Capítulo 6

Bartlett estaba delante de la ventana, en el otro extremo del gran dormitorio, cuando Mario abrió la puerta unos minutos más tarde para que pasara Jane.

– Me disponía a airear la habitación. -Descorrió las gruesas cortinas de terciopelo rojo y abrió la ventana-. Ciérralas cuando vuelvas de cenar. Puede crearse un poco de corriente. Espero que no lo encuentres ni frío ni húmedo.

– No está mal del todo. -Jane echó un vistazo por la habitación. En general era agradable, cubierta con alfombras persas y con un secreter y una silla acolchada apoyados contra una pared. Otro de los aparentemente interminables tapices ajados y desvaídos ocupaba la pared opuesta a la cama. Pero una de cuatro postes con cortinas a juego con las de las ventanas se alzaba con una majestuosidad intimidante en la otra punta de la habitación-. ¿Se supone que tengo que dormir en eso?

– Es magnífica. -Mario se rió entre dientes-. Yo también tengo una en mi habitación, y reaccioné de la misma manera. Pero el colchón es muy cómodo, y sin duda no es del siglo catorce.

Jane hizo una mueca.

– Si tú lo dices. Soy una chica de barrio bajo, y no estoy acostumbrada a las camas que tienen casi el mismo tamaño que cualquiera de los hogares de acogida donde me crié.

– Pero tienes tu propia habitación -proclamó Bartlett con orgullo, haciendo un gesto con la cabeza hacia la puerta del otro extremo de la habitación-. El padre de MacDuff adaptó unas cuantas habitaciones a usos muy prácticos.

Jane sonrió.

– Estás obsesionado con el esplendor de las instalaciones modernas de agua. No es que lo critique. Estoy ansiosa por ducharme y librarme de una parte de esta roña del viaje.

– Entonces, te dejaremos. -Mario se volvió hacia la puerta-. ¿Te parece que te pase a buscar para bajar a cenar?

– Estoy seguro de que puedo encontrar… -La expresión de Mario dejó traslucir tan a las claras su decepción, que en su lugar dijo-: Sería muy amable por tu parte.

– Bien. -Le dedicó otra sonrisa radiante-. Pero la amable eres tú. -Salió del cuarto corriendo.

– Creo que está locamente enamorado -dijo Bartlett-. No es que me sorprenda.

– No es la clase de hombre que esperaría que estuviera trabajando para Trevor. ¿Dónde lo encontró?

– A través de la Universidad de Nápoles. Trevor intentaba evitar el contingente académico, pero después de que Dupoi lo traicionara, decidió arriesgarse. Puesto que Grozak había aparecido en escena, no se podía permitir correr el riesgo de contratar a un traductor que trabajara por cuenta propia. Así que entrevistó a varios brillantes estudiantes de Historia Antigua antes de contratar a Mario y traerlo aquí bajo su vigilancia.

– Trevor dijo que tenía que vigilarlo. -Jane meneó la cabeza-. Pero no me lo puedo imaginar siendo una amenaza.

– No, la amenaza es para Mario. Ahí fuera solo sería vulnerable. Trevor no quería correr el riesgo de que le rebanaran el cuello.

– Pero hubiera sido suficiente con no utilizarlo.

– Mario sabía que corría un riesgo. Trevor fue sincero con él. -Bartlett se dirigió a la puerta-. Hay algo de ropa en el armario del baño. Si puedo hacer algo más, llámame. Dejé el número de mi teléfono en la tarjeta que hay sobre el secreter. Espero que estés cómoda. He hecho todo lo que he podido.

– Gracias. Seguro que estaré muy cómoda.

Bartlett sonrió cuando abrió la puerta.

– Lo intento. Quizá yo también esté un poco enamorado. -Se rió entre dientes cuando vio a Jane abrir los ojos como platos-. Platónicamente, nada más. Despertaste mis fraternales instintos protectores nada más conocerte, cuando sólo tenías diecisiete años. Me temo que siguen ahí. Menos mal. Mi vida es demasiado interesante en estos momentos para complicarla. Nos vemos en la cena.

Después de que la puerta se cerrara tras él, Jane se acercó a la ventana y miró hacia el patio de abajo. Vio unas luces al final del camino. ¿El piso del establo donde se quedaba MacDuff? El sujeto era tan extraño como todo lo demás relacionado con aquel lugar, y no le gustaba el silencio de Trevor en relación al dueño del castillo. Se sentía cansada y desorientada y todo se le antojaba surrealista. ¿Qué narices estaba haciendo ella en aquel lugar?

