Capítulo 22

– ¿Adónde vas? -le preguntó Bartlett mientras Jane bajaba las escaleras a toda velocidad-. ¿Va todo bien?

– Fantástico. Dile a Trevor que vuelvo enseguida. Tengo que ver a MacDuff… -Desapareció cuando salió corriendo por la puerta y bajó los escalones delanteros. No, a MacDuff no. Todavía no. Cruzó el patio como una flecha y entró en el establo. Un instante después levantó la trampilla, cogió una linterna y empezó a bajar la escalera que conducía hasta el mar.

Fría. Húmeda. Resbaladiza.

La casa de Angus, la había llamado Jock. Y luego, también la habitación de Angus. A ella le había parecido extraño, dado que no había ninguna habitación…

No donde ella estaba.

Había llegado al estrecho pasadizo que daba la vuelta para dirigirse a las colinas, en lugar de a los acantilados. Empezó a caminar por el pasadizo.

Oscuridad. Una estrechez agobiante. Piedras resbaladizas bajos los pies.

Y una puerta de roble a unos cien metros más adelante.

¿Estaba cerrada?

No, se abrió girando sobre uno goznes engrasados.

Se detuvo en la entrada, y el haz de su linterna alumbró la oscuridad.

– ¿Por qué titubea? -preguntó secamente MacDuff detrás de ella-. ¿Por qué no un allanamiento más? ¿Una invasión más de la intimidad?

Jane se puso tensa y se volvió para enfrentarlo.

– No va a conseguir que me sienta culpable. ¡Joder!, a lo mejor tengo derecho a saber por qué Jock decía que usted pasaba aquí tanto tiempo.

La expresión de MacDuff permaneció inalterable.

– Trevor no tiene alquilada esta parte de la propiedad. No tiene ningún derecho a estar aquí.

– Trevor ha invertido mucho en intentar encontrar el oro de Cira.

– ¿Cree que está aquí?

– Creo que hay una posibilidad.

El terrateniente levantó las cejas.

– ¿Se supone que he encontrado el oro de Cira en uno de mis viajes a Herculano y lo he escondido aquí?

– Es posible. -Ella meneó la cabeza-. Aunque no es eso lo que supongo.

MacDuff sonrió levemente.

– Será fascinante oír sus especulaciones. -Hizo un gesto-. Entremos en la habitación de Angus y podrá contármelo todo. -Su sonrisa se ensancho cuando vio la expresión de Jane-. ¿Cree que me voy a permitir jugar sucio? Podría hacerlo. El oro de Cira es un gran instigador.

– Usted no es idiota. Trevor destrozaría este sitio, si desapareciera. -Se volvió y entró en la habitación-. Y vine aquí para ver lo que había en esta habitación, y ahora tengo una invitación.

MacDuff rió.

– Una invitación a regañadientes. Deje que encienda los faroles para que pueda ver bien. -Atravesó la habitación hasta una mesa apoyada contra la pared y encendió dos faroles, que iluminaron la estancia. Era un cuarto pequeño que contenía una mesa, sobre la que descasaba un ordenador portátil abierto, una silla, un jergón y diversos objetos cubiertos con telas apoyados contra la pared opuesta-. Ningún cofre rebosante del oro de Cira. -Se apoyó perezosamente contra la pared y cruzo los brazos sobre el pecho-. Pero a usted no le interesa realmente el oro, ¿no es así?

– Me interesa todo lo relacionado con Cira. Quiero saber.

– ¿Y cree que puedo ayudarla?

– Estaba muy impaciente por coger los archivos de Reilly sobre Herculano. No le gustó ni un pelo que no le permitiera tenerlos.

– Es cierto. Como es natural, me preocupaba que pudieran proporcionar una pista sobre dónde estaba el oro.

Jane meneó la cabeza.

– Lo que le preocupaba es que entre esos documentos hubiera un cuaderno de bitácora escrito por un mercader llamado Demónidas.

MacDuff la miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Ah, sí? Bueno, ¿y por qué?

Jane no respondió.

– No caí en la cuenta de lo importante que podía ser ese cuaderno de bitácora hasta que leí la traducción de Mario de la última carta de Cira.

– ¿La encontró?

Ella asintió con la cabeza y se metió la mano en el bolsillo.

– ¿Le gustaría leerla?

– Muchísimo. -Se apartó de la pared y alargó la mano. -Sabe que me encantaría.

Jane lo observó desdoblar las hojas, e intentó descifrar la expresión de MacDuff mientras éste leía las palabras que tenía grabadas en la memoria.


Necesito hablarte de la vida. De nuestra vida. No puedo prometerte que vaya a ser ni fácil ni segura, pero será libre y no daremos cuentas a nadie. Eso sí que puedo prometértelo. Ningún hombre nos tendrá bajo su talón. Achavid es una tierra salvaje, pero el oro la hará más dócil. El oro siempre alivia y reconforta. Demónidas todavía no ha aceptado llevarnos más allá de la Galia, pero lo convenceré. No deseo perder tiempo buscando otro barco que nos lleve más lejos. Julius jamás cejará en su persecución.

