18

Petrus ha conseguido que alguien le preste un tractor, aunque él no tiene ni idea de dónde lo ha sacado, y le ha adaptado un viejo arado rotatorio que estaba oxidándose detrás del establo desde mucho antes de que llegara Lucy a la granja. En pocas horas ha roturado todas sus tierras. Todo muy ágil y muy profesional; todo muy impropio de África. En los viejos tiempos -es decir, hace diez años- habría tardado varios días y solo habría contado con la ayuda de un buey y un arado.

Frente a este nuevo Petrus, ¿qué posibilidades tiene Lucy? Petrus llegó en calidad de aparcero, transportista, aguador. Ahora está demasiado ajetreado con sus cosas para hacerse cargo esas. ¿Dónde va a encontrar Lucy a alguien que le cave las zanjas, le lleve las cosas de acá para allá, se encargue del agua de riego? De ser esta una partida de ajedrez, él diría que Lucy ha perdido sus opciones en todos los frentes. Si tuviera algo de sentido común, renunciaría a todo: se acercaría al Banco de Crédito Agrícola, idearía un trato con ellos, consignaría la granja a nombre de Petrus, volvería a la civilización. Podría abrir una perrera o una simple guardería para perros en los suburbios; podría incluso ampliar el negocio a los gatos. También podría volver a lo que hacía con sus amigos en sus tiempos de hippy: labores de costura y tejido al estilo étnico, alfarería al estilo étnico, cestería al estilo étnico, venta de abalorios a los turistas.

Derrotada. No es difícil imaginar a Lucy dentro de diez años: una mujer gruesa, con surcos de tristeza en la cara, vestida con ropas muy pasadas de moda, hablando con sus animales, comiendo sola. Un asco de vida, pero mejor de todas formas que pasar sus días temerosa de sufrir una nueva agresión, cuando los perros ya no basten para protegerla y ya nadie coja el teléfono.

Se aproxima a Petrus, que está en el lugar que ha escogido para construir su nueva residencia. Está en una loma poco elevada, desde la que se domina la granja. El topógrafo ya le ha hecho una visita, las estacas ya están clavadas en los sitios correspondientes.

– ¿No te irás a encargar tú mismo de la construcción? -le pregunta.

Petrus se ríe.

– No, ese es un trabajo para especialistas -responde-. Para la albañilería, los alicatados y todo lo demás, hay que ser un especialista. No, yo solo cavaré las zanjas de los cimientos. Eso sí puedo hacerlo; para eso no hay que ser especialista, es un trabajo normal para un chico. Para cavar, basta con ser un chico.

Petrus pronuncia la palabra como si de veras le hiciera gracia. En otro tiempo sí fue un chico, ahora ya no. Ahora puede jugar a ser un chico, tal como María Antonieta pudo jugar a ser una sencilla lechera.

Va directo al grano.

– Si Lucy y yo nos volviésemos a Ciudad del Cabo, ¿tú estarías dispuesto a mantener en marcha la parte de la granja que le corresponde? Podríamos pagarte un salario, o podrías hacerlo con un porcentaje por determinar, un porcentaje sobre beneficios, claro.

– He de mantener en marcha la granja de Lucy -dice Petrus-. He de ser el capataz de la granja. -Pronuncia esas palabras como si no las hubiera oído nunca, como si acabaran de brotar delante de sus narices, tal como brota un conejo de una chistera.

– Pues sí, digamos que serías el capataz de la granja si es eso lo que quieres.

– Y algún día volvería Lucy.

– Estoy seguro de que volvería. Tiene muchísimo apego a esta granja. No tiene ninguna intención de abandonar, pero de un tiempo a esta parte lo ha pasado bastante mal. Necesita un respiro, unas vacaciones.

– Junto al mar -dice Petrus, y sonríe mostrándole los dientes amarillos de tanto fumar.

– Sí, junto al mar, si es lo que quiere. -Lo irrita esa costumbre que tiene Petrus de dejar las palabras suspendidas en el aire. Hubo un tiempo en que pensó que tal vez podría hacerse amigo de Petrus. Ahora lo detesta. Hablar con Petrus es como liarse a puñetazos con un saco lleno de arena-. No creo que ninguno de los dos tengamos ningún derecho. a tratar de influir en Lucy si ella decide tomarse un descanso -dice-. Ni tú, ni yo.