¿Qué es lo que le pasaba? Sabía por qué estaba allí y lo que estaba haciendo. Es que las cosas habían ido demasiado deprisa para que pudiera asimilarlas, nada más. La muerte de Donnell, la aparición de Trevor y haber sido llevada a toda prisa a allí, a aquel castillo alejado de todo lo que le era familiar, la había desestabilizado.

Pero podía hacer que lo familiar fuera a ella, y lo haría. Atravesó la habitación para llamar por el teléfono de la mesilla de noche. Pocos minutos después Eve cogía el teléfono. ¡Por Dios!, qué alegría oír su voz.

– Soy Jane. Siento no haberte llamado enseguida. Tuvimos que recorrer un buen trecho desde el aeropuerto, antes de llegar.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy muy bien.

– ¿Y qué aeropuerto? ¿Dónde demonios estás?

¿Cuánto le contaría? Se había salido por la tangente la última vez que le había hecho esa pregunta y no lo volvería a repetir. Eve y Joe significaban demasiado para ella para que no fuera sincera con ellos.

– El de Aberdeen, Escocia, y estoy en lugar llamado la Pista de MacDuff.

– Escocia -repitió Eve-. Joe suponía que estarías en Italia.

– Yo también. Por el momento Trevor prefiere manejar sus asuntos a distancia. Parece ser que Italia es demasiado peligrosa para que se encuentre cómodo.

– Me lo creo. -Eve hizo una pausa-. Trevor puede pasarlas canutas en otros países, además de en Italia. Joe envió sendas peticiones de información a Scotland Yard y a Interpol para informarse de lo que ha estado tramando Trevor en los últimos tiempos.

– ¿Y?

– Nada. Se le contestó que era información confidencial.

Jane arrugó el entrecejo.

– ¿Qué narices quieres decir eso?

– Joe no lo sabe. Scotland Yard, puede, pero ¿Interpol también tiene una mordaza? Puede significar que Trevor anda enredando en algo extremadamente feo o que le está pisando los callos a alguien con el poder suficiente para censurar las redes de información oficial. En cualquier caso me intranquiliza.

Aquello también intranquilizaba a Jane.

– No tiene lógica.

– La suficiente para hacer que Joe ande hurgando como un hurón para sortear ese obstáculo. Y lo que tiene bastante lógica es que te vayas de ahí y vuelvas a casa.

– Todavía no.

– Jane…

– No me siento amenazada. Trevor tiene este lugar rodeado de guardias de seguridad.

– ¿Y quién te va a proteger de Trevor?

– Me puedo proteger yo misma. -Respiró hondo-. Y necesito quedarme aquí. Estoy averiguando lo que necesito saber. Dile a Joe que se informe sobre un tal Rand Grozak. Trevor dice que es el hombre que ordenó a Leonard que me atrapara en aquel callejón.

– ¿Por qué?

– Todavía no estoy segura. Quizá por el oro de Cira. Bueno, no lo sé. Esa es la razón de que tenga que quedarme unos cuantos días.

– Esto no me gusta.

– Estaré bien. Te llamaré todos los días.

– Mejor que lo hagas. -Eve hizo una pausa-. ¿La Pista de MacDuff?

– Es un castillo en la costa. Pero no os atreváis a lanzar un ataque. Como te he dicho, estoy completamente a salvo.

– Tonterías. Pero no haremos ningún movimiento, a menos que dejes pasar un día sin hablar con nosotros.

– Eso no ocurrirá. Adiós, Eve.

– Cuídate. -Eve colgó.

Cuidarse. Jane no se sentía segura. Se sentía sola y desconectada de las dos personas que más quería en el mundo. Oír la voz de Eve la había reconfortado, pero también había acentuado su alejamiento de ellos.

Tenía que dejar de lamentarse. Tenía un trabajo que hacer. Y tampoco es que estuviera rodeada de vampiros. Bartlett estaba allí, Brenner no parecía una amenaza y Mario era muy cariñoso. MacDuff era bastante intimidante, aunque era evidente que pretendía ignorarla, a menos que decidiera que Jane iba a causarle problemas. Si había un vampiro, ese era Trevor. Sí, las similitudes eran evidentes. Había conseguido cautivar su imaginación e hipnotizarla durante cuatro años.

