No se presenta al examen convocado para el lunes. En cambio, él encuentra en su casillero un impreso oficial de renuncia: «La alumna 7710101 SAM, la señorita. M. Isaacs, ha renunciado a su matrícula de COM 312 con efecto inmediato».
Apenas transcurre una hora cuando desde centralita le pasan una llamada telefónica a su despacho.
– ¿Profesor Lurie? ¿Tiene unos minutos, por favor? Me llamo Isaacs, le llamo desde George. Mi hija es alumna suya, no sé si se acuerda de Melanie.
– Sí.
– Profesor, quisiera saber si no podría usted ayudarnos. Melanie ha sido muy buena estudiante, y ahora dice que va a dejar los estudios. Para nosotros esto ha supuesto un golpe terrible.
– No estoy seguro de entenderle…
– Dice que quiere abandonar sus estudios y encontrar un trabajo. Me parece que es echarlo todo por la borda después de haber estudiado tan duro durante tres años en la universidad y haber obtenido tan buenas calificaciones, justo cuando le faltaba tan poco para terminar. Me pregunto si puedo pedirle, profesor, que tenga una conversación con ella, que trate de hacerle ver las cosas con claridad, que entre en razón.
– ¿No ha hablado usted con Melanie? ¿Sabe usted qué motivo puede haber tras esta decisión?
– Hemos pasado todo el fin de semana hablando por teléfono con ella, pero no hemos conseguido sacar nada en claro. Debe de estar muy involucrada en una obra de teatro en la que actúa, así que puede ser que sufra, no sé, un exceso de trabajo, o algo de estrés. Siempre se toma las cosas muy en serio, profesor. Ella es así, se implica a fondo en todo lo que hace. Pero creo que si usted quisiera hablar con ella, a lo mejor podría convencerla de que se lo replantease. Ella le tiene muchísimo respeto. No queremos que eche a perder todos estos años que lleva estudiando a cambio de nada.
Así que Melanie-Meláni, con sus baratijas compradas en Oriental Plaza y su incapacidad para sintonizar con Wordsworth, se toma las cosas muy en serio. Él nunca lo hubiera dicho, pero ¿qué otras cosas jamás hubiera dicho de ella?
– Me pregunto, señor Isaacs, si soy yo la persona más indicada para hablar con Melanie.
– ¡Desde luego que lo es, profesor! ¡Ya lo creo! Tal como le digo, Melanie le tiene muchísimo respeto.
¿Respeto? Está usted desfasado, señor Isaacs. Su hija perdió todo el respeto que pudiera tener por mí hace ya unas semanas, y lo perdió por espléndidas razones. Eso es justamente lo que debería decir.
– Veré qué puedo hacer -dice en cambio.
No te saldrás con la tuya, se dice después. Y el padre Isaacs, en la lejana ciudad de George, tampoco olvidará esta conversación plagada de mentiras y evasivas. Veré qué puedo hacer. ¿Por qué no ha sido más honesto? Yo soy el gusano que ha podrido la manzana, debería haberle dicho. ¿Cómo voy a ayudarle yo, si soy precisamente la fuente de su congoja?
Llama por teléfono a Melanie y se pone Pauline. Melanie no está disponible, le informa Pauline con voz gélida.
– ¿Que no está disponible? ¿Qué quiere usted decir?
– Quiero decir que ella no desea hablar con usted.
– Dígale que se trata de su decisión de abandonar los estudios. Dígale que es una decisión muy precipitada.
La clase del miércoles le sale fatal. La del viernes aún peor. La asistencia es escasísima; los únicos alumnos que acuden a clase son los domesticados, los pasivos, los dóciles. Solo cabe una explicación: ha debido de correrse la voz.
Se encuentra en la oficina del departamento cuando oye una voz a sus espaldas.
– ¿Dónde puedo encontrar al profesor Lurie?
– Aquí me tiene -dice sin pensar.
