Es miércoles. Se ha levantado temprano, pero Lucy madruga más que él. La encuentra contemplando los gansos silvestres de la presa.
– ¿No son hermosos? -dice ella-. Vienen todos los años sin falta, y siempre son esos tres, siempre los mismos. Me siento muy afortunada de recibir su visita, de ser la elegida.
Tres. En cierto modo, podría ser una solución. Él, con Lucy y Melanie. O él, con Melanie y con Soraya.
Desayunan juntos y sacan a los dos dóberman a dar un paseo.
– ¿Tú crees que podrías vivir aquí, en este rincón apartado del mundo? -le pregunta Lucy de sopetón.
– ¿Por qué lo dices? ¿Es que necesitas un perrero nuevo?
– No, no estaba pensando en eso. Pero estoy segura de que podrías encontrar un trabajo en la Universidad de Rhodes, seguro que tienes contactos ahí, o si no en Port Elizabeth.
– No lo creo, Lucy. La verdad es que lo dudo mucho. Ya no estoy en el circuito. El escándalo me seguirá adonde quiera que vaya, lo llevo pegado a la piel. No, si encontrase un puesto de trabajo tendría que ser algo oscuro, como contable por ejemplo, si es que todavía existe ese oficio, o ayudante en una perrera.
– Pero si lo que pretendes es poner fin a la propagación del escándalo, ¿no crees que deberías defenderte, plantar cara? ¿No crees que las habladurías se multiplicarán sin cesar si te limitas a huir?
De niña, Lucy había sido apacible, retraída, y había estado presta a observarlo, pero nunca, al menos por lo que alcanzaba a colegir, a juzgarlo. Ahora, a sus veintitantos, ha comenzado a distinguirse. Los perros, la jardinería y el huerto, los libros de astrología, sus ropas asexuadas: en cada uno de esos rasgos reconoce una declaración de independencia tan considerada como determinada. También en su manera de volver la espalda a los hombres. En el modo en que hace su propia vida. En cómo sale de su propia sombra y la deja atrás. ¡Bien! ¡Eso le agrada!
– ¿Eso es lo que crees que he hecho? -pregunta-. ¿Huir simplemente de la escena del crimen?
– Bueno, lo cierto es que te has retirado. En la práctica, ¿qué diferencia puede haber?
– No entiendes el meollo de la cuestión, cariño. La defensa que pretendes que haga es la defensa de un caso que ya no se sostiene. Se cae por su propio peso. Al menos en los tiempos en que vivimos. Si tratara de hacer esa defensa, nadie me prestaría la menor atención.
– Eso no es verdad. Aun cuando seas lo que dices ser, un dinosaurio moral, siempre habrá cierta curiosidad por oír lo que tenga que decir el dinosaurio. Yo, de entrada, siento curiosidad. ¿Cuál es tu defensa? A ver, oigámosla.
Él titubea. ¿De veras aspira a que él devane todavía más intimidades?
– Mi defensa se apoya en los derechos del deseo -dice-. En el dios que hace temblar incluso a las aves más diminutas.
Vuelve a verse en el piso de la muchacha, en su dormitorio, mientras fuera llueve a cántaros y del calefactor de la esquina emana un olor a parafina; vuelve a verse arrodillado sobre ella, quitándole la ropa, mientras ella deja los brazos yertos como si fuese una muerta. Fui un sirviente de Eros: eso es lo que desea decir, pero ¿será capaz de semejante desfachatez? Fue un dios el que actuó a través de mí. ¡Qué vanidad! Y sin embargo, no es mentira, no lo es del todo. En toda esta penosa historia hubo algo sin duda generoso que hizo todo lo posible por florecer. ¡Si al menos hubiera sabido que iba a ser tan corto…!
Vuelve a intentarlo, esta vez más despacio.
– Cuando eras pequeña, cuando todavía vivíamos en Kenilworth, los vecinos de al lado tenían un perro, un setter irlandés. No sé si te acuerdas.
– Vagamente.
– Bueno, pues era un macho. Cada vez que por el vecindario asomaba una perra en celo se excitaba y se ponía como loco, era casi imposible de controlar. Con una regularidad pavloviana, los dueños le pegaban. Y así fue hasta que llegó un día en que el pobre perro ya no supo qué hacer. Nada más olfatear a la perra echaba a corretear por el jardín con las orejas gachas y el rabo entre las patas, gimoteando, tratando de esconderse.
