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La comparecencia se celebra en una sala de juntas contigua al despacho de Hakim. Alguien lo hace pasar a la sala y lo sienta a una cabecera de la mesa: nada menos que Manas Mathabane, profesor de Estudios Religiosos, que presidirá la comisión de investigación. A su izquierda se sientan Hakim, su secretaria y una joven, una estudiante; a su derecha, los tres componentes de la comisión de Mathabane.

No está nervioso. Al contrario, se siente muy seguro de sí mismo. El corazón le late acompasado, ha dormido bien. Será la vanidad, piensa, la peligrosa vanidad del jugador: vanidad y convicción de estar en lo cierto. Se ha internado en todo este proceso con un estado de ánimo poco aconsejable. Pero le da igual.

Con un movimiento de cabeza saluda a los miembros de la comisión. A dos ya los conoce: Farodia Rassool y Desmond Swarts, decano de la Facultad de Ingeniería. La tercera, según la información impresa que tiene delante de las narices, es una experta en finanzas que da clases en la Facultad de Económicas.

– La comisión aquí reunida, profesor Lurie -dice Mathabane para abrir la sesión-, carece de poderes. Tan solo podrá emitir recomendaciones. Por si fuera poco, está usted en su derecho si desea impugnar la composición de la misma. Así pues, permítame preguntarle si hay algún miembro de la comisión que, según su recto saber y entender, pudiera actuar de forma prejuzgada contra su persona.

– No está en mi ánimo hacer ninguna impugnación legal -responde-. Sí que tengo ciertas reservas de índole filosófica, pero imagino que eso estará fuera de lugar.

Hay cambios de postura de todos los presentes y algún que otro movimiento de inquietud.

– Entiendo que es aconsejable que nos circunscribamos al sentido legal del término -dice Mathabane-. No tiene usted ninguna objeción a la composición de la comisión. ¿Tiene alguna objeción a la presencia de una estudiante, en calidad de observadora, que pertenece a la Liga Contra la Discriminación?

– No tengo ningún miedo de la comisión. No tengo ningún miedo de la observadora.

– Muy bien. Vayamos al asunto que nos ocupa. La primera demandante es la señorita Melanie Isaacs, alumna del programa de teatro, quien ha hecho una declaración de la que todos ustedes tienen copia. ¿Es preciso que resuma esa declaración? ¿Profesor Lurie?

– ¿He de entender, señor presidente, que la señorita Isaacs no comparecerá ante esta comisión?

– La señorita Isaacs compareció ayer ante esta comisión. Permítame recordarle una vez más que esto no es un juicio, sino una investigación. Las reglas que rigen nuestro procedimiento no son las de un tribunal legal. ¿Le plantea esto algún problema?

– No.

– Un segundo demandante, en relación con el primero -sigue diciendo Mathabane-, es el que representa a la Oficina de Registro por mediación de la Oficina de Actas de los Alumnos, y su demanda se refiere a la validez de las actas que corresponden a la señorita Isaacs. La demanda consiste en aclarar que la señorita Isaacs no asistió a todas las clases y tampoco -cumplimentó todos los trabajos escritos de la asignatura, por no decir que no estuvo presente en todos los exámenes en los cuales ha acreditado usted su presencia.

– ¿Eso es todo? ¿Esas son las acusaciones que se me imputan?

– Así es.

Respira hondo.

– Estoy convencido de que los miembros de esta comisión tienen mejores asuntos en los cuales ocupar su tiempo, antes que meterse a discutir de nuevo, pormenorizadamente, una historia sobre la cual no cabrá discrepancia alguna. Me declaro culpable de ambos cargos. Emitan ustedes su veredicto y sigamos cada cual con su vida.

Hakim se inclina hacia Mathabane: entre ambos cruzan palabras inaudibles.

– Profesor Lurie -dice Hakim-, me veo en la obligación de repetirle que esto es tan solo una comisión de investigación. Su cometido estriba en oír a las dos partes en litigio y emitir después una recomendación. Carece del poder de tomar decisiones al respecto. Vuelvo a preguntarle si no sería mejor que lo representase alguien que tuviese conocimiento de nuestros procedimientos.

– No necesito de ninguna representación. Estoy en perfectas condiciones de representarme a mí mismo ante esta comisión. ¿Debo entender que, a pesar de la súplica que acabo de hacerles, hemos de continuar la vista preliminar del caso?

– Deseamos darle la oportunidad de que manifieste cuál es su postura.