Y eso era demasiado tiempo.


Trevor ha vuelto a la Pista de MacDuff -dijo Panger cuando Grozak respondió al teléfono-. Llegó hoy a última hora con Bartlett, Brenner y una mujer.

¡Mierda!

– ¿Una mujer joven?

– De veintipocos. Guapa, con el pelo castaño rojizo. ¿La conoces?

Grozak soltó una palabrota.

– Jane MacGuire. Le dije a ese idiota de Leonard que estaba yendo demasiado lejos. Ha estado corriendo de aquí para allá, intentando salvar el culo desde que mató a Fitzgerald. Al maldito idiota le entró el pánico anoche y también mató a Donnell. Ha hecho que Trevor actúe.

– Entonces ¿qué hago?

Grozak reflexionó al respecto.

– No puedo permitirme que la policía agarre a Leonard, y ha cometido el mismo error muchas veces. Deshazte de él.

– ¿Quieres que deje de vigilar el castillo?

– Si no eres tan idiota como Leonard, no te llevará mucho tiempo.

– ¿Y qué pasa con Wharton?

– Es cosa tuya. Es el socio de Leonard, pero dudo que le importe encontrar otro nuevo. Si se interpone en tu camino, no me voy a pegar contigo si lo liquidas. Luego, puedes volver a vigilar y esperar. Que es lo único que estás haciendo, de todas maneras. -Colgó el teléfono y se recostó en el sillón. Tal vez no fuera tan malo. Jane MacGuire se había metido bajo el ala de Trevor, pero al menos no tenía a Joe Quinn protegiéndola. Grozak tenía sus propios hombres apostados alrededor de la Pista de MacDuff, y podría presentarse alguna oportunidad de apoderarse de la chica.

No, ¿en qué estaba pensando? Los idiotas y los débiles se fiaban de la suerte. Idearía un plan y fabricaría su propia oportunidad. Si no podía organizar un ataque directo contra la mujer, entonces daría un rodeo e intentaría llegar a Trevor desde otro ángulo.

Pero Reilly no lo iba a ver de esa manera. Él sólo estaba interesado en conseguir el oro y a Jane MacGuire. Loco hijo de puta. Se quedaba allí sentado, en su campamento, gordo y arrogante como un gato siamés, dando órdenes y diciéndole a Grozak lo que tenía que hacer.

Y a él no le quedaba otro jodido remedio que hacerlo.

Echó un vistazo al calendario que había en su mesa. 8 de diciembre. Quedaban catorce días para que expirase el plazo del 22 de diciembre que Reilly le había dado. ¿Podría retrasar la operación, si Reilly no llegaba a tiempo?

No, todo estaba en marcha. Los sobornos realizados; los explosivos en camino desde Oriente Medio. Era su gran oportunidad, y estaría acabado, si dejaba que se le escurriera entre los dedos. Reilly le había dicho con todo descaro que si él no era capaz de encargarse, llegaría a un acuerdo con Trevor y lo dejaría sin nada.

Eso no iba a ocurrir. Todo el mundo tenía un punto flaco, y el de Reilly era su amor al poder y su obsesión con el oro de Cira. Si Grozak era capaz de sacarle provecho a aquellas debilidades, entonces sería él quien tuviera el poder sobre Reilly.

Pero para conseguirlo, tenía que tener a Jane MacGuire.

A Dios gracias, estaba elaborando un plan alternativo para segarle la hierba bajo los pies a Trevor. Pero se había acabado lo de utilizar a incompetentes como Leonard. Necesitaba a alguien que tuviera nervio, alguien con el cerebro suficiente para obedecer órdenes.

Wickman. Nunca había conocido a un ser humano más frío, y Wickman haría cualquier cosa, siempre que el precio fuera el adecuado. Grozak se aseguraría de que lo fuera. No le quedaba más remedio, con Reilly echándole el aliento en el cogote.

El tiempo se estaba acabando.


– ¿Te ha gustado el guisado?

Jane volvió la cara riéndose de algo que había dicho Mario y se encontró con la mirada de Trevor clavada en ella. La había estado observando durante toda la cena, pensó ella con exasperación. Cada vez que había levantado la vista se había encontrado con aquella penetrante mirada de censura. Era como si estuviera expuesta a la lente de un microscopio.