Que busque. Que se aventure a interne en aquellas agrestes colinas y se enfrente a aquellos hombres indómitos que el emperador llama salvajes. Julius no es un hombre que pueda sobrevivir sin sus exquisitos vinos y su vida fácil. No es como nosotras. Viviremos, prosperaremos y dejaremos a Julius con un palmo de narices.

Y si no estoy allí para ayudarte, entonces debes hacerlo por ti misma. Se arrogante con Demónidas. Es codicioso, y no permitas jamás que sepa que hemos escondido el oro entre las cajas que llevamos con nosotras.

Por todos los dioses, te estoy diciendo como tratarlo, y sin embargo espero de todo corazón estar allí para hacerlo por ti.

Pero si no estoy, lo harás tú. Llevamos la misma sangre. Cualquier cosa que pueda hacer, tú también podrás hacerla. Confío en ti, hermana mía.

Con todo mi cariño,


Cira


MacDuff dobló la carta y se lo devolvió.

– Así que Cira consiguió sacar el oro de aquel túnel.

– Y subirlo a un barco capitaneado por Demónidas que se dirigía a la Galia.

– Tal vez. A veces los planes se tuercen, y ella no estaba segura de sobrevivir siquiera a aquella noche.

– Creo que lo hizo. Creo que escribió esa carta la noche que el volcán entró en erupción.

– ¿Y sus pruebas?

– No tengo pruebas. -Se metió la mano en el bolsillo-. Pero tengo la traducción de Reilly del cuaderno de bitácora de Demónidas. Hace referencia a una tal señora Pía, que le pagó bien para transportarla a ella, a su hijo Leo y a sus sirvientes hasta la Galia, y luego al sudeste de Britania. Zarparon la noche de la erupción, y alardea de su propia valentía ante la catástrofe. Ellas querían que las llevara a lo que él llama Caledonia, el lugar que nosotros conocemos por Escocia, pero se negó. El ejército romano luchaba contra las tribus caledonias, y Agrícola, el gobernador romano, estaba organizando una flota para atacar la costa nordeste. Demónidas no quería formar parte de ella. Dejó a Pía y compañía en Kent y volvió a Herculano. O a lo que quedaba de Herculano.

– Interesante. Pero él hace referencia a esa tal señora Pía, no a Cira.

– Como ha leído, Pía debió ser la hermana de Cira. Probablemente fueran separadas de niñas, y Cira estuvo demasiado ocupada en sobrevivir para buscarla. Y cuando por fin la encontró, no quiso involucrarla en su guerra con Julius y poner su vida en peligro.

– Y entonces Cira murió, y Pía se largó en barco con el oro.

– O Pía murió en la ciudad, y Cira adoptó su nombre y su identidad para escapar de Julius. Es el tipo de cosa que ella haría.

– ¿Alguna referencia a los nombres de los sirvientes que la acompañaban?

– Dominicus… y Antonio. Cira tenía un criado, Dominicus, y un amante, Antonio, y había adoptado a un niño, Leo.

– Pero si Pía hubiera sido la superviviente, ¿no se habría hecho cargo de la familia de Cira?

– Sí. Pero, ¡maldición!, ¡Cira no murió!

MacDuff sonrió.

– Porque no quiere que ocurriera de esa manera.

– Antonio era el amante de Cira. No la habría abandonado y zarpado en el barco.

– ¡Vaya!, qué segura está. Los hombres abandonan a las mujeres, las mujeres abandonan a los hombres… Así es la vida. -Hizo una pausa-. ¿Y por qué vino aquí corriendo después de leer esos documentos y allanó el cuarto de Angus?

– No he allanado…, bueno, técnicamente no. Pero estaba dispuesta a hacerlo.

Él se rió entre dientes.

– Me encanta tanta sinceridad. Desde el instante en que la conocí, supe que yo…

– Entonces sea sincero conmigo. Deje de hacer juegos de palabras. -Respiró hondo y fue al grano-. Usted sabía que Demónidas había escrito ese cuaderno de bitácora.

– ¿Cómo podía saber eso?

– Lo ignoro. Pero Reilly me dijo que usted estuvo a punto de robarle un documento. Tenía que ser este documento. Porque Reilly siguió y cogió a Jock por una razón. Usted me dijo que Reilly probablemente pensaba que había descubierto algo sobre el oro en uno de sus viajes a Herculano. Que sabía que Jock entraba y salía del castillo y que podría saber algo más.

– ¿No es eso razonable?

– Por supuesto. Esa es la razón de que no le hiciera ninguna pregunta. Hasta que leí la carta de Cira y el cuaderno de bitácora de Demónidas. Hasta que Reilly me dijo que después de leer el documento había llegado a nuevas y diferentes conclusiones acerca de Cira.

MacDuff la miró inquisitivamente.

– No juegue conmigo. Usted sabía que Reilly tenía ese cuaderno de bitácora.

– ¿Cómo iba a saberlo?

– Usted iba detrás del cuaderno de bitácora de Demónidas al mismo tiempo que Reilly. Pero él le echó el guante primero. Y después de que Reilly lo hiciera traducir, recordó que usted también lo había querido. Qué mala suerte. Y le entró la curiosidad. Pero Jock no pudo decirle nada, así que lo dejó a usted en segundo plano temporalmente. Estaba muy ocupado intentando conseguir los pergaminos de Cira y manipulando a Grozak.