– He dejado bien clara mi postura. Soy culpable.

– ¿Culpable de qué?

– De todo lo que se me acuse.

– Su actitud solo nos llevará a dar rodeos, profesor Lurie.

– Insisto: culpable de todo lo que declare la señorita Isaacs y de falsear las actas.

Interviene Farodia Rassool.

– Dice usted que acepta la declaración de la señorita Isaacs, profesor Lurie, pero ¿ha llegado a leerla con el debido detenimiento?

– No deseo leer la declaración de la señorita Isaacs. La acepto tal cual está. No conozco razón alguna por la cual debiera mentir la señorita Isaacs.

– Ya, pero… ¿no sería más prudente por su parte que leyera la declaración antes de aceptarla?

– No. En la vida hay cosas más importantes que la prudencia.

Farodia Rassool se retrepa en su butaca.

– Todo esto es muy quijotesco, profesor Lurie. Me pregunto si puede permitírselo usted. Tengo la impresión de que nuestro deber también estriba en protegerle a usted de sí mismo.

Dedica a Hakim una sonrisa glacial.

– Dice usted que no ha buscado asesoramiento legal de ninguna clase. ¿No ha consultado este asunto con alguien, con un sacerdote, por ejemplo, o con un psicólogo? ¿Estaría dispuesto a someterse a tratamiento psicológico?

La pregunta la formula la joven de la Facultad de Económicas. Él nota que empieza a erizársele el vello.

– No, no he solicitado asesoramiento alguno, y tampoco tengo intención de hacerlo. Soy un hombre adulto. No soy receptivo a los consejos. Me encuentro al margen del alcance que puedan tener los consejos. -Se vuelve hacia Mathabane-. He hecho mi declaración de culpabilidad, luego ¿existe alguna razón de que prosigamos este debate?

Entre Mathabane y Hakim se dirime una nueva consulta en susurros.

– Se me ha propuesto que la comisión haga un inciso -dice Mathabane- para discutir la declaración del profesor Lurie.

Ronda de asentimientos por parte de los presentes.

– Profesor Lurie, ¿puedo pedirle que salga unos minutos de esta sala, usted y la señorita Van Wyk, mientras la comisión delibera?

Junto con la estudiante observadora, se retira al despacho de Hakim. Entre ellos no se cruza una sola palabra. Está claro que la chica se siente incómoda. SE ACABÓ LO QUE SE DABA, CASANOVA. ¿Qué pensará del tal Casanova, ahora que lo tiene cara a cara?

Vuelven a convocarlos. El ambiente de la sala de juntas no es bueno. A él le parece que se ha agriado incluso más que antes.

– Bien -dice Mathabane-, reanudemos la sesión: profesor Lurie, ¿dice usted que acepta la verdad contenida en las acusaciones vertidas contra su persona?

– Acepto todo lo que la señorita Isaacs quiera alegar.

– Doctora Rassool, ¿hay algo que desee decir?

– Sí. Quiero que conste una objeción a estas respuestas que da el profesor Lurie, porque las considero fundamentalmente evasivas. El profesor Lurie dice que acepta las acusaciones. Sin embargo, cuando tratamos de precisar qué es lo que de hecho acepta, nos encontramos con una burla sutil por su parte. A mí eso me hace pensar que acepta las acusaciones solo de forma nominal. En un caso con tantas connotaciones como este, la comunidad tiene todo el derecho a saber…

No está dispuesto a dejarlo pasar así.

– Este caso carece de connotaciones -replica.

– La comunidad tiene todo el derecho a saber -sigue diciendo ella a la vez que levanta la voz con una facilidad que demuestra que ha ensayado una y mil veces la manera de pasar por encima de él-, a saber qué es lo que el profesor Lurie reconoce de manera específica, y cuál es, por tanto, la razón de que se le censure.

– Caso de que sea censurado -puntualiza Mathabane.

– Caso de que lo sea. No podremos cumplir con nuestro cometido si no obramos con claridad cristalina tanto en nuestra manera de percibir el caso como en nuestra manera de recomendar lo que haya de hacerse, con respecto a los actos por los cuales se ha de censurar al profesor Lurie.

– En nuestra manera de percibir el caso obramos con claridad cristalina, doctora Rassool. La cuestión estriba en saber si en el ánimo del profesor Lurie reina esa misma claridad cristalina.

– Exacto. Ha expresado usted con toda exactitud lo que yo deseaba decir.