– ¡Cómo no! Estaba exquisito -dio Jane mientras se recostaba en la silla-. ¿Quién lo hizo?

– Yo. -Brenner sonrió ampliamente-. Mis dotes culinarias han mejorado a pasos agigantados desde que acepté este trabajo. Trevor jamás mencionó que tal cosa formara parte de las condiciones del trabajo. -Lanzó una mirada maliciosa al aludido-. Puede que haya mejorado demasiado. Me siento tentado de servir un poco de guiso de serpiente el próximo día que me toque cocinar.

– No seré yo quien se oponga -dijo Trevor-. Siempre que tú también lo comas. Aunque no creo que lo hagas. Si no recuerdo mal, cuando en Colombia hubo veces que no teníamos nada que comer excepto lo que pudiéramos cazar y recolectar, soporté los platos más exóticos mejor que tú. -Sonrió-. ¿Te acuerdas cuando García trajo aquella pitón?

Brenner torció el gesto.

– Me la habría comido, pero cuando vi lo que había en su estómago decidí que no estaba tan hambriento.

Jane pensó que había unos lazos de compañerismo entre ambos hombres bastante evidentes. Nunca había visto aquel aspecto en Trevor. Parecía menos precavido, más joven…

– No creo que ese sea un tema de conversación para la cena -dijo Mario con el entrecejo arrugado-. Jane pensará que somos unos bárbaros.

– ¿Y acaso no lo somos? -preguntó Trevor con las cejas levantadas-. Tú y Bartlett sois personas civilizadas, pero Brenner y yo sentimos cierta tendencia a volver a la jungla de vez en cuando. -Pero hizo una inclinación con la cabeza y le dijo a Jane-: Tiene toda la razón. Me disculpo, si nuestra crudeza te ha molestado.

– No me habéis molestado.

Trevor se volvió hacia Mario con una sonrisa.

– ¿Ves? No tenías por qué estar a la defensiva. Jane no es ninguna remilgada.

– Pero es una dama. -Mario seguía con el ceño puesto-. Y debería ser tratada con respeto.

La sonrisa de Trevor se esfumó.

– ¿Estás diciéndome cómo debo tratar a nuestra invitada, Mario?

– Traeré el café -dijo Brenner mientras se levantaba a toda prisa-. No hay postre, pero sí una tabla de quesos. Ayúdame a traer las cosas, Bartlett.

La mirada de Bartlett se movió de Trevor a Mario.

– Quizá debería quedarme y… -Entonces se encogió de hombros, se levantó y siguió a Brenner fuera de la habitación.

– No me has respondido, Mario -dijo Trevor.

Mario se puso tenso al percibir la amenaza que subyacía en la suavidad de la voz de Trevor. Se ruborizó hasta la raíz del pelo y levantó la barbilla.

– No estuvo bien.

Le tenía miedo a Trevor, se percató Jane. ¿Y por qué no? En ese instante Trevor resultaba de lo más intimidatorio. Pero, asustado o no, Mario se mantenía en sus trece, y era evidente que Trevor no estaba de humor para mostrarse tolerante.

– No quiero café. -Jane retiró su silla-. Me prometiste que me enseñarías dónde trabajas, Mario.

Mario se asió con entusiasmo al cabo que ella le había lanzado.

– Por supuesto. Ahora mismo. -Se levantó de un salto-. De todas maneras es hora de volver al trabajo.

– Sí, sí que lo es -dijo Trevor-. Así que puedes enseñarle a Jane tu cuarto de trabajo más tarde. Puede que ella cambie de opinión y se quede con nosotros y acabe tomándose el café. No queremos distraerte. -Lanzó una mirada a Jane-. Y no cabe duda de que eso sea una distracción.

Mario miró con incertidumbre a Jane.

– Pero ella quería…

– Ella no querría interferir en tu trabajo. -Trevor miró a Jane-. ¿No es así, Jane?

A todas luces no quería que ella fuera con Mario, y estaba utilizando el nerviosismo de muchacho como punto de apoyo para garantizarse que no fuera. Y le iba a salir bien, ¡carajo! Jane no estaba dispuesta a causarle ningún problema a Mario sólo porque estuviera irritada con Trevor y quisiera mostrar su descontento. Así que se volvió a sentar lentamente.

– No, puede que me tome el café. -Sonrió afectuosamente a Mario-. Adelántate. Te veré luego.