– ¿Cuánto tiempo he de ser el capataz de la granja?

– Todavía no lo sé, Petrus. Ni siquiera lo he comentado con Lucy, solo he comenzado a explorar esa posibilidad, a sondearte, por ver si estarías de acuerdo.

– Y he de hacerlo todo: he de dar de comer a los perros, he de plantar las verduras, he de ir al mercado…

– Petrus, no hace ninguna falta que confecciones una lista. Ni siquiera habrá perros. Si te lo pregunto es solo así, en términos generales: ¿estarías dispuesto a cuidar de la granja?

– ¿Y cómo iré al mercado si no tengo la furgoneta?

– Eso no es más que un detalle. Ya discutiremos los detalles más adelante. Ahora solo querría una respuesta en general, sí o no.

Petrus menea la cabeza.

– Es demasiado, es demasiado -dice.


Inesperadamente hay una llamada de la policía, de un tal sargento detective Esterhuyse, de Port Elizabeth. Han recuperado su vehículo. Está en el depósito de la comisaría de New Brighton, por donde puede pasar a identificarlo y a reclamarlo. Han detenido a dos hombres.

– Eso es estupendo -dice-. Ya casi había renunciado a toda esperanza.

– No, señor; el expediente sigue abierto durante dos años.

– ¿En qué condiciones se encuentra el coche? ¿Puede circular?

– Sí, puede circular.

En un estado de regocijo casi desconocido para él, viaja con Lucy a Port Elizabeth y luego a New Brighton, en donde siguen las indicaciones de Van Deventer Street hasta llegar a una comisaría de policía que es un edificio de una sola planta, como un fortín, rodeado por una valla de dos metros de altura coronada de alambre de espino. Hay señales que prohíben aparcar delante de la comisaría. Estacionan más abajo en la calle.

– Te espero en el coche -dice Lucy. -¿Seguro?

– Sí, no me gusta este sitio. Prefiero esperar.

Se persona en el departamento de denuncias, y de allí lo acompañan por un dédalo de pasillos hasta la Unidad de Vehículos Robados. El sargento detective Esterhuyse, un hombre bajito, rubio y gordo, revisa sus archivos y luego lo conduce a un aparcamiento en el que descansan veintenas de vehículos pegados unos a otros, sin dejar apenas una rendija entre ellos. Comienzan a recorrer las hileras.

– ¿Dónde lo han encontrado? -pregunta a Esterhuyse.

– Aquí mismo, en New Brighton. Ha tenido usted suerte. Lo corriente con los Corolla más antiguos es que los ladrones los desguacen para vender las piezas.

– Me dijo que se habían realizado dos detenciones.

– Dos individuos. Los pillamos gracias a un chivatazo. Encontramos una casa repleta de artículos robados. Televisores, vídeos, frigoríficos, de todo.

– ¿Y dónde están ahora?

– En libertad bajo fianza.

– ¿No habría sido más lógico llamarme antes de ponerlos en libertad, de modo que los identificase? Ahora que están en la calle, seguro que desaparecen. Eso lo sabe usted de sobra.

El detective guarda un silencio asfixiante.

Se detienen ante un Corolla blanco.

– Ese coche no es el mío -dice-. El mío tenía matrícula CA. Lo dice en el expediente. -Le señala el número que figura en la primera hoja: CA 507644.

– Suelen repintarlos, les ponen matrículas falsas, las cambian como si tal cosa.

– Con todo, este coche no es el mío. ¿Puede abrirlo?

El detective abre el coche. El interior huele a periódicos mojados y a pollo frito.

– No tenía equipo de música -dice-. No es mi coche. ¿Está seguro de que mi coche no estará en otro lugar del depósito?

Terminan un recorrido exhaustivo por el depósito. El coche no aparece. Esterhuyse se rasca el cogote.

– Haré una comprobación -dice-. Algo ha debido de traspapelarse. Déjeme su número de teléfono, lo llamaré.

Lucy lo espera sentada al volante de la furgoneta con los ojos cerrados. Él repica en la ventanilla, ella le abre la portezuela.

– Todo ha sido un error -dice al subirse al coche-. Tienen un Corolla, pero no es el mío.