El hombre que pregunta por él es bajito, delgado, encorvado. Lleva un traje azul que le queda demasiado grande, y huele a tabaco.
– ¿Profesor Lurie? Hemos hablado por teléfono. Soy Isaacs.
– Sí, encantado de conocerle. ¿Quiere que pasemos a mi despacho?
– No, no será necesario. -El hombre calla un instante, hace acopio de valor, respira hondo-. Profesor -empieza a decir cargando las tintas tanto como puede en su título académico-, será usted una persona sumamente educada y muy culta y todo lo demás, pero lo que ha hecho usted no está bien. -Hace una pausa, menea la cabeza-. No, no está nada bien.
Las dos secretarias no pretenden disimular su curiosidad. Además, en la oficina del departamento hay algunos alumnos; a medida que el desconocido comienza a hablar en voz bien alta, todos callan.
– Ponemos a nuestros hijos e hijas en manos de ustedes, pues pensamos que son ustedes de toda confianza. Si ya no podemos confiar siquiera en la universidad, ¿en quién vamos a hacerlo? Jamás pudimos creer que íbamos a enviar a nuestra hija a un nido de víboras. No, profesor Lurie: podrá ser usted todo lo encumbrado y poderoso que quiera, podrá tener toda clase de títulos, pero si yo estuviera en su lugar me sentiría sumamente avergonzado de mí mismo, y que Dios me ayude. Si resulta que he enfocado todo este asunto de un modo indebido, ahora tiene usted ocasión de decírmelo a las claras, pero mucho me temo que no me equivoco, se le nota a usted en la cara.
Esa es su ocasión, desde luego: que hable quien tenga que hablar. Sin embargo, permanece como- si la lengua se le hubiera pegado al paladar, y la sangre le zumba en los oídos. Una víbora: ¿cómo va a desmentirlo?
– Discúlpeme -musita-, pero tengo otros asuntos de los que debo ocuparme.
Como si fuese un objeto de madera, se gira y se va.
Isaacs lo sigue por el pasillo, a esas horas repleto de gente.
– ¡Profesor! ¡Profesor Lurie! -lo llama-. ¡No puede irse así, como si tal cosa! ¡No huya! ¡Le aseguro que todavía no ha terminado de oírme!
Así es como empieza. A la mañana siguiente, con sorprendente celeridad, llega un comunicado interno de la oficina del Vicerrectorado (Asuntos del Alumnado) en el que se le notifica que se ha interpuesto una queja contra él acogida al artículo 3.1 del Código ético de la universidad. Se le solicita que contacte con la oficina del Vicerrectorado en cuanto le sea posible.
La notificación -que le llega en un sobre donde figura estampado el sello «Confidencial»- viene acompañada por una copia del código. El artículo 3 trata de la victimización o acoso de las personas sobre la base de su adscripción racial, pertenencia a un grupo étnico, confesión religiosa, género, preferencias sexuales o discapacidades físicas. El apartado 3.1 especifica lo tocante a la victimización o acoso de los alumnos por parte de los profesores.
Otro documento adjunto es el que describe la constitución y las competencias del comité de investigación. Lo lee con la desagradable sensación de que el corazón le bate en el pecho. A mitad de lectura pierde la concentración. Se levanta, cierra con llave la puerta de su despacho y vuelve a sentarse con el papel en la mano, procurando imaginar qué es lo que ha ocurrido.
Melanie jamás hubiera dado un paso semejante por su propia iniciativa, de eso está plenamente convencido. Es demasiado inocente, demasiado ignorante de su poder. Él, ese hombrecillo del traje demasiado holgado, debe de estar detrás de todo esto: él y la prima Pauline, la sencilla, la dueña. Ellos dos han debido de convencerla, vencer su resistencia y, al final, escoltarla a las oficinas de administración.
«Deseamos interponer una queja», han debido de decir.
«¿Interponer una queja? ¿Qué clase de queja?»
«Se trata de un asunto privado.»
«Una queja por acoso -habría mediado la prima Pauline mientras Melanie permanecