ventana. Molesta a las clientas.
– Lo único que quiero es saludarte. Ella se rió.
– Pero no mientras trabajo, Norman. Me gusta mi empleo y no quiero perderlo. Puedes esperarme en la parte de atrás a la hora de salir. Y me acompañas a casa.
A medida que avanzaba el verano, él pasaba más y más tiempo con Bessie. Le pidió repetidas veces que fuera a ver la granja, pero ella siempre se negaba.
– Vives solo, Norman. ¿Qué diría la gente? -¿Quién te va a ver? Está en medio de la nada.
– Siempre hay alguien. Las viejas aburridas levantan las cortinas para espiar a sus vecinos. En un sitio así todo el mundo habla.
Él se preguntó si sabría algo de Elsie.
– ¿Y qué dicen?
– Que de vez en cuando te visitaba una chica. ¿Es cierto?
Norman siempre había sabido que el tema surgiría algún día. Tomó aire.
– Sí, pero no había nada malo en ello, Bessie. Nunca durmió en la cabaña. Todo era de lo más decoroso.
– ¿Quién es?
– Alguien que conocí en Londres. Me gustó durante un tiempo, pero ahora ya no. El problema es… -Se interrumpió-. Está un poco chiflada. Siempre se comporta de un modo raro… se enfada de repente, grita, y al minuto siguiente rompe a llorar. No consigue conservar ni un solo empleo debido a su actitud.
Bessie hizo una mueca.
– En nuestra calle hay una mujer así. Prorrumpe en sollozos si alguien le dirige la palabra. Papá dice que es porque perdió a dos hijos en la guerra, pero según mamá todo eso le viene de nacimiento. Ya hacía esa clase de cosas antes de que ellos murieran.
– Elsie siempre ha sido rara.
– ¿Ése es su nombre?
Norman asintió.
– Elsie Cameron. De hecho, la idea de que viniera a verme fue más bien de sus padres. Supongo que confiaban en que algún día me casaría con ella y se la quitarían de encima. Es mayor que yo y su familia está harta de tenerla en casa.
– ¡Qué horror!
Sí, pensó Norman. Era un horror. ¿Por qué tenía que facilitarles la vida al señor y a la señora Cameron casándose con su desequilibrada hija? Él no la había parido. Ni la había consentido.
– No te preocupes, cielito -dijo Norman, cogiendo a Bessie de la mano-. Eso no pasará. Tengo muchos planes para el futuro… y ninguno de ellos incluye a Elsie.
– ¿Y qué me dices de mí? ¿Formo parte de tus planes?
– Quizá.
– Entonces no me llames «cielito» -replicó ella, propinándole un fuerte pellizco en la mano-. No soy ningún pollito de peluche al que puedes besar y acariciar a voluntad. Soy yo, y no le pertenezco a nadie.