– ¿Has visto a los hombres?

– ¿A los hombres?

– Dijiste que habían detenido a dos.

– Han vuelto a salir en libertad bajo fianza. De todos modos, no es mi coche. Esos dos detenidos no pueden ser los que se llevaron mi coche.

Se hace un silencio.

– ¿Te parece una conclusión lógica? -dice ella.

Arranca el motor y da un tirón del volante.

– No estaba al tanto de que tuvieras tanto interés en que los cogieran -dice él. Percibe la irritación que sin duda se le nota en la voz, pero no hace nada por frenarla-. Si los detienen, habrá un juicio y todo lo que un juicio comporta. Tendrás que testificar. ¿Estás preparada para eso?

Lucy apaga el motor. Se le pone la cara rígida y lucha por contener las lágrimas.

– Sea como fuere, la pista se ha enfriado. Nuestros amigos no van a dejarse sorprender, y menos en el estado en que se encuentra la policía. Más vale que nos olvidemos de todo el asunto.

Se contiene. Se está convirtiendo en un pelma, un pesado, pero eso no puede evitarlo.

– Lucy, de verdad creo que ya va siendo hora de que afrontes tus posibilidades. O te quedas a vivir en una casa repleta de feos recuerdos y sigues dándole vueltas a lo que te sucedió, o dejas a un lado todo el episodio, lo dejas atrás y comienzas un nuevo capítulo en otra parte. Tal como entiendo que están las cosas, tienes esas dos opciones. Sé que te gustaría quedarte, pero ¿no deberías considerar al menos el otro camino? ¿Es que no podemos hablar de esto como dos personas, como dos seres racionales?

Ella menea la cabeza.

– Yo ya no puedo hablar más, David. Es que no puedo -dice con suavidad, deprisa, como si le diera miedo que se le pudieran secar las palabras en la boca-. Sé que no me expreso con mucha claridad, y ojalá pudiera, créeme. Pero no puedo. No puedo por ser tú quien eres y por ser yo quien soy. Y lo lamento. Lamento lo de tu coche. Lamento la decepción.

Apoya la cabeza sobre los brazos; se estremece al ceder al llanto.

De nuevo lo invade un sentimiento conocido: apatía, indiferencia, pero también ingravidez, como si algo lo hubiera corroído por dentro y solo quedase la cáscara erosionada de su corazón. Un hombre en semejante estado, piensa, ¿cómo va a encontrar las palabras, cómo va a encontrar la música que traiga de vuelta a los muertos?

Sentada en el bordillo de la acera, a menos de cuatro metros, una mujer con zapatillas y un vestido hecho jirones los mira fijamente, enfurecida. Pone una mano protectora sobre el hombro de Lucy. Mi hija, piensa: mi queridísima hija. A quien no he sabido guiar. Mi hija, que un día de estos tendrá que guiarme.

¿Podrá ella olfatear sus pensamientos?

Es él quien se encarga de conducir. A mitad del camino de vuelta, con gran sorpresa por su parte oye hablar a Lucy.

– Fue algo tan personal… -dice-. Lo hicieron con tanto odio, de una manera tan personal… Eso fue lo que más me asombró. Lo demás… Lo demás casi era de esperar. ¿Por qué me odiaban tanto? Yo ni siquiera los había visto en toda la vida.

Espera a que diga más, pero por el momento parece haber terminado.

– Fue la historia lo que habló a través de ellos -propone al fin-. Una historia llena de errores. Míralo de esa manera, puede que te ayude. Tal vez te pareciera algo personal, pero no lo fue. Fue algo heredado de los ancestros.

– Eso no me lo pone más fácil. El sobresalto no desaparece. Me refiero al sobresalto que te produce el sentirte tan odiada. Durante el acto.

Durante el acto. ¿De veras querrá decir ella lo que él cree que quiere decir?

– ¿Todavía tienes miedo? -le pregunta.

– Sí.

– ¿Miedo de que vuelvan?

– Sí.

– ¿Pensaste que si no los acusabas ante la policía ya no volverían? ¿Fue eso lo que pensaste?

– No.

– ¿Entonces?

Ella guarda silencio.