– Si eso es lo que deseas. -La pena y el alivio pugnaron por imponerse en la expresión de Mario-. Estaré encantado de enseñarte mi trabajo en cualquier momento. ¿Quizá mañana?

Ella asintió con la cabeza.

– Mañana. Sin el quizá.

Mario mostró una sonrisa radiante antes de darse la vuelta y abandonar la habitación.

Jane se levantó en cuanto estuvo fuera de la vista.

– Me voy de aquí.

– ¿No quieres café?

– No te daría esa satisfacción. -Le lanzó una mirada furibunda-. ¿Estarás orgulloso de ti?

– No especialmente. Fue demasiado fácil.

– Porque eres un matón.

– No suelo serlo. Estaba enfadado. Te estuve observando mientras cuchicheabas y te reías tontamente con él durante toda la cena, y eso ha tenido su efecto. Había conseguido controlarlo bastante bien, hasta que él decidió darme una lección.

– Mario es sólo un chaval. No puede competir contigo.

– Es mayor que tú.

– Sabes a qué me refiero.

– Que es dulce y está lleno de sueños. -Le sostuvo la mirada-. Y algunos de esos sueños son con Cira. Si estás buscando a alguien en la Pista de MacDuff que no te compare con Cira, aquí me tienes.

– Eso es una chorrada. Eres incapaz de distinguirnos a las dos en tu pensamiento.

Él negó con la cabeza.

– Nunca dije tal cosa. Tú eres la única que llegó a esa conclusión. Desde el momento que te vi, supe exactamente quién y qué eras para mí. -Hizo una pausa-. Y esa no era Cira.

El calor le produjo un hormigueo por todo cuerpo, cogiéndola desprevenida. ¡Joder!, no quería reaccionar así. La hacía sentir confundida y débil. Hacía sólo un instante había estado furiosa, y en ese momento… Seguía furiosa, ¡qué carajo!

– Fuiste injusto. Mario es como un cachorro simpático.

– Lo sé, y sé que te gustan los cachorros. -Sus labios se torcieron en una mueca-. Puede que ese sea mi problema; jamás he parecido un cachorro en toda mi vida. -Se levantó-. No te preocupes. Lo arreglaré con Mario. Solo fue un encontronazo pasajero. El chico me cae bien.

– Pues te comportaste como si no.

– La verdad es que sí. Me contuve mucho, teniendo en cuenta cómo me sentía. Pero si te he disgustado, probablemente debería ponerle remedio. Si quieres echar a correr detrás de Mario y tranquilizarlo, no te detendré.

– ¡Menudo sacrificio!

– No tienes idea. -Se levantó, mirándola-. ¿Supongo que este no es el momento en el que me vas a pedir acostarte conmigo?

La sorpresa hizo que se pusiera tensa.

– ¿Cómo dices?

– Ya sabía yo que no. -Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta-. Es demasiado pronto, y estás furiosa conmigo. Pero pensé que debía sacarlo y que te fueras acostumbrando a la idea de que acabará sucediendo. Tengo alguna cosa que hacer, así que iré y me pondré a ello. -La sonrió por encima del hombro-. Puesto que te estoy librando de mi presencia, no hay motivo para que no puedas quedarte y te tomes tu café. Te veo mañana por la mañana.

Jane fue incapaz de encontrar las palabras para hablar; sólo pudo quedarse mirándolo como se alejaba, con la mente y las emociones en absoluta confusión.

– Bueno, según parece hemos tardado bastante en resolver la situación -dijo Bartlett cuando entró portando una bandeja con queso-. Confío en que no haya habido violencia.

– No -respondió Jane con aire ausente-. Mario ha subido a trabajar.

– Muy prudente. Los jóvenes tienden a querer desafiar a cualquiera dispuesto a aceptar el reto, pero pensé que era más inteligente como para intentarlo con Trevor.

– Mario es un muchacho encantador.

– Si fuera un muchacho, Trevor tendría menos problemas con él. -Dejó la bandeja en la mesa-. Iré a ver a qué espera Brenner con el café. Pensé que venía detrás de mí.

– Para mi no. No quiero nada. -Se volvió hacia la puerta-. Creo que me iré a mi habitación. Ha sido un largo día.

– Sí, sí que lo ha sido. Puede que sea lo mejor. El sueño aclara las ideas.