– No tan en segundo plano -dijo MacDuff-. Me había estado siguiendo, y en una ocasión envió a uno de sus gnomos a intentar golpearme en la cabeza y secuestrarme.

Jane se puso tensa.

– ¿Entonces lo admite?

– Ante usted. No ante Trevor ni Venable ni ningún otro.

– ¿Por qué no?

– Porque esto es entre nosotros dos. Voy a conseguir el oro de todos modos, y no quiero injerencias.

– ¿Todavía no lo tiene?

Él negó con la cabeza.

– Pero está ahí y lo encontraré.

– ¿Cómo sabe que está ahí?

MacDuff sonrió.

– Dígamelo usted. Me doy cuenta de que está llegando a una conclusión.

Jane guardó silencio un instante.

– Cira y Antonio abandonaron Kent y vinieron aquí, a Escocia. Era un país salvaje y en guerra, y ella seguía huyendo de Julius. Decidieron ir tierra adentro, al corazón de las Highlands. Allí podían perderse de vista y aguardar al momento en que pudieran hacerse más visibles y adoptar el estilo de vida que Cira siempre había querido.

– ¿Y lo hizo?

– Estoy segura de que sí. Pero tuvo que ser cuidadosa, y un poco de oro habría dado para mucho en un lugar tan primitivo. No habrían necesitado mucho de sus reservas de oro para que ella y Antonio se establecieran con bastante comodidad, incluso de manera lujosa para lo habitual entre aquellos salvajes escotos. ¿No es así, MacDuff?

El terrateniente levantó las cejas.

– Parece razonable. Diría que está en lo cierto.

– ¿No lo sabe?

MacDuff no habló durante un instante, y entonces asintió lentamente con la cabeza y sonrió.

– Con una miseria habría sido suficiente, y Cira era muy astuta.

– Sí, sí que lo era. -Ella le devolvió la sonrisa-. Y se quedó allí y prosperó, y ella y Antonio cambiaron sus nombres y criaron a su familia. A sus descendientes debió de gustarles aquello, porque jamás se trasladaron a la costa, ni siquiera cuando ya no había peligro. Hasta que Angus decidió construir este castillo en el 1350. ¿Por qué lo hizo, MacDuff?

– Siempre fue un hombre montaraz. Quiso caminar solo y hacerse su propio hueco en la vida. Lo entiendo. ¿Usted, no?

– Sí. ¿Cuándo averiguó usted lo del linaje de Cira? ¿O ese era otro de los viejos secretos familiares?

– No. Cira debió de olvidarse de Herculano cuando se estableció en las Highlands. No hay ningún cuento de bacanales romanas ni historias de Italia que pasaran de padres a hijos. Era como si hubieran brotado de la tierra allí y la hicieran suya. Angus y Torra eran montaraces y libres, y de vez en cuando tan salvajes como la gente que los rodeaba.

– ¿Torra?

– Significa «la del castillo». Un nombre digno de ser escogido por Cira que refleja con exactitud sus intenciones.

– ¿Y Angus?

– Fue el primer Angus. No difiere demasiado de Antonio.

– Y si no había historias familiares, ¿cómo llegó entonces a saber de Cira?

– Me lo dijo usted.

– ¿Cómo?

– Usted, y Eve, y Trevor. Leí el artículo en aquel periódico.

Ella lo miró fijamente con incredulidad.

MacDuff se rió entre dientes.

– ¿No me cree, eh? Pues es verdad. ¿Quiere que se lo demuestre? -Cogió uno de los faroles y atravesó la habitación hacia los objetos cubiertos que estaban apoyados contra la pared del fondo-. La vida es extraña. Pero esto era demasiado extraño. -Apartó las telas de un tirón para dejar a la vista una pintura… No, un retrato, se percató Jane, cuando él volvió la pintura hacia ella.

– Fiona.

– ¡Dios mío!

Él asintió con la cabeza.

– Es clavada.

MacDuff retrocedió y levantó el farol.

La mujer del retrato era una joven de veintipocos años e iba vestida con un vestido verde escotado. No estaba sonriendo, sino que miraba hacia fuera del retrato con tenacidad e impaciencia. Pero su vitalidad y belleza eran inconfundibles.

– Cira.

– Y usted. -Empezó a apartar las telas de las demás pinturas-. No hay ninguna otra con un parecido tan grande como el de Fiona, pero hay atisbos, indicios de parecidos. -MacDuff señaló a un joven vestido con un traje Tudor-. Su boca tiene la misma forma que la de Cira. -Hizo un gesto hacia una anciana con unos impertinentes y el pelo recogido en un rodete-. Y estos pómulos se transmitieron casi a todas las generaciones. Sin duda Cira dejó su sello en sus descendientes. -Hizo una mueca-. Tuve que bajar todos los retratos y esconderlos aquí cuando supe que le iba a alquilar el lugar a Trevor.

– Por eso hay tantos tapices en las paredes -murmuró Jane-. Pero usted no guarda el menor parecido.

– Puede que haya salido a Antonio.

– Tal vez. -Jane paseó la mirada de un retrato a otro-. Es sorprendente…

– Eso es lo que pensé. Al principio sólo sentí curiosidad. Luego, empecé a ahondar un poco y a hacer una investigación más intensa en la historia familiar.