Hace una pausa.
– No entiendo adónde pretendes llegar -dice Lucy. Ciertamente, ¿adónde pretende llegar?
– En aquel espectáculo había algo tan innoble, tan ignominioso, que llegaba a desesperarme. A mí me parece que puede castigarse a un perro por una falta como morder y destrozar una zapatilla. Un perro siempre aceptará una justicia de esa clase: por destrozar un objeto, una paliza. El deseo, en cambio, es harina de otro costal. Ningún animal aceptará esa justicia, es decir, que se le castigue por ceder a su instinto.
– Así pues, a los machos hay que permitirles que cedan a sus instintos sin que nadie se lo impida. ¿Esa es la moraleja?
– No, esa no es la moraleja. La ignominia del espectáculo de Kenilworth estriba en que el pobre perro había comenzado a detestar su propia naturaleza. Ya ni siquiera era necesario darle una paliza. Estaba dispuesto a castigarse a sí mismo. Llegados a ese punto, habría sido preferible pegarle un tiro.
– O haberlo castrado.
– Puede ser. Pero en lo más hondo de su ser seguramente habría preferido recibir un disparo. Habría preferido esa solución al resto de las opciones que se le ofrecían: por una parte, renunciar a su propia naturaleza; por otra, pasarse el resto de sus días dando vueltas por el cuarto de estar, suspirando, olfateando al gato, volviéndose corpulento y reposado.
– David, ¿tú te has sentido siempre así?
– No, no siempre. Alguna vez me he sentido exactamente a la inversa: he sentido que el deseo es una pesada carga sin la cual podría apañármelas estupendamente.
– Debo decir -dice Lucy- que ese es el planteamiento hacia el que más me inclino.
Él espera a que continúe, pero no lo hace.
– En cualquier caso -añade ella-, y por volver al asunto en cuestión, está claro que has sido expulsado y que eso deja sanos y salvos a tus colegas: ahora que el chivo expiatorio anda suelto por ahí, bien lejos, pueden respirar tranquilos.
¿Una afirmación? ¿Una pregunta? ¿Cree de veras que no es sino un chivo expiatorio?
– No creo que eso del chivo expiatorio sea la mejor manera de explicarlo -dice con cautela-. En la práctica, eso del chivo expiatorio funcionaba mientras hubiera un poder religioso que lo avalase. Se cargaban todos los pecados de la ciudad a lomos del chivo, se le expulsaba de la ciudad y la ciudad quedaba limpia de pecado. Si funcionaba, es porque todos los implicados sabían interpretar el ritual, incluidos los dioses. Luego resultó que murieron los dioses, y de golpe y porrazo fue preciso limpiar la ciudad sin ayuda divina. En vez de ese simbolismo fueron necesarios otros actos, actos de verdad. Así nació el censor en el sentido romano del término. La vigilancia pasó a ser la clave, la vigilancia de todos sobre todos. El perdón fue reemplazado por la purga.
Está dejándose llevar; sin querer, ha empezado a hilvanar una conferencia.
– De todos modos -concluye-, una vez que me he despedido de la ciudad, ¿qué es lo que hago ahora en el campo?
Ayudar a cuidar a los perros. Ser la mano derecha de una mujer especializada en esterilización y eutanasia.
Lucy se echa a reír.
– ¿Bev? ¿Tú crees que Bev forma parte del aparato represivo? ¡Bev te tiene miedo, hombre! Tú eres profesor; ella jamás había tratado a un profesor como los de antes. Le da miedo cometer errores gramaticales al hablar contigo.
Por el camino avanzan tres hombres hacia ellos, o dos hombres y un chico. Caminan deprisa, a largas zancadas, como los campesinos. El perro que camina junto a Lucy se detiene, se le eriza el pelo.
– ¿Es como para que nos pongamos nerviosos? -pregunta él.
– No lo sé.
Acorta la correa de los dóberman. Los hombres llegan a su altura. Un movimiento de cabeza, un saludo, pasan de largo.