– Mis ideas están claras, Bartlett. -Estaba mintiendo. Sus pensamientos estaban sumidos en el caos, y era incapaz de alejar el recuerdo de las palabras de Trevor de su mente. Tenía que admitirlo, no podía quitárselo a él de la cabeza. Desde el instante en que lo había visto en el exterior de la residencia, la tensión sexual no había cesado de aumentar, de extenderse, aunque ella había intentado ignorarla. Ya no cabía ignorarla, después de lo que él había dicho. Estaba allí, delante de ella, y tenía que enfrentarse a ello y aceptarlo.

– Me alegro -dijo Bartlett con delicadeza-. Pareces un poco inquieta. ¿Puedo ayudarte en algo?

– No, estoy bien. -Se obligó a sonreír mientras empezaba a dirigirse hacia la puerta-. Gracias. Buenas noches, Bartlett.

– Que tengas dulces sueños.

La perspectiva más dulce que Jane podría tener sería no soñar en absoluto. Ni con Cira ni con su condenada carrera por aquel túnel. Y ni con Trevor, que se había enseñoreado en buena medida de sus pensamientos desde que entró en su vida hacía cuatro años.

¡Por Dios!, se había esforzado tanto en borrarlo de su memoria. Cuando aquello falló, había utilizado los recuerdos, había vivido con ellos en un intento de desactivar su fuerza. Había creído que lo había conseguido.

Y un cuerno. Él ni siquiera la había tocado, y su cuerpo le hormigueaba, vivo, necesitado…

No, no necesitaba a Trevor. No lo necesitaba en absoluto. La palabra sugería debilidad, y ella no era débil. No necesitaba a nadie.

Empezó a subir las escaleras. Iría a su habitación y le sacaría provecho a aquella ducha caliente que Bartlett había elogiado tan elocuentemente. Luego, llamaría a Eve y hablaría con ella, y poco a poco aquel caos disminuiría o desaparecería por completo.

Se estaba engañando. Sería necesario algo más que una charla con la persona que más quería para apaciguar aquella inquietud. Tendría que hacer lo que siempre hacía con un problema: se enfrentaría a él, lo haría suyo y luego encontraría la manera de librarse de él.


– Te he traído tu café, Trevor -dijo Bartlett cuando abrió la puerta de la biblioteca-. Alguien tiene que bebérselo, después de las molestias que se ha tomado Brenner en hacerlo. Es muy susceptible.

– Y nadie quiere que se ofenda. -Trevor lo observó mientras ponía la bandeja encima de la mesa-. ¿Dos tazas?

– Yo tampoco me tomé la mía. Estábamos todos demasiado ocupados andando de puntillas para intentar evitar tus malos modales. -Sirvió dos tazas de café-. Esa exhibición no fue digna de ti.

– Ya he cubierto el cupo de sermones por esta noche, Bartlett.

– El chico sólo quería impresionarla. En cualquier otro momento lo habrías ignorado. No esta a tu nivel.

– Ya lo sé. -Trevor le dio un sorbo al café-. De lo contrario habría sido muchísimo más duro con él. Estaba de un humor de perros.

Bartlett asintió con la cabeza.

– El monstruo de los ojos verdes. Fue reconfortante verte echándole semejante broncazo. Me divertí mucho.

– Estoy seguro de eso. ¿Por qué no me dejas solo? Venable llamó durante la cena y tengo que devolverle la llamada.

– Cuando me termine el café. -Bartlett se retrepó en la silla-. Has manejado la situación con mucha torpeza. Jane se sintió inclinada a defenderlo. Está en su naturaleza.

– ¿Ahora tengo que aceptar el consejo de un hombre que se ha divorciado tres veces? Tu cualificación para ello es una mierda, Bartlett.

– Puede que no haya sido capaz de conservar a una mujer, pero siempre he podido ligar.

– No quiero ligar con Jane. ¿Cuándo te has enterado de que quisiera semejante carga?

– Bueno, estoy seguro de que la lujuria ocupa un lugar destacado en tu comportamiento. Después de cuatro años de espera, es bastante razonable.

– Estás equivocado, Bartlett.

Bartlett negó con la cabeza.

– Oh, ya sé que has tenido otras mujeres desde que te fuiste de Herculano. Aquella tal Laura me gustaba realmente. Me recordaba a mi…

– Largo.

Bartlett sonrió y se terminó el café.