– ¿Y qué fue lo que averiguó?

– Nada en concreto. Cira y Antonio borraron sus huellas muy bien. Excepto por una vieja carta destrozada que encontré enterrada junto a algunos documentos que Angus había traído de las Highlands. En realidad era un pergamino guardado en un estuche de latón.

– ¿De Cira?

– No, de Demónidas.

– Imposible.

– Era una carta muy interesante. Le alegrará saber que estaba dirigida a Cira, no a Pía. Estaba escrita en unos términos muy floridos, aunque en esencia era una carta de chantaje. Según parece, cuando Demónidas volvió a Herculano, se enteró de que Julius andaba buscando a Cira y decidió que iba a ver si conseguía sacarle más dinero a ella del que podría obtener de Julius por decirle dónde estaba Cira. Demónidas aceptó reunirse con Cira y Antonio para recibir su tajada. -Sonrió-. Craso error. Nunca más se volvió a oír nada de Demónidas.

– Excepto el cuaderno de bitácora.

– Eso fue escrito tres años antes de que intentara llenarse el bolsillo. Debió de haberlo dejado en su casa de Nápoles. Pero cuando me enteré de su existencia, supe que tenía que intentar apoderarme de él. No sabía lo que contenía, pero no quería correr el riesgo de que relacionara a Cira con mi familia.

– ¿Por qué?

– Por el oro. Es mío y va a seguir siendo mío. No podía permitir que nadie supiera que podría no estar en Herculano. Si se enteraban de que existía siquiera fuera una posibilidad de que estuviera aquí, encontrarían la manera de destruir este lugar.

– ¿Y lo encontrarían?

– Tal vez. Yo, todavía no.

– ¿Cómo sabe que no lo encontró algún descendiente de Cira y se lo gastó?

– No lo sé con seguridad. Pero en la familia siempre han circulado chismes sobre un tesoro escondido. Era una historia vaga, un cuento de hadas más que otra cosa, y nunca le presté atención. Estaba demasiado ocupado en ocuparme del mundo real.

– Como Grozak y Reilly. -Jane contempló el retrato de Fiona. La pariente de MacDuff podría haber tenido su cuota de padecimientos y tribulaciones, pero Jane dudaba que hubiera tenido que vérselas con monstruos a los que les trajera sin cuidado la vida humana o la dignidad.

– Está temblando -dijo MacDuff con brusquedad-. Hace frío aquí abajo. Si pretendía violar el bastión de Angus, ¿por qué demonios no cogió una chaqueta?

– No lo pensé. Fui a por ello, sin más.

– Lo que hace siempre. -Se dirigió a la mesa y abrió un cajón-. Pero esta vez puedo ocuparme de ello. -Sacó una botella de brandy y sirvió una pequeña cantidad en dos vasos pequeño-. Se me conoce por necesitar un traguito cuando trabajo toda la noche.

– Me sorprende que lo admita.

– Siempre admito mis defectos. -Sonrió cuando le entregó a Jane su vasito-. De esa manera no intimido a nadie con el enorme volumen de mis talentos y habilidades.

– Y su increíble modestia. -Jane se bebió el brandy y torció el gesto mientras el líquido le iba quemando por dentro. Pero enseguida entró en calor y se sintió más firme-. Gracias.

– ¿Más?

Jane negó con la cabeza. Para empezar no sabía ni por qué había aceptado el aguardiente. No estaba segura de confiar en él, y MacDuff ya le había dicho que no quería que nadie supiera que su familia podía tener alguna relación con Cira. Era un hombre duro, un bastardo despiadado, y eso podría significar que corría peligro de sufrir algún tipo de violencia. Sin embargo, allí estaba ella, compartiendo el brandy con él y sintiéndose muy cómoda al respecto.

– No era una cuestión de frío.

– Lo sé. -Se echó el brandy al coleto de un golpe-. Ha pasado una época difícil. Pero el brandy es mano de santo para más cosas que el frío. -Cogió el vaso de Jane y lo volvió a dejar en el arcón-. Y hará que sea más afable conmigo.

– Y un cuerno.

– Era una pequeña broma. -Tenía los ojos brillantes-. Afable jamás sería la palabra que escogería para describirla. -Retiró los vasos y el brandy-. Bueno, ¿le va a decir a Trevor que puede que yo esté sentado sobre su montón de oro?

– Usted, lo considera su montón de oro.

– Pero Trevor cree en la suerte de la lotería y del yo lo encontré, yo me lo quedo. Como la mayoría de la gente que irá tras el oro, si usted levanta la liebre.

– Puede impedir que los forasteros entren en el castillo.

– ¿Y si no está en el castillo? Yo creo que no está. He buscado durante mucho tiempo algún indicio o pista que me dijera dónde está escondido, y me conozco cada rincón y grieta. Claro está que podría estar en cualquier parte del terreno, o incluso enterrado en las Highlands, allí donde Angus vivió antes de venir aquí.

– O que no exista en absoluto.

Él asintió con la cabeza.

– Pero no aceptaré esa posibilidad. Cira no querría que me rindiera.

– Cira murió hace dos mil años.

MacDuff negó con la cabeza.

– Ella está aquí. ¿Es que no puede sentirla? Mientras su familia exista, mientras la Pista siga en pie, ella también vivirá. -Le sostuvo la mirada-. Creo que lo sabe.