– ¿Quiénes son? -pregunta.
– No los había visto en mi vida.
Llegan a la linde de la plantación y vuelven sobre sus pasos. Ya no se ven los hombres.
Mientras se acercan a la casa, oyen la algarabía de los perros enjaulados. Ladran sin cesar. Lucy aviva el paso.
Los tres están esperándolos. Los dos hombres permanecen algo apartados mientras el chico azuza a los perros y gesticula con brusquedad, amenazador. Los perros, enrabiados, ladran y le enseñan los dientes. El perro que lleva Lucy al lado trata de soltarse de la correa dando tirones. Incluso la vieja bulldog que él parece haber adoptado como si le perteneciera gruñe.
– ¡Petrus! -llama Lucy. Pero no hay ni rastro de Petrus-. ¡Apártate de los perros! -exclama-. Hamba!
El chico retrocede y se reúne con sus acompañantes. Tiene la cara chata, inexpresiva, ojos de cerdo; lleva una camisa floreada, unos pantalones abolsados, un pequeño sombrero de paja para resguardarse del sol. Sus compañeros llevan los dos sendos monos de trabajo de dril azul. El más alto es apuesto, asombrosamente apuesto; tiene la frente alta y los pómulos bien dibujados, con unas fosas nasales amplias, abiertas.
Al aproximarse Lucy, los perros parecen calmarse. Abre la tercera jaula y hace pasar dentro a los dóberman. Un gesto sin duda valiente, piensa él, pero ¿será sensato?
– ¿Qué desean? -interpela ella a los hombres.
Habla el más joven.
– Hemos de telefonear.
– ¿Por qué han de telefonear?
– Su hermana -hace un vago gesto hacia atrás- está teniendo un accidente.
– ¿Un accidente?
– Sí, muy grave.
– ¿Qué clase de accidente? -Un niño.
– ¿Su hermana está teniendo un niño? -Sí.
– ¿De dónde son ustedes?
– De Erasmuskraal.
Lucy y él intercambian una mirada. Erasmuskraal, dentro de los límites de la concesión de explotación forestal, es una aldea que carece de electricidad, de teléfono. La historia parece verosímil.
– ¿Por qué no han llamado desde el puesto forestal? -Nadie allí.
– Quédense ahí -dice Lucy, y luego se dirige al chico-: ¿Quién es el que desea telefonear?
Señala al hombre más alto, al más apuesto.
– Pase -dice. Abre el cerrojo de la puerta de atrás y entra. El más alto la sigue. Al cabo de un instante, el otro lo roza al pasar y también entra en la casa.
Hay algo que no encaja: lo sabe en el acto.
– ¡Lucy, ven aquí! -la llama, sin saber de momento si seguirlos al interior o esperar ahí fuera, donde podrá vigilar al chico.
De la casa tan solo le llega el silencio.
– ¡Lucy! -vuelve a llamar, y a punto está de entrar cuando el cerrojo se cierra por dentro.
– ¡Petrus! -grita a voz en cuello.
El chico se vuelve y echa a correr a toda velocidad hacia la puerta de delante. Él suelta la correa del bulldog.
– ¡Tras él! -le grita. El perro sale al trote, pesadamente, tras el chico.
A la entrada de la casa los alcanza él. El chico ha empuñado una estaca de las que se usan como rodrigón y la emplea para mantener al perro a raya.
– ¡Ssh… ssh… ssh! -jadea sin dejar de esgrimir el palo. Gruñendo, el perro lo rodea trazando círculos a izquierda y derecha.
Los deja allí y vuelve corriendo a la puerta de la cocina. La hoja inferior no está asegurada: bastan unas cuantas patadas para que se abra. Se agacha y, a gatas, entra en la cocina.
Lo alcanza un golpe en la coronilla. Tiene tiempo de pensar: si todavía estoy consciente es que estoy bien, pero los miembros se le vuelven de agua y se desploma.
Es consciente de que alguien lo arrastra por el suelo de la cocina. Entonces se desvanece.
Yace boca abajo sobre unas baldosas frías. Trata de ponerse en pie, pero de algún modo tiene las piernas bloqueadas, no puede moverlas. Vuelve a cerrar los ojos.