Lo más sensato sería callarse la boca, pero él no lo hace.

– Lo que yo perciba y el modo en que lo perciba es asunto mío, Farodia, y no suyo -dice-. Con franqueza, entiendo que lo que desean de mí no es una respuesta, sino una confesión. Pues bien: no he de confesar. Expreso una súplica, y tengo derecho a hacerlo. Quiero que se me considere culpable de acuerdo con las acusaciones, esa es mi súplica ante esta comisión. Hasta ahí estoy dispuesto a llegar.

– Señor presidente, quiero expresar mi protesta. Esta cuestión va mucho más allá de los simples tecnicismos. El profesor Lurie se declara culpable, y yo me pregunto: ¿acepta él cargar con su culpa o simplemente cumple el trámite con la esperanza de que el caso quede enterrado por el papeleo burocrático al uso y termine por caer en el olvido? Si se limita a cumplir el trámite, le apremio para que le sea impuesta la pena más severa.

– Permítame recordarle una vez más, doctora Rassool -dice Mathabane-, que no está en nuestra mano la imposición de pena alguna.

– En tal caso, propongo que recomendemos la pena más severa que pueda imponerse. El profesor Lurie será despedido de la universidad con efecto inmediato, y a la vez suspendido de todos sus beneficios y privilegios.

– ¿David? -La voz pertenece a Desmond Swarts, que hasta el momento no había abierto la boca-. David, ¿estás seguro de que esta es la mejor manera que tienes de afrontar tu situación? -Swarts se gira hacia el presidente-. Señor presidente, tal como dije cuando el profesor Lurie se encontraba ausente de la sala, soy de la firme opinión de que en calidad de miembros de un claustro universitario no deberíamos proceder contra un colega de manera tan fría y formalista. David, ¿estás seguro de que no quieres solicitar aun aplazamiento de la vista preliminar del caso para disponer de un tiempo de reflexión, tal vez para consultar con alguien?

– ¿Por qué? ¿Qué es lo que habría de reflexionar?

– La gravedad de tu situación, y si te lo digo es porque o estoy muy seguro de que lo hayas comprendido a fondo. Si quieres que te lo diga sin pelos en la lengua, corres el riesgo de perder tu trabajo. Y eso no es ninguna broma en lo tiempos que corren.

– ¿Qué me aconsejas que haga? ¿Que suprima lo que la Doctora Rassool ha calificado de burla sutil en mi manera de hablar? ¿Que derrame abundantes lágrimas de contrición? bastaría con eso para salvarme?

– Tal vez te cueste trabajo creerlo, David, pero los que estamos sentados en torno a esta mesa no somos tus enemigos. Todos nosotros tenemos nuestros momentos de flaqueza, todos somos humanos. Tu caso no es excepcional. Nos gustaría hallar una vía para que sigas adelante con tu carrera académica.

Hakim se suma a la filípica con toda naturalidad.

– Nos gustaría ayudarte, David, encontrar una salida de lo que sin duda es una pesadilla.

Son sus amigos. Quieren salvarlo de sus propias debilidades, hacerle despertar de su pesadilla. No desean verlo mendigando por las calles. Desean que vuelva a dar clase.

– En este coro de buenas voluntades -dice- no distingo voces femeninas.

Se hace el silencio.

– Muy bien -añade-, como ustedes gusten. Permítanme hacer mi confesión. La historia comienza una tarde, ya de anochecida. He olvidado la fecha, pero sé que no hace todavía mucho tiempo. Iba caminando por los viejos jardines de la universidad y resultó que también pasaba por allí la joven en cuestión, la señorita Isaacs. Nuestros caminos se cruzaron. Cambiamos algunas palabras, y en ese momento sucedió algo que, como no soy poeta, ni siquiera trataré de describir. Baste decir que Eros entró en escena. Y después de esa aparición yo ya no fui el mismo de antes.

– ¿Que ya no fue el mismo qué? -pregunta la experta en finanzas con cautela.

– Quiero decir que ya no fui el mismo de siempre. Dejé de ser un divorciado de cincuenta y dos años de edad y sin nada que hacer en esta vida. Me convertí en un sirviente de Eros.

– ¿Es esa la defensa que quiere proponernos? ¿Un impulso irresistible?

– No se trata de una defensa. Ustedes desean una confesión y yo les ofrezco una confesión. En cuanto al impulso, lejos estuvo de ser irresistible. Muchas veces, en el pasado, me he negado a ceder a impulsos muy similares, y conste que me avergüenza reconocerlo.