Jane apartó la mirada.

– Tengo que volver al castillo. Trevor se estará preguntando dónde estoy. No le dije a dónde iba.

– Y probablemente no le preguntó porque él no quería ofender su independencia. Sigue sin estar seguro de usted. Aunque le gustaría estarlo.

– No tengo intención de hablar de Trevor con usted.

– Porque tampoco está segura de él. El sexo no lo es todo. -Se rió-. Aunque es muchísimo. ¿Ese es el vínculo, Jane? ¿Le hace sentir él lo que Cira deseaba para Pía? ¿Cuáles eran sus palabras? ¿«Noches de terciopelo y mañanas de plata»? ¿Siente que es usted la persona más importante de su vida? Lo necesita.

– Usted no sabe lo que necesito.

– Entonces ¿por qué siento como si lo supiera?

– ¿Mera arrogancia? -Jane se volvió y se dirigió a la puerta-. No se meta en mis asuntos, MacDuff.

– No puedo hacer eso. -Hizo una pausa-. Pregúntame por qué, Jane.

– No me interesa.

– No, tienes miedo de lo que diga. Pero lo diré de todos modos. No puedo evitar meterme en tus asuntos porque va en contra de mi naturaleza y mi educación.

– ¿Por qué?

– ¿No lo has adivinado? -Y añadió sencillamente-: Eres una de los míos.

Jane se paró en seco, paralizada por la impresión.

– ¿Qué?

– De los míos. Date la vuelta y vuelve a mirar a Fiona.

Jane se dio la vuelta lentamente, aunque se quedó mirando fijamente a MacDuff en lugar de al retrato.

– ¿Fiona?

– Fiona se casó con Ewan MacGuire cuando ella contaba veinticinco años, y se fueron a vivir a las Lowlands. Ella le dio cinco hijos, y la familia llevó una existencia próspera hasta finales del siglo diecinueve, cuando a los descendientes de Fiona les tocó vivir la época de las vacas flacas. Dos de los hijos más pequeños se fueron de casa en busca de fortuna, y uno de ellos, Colin MacGuire, se embarcó rumbo a Norteamérica en 1876. Nunca más se tuvo noticias de él.

Ella seguía mirándolo de hito en hito con expresión de asombro.

– Pura coincidencia.

– Mira el retrato, Jane.

– No tengo ningún parecido con su retrato. Está usted loco. Hay miles de MacGuire en Estados Unidos. Ni siquiera sé quién fue mi padre. Y estoy absolutamente segura de que no soy una de los «suyos».

– Lo eres hasta que demuestres lo contrario. -Sus labios se torcieron en una mueca-. Creo que estás poniendo en entredicho la Casa de los MacDuff. Prefieres ser una bastarda que un miembro de mi familia.

– ¿Espera que me sienta honrada?

– No, tan sólo que seas tolerante. No somos tan malos, y nos apoyamos entre nosotros.

– No necesito que nadie me apoye. -Giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta-. Métase su ofrecimiento por donde le quepa, MacDuff.

Jane lo oyó estallar en carcajadas mientras recorría a toda prisa el pasadizo hacia las escaleras que conducían de vuelta al establo. Estaba confusa, y asustada, y… furiosa. La ira la cogió por sorpresa, y no alcanzaba a ver ninguna razón para…

Sí, sí podía. Se había pasado sola toda su vida y se había sentido orgullosa de la independencia que aquella soledad había engendrado. La repentina revelación de MacDuff no la hacía sentir querida ni acogida. Antes bien, parecía quitarle algo.

¡Era un imbécil, ese MacDuff! Probablemente se hubiera inventado un parentesco sólo para conservar aquel maldito oro en la familia, para impedir que ella hablara con Trevor.

¿Y qué es lo que iba a hacer ella? ¿Cuánto le iba a contar a Trevor?

¿Y por qué siquiera estaba considerando limitar lo que le iba a contar a Trevor?

Pues claro que le contaría todo. Excepto aquella tontería sobre su parentesco con MacDuff. Lo que Trevor decidiera hacer en relación a su búsqueda del oro de Cira era asunto de su incumbencia, y ella no infundiría en él ninguna reticencia porque pudiera estar metiendo mano en el tesoro escondido de la familia.

Ella no tenía otra familia que Eve y Joe. Y sin duda, en ese momento no necesita invitar a un arrogante y paternalista MacDuff a entrar en su vida.

Pero «paternalista» no era la palabra correcta. La actitud de MacDuff había sido…

No dedicaría ni un minuto a pensar en la actitud de MacDuff. Hacerlo la inquietaba, y en ese momento ya tenía bastantes traumas emocionales con los que lidiar.

Había llegado al patio y vio a Trevor parado en las escaleras delanteras.

Noches de terciopelo y mañanas de plata.

¡Que le jodan, MacDuff! El sexo era magnífico, y Trevor era un hombre único que le estimulaba tanto la mente como el cuerpo. Eso era todo cuanto necesitaba o quería.

Apretó el paso.

– Tengo algo que contarte. Encontré la carta de Cira, y no me sorprende que Mario no quisiera contarnos lo que ella…


– ¿Qué es lo que quieres que haga al respecto? -preguntó Trevor en voz baja cuando Jane hubo terminado.