– Lucy, todo podría ser muy sencillo. Cierra la perrera. Hazlo cuanto antes. Cierra la casa, págale a Petrus para que la vigile. Tómate un descanso, seis meses o un año, hasta que la situación haya mejorado en este país. Vete al extranjero. Vete a Holanda, yo pagaré los gastos. Cuando vuelvas, podrás empezar de nuevo.

– Si me marcho ahora, David, ya no volveré. Gracias por tu ofrecimiento, pero no saldrá bien. No puedes sugerirme nada que no haya pensado ya un centenar de veces.

– Entonces, ¿qué es lo que te propones?

– No lo sé. Decida lo que decida, eso sí, quiero decidirlo por mí misma, sin presiones. Hay algunas cosas que tú no comprendes ni por asomo.

– ¿Qué es lo que no comprendo?

– Para empezar, no comprendes lo que me ocurrió aquel día. Estás preocupado por mí, y eso es algo que te agradezco; crees que lo comprendes, pero al final resulta que no. ¿Sabes por qué? Porque es imposible que lo comprendas.

Él reduce la velocidad y termina por detener la furgoneta en el arcén.

– No, no pares -dice Lucy-. Aquí no. No es un buen sitio, es un tramo demasiado peligroso para pararse. Acelera.

– Muy al contrario, lo comprendo demasiado bien -dice-. Voy a pronunciar la palabra que hasta este momento hemos evitado. Fuiste violada. De manera múltiple. Violada por tres hombres.

– ¿Y?

– Tuviste miedo por tu vida. Tuviste miedo de que, después de ser utilizada, decidieran acabar con tu vida. Miedo de que se deshicieran de ti, porque ya no significabas nada para ellos.

– ¿Y? -Ahora solo habla con un hilillo de voz. -Y yo no hice nada. Yo no te salvé. Esa es su confesión.

Ella responde con un ademán de impaciencia.

– No te cargues tú la culpa, David. Nadie podía contar con que tú me salvaras. Si hubiesen llegado una semana antes, habría estado sola en la casa. De todos modos, tienes razón: no significaba nada para ellos, nada de nada. Lo sentí con toda claridad.

Hay una pausa.

– Creo que ya lo habían hecho antes -sigue diciendo ella con voz más firme-. Al menos los dos adultos. Creo que en primer lugar, antes que otra cosa, son violadores. Sus robos son accidentales. Una actividad secundaria. Creo que se dedican a violar.

– ¿Crees que volverán?

– Creo que estoy en su territorio. Me han marcado. Vendrán por mí.

– Entonces es imposible que te quedes.

– ¿Por qué no iba a quedarme?

– Porque eso sería como invitarles a que vuelvan.

Ella medita un largo rato antes de contestar.

– Ya, pero ¿no crees que hay otra forma de ver las cosas, David? ¿Y si…? ¿Y si ese fuera el precio que hay que pagar por quedarse? Tal vez ellos lo vean de este modo; tal vez también yo deba ver las cosas de este modo. Ellos me ven como si yo les debiera algo. Ellos se consideran recaudadores de impuestos, cobradores de morosos. ¿Por qué se me iba a permitir vivir aquí sin pagar? Tal vez eso es lo que se dicen ellos.

– Seguro que se dicen muchas cosas. A ellos les interesa más que nada inventarse historias que les sirvan de justificación, pero tú confía en tus sentimientos. Antes dijiste que ellos solo te transmitieron odio.

– Odio… Cuando se trata de los hombres y el sexo, David, ya no hay nada que me sorprenda. No lo sé; puede que, para los hombres, odiar a la mujer dé una mayor excitación al sexo en sí mismo. Tú eres hombre, tú deberías saberlo. Cuando tienes tratos carnales con una desconocida, cuando la atrapas, la sujetas con tu peso, cuando la tienes debajo de ti… ¿no es algo parecido en parte a matarla? Es como si le clavaras un cuchillo; después, sales, dejas el cuerpo cubierto de sangre… ¿No es algo parecido a un asesinato, al hecho de matarla y largarte sin que nadie te detenga por ello?

Tú eres hombre, tú deberías saberlo. ¿Es ese modo de hablar a un padre? ¿Están ella y él en el mismo bando?

– Puede ser -dice-. Algunas veces. Para algunos hombres, puede que sí. -Y añade rápidamente, sin pensarlo-: ¿Fue igual con los dos? ¿Fue como luchar contra la muerte?