– ¿No consideras que la propia naturaleza de la vida académica por fuerza exige ciertos sacrificios? ¿No crees que por el bien de todos nosotros hemos de negarnos ciertas gratificaciones? -le pregunta Swarts.

– ¿Tienes en mente prohibir todo trato íntimo entre personas de distintas generaciones?

– No, no necesariamente. Pero en calidad de profesores ocupamos una posición de poder. Tal vez se trate de prohibirnos caer en la tentación de mezclar toda relación de poder con una relación sexual. Y entiendo que esto es lo que se trata de dirimir en todo este asunto. Si no una prohibición, yo aconsejaría una cautela extrema.

Interviene Farodia Rassool.

– Ya estamos dando vueltas a la noria otra vez, señor presidente. Sí, dice que es culpable; no obstante, cuando procuramos obtener algo más específico, de golpe y porrazo se trata no del abuso del que ha sido víctima una joven, que de eso no se confiesa culpable, sino de un mero impulso al que no pudo o no quiso resistirse, sin hacer una sola mención del dolor que ha causado, una sola mención de la ya larguísima historia de explotación de la que este asunto no es más que un nuevo capítulo. Por esa razón insisto en que es fútil Seguir discutiendo con el profesor Lurie. Hemos de tomarnos su petición tal cual es y darle el valor que tiene; hemos de expresar nuestra recomendación en consonancia.

Abuso: estaba esperando a que saliera la palabra. Dicha por una voz que tiembla debido a la rectitud de que se inviste. ¿Qué es lo que ve ella cuando lo mira, y que la mantiene sumida en semejante pozo de cólera? ¿Un tiburón suelto entre los pobres peces chicos? ¿O acaso es otra visión la que tiene, la de un macho dotado de un miembro grueso, enorme, hincándose en una chiquilla, mientras con su mano descomunal ahoga los chillidos de pánico que pugnan por salir de sus labios? ¡Qué absurdo! En ese instante lo recuerda: el día anterior estuvieron todos reunidos en esa misma sala, y Melanie estuvo ante ellos, Melanie, que apenas le llega a la altura del hombro. Desigual: ¿cómo podría negarlo?

– Yo tiendo a estar de acuerdo con la doctora Rassool -dice la experta en finanzas-. A menos que haya algo que el profesor Lurie desee añadir, creo que deberíamos proceder a tomar una decisión.

– Antes de eso, señor presidente -apunta Swarts-, me gustaría hacer un último ruego al profesor Lurie. ¿Existe algún tipo de declaración oficial que estuviera dispuesto a suscribir?

– ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene que suscriba una declaración oficial?

– Porque eso ayudaría a enfriar una situación que ha terminado por ser muy acalorada. Lo ideal sería que resolviésemos este asunto lejos de los focos de los medios de comunicación, y todos lo habríamos preferido así. Pero no ha sido posible. El caso ha recibido muchísima atención por parte de los medios, ha adquirido connotaciones que han escapado a nuestro control. Todas las miradas están pendientes de la universidad, del modo en que resolvamos el caso. Escuchándote, David, tengo la impresión de que estás recibiendo un tratamiento harto injusto. Y eso es un error. Los miembros de esta comisión nos vemos como personas que tratan de hallar una solución de compromiso que te permita mantener tu puesto de trabajo. Por eso he preguntado si existe una forma de declaración pública con la que puedas convivir, una declaración pública que nos permita recomendar algo por debajo de la sanción más severa, es decir, tu despido y tu censura.

– ¿Quieres decir que si estoy dispuesto a humillarme y a suplicar clemencia?

Swarts suspira.

– David, de poco servirá que te mofes de nuestros esfuerzos. Acepta al menos un aplazamiento, de modo que puedas pensar más a fondo en tu delicada situación.

– ¿Qué deseas que contenga esa declaración?

– Un reconocimiento explícito de que te equivocaste.

– Eso lo he reconocido antes. Y libremente. He dicho que soy culpable de los cargos que se me imputan.

– No juegues con nosotros, David. Hay una diferencia clara entre declararse culpable de una acusación y reconocer que te equivocaste, y lo sabes de sobra.

– ¿Y con eso estarás satisfecho? ¿Con que reconozca que me equivoqué?