– Ya me voy. Solo deseaba concederte el beneficio de mi vasta experiencia. Esta noche demostraste que la necesitabas. Y considerando lo desenvuelto que eres, me has sorprendido. Me estaba sintiendo maravillosamente superior, hasta que empecé a sentir lástima por Jane.

– Ella puede cuidar de sí misma. -Los labios de Trevor se torcieron en una mueca-. ¿O estás insinuado que es demasiado joven para saber lo que quiere? ¿Y qué estaría mejor ligando con un muchacho idealista como Mario?

– No he dicho tal cosa. -Bartlett se levantó-. Pero te he visto cuando pasas al ataque. En cuanto te decides, no te detienes. Tienes muchos más años de experiencia que Jane, y eso podría…

– Tengo treinta y cuatro años -dijo con los dientes apretados-. No soy Matusalén.

Bartlett se rió entre dientes.

– Pensé que eso te escocería. Me voy ya.

– Bastardo.

– Te lo mereces por comportarte como un burro durante la cena. Me gusta disfrutar de mis comidas, y cualquier cosa que afecte a mi digestión corre peligro de aniquilación. -Se dirigió a la puerta-. Recuérdalo la próxima vez que te sientas tentado de abrasar a cualquier otro jovencito con tu mala leche.

Cerró la puerta tras él antes de que Trevor pudiera responder.

Pícaro hijo de puta. Si no le tuviera tanto aprecio, lo arrojaría desde lo alto de los parapetos de aquel condenado castillo. Podría hacerlo de todos modos, si Bartlett seguía provocándolo. Sin duda su carácter no era en absoluto estable en ese momento, o de lo contrario no habría tratado a Mario de manera tan idiota. Bartlett tenía razón, había sido una torpeza, y él se enorgullecía de su destreza.

Y había sido igualmente torpe con Jane en la conversación posterior. Debería haber mantenido la distancia y dejar que ella se volviera a acostumbrar a él.

¡Carajo, no! Ella no necesitaba acostumbrarse a él. Era como si nunca hubieran estado separados, y él era incapaz de comportarse de ninguna otra manera cuando estaba con ella. Él no era Bartlett, y no…

El teléfono sonó. Venable.

– Todavía no lo tengo -dijo antes de que Venable pudiera hablar-. Tal vez dentro de unos días. Mario está trabajando en otro pergamino de Cira.

– ¿Y si ese tampoco resulta? -La voz de Venable rezumaba tensión-. Tenemos que avanzar.

– Lo haremos. Pero si no podemos encontrar nada más, entonces seguiremos esa vía. Tenemos tiempo.

– No mucho. Estoy tentado de ir ahí y encargarme de esos pergaminos y…

– Hágalo y recibirá un montón de cenizas.

– No sería capaz de hacer eso. Esos pergaminos no tienen precio.

– Para usted. En cuanto los leo, dejan de significar algo para mí. Así de cernícalo soy.

Venable empezó a decir palabrotas.

– Creo que voy a colgar. Ya he tenido suficientes insultos por una noche. Le llamaré cuando tenga algo concreto.

– No, espere. Hemos interceptado una llamada esta noche de la tal MacGuire. Telefoneó a Eve Duncan.

– ¿Y qué?

– Le habló de Grozak, de la Pista de MacDuff, de todo…

– No es de extrañar. Están muy unidas.

– No debería haberla llevado allí.

– No me diga lo que debo hacer, Venable.

Pulsó la tecla de desconexión. Al cabo de dos minutos Venable volvería a llamar, disculpándose y diciéndole que la desesperación le había hecho perder los nervios.

Que se fuera a la mierda. Venable no era un mal tipo, aunque estaba empezando a sacarlo de quicio. Era un hombre asustado y tenía miedo de que Trevor fuera a meter la pata.

Meter la pata parecía que era el nombre del juego de esa noche, reflexionó Trevor con arrepentimiento. Bueno, estaba cansado de analizar todo lo que hacía o decía. Había vivido valiéndose del instinto la mayor parte de su vida, y así es como manejaría aquella situación.

Se dirigió a la ventana. Esa noche la luna brillaba con intensidad, y Trevor pudo ver los escarpados acantilados y el mar tras ellos. ¿Cuántas veces habría hecho lo mismo Angus MacDuff, mirando a través de la ventana y pensando sobre el siguiente viaje, la siguiente incursión, la siguiente cacería?

La cacería.

Se volvió y se dirigió a la puerta. Necesitaba aclarar su cabeza y poner sus prioridades en orden, y sabía adonde ir para conseguirlo. A la Pista.