Está en el lavabo, el lavabo de la casa de Lucy. Aturdido, mareado, logra ponerse en pie. La puerta está cerrada; la llave ha desaparecido.
Se sienta en el retrete y procura reponerse. La casa está en silencio; los perros ladran, aunque más parece por obligación que por estar frenéticos.
– ¡Lucy! -exclama con la voz quebrada. Y luego, más fuerte-: ¡Lucy!
Trata de liarse a patadas con la puerta, pero no está en su mejor momento, y dispone de poquísimo espacio, y la puerta es demasiado antigua, demasiado maciza.
Así pues, por fin ha llegado el día de la prueba. Sin aviso previo, sin fanfarrias, está ahí y él está en medio. Dentro del pecho, el corazón le martillea tan fuerte que también él, aunque sea con torpeza, tiene que haber caído en la cuenta. ¿Cómo han de comportarse él y su corazón frente a la prueba?
Su hija está en manos de unos desconocidos. Dentro de un minuto, dentro de una hora ya será demasiado tarde; todo lo que a ella esté pasándole quedará esculpido en piedra, pertenecerá al pasado. Pero ahora todavía no es demasiado tarde. Ahora es preciso hacer algo.
Aunque se esfuerza por oír algo, no discierne el menor sonido en la casa. Y está claro que si su hija estuviera llamando a alguien, aunque fuera amordazada, sin duda la oiría.
Aporrea la puerta.
– ¡Lucy! -grita-. ¡Lucy! ¡Dime algo!
Se abre la puerta, recibe un golpe, pierde el equilibrio. Ante él está el segundo de los hombres, el más bajo, con una botella de litro, vacía, sujeta por el gollete.
– Las llaves -dice el hombre.
– No.
El hombre le propina un empujón. Retrocede, se queda sentado de nuevo en el retrete. El hombre levanta la botella. Se le nota cierta placidez en la cara: ni rastro de cólera. Lo que hace es meramente su trabajo: se trata de conseguir que alguien le entregue un objeto. Si entraña el golpearlo con una botella, lo hará sin vacilar. Le golpeará tantas veces como sea necesario, y si es necesario le romperá la botella en la crisma.
– Tómelas -dice-. Llévenselo todo, pero dejen en paz a mi hija.
Sin mediar palabra, el hombre toma las llaves y vuelve a encerrarlo.
Se estremece. Son un trío peligroso. ¿Por qué no lo reconoció cuando estaba a tiempo? Lo cierto es que no le han hecho daño: a él todavía no. ¿No cabe tal vez la posibilidad de que la casa contenga suficientes objetos para que se den por satisfechos? ¿No es posible que también dejen a Lucy sin hacerle ningún daño?
Desde detrás de la casa le llegan unas voces. Los ladridos de los perros vuelven a crecer, se les nota más excitados. Se pone de pie sobre la tapa del retrete y otea entre los barrotes del ventanuco.
Con el fusil de Lucy y una abultada bolsa de basura, el segundo hombre desaparece en ese instante al doblar la esquina de la casa. Se cierra la portezuela de un coche. Reconoce el ruido: es su coche. El hombre reaparece con las manos vacías. Durante un instante, los dos se miran directamente a los ojos. «Hai!», dice el hombre; sonríe con mala cara y le grita algunas palabras. Se oye una carcajada. Acto seguido, el chico se le suma y los dos se plantan bajo el ventanuco, inspeccionando al prisionero y discutiendo su destino.
Él habla italiano, habla francés, pero el italiano y el francés no le salvarán allí donde se encuentra, en lo más tenebroso de África. Está desamparado como una solterona, como un personaje de dibujos animados, como un misionero con su sotana y su salacot a la espera, las manos entrelazadas y los ojos clavados en el cielo, mientras los salvajes parlotean en su lenguaje incomprensible y se preparan para meterlo de cabeza en un caldero de agua hirviendo. La obra de las misiones: ¿qué ha dejado en herencia tan inmensa empresa destinada a elevar las almas? Nada, o nada que él alcance a ver.