– Los dos se azuzan mutuamente. Probablemente por eso lo hacen juntos. Son como los perros de una jauría.

– ¿Y el tercero, el chico?

– Vino a aprender.

Ya han rebasado el rótulo de las cycas. Casi se ha agotado el tiempo.

– Si hubieran sido blancos no hablarías de ellos como estás hablando -dice él-. Por ejemplo, si hubieran sido malhechores blancos de la ciudad de Despatch.

– ¿Ah, no?

– No, no hablarías así. No quiero echarte la culpa de nada, no se trata de eso. Pero tú estás hablando de algo completamente nuevo. De la esclavitud. Ellos pretenden que tú seis su esclava.

– No, no es cuestión de esclavitud. Es cuestión de sumisión, de sometimiento, de estar sojuzgada. Él niega con la cabeza.

– Esto es demasiado, Lucy. Vende la propiedad. Véndele la granja a Petrus y márchate de aquí. -No.

Ahí termina la conversación. Sin embargo, el eco de las palabras de Lucy sigue retumbándole en la cabeza. Cubierto de sangre. ¿Qué querrá decir? A fin de cuentas, ¿acertó al soñar con un lecho de sangre, con un baño de sangre?

Antes que otra cosa, son violadores. Piensa en los tres visitantes cuando se largaron en el Toyota, tampoco tan antiguo, con el asiento de atrás repleto de electrodomésticos y sus penes, sus armas, envueltos y calentitos y satisfechos entre las piernas… ronroneando, esa es la palabra que se le ocurre en el momento. Razones tuvieron que sobrarles para estar contentos con el trabajito de aquella tarde; tuvieron que sentirse encantados de la vida con su vocación.

Recuerda que, de niño, tropezó con la palabra violación en algunos artículos de prensa, y que trató de conjeturar qué quería decir exactamente, extrañándose de que la letra I, habitualmente tan suave, figurase en medio de una palabra que contenía tal horror que nadie era capaz de pronunciarla en voz alta. En un libro de láminas de arte que había en la biblioteca municipal encontró un cuadro titulado La violación de las sabinas, ¿o era El rapto de las sabinas?: hombres a caballo, con las corazas de los romanos, y mujeres apenas cubiertas por velos de gasa, mujeres que alzaban los brazos al cielo como si gritasen a voz en cuello. ¿Qué tendrían que ver todas aquellas poses adoptadas con lo que él suponía que era la violación, el acto que realiza el hombre al tenderse encima de la mujer y entrar en ella a empellones?

Piensa en Byron. Entre las legiones de condesas y de sirvientas en las que entró Byron a empellones hubo sin duda algunas que llamaron violación a ese acto, aunque sin duda ninguna tuvo motivos para temer que la sesión terminase cuando el hombre le rebanara el pescuezo. Desde el lugar en que se encuentra, desde el lugar que ocupa Lucy, Byron parece desde luego muy anticuado.

Lucy estaba aterrada, tan aterrada que poco le faltó para morir de miedo. No le salía la voz, no podía respirar, se le paralizaron los miembros. Esto no puede estar ocurriendo, se dijo mientras los hombres la forzaban; no es más que un mal sueño, una pesadilla. Entretanto, los hombres bebían de su miedo, se refocilaban en su miedo, hacían todo lo posible por lastimarla, por amenazarla, por acrecentar su terror. ¡Llama a tus perros!, le gritaron a la cara. ¡Venga, vamos, llama a tus perros! ¿Ah, que no hay perros? ¡Pues vamos a enseñarte cómo son los perros!

Tú no entiendes nada, tú no estabas allí, dice Bev Shaw. Bueno, pues se equivoca. A fin de cuentas, la intuición de Lucy es correcta: si se concentra, si se pierde, puede estar allí, puede ser los hombres, puede habitar en ellos, puede llenarlos con el fantasma de sí mismo. La cuestión es otra: ¿está a su alcance ser la mujer?

En la soledad de su habitación escribe una carta a su hija:


Queridísima Lucy:

Con todo el cariño del mundo debo decirte lo siguiente. Estás a un paso de cometer un peligroso error. Deseas humillarte ante la historia, pero el camino que has tomado es un camino erróneo. Te despojará de todo tu honor; no serás capaz de vivir contigo misma. Te ruego que me escuches.