– ¿Sobre el oro? Haz lo quieras -dijo Jane-. Llevas buscándolo mucho tiempo. Tu amigo Pietro murió en aquel túnel intentando encontrarlo.

– Hay quien diría que MacDuff se merece el oro, puesto que técnicamente es la fortuna de su familia.

– Sí. ¿Y tú qué piensas?

– Que se lo merece, si es capaz de encontrarlo y conservarlo.

– Dijo que dirías algo así.

– Es un hombre perspicaz. -Hizo una pausa-. No iré tas el oro, si no quieres que lo haga. No es más que dinero.

– No me vendas eso. Es una puñetera fortuna. -Empezó a subir los escalones-. Y tendrás que tomar tu propia decisión. No voy a asumir la responsabilidad de influenciarte en uno u otro sentido. Estoy hasta la coronilla de ser responsable.

– Y yo creo que me estoy cansando de ser un irresponsable. ¿No crees que haríamos una pareja fantástica?

Jane sintió una oleada de felicidad, seguida de cansancio.

– ¿Qué es lo que estás queriendo decir?

– Sabes lo que quiero decir. Tienes miedo de admitirlo. Bueno, yo ya he pasado esa etapa. Tendrás que alcanzarme. ¿Cómo te sentiste cuando pensaste que estaba hecho pedacitos?

Jane dijo lentamente:

– Fatal. Asustada. Vacía.

– Bien. Esto progresa. -Le cogió la mano y le besó la palma-. Sé que me estoy precipitando. No lo puedo evitar. Te conozco hace años, y sé lo que quiero. Y tú tendrás que esforzarte en llegar a esto. No sé si puedes confiar en lo que tenemos. -Sonrió-. Y es labor mía demostrarte que estos sentimientos jamás van a desaparecer. No por mi parte y, Dios lo quiera, tampoco por la tuya. Voy a pisarte los talones, y a seducirte cada vez que tenga ocasión, hasta que decidas que no puedes vivir sin mí. -La volvió a besar en la palma-. ¿Qué vas a hacer después de marcharte de aquí?

– Me voy a casa, a estar con Eve y Joe. Voy a dibujar y descansar, y a olvidar todo lo relacionado con la Pista de MacDuff.

– ¿Y estoy invitado a acompañarte?

Jane se lo quedó mirando, y aquella oleada de felicidad desenfrenada la invadió de nuevo. Le dio un beso rápido y seco, y sonrió.

– Dame una semana. Y luego, ¡joder, sí!, estás invitado.


MacDuff se reunió con ellos en el patio cuando el helicóptero aterrizó dos horas más tarde.

– ¿Se marchan? ¿Debo entender que está dando por concluido su alquiler, Trevor?

– No lo he decidido. Puede esperar sentado. Puede que necesite un campamento base, si opto por buscar el oro, y la Pista de MacDuff podría venirme muy bien.

– O podría no venirle bien. -MacDuff sonrió ligeramente-. Esta es mi casa, mi gente, y esta vez no le extenderé la alfombra de bienvenida. Podría encontrarlo incómodo. -Se volvió a Jane-. Adiós. Cuídate. Espero verte pronto.

– No lo espere. Me voy a casa con Eve y Joe.

– Bien. Lo necesitabas. Yo también me iré. Tengo que volver a Idaho y encontrar a Jock.

– Puede que Venable se le adelante -dijo Trevor mientras empezaba a subir los escalones del helicóptero.

MacDuff negó con la cabeza.

– Sólo tengo que acercarme lo suficiente para que me oiga, y Jock acudirá a mí. La razón de que volviera aquí fue la de recoger a Robert Cameron. Sirvió bajo mis órdenes en el ejército, y es el mejor rastreador que he conocido nunca.

– ¿Otro de los suyos? -preguntó Jane con sequedad.

– Sí. A veces eso es muy útil. -Empezó a alejarse-. Nos vemos.

– Lo dudo. Pero buena suerte con Jock. -Jane empezó a seguir a Trevor, que desapareció en el interior del helicóptero.

MacDuff le gritó desde atrás.

– Te haré saber cuándo lo encuentre.

– ¿Cómo sabe que no llamaré a Venable? Me está convirtiendo en cómplice a posteriori.

MacDuff sonrió.

– No lo llamarás. La sangre es más espesa que el agua. Y Jock es uno de los tuyos… Es tu primo.

– Y un cuerno lo es. Y yo no soy la prima de usted.

– Sí, lo eres. Estaría dispuesto a apostar mi ADN a que sí. Pero una prima muy lejana. -Le guiñó un ojo y la saludó militarmente-. A Dios gracias.

Jane se lo quedó mirando con exasperación y frustración mientras MacDuff se alejaba en dirección al establo. Parecía absolutamente seguro de sí mismo, arrogante y en su salsa en aquella antigua reliquia de castillo. Seguro que el viejo Angus habría tenido aquella misma actitud petulante.

– ¿Jane? -Trevor la miraba expectante e inquieto en la puerta del helicóptero.

Jane apartó la mirada de aquel maldito escoto y empezó a subir los escalones.

– Ya voy.


Bastardo -dijo Cira haciendo rechinar los dientes-. Tú me hiciste esto.