Ahora aparece el más alto, el que lleva el fusil. Con la tranquilidad que da la práctica, introduce un cartucho en la recámara y apunta a la jaula de los perros. El mayor de los pastores alemanes, que babea de cólera, le gruñe y le tira mordiscos. Se oye un estampido; la sangre y los sesos se esparcen dentro de la jaula. Cesan los ladridos un instante. El hombre hace otros dos disparos. Un perro, alcanzado en el pecho, muere en el acto; el otro, con una herida abierta en el cuello, se sienta con pesadez, baja las orejas y sigue con la mirada los movimientos de ese individuo que ni siquiera se toma la molestia de administrarle un tiro de gracia.
Se hace el silencio. Los tres perros que quedan, sin un lugar donde esconderse, se retiran hasta el fondo de la perrera y gimen con voz queda. Tomándose su tiempo entre disparo y disparo, el hombre los liquida.
Se oyen pasos por el corredor y la puerta del lavabo vuelve a abrirse de golpe. Ante él aparece el segundo hombre; a sus espaldas vislumbra al chico de la camisa floreada, que está zampándose una tarrina de helado. Trata de abrirse paso de un empellón, rebasa al hombre, cae entonces de golpe. Una especie de zancadilla: deben de ser jugadores de fútbol.
Mientras permanece tendido en el suelo, es rociado de pies a cabeza con un líquido. Le arden los ojos, trata de frotárselos. Reconoce el olor: alcohol de quemar. Se esfuerza por levantarse, pero es empujado de nuevo al lavabo. Oye el frotar de un fósforo contra la raspa de la caja y en el acto se encuentra bañado por una llamarada azul.
¡Estaba equivocado! Ni su hija ni él van a quedar a sus anchas así como así. Se puede quemar, puede morir; si él puede morir, también puede morir Lucy, ¡sobre todo Lucy!
Se golpea la cara como un poseso; el cabello chisporrotea al prenderse; se revuelca, emite aullidos informes tras los cuales no hay una sola palabra. Trata de ponerse en pie, pero es obligado por la fuerza a permanecer tendido. Por un instante se aclara su visión y ve, a menos de un palmo de la cara, la pernera de dril azul y un zapato. La puntera está doblada hacia arriba; tiene briznas de hierba prendidas en la costura.
Una llama baila sin hacer ruido en el dorso de su mano. Logra arrodillarse y mete la mano en la taza del váter. Detrás de él, la puerta se cierra y la llave gira en la cerradura.
Se asoma a la taza del váter para salpicarse la cara con el agua y mojarse la cabeza. Percibe un desagradable olor a cabello chamuscado. Se pone en pie, apaga a manotazos las últimas llamaradas que tiene en la ropa.
Con bolas de papel higiénico empapadas en el agua de la taza se enjuaga la cara. Le escuecen los ojos, tiene un párpado casi cerrado del todo. Se pasa la mano por la cabeza y se mira las yemas de los dedos, renegridas por el hollín. Aparte de un trozo junto a la oreja, parece que se ha quedado sin pelo. Tiene todo el cuero cabelludo en carne viva, quemado del todo. Quemado, requemado.
– ¡Lucy! -grita-. ¿Estás ahí?
Tiene una visión: Lucy lucha contra los dos hombres vestidos de dril azul, se debate por librarse de ellos. Es él quien se retuerce, tratando de quitarse la imagen de la cabeza.
Oye arrancar su coche, oye el crujido de los neumáticos sobre la gravilla. ¿Ha terminado? ¿Es que, por increíble que parezca, ya se marchan?
– ¡Lucy! -grita una y otra vez, hasta oír un deje de locura en su propia voz.
Por fin, bendita sea, la llave gira en la cerradura. Cuando la puerta se abre del todo, Lucy ya le ha dado la espalda. Lleva un albornoz, está descalza, tiene el cabello húmedo.
Él la sigue por la cocina; la cámara frigorífica está abierta y hay comida desparramada por el suelo. Ella ha llegado hasta la puerta de atrás, y contempla la carnicería de la perrera.
– ¡Mis perros, mis queridos perros! -la oye murmurar.
Abre la primera de las jaulas y entra. El perro que tiene la herida en el cuello todavía respira. Se inclina sobre él, le habla. El perro menea el rabo débilmente.
– ¡Lucy! -vuelve a llamarla, y ahora por vez primera ella lo mira. Frunce el ceño.