– No -dice Farodia Rassool-. Eso sería como volver a empezar. En primer lugar, el profesor Lurie debe hacer su declaración. Luego, llegado el caso, nosotros decidiremos si nos resulta aceptable a modo de disculpa. Aquí no se negocia previamente sobre el contenido que haya de tener esa declaración. La declaración debe salir de él, con sus propias palabras. Luego veremos si lo dice de corazón.

– ¿Y así supone usted que lo adivinará a ciencia cierta por las palabras que yo emplee, que adivinará si es de corazón?

– Así veremos cuál es la actitud que expresa. Veremos si expresa o no la debida contrición.

– Muy bien. Me beneficié de mi situación, del privilegio de que gozaba cara a cara con la señorita Isaacs. Me equivoqué al hacerlo y lo lamento. ¿Le parece suficiente?

– La cuestión no es si me parece suficiente, profesor Lurie. La cuestión es, más bien, si será suficiente para usted.

¿Refleja sus sentimientos más sinceros?

Niega con un gesto.

– Le he formulado esas palabras, y ahora quiere algo más: que demuestre que son sinceras. Eso es una rematada ridiculez. Eso queda mucho más allá del alcance de la ley.

Estoy harto, así que volvamos a jugar de acuerdo con las reglas establecidas. Me declaro culpable. Eso es cuanto estoy dispuesto a decir.

– Entendido -dice Mathabane desde su cabecera de la mesa-. Si no hay más preguntas para el profesor Lurie, le doy las gracias por su asistencia y le doy permiso para abandonar la vista del caso.

Al principio no lo reconocen. Ya va por la mitad de la escalera cuando oye el grito: ¡Es él!, al cual sigue un alboroto de pasos.

Lo alcanzan al pie de la escalera; alguien incluso lo sujeta de la chaqueta para detenerlo.

¿Podemos hablar un minuto con usted, profesor Lurie? -dice una voz.

No hace caso y sigue su camino, atravesando el vestíbulo lleno de gente. Todos se vuelven a mirar al hombre de notable estatura que huye de sus perseguidores.

Alguien le cierra el paso.

– ¡Un momento! -dice ella. Él evita su mirada cara a cara, se protege con la mano. Se dispara un flash.

Una muchacha lo rodea. Lleva el pelo repleto de abalorios de ámbar; le cuelga recto a uno y otro lado de la cara. Sonríe, muestra su blanca dentadura.

¿Podemos pararnos a hablar un momento? -le dice.

– ¿De qué?

Alguien le pone una grabadora delante. Él la aparta con un ademán.

– De qué tal ha ido.

– ¿El qué?

– Pues la vista del caso, claro.

La cámara vuelve a soltar un destello. -No puedo hacer comentarios al respecto.

– Entiendo. ¿Sobre qué puede hacer algún comentario?

– No hay nada que desee comentar.

Los ociosos y los curiosos han comenzado a apiñarse a su alrededor. Si desea marcharse, tendrá que abrirse paso entre todos ellos.

– ¿Lo lamenta? -dice la muchacha. Le acercan la grabadora todavía más a la cara-. ¿Se arrepiente de lo que hizo?

– No -dice-. He salido enriquecido de la experiencia. A la muchacha no le desaparece la sonrisa de la cara.

– ¿Así que lo haría otra vez?

– No creo que tenga una nueva oportunidad.

– Ya, pero ¿y si la tuviera?

– Eso no es una pregunta que pueda responderse.

La muchacha quiere más, más palabras para el vientre de la maquinita, pero por el momento se queda sin saber cómo arrastrarlo a ulteriores indiscreciones.

– ¿Que salió qué de la experiencia? -oye que alguien pregunta sotto voce.

– Que salió enriquecido. Murmullos.

– Pregúntale si pidió disculpas -le dice alguien a la chica.

– Ya se lo he preguntado.

Confesiones, disculpas: ¿a qué viene tanta sed de que se rebaje? Se hace el silencio. Se apiñan a su alrededor como los cazadores que han acorralado a una extraña bestia y que no saben cómo rematarla.


La fotografía aparece en el periódico estudiantil del día siguiente, con el siguiente pie: «¿Y ahora quién es el idiota?». En ella figura él con la mirada vuelta al cielo, a la vez que tiende una mano hacia la cámara. La pose es de sobra ridícula, pero lo que la convierte en una joya única en su especie es la papelera invertida que sostiene por encima de él un joven que ostenta una sonrisa de oreja a oreja. Gracias a un juego de perspectiva, la papelera parece estar posada sobre su cabeza como un capirote o un sambenito. Frente a semejante imagen, ¿qué le queda por hacer?