Jane se dio una ducha larga antes de ponerse una de las gigantescas camisas de franela de Bartlett y meterse en aquella enorme cama.

Tenía que dormir. Tenía que olvidar a Trevor y la escena que había tenido lugar abajo. Él era el gran manipulador, y el que sabía lo que había pretendido diciéndole que quería acostarse con ella. Podría ser que estuviera ansioso por poseerla, o quizá tan solo estuviera utilizando el conocimiento que tenía de los deseos de Jane para empujarla por la senda por la que él quería que fuera. Lo inteligente sería fingir que no había ocurrido nada, tirar para adelante y hacer lo que ella tenía que hacer allí.

Pero aquello no iba con su carácter. Jane no podía seguir dándole vueltas y más vueltas e ignorar el cartucho de dinamita. Trevor se lo había tirado. Tenía que hacerle frente, y no sentía ningún deseo de hacerlo.

¡Por Dios!, tenía calor. Las pesadas colgaduras de terciopelo de la habitación eran asfixiantes. O quizá ella estaba tan saturada que se le antojaban calurosas. Daba igual. Necesitaba aire…

Es una noche sin aire.

No, aquello era un sueño, el sueño con Cira.

Descorrió las cortinas y abrió la pesada ventana de bisagras.

El claro de luna brillaba sobre el antiguo patio de abajo.

¿Antiguo? Comparado con las ruinas de Herculano, aquel castillo no tenía nada de antiguo. Sin embargo le pareció viejo, cuando pensó en la relativa juventud de los Estados Unidos y de la ciudad de Atlanta, donde había nacido. La Pista de MacDuff tenía un no sé qué inquietante que lo diferenciaba de Herculano. En ésta, el peso de los milenios le obligaba a uno a aceptar la muerte de la ciudad y de sus habitantes. Allí, en aquel castillo, uno todavía podía imaginar a los escoceses que lo habían habitado caminando por la carretera que conducía al castillo o saliendo por aquella cancela para…

Alguien estaba parado junto a la puerta del establo, al otro lado del patio, mirando el castillo.

¿MacDuff?

No, aquel hombre era delgado, casi desgarbado, y parecía tener el pelo claro, no negro. Seguro que no era MacDuff. Sin embargo, de lo que no había ninguna duda era de la intensidad de su lenguaje corporal.

El hombre se puso tenso, la mirada fija sobre alguien o algo que había en la escalinata delantera. Luego, volvió a desaparecer en el interior del establo. ¿A quién había visto?

A Trevor.

Lo vio dirigirse hacia la cancela. Aun después de todos esos años ella no tenía ningún problema en reconocer aquella ligereza en los andares. Los coches estaban aparcados en el patio, pero él no hizo ningún intento de utilizar los vehículos.

¿Adónde demonios iba?

Según parecía no era la única en hacerse esa pregunta. Un hombre enfundado en un impermeable salió de las sombras cuando Trevor se acercó. ¿Uno de los guardas de los que le había hablado Trevor? Los dos hombres hablaron durante un momento, y luego Trevor lo dejó atrás y atravesó la cancela. El guarda volvió a desaparecer entre las sombras.

El terreno era escabroso y agreste en el exterior del castillo y no invitaba a dar un paseo informal. ¿Iba a reunirse con alguien? Si era así, quien quiera que fuera ya debía haber llegado, porque no se veía la luz de ningún coche perforando la oscuridad.

¿Y qué hacía saliendo sin protección, cuando había sido él quien le había dicho que era peligroso? Si Grozak lo odiaba tanto como él decía, entonces Trevor sería su objetivo principal.

El miedo la dejó helada. Pero reaccionó al instante. ¡Por Dios!, Trevor no era asunto suyo. Si era lo bastante idiota para salir a pasear allí fuera, por aquella tierra de nadie, entonces se merecería lo que le ocurriera. Podía cuidar de sí mismo.

Y ella no se iba a quedar allí de pie, observando para ver si volvía a cruzar sano y salvo la cancela. Cerró la ventana y corrió las cortinas. Un instante después se estaba arrastrando bajo las sábanas y cerraba los ojos.

Tenía que dormir. No le iba a hacer ningún bien preocuparse por aquel arrogante bastardo. Tenía que dejar de pensar en él. ¿Pero adonde demonios había ido?


* * *
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