Tu padre.


Media hora más tarde se cuela un sobre por el resquicio de su puerta.


Querido David:

No me has prestado atención. No soy la persona que tú conoces. Soy una persona que ha muerto, y todavía no sé qué podrá devolverme a la vida. Lo único que sé es que no puedo marcharme.

Esto es algo que no alcanzas a entender, y no sé qué más podría hacer para conseguir que lo entendieras. Es como si hubieras elegido adrede estar en un rincón al que no llega la luz del sol. Se me ocurre que eres como uno de los tres chimpancés: el que se tapa los ojos con las manos.

Sí, el camino que sigo puede ser erróneo, pero si ahora abandono la granja me habrán derrotado, y se me quedará el regusto de la derrota el resto de mis días.

No puedo ser siempre una niña. Tú no puedes ser padre siempre. Sé que obras con buenas intenciones, pero no eres el guía que yo necesito. Al menos, no en este momento.

Con cariño,

Lucy.


Ese es el intercambio de pareceres; esa es la última palabra de Lucy.


Termina la jornada que dedica a matar perros; se amontonan ante la puerta las bolsas negras, cada una de ellas con un cuerpo y un alma en su interior. Bev Shaw y él yacen el uno en brazos del otro en el suelo del quirófano. Dentro de media hora Bev volverá junto a su Bill y él comenzará a acarrear las bolsas.

– Nunca me has hablado de tu primera esposa -dice Bev Shaw-. Lucy tampoco habla nunca de ella.

– La madre de Lucy era holandesa. Eso tiene que habértelo dicho. Evelina, se llamaba. Evie. Después de divorciarnos volvió a Holanda. Más adelante volvió a casarse. Lucy no se llevaba bien con su padrastro. Pidió que la dejara volver a Sudáfrica.

– Entonces, te eligió a ti.

– En cierto modo. También eligió un determinado entorno, un determinado horizonte. Y ahora yo trato de que se marche otra vez, aunque solo sea para tomarse un descanso. En Holanda tiene familia, tiene amigos. Puede que Holanda no sea el sitio más apasionante del mundo para vivir, pero al menos allí no se fomentan las pesadillas.

– ¿Y bien?

Él se encoge de hombros.

– Lucy no siente la menor inclinación, por el momento, a seguir ninguno de los consejos que yo pueda darle. Dice que no soy un buen guía.

– Pero antes eras profesor.

– ¿Profesor? Sí, pero casi por casualidad. La enseñanza nunca ha sido mi vocación. Desde luego, nunca he tenido la aspiración de enseñar a nadie cómo ha de vivir su vida. Yo más bien era lo que antes se llamaba un erudito. Escribía libros sobre personas que ya han muerto. A eso me dedicaba de todo corazón. La enseñanza solo era una manera de ganarme la vida.

Ella espera a que él siga, pero él no tiene ganas de seguir.

El sol empieza a ponerse; hace frío. No han hecho el amor. En efecto, han dejado de fingir que eso es lo que hacen cuando están juntos.


Mentalmente ve a Byron a solas en escena, lo ve tomar aliento para empezar a cantar. Está a punto de embarcarse con rumbo a Grecia. A los treinta y cinco años ha comenzado a entender que la vida es algo precioso.

Sunt lacrimae rerum, et mentem mortalia tangunt: esas han de ser las palabras de Byron, está seguro. En cuanto a la música, aletea en algún punto del horizonte, todavía no ha llegado a él.

– No debes preocuparte -dice Bev Shaw. Apoya la cabeza contra el pecho de él; seguramente escucha latir su corazón, ese latido a cuyo ritmo escande los hexámetros-. Bill y yo la cuidaremos. Iremos a menudo a la granja. Y además está Petrus. Petrus sabrá vigilarla.

– Petrus, tan paternal.

– Sí.

– Lucy dice que yo no puedo seguir siendo un padre para siempre. Y en lo que me queda de vida no me imagino cómo no podría ser el padre de Lucy.

Ella le pasa los dedos por la pelusa de cabello que empieza a crecerle.

– Todo irá bien -le susurra-. Ya lo verás.

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