«La comisión no dice palabra sobre su veredicto -dice el titular-. La comisión disciplinaria que investiga las acusaciones de acoso sexual y de graves faltas contra la ética que pesan sobre el profesor David Lurie ayer no dijo palabra acerca del veredicto. El presidente, Manas Mathabane, solo accedió a reseñar que las conclusiones han sido remitidas al rector para que este pase a la acción.

»Tras una muestra de esgrima verbal con miembros de Mujeres Contra la Violación después de la vista del caso, Lurie (53 años) dijo que sus experiencias con las estudiantes le han resultado "enriquecedoras".

»Las quejas presentadas contra Lurie, experto en poesía romántica, por los estudiantes de sus clases fueron el detonante de la situación.»


En su domicilio recibe una llamada de Mathabane.

– La comisión ya ha emitido su recomendación, David, y el rector me ha pedido que hable contigo por última vez. Está dispuesto a no tomar medidas extremas, me ha dicho, con la condición de que hagas una declaración pública, de tu puño y letra, que sea satisfactoria tanto desde nuestro punto de vista como desde el tuyo.

– Manas, ya hemos pasado antes por ese trecho del camino. Yo…

– Espera. Escúchame, déjame terminar. Tengo delante de mí un borrador de la declaración que satisfaría nuestros requisitos. Es bastante breve. ¿Me permites que te lo lea?

– Adelante.

Mathabane lee:

– «Reconozco sin reservas de ninguna clase haber incurrido en un grave abuso contra los derechos humanos que sin duda tiene la firmante de la queja contra mí interpuesta, aparte de haber incurrido en un abuso de la autoridad que ha delegado en mí la universidad. Pido sinceras disculpas a ambas partes y acepto la sanción apropiada que pueda serme impuesta.»

– ¿«La sanción apropiada que pueda serme impuesta»? ¿Qué quiere decir eso?

– Según entiendo, no se te firmará la carta de despido. Con toda probabilidad se te pedirá que solicites una excedencia. Si con el tiempo vuelves a desempeñar tu trabajo de profesor, eso es algo que dependerá de ti y de la decisión que tomen tu decano y el jefe del departamento.

– ¿Eso es todo? ¿Esa es la oferta?

– Eso es lo que yo entiendo. Si manifiestas tu entera disposición a suscribir esa declaración, que tendrá consideración de súplica de perdón, el rector estará dispuesto a aceptarla precisamente con ese espíritu.

– ¿Qué espíritu?

– Espíritu de arrepentimiento.

– Manas, ayer repasamos a fondo todo el asunto del arrepentimiento. Te dije lo que pensaba al respecto. No estoy dispuesto a pasar por eso. Antes he comparecido ante un tribunal oficialmente constituido, ante una ramificación de la ley. Ante ese tribunal laico confesé mi culpabilidad, una confesión laica. Con esa súplica de perdón debería ser suficiente. El arrepentimiento no tiene nada que ver ni aquí ni allá. El arrepentimiento pertenece a otro mundo, a otro universo, a otro discurso.

– Estás confundiendo varias cuestiones, David. No se te ordena que te arrepientas. Lo que suceda en tu alma es algo oscuro e impenetrable para nosotros, que solo somos miembros de lo que tú llamas un tribunal laico y simples seres humanos iguales que tú. Lo que se te pide es que firmes una declaración.

– ¿Se me exige que pida disculpas aun cuando no sea con toda sinceridad?

– El criterio que aquí importa no es tu sinceridad o tu falta de sinceridad. Eso es asunto, tal como digo, que habrás de ventilar a solas con tu conciencia. El criterio que de veras importa es saber si estás dispuesto a reconocer tu falta en público y a dar los pasos precisos para remediarla.

– Ahora sí que hilamos fino. Se me ha acusado y me he declarado culpable de las acusaciones. Eso es todo lo que necesitáis de mí.

– No. Es más lo que necesitamos. No mucho más: algo más, eso es todo. Espero que veas con claridad que eso es lo que tienes que darnos.

– Pues lo siento, pero no. No lo veo.

– David, no puedo seguir protegiéndote de ti mismo. Estoy harto, y lo mismo sucede con el resto de la comisión. ¿Quieres tiempo para pensarlo más despacio?

– No.

– Muy bien. Solo puedo decirte que tendrás noticias del rector.

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