Sí. -Antonio le besó la mano-. ¿Me perdonas?

No. Sí. Puede ser. -Cira gritó cuando volvió a sentir aquel dolor desgarrador-. ¡No!

La mujer del pueblo jura que el niño nacerá en pocos minutos. No es normal que un primer hijo tarde tanto. Sé valiente.

Soy valiente. ¿Llevo intentando parir a este niño desde hace treinta y seis horas y te atreves a decirme eso? Y mientras, tú estás ahí, cómodamente sentado, con ese aire tan petulante. No sabes lo que es el dolor. Sal de aquí antes de que te mate.

No, me quedaré contigo hasta que nazca el niño. -Antonio le apretó las manos con la suya-. Te prometí que no te volvería a abandonar.

Ya podía haber deseado que rompieras tu promesa, antes de que este niño fuera concebido.

¿Lo dices en serio?

No, no lo digo en serio. -Cira se mordió el labio inferior cuando el dolor la abrumó de nuevo-. ¿Eres idiota? Quiero a este niño. Lo único que no quiero es el dolor. Tiene que haber una manera mejor para que las mujeres hagan esto.

Estoy seguro de que pensarás en algo más tarde. -Antonio habló entrecortadamente-. Pero te agradecería que parieras de una vez a este niño y acabaras con esto.

Él estaba asustado, se percató vagamente Cira. Antonio, el que nunca admitía tenerle miedo a nada en ese momento estaba asustado.

Crees que voy a morir.

No, jamás.

Es verdad, jamás. Me quejo, porque tengo derecho a quejarme, y no es justo que las mujeres tengamos que dar a luz a todos los niños. Deberías ayudarme.

Lo haría, si pudiera.

Lo dijo con un poco más de firmeza, pero la voz seguía temblándole.

Pensándolo bien no creo que pudiera volver a acostarme contigo, si te viera con una tripa hinchada. Tendrías un aspecto ridículo. Sé que no podría soportar mirarme a mí misma.

Estás preciosa. Siempre estás preciosa.

Mientes. -Cira aguantó el siguiente espasmo de dolor-. Esta tierra es dura y fría y nada fácil para las mujeres. Pero no podrá conmigo. La haré mía. Como a este niño. Lo pariré, y lo educaré, y le daré todo aquello que he echado en falta. -Levantó la mano para tocar dulcemente la mejilla de Antonio-. Me alegra que no te echara en falta, Antonio. Noches de terciopelo y mañanas de plata. Eso es lo que le dije a Pía que buscara, pero hay mucho más. -Cerró los ojos-. La otra mitad del círculo…

¡Cira!

¡Por los dioses, Antonio! -Abrió los párpados de golpe-. Ya te dije que no iba a morir. Sólo estoy cansada. Ya no tengo tiempo para consolarte más. Cierra la boca o vete mientras me ocupo de tener a este niño.

Me callaré.

Bueno. Me gusta que estés conmigo…


MacDuff contestó al teléfono al quinto timbrazo. Parecía somnoliento.

– ¿Cuántos hijos tuvo Cira? -preguntó Jane cuando descolgó.

– ¿Cómo dices?

– ¿Tuvo sólo uno? ¿Murió en el parto?

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Dígamelo.

– Según la leyenda familiar, Cira tuvo cuatro hijos. No sé cómo murió, aunque alcanzó una edad muy avanzada.

Jane soltó un suspiro de alivio.

– Gracias. -Cambió repentinamente de idea-. ¿Dónde está?

– En Canadá.

– ¿Ha encontrado a Jock? -Todavía no. Pero lo encontraré.

– Siento haberlo despertado. Buenas noches.

MacDuff se rió entre dientes.

– Ha sido un placer. Me alegra que pienses en nosotros. -Colgó.

– ¿Todo bien? -Eve estaba en la entrada del dormitorio de Jane.

– Muy bien. -Jane pulsó el botón de desconexión-. Tenía que comprobar una cosa, nada más.

– ¿A estas horas?

– Me pareció urgente en el momento. -Se levantó de la cama y se puso la bata-. Vamos. Ya que estamos despiertas, podríamos tomarnos un chocolate caliente. Has estado trabajando tanto, que apenas he tenido ocasión de hablar contigo desde que volví a casa. -Torció el gesto mientras se dirigía a la puerta-. Por supuesto que en parte es por mi culpa. Me he estado acostando pronto y levantando tarde. No sé lo que me pasa. Me siento como si hubiera estado consumiendo drogas.

– Agotamiento. Estás reaccionando a la muerte de Mike, por no hablar de lo que pasaste en Idaho. -Siguió a Jane a la cocina-. Me alegra ver que estás descansando, para variar. ¿Cuándo vas a volver a la universidad?

– Pronto. He perdido demasiado tiempo este trimestre. Tendré que hacer algo para ponerme al día.

– ¿Y luego?

– No lo sé. -Sonrió-. Puede que me quede por aquí hasta que me eches a patadas.

– Eso no es una amenaza. A Joe y a mí nos gustaría que lo hicieras. -Echó unas cucharadas de cacao en dos tazas-. Pero no creo que tengamos la más mínima oportunidad. -Vertió el agua caliente-. ¿Otro sueño, Jane?

Jane asintió con la cabeza.