– Pero… ¿qué demonios te han hecho? -dice.
– ¡Mi queridísima hija! -dice él. La sigue hasta la jaula y trata de abrazarla. Con suavidad, pero decidida, ella rechaza su intento de abrazo.
El cuarto de estar es un desastre, igual que su propia habitación. Faltan cosas: su chaqueta, sus mejores zapatos… Y no es más que el principio.
Se mira en un espejo. Un amasijo de ceniza marrón, eso es todo cuanto queda de su pelo: le cubre el cuero cabelludo, la frente. Debajo de la ceniza, el cuero cabelludo se le ha tornado de un rosa intenso. Toca la piel: le duele, empieza a supurar. Tiene un párpado hinchado, cerrado; ha perdido las cejas y las pestañas.
Va al cuarto de baño, pero encuentra la puerta cerrada. -No entres -oye decir a Lucy. -¿Te encuentras bien? ¿Te han hecho daño? Son preguntas estúpidas. Ella no contesta.
Procura lavarse la ceniza poniendo la cabeza bajo el grifo del fregadero, echándose vasos y más vasos de agua por encima. El agua le gotea por la espalda; tiene un estremecimiento de frío.
Sucede a diario, a cada hora, a cada minuto, se dice; sucede por todos los rincones del país. Date por contento de haber escapado de esta sin perder la vida. Date por contento de no ser ahora mismo un prisionero dentro del coche que se larga a toda velocidad, o de no estar en el fondo de un donga, un cauce seco, con un balazo en la cabeza. Date por contento de tener aún a Lucy. Sobre todo a Lucy.
Es un riesgo poseer cualquier cosa: un coche, un par de zapatos, un paquete de tabaco. No hay suficiente para todos, no hay suficientes coches, zapatos ni tabaco. Hay demasiada gente, y muy pocas cosas. Lo que existe ha de estar en circulación, de modo que todo el mundo tenga la ocasión de ser feliz al menos un día. Esa es la teoría: aferrate a la teoría, a los consuelos de la teoría. No es una maldad de origen humano, sino un vastísimo sistema circulatorio ante cuyo funcionamiento la piedad y el terror son de todo punto irrelevantes. Así es como hay que considerar la vida en este país: en sus aspectos más esquemáticos. De lo contrario, uno se volvería loco. Coches, zapatos, tabaco; también las mujeres. Ha de haber algún hueco dentro del sistema, un hueco para las mujeres y lo que les sucede.
Lucy ha aparecido por detrás de él. Se ha puesto unos pantalones y una gabardina; se ha peinado, se ha lavado la cara, está inexpresiva. Él la mira a los ojos.
– Querida, queridísima mía… -dice, y se atraganta al sentir un sollozo repentino.
Ella ni siquiera mueve un dedo para consolarlo.
– Esa quemadura tiene muy mala pinta -comenta-. Hay aceite para niños en el armario del cuarto de baño. Échate un poco. ¿Ha desaparecido tu coche?
– Sí. Creo que se han ido en dirección a Port Elizabeth.
He de llamar a la policía.
– No puedes. Han destrozado el teléfono.
Ella lo deja. Él se sienta en la cama y espera. Aunque se ha echado una manta por encima, sigue temblando. Tiene hinchada una muñeca; le palpita de dolor. No logra recordar cómo se la ha lastimado. Ya anochece. Es como si toda la tarde hubiera pasado en un abrir y cerrar de ojos.
Vuelve Lucy.
– Han deshinchado las ruedas de la furgoneta -dice-. Iré caminando a casa de Ettinger. No creo que tarde. -Hace una pausa-. David, cuando te pregunten qué ha pasado, ¿te importaría contar solo tu propia historia, lo que te ha pasado a ti?
Él no la entiende.
– Tú cuenta lo que te ha pasado; yo contaré lo que me ha pasado a mí -repite.
– Vas a cometer un error -dice él con una voz que apenas pasa de ser un graznido.
– No, ni mucho menos -dice ella.
– ¡Mi niña, mi niña! -dice él, y le tiende los brazos. Como ella no acude, deja la manta a un lado, se pone en pie y la abraza. La siente rígida como un palo, sin intención de ceder ni un ápice.