– Pero no de los que dan miedo. -Arrugó la nariz-. A menos que consideres que tener un niño es algo terrorífico.

Eve asintió con la cabeza.

– Y absolutamente maravilloso.

– Creía que los sueños cesarían cuando Cira salió del túnel. Parece que tengo que cargar con ella.

Eve le dio a Jane su taza.

– ¿Y eso te inquieta?

– No, supongo que no. Se ha convertido en una buena amiga con los años. -Se dirigió al porche-. Pero a veces me deja colgada.

– Ella ya no te inquieta. -Eve se medio sentó sobre la barandilla del porche-. Antes estabas muy a la defensiva.

– Porque no sabía la razón de que tuviera aquellos condenados sueños. No era capaz de encontrar una secuencia lógica que los explicara.

– ¿Y ahora ya la tienes?

– Las referencias a Demónidas. Podría haber salido en otros documentos, aparte de los que encontramos. Podría haberme enterado de algo sobre Cira a partir de él.

– O no.

– Eres de una gran ayuda.

– Si lo que dijo MacDuff acerca de que descendías de Cira es verdad, ahí podría haber una respuesta. -Eve miró hacia el lago-. Tengo entendido que existe una cosa que se llama memoria racial.

– ¿Convertida en unos sueños en los que casi puedo meterme? Eso es pasarse, Eve.

– Es todo lo que puedo hacer. -Eve hizo una pausa-. En una ocasión me dijiste que no sabías si Cira estaba intentando ponerse en contacto con la intención de que impidieras la utilización que se iba a hacer de su oro.

– Eso fue en uno de mis momentos de mayor chaladura. -Se sentó en la escalera del porche y le dio una palmaditas a Toby, que estaba estirado en el escalón que tenía debajo-. No es que haya disfrutado de muchos momentos de racionalidad desde que Cira empezó a hacerme estas visitas nocturnas. No pasa nada, me he acostumbrado a ella. Incluso la eché de menos cuando dejó de acudir durante algún tiempo.

– Eso lo entiendo -dijo Eve.

– Sé que sí. -Jane levantó la vista hacia ella-. Siempre has entendido todo lo que me ha pasado. Por eso puedo hablar contigo, cuando no soy capaz de hacerlo con nadie más.

Eve guardó silencio durante un instante.

– ¿Ni siquiera con Trevor?

Jane negó con la cabeza.

– Eso es demasiado nuevo, y se queda sólo en la superficie. Trevor hace que pierda bastante la cabeza, y eso no ayuda a analizar la relación. -Titubeó, pensando en ello-. Cira escribió sobre las noches de terciopelo y las mañanas de plata. Estaba hablando de sexo, claro está, pero para ella las mañanas de plata significaban algo más. He estado intentando entenderlo. ¿Una relación que cambió su manera de verlo todo? -Meneó la cabeza-. No lo sé. Soy demasiado testaruda. Probablemente tardaría mucho tiempo antes de permitirme pensar de esa manera.

– Mucho, mucho tiempo.

Jane no estuvo segura de si Eve estaba hablando de ella o de su propia experiencia.

– Puede que no me ocurra nunca. Pero la misma Cira era bastante testaruda, y fue la que le dijo a Pía lo que había que buscar.

– Mañanas de plata… -Eve dejó tu taza sobre la barandilla y se sentó en el escalón, al lado de Jane-. Suena bien, ¿verdad? -Rodeó a Jane con el brazo-. Frescas, limpias y brillantes en un mundo de oscuridad. Puede que algún día las encuentres, Jane.

– Ya lo he hecho. -Sonrió a Eve-. Me das una todos los días. Cuando me caigo, tú me levantas. Cuando estoy confundida, lo aclaras todo. Cuando creo que no hay amor en el mundo, me acuerdo de los años que me has dado.

Eve rió entre dientes.

– De todas maneras no creo que fuera de eso de lo que hablaba Cira.

– Tal vez no. Nunca tuvo a una Eve Duncan, así que puede que no se diera cuenta de que las mañanas de plata no están reservadas sólo a los amantes. Pueden venir de las madres, los padres, las hermanas y los hermanos, de los buenos amigos… -Apoyó la cabeza en el hombro de Eve con satisfacción. La brisa era fría, pero llegaba con el olor de los pinos y los recuerdos de los años pasados, cuando se había sentado de aquella manera con Eve-. Sí, sin duda alguna de los buenos amigos. Ellos también pueden cambiar la manera que tengas de ver el mundo.

– Sí, sí que pueden.

Permanecieron sentadas en silencio durante mucho tiempo, contemplando el lago con satisfacción. Al final, Eve suspiró y dijo:

– Es demasiado tarde. Supongo que deberíamos entrar.

Jane negó con la cabeza.

– Eso tiene demasiada lógica. Estoy cansada de ser razonable. Es como si toda mi vida me hubiera obligado a ser práctica y sensata, y no estoy segura de no haber perdido un montón de cosas por no permitirme un capricho. Mi compañera de cuarto, Pat, siempre me decía que si tienes bien plantados los pies en el suelo, entonces jamás podrás bailar. -Sonrió a Eve-. ¡Joder!, no nos vayamos a la cama. Quedémonos a ver amanecer y veamos si la mañana sale de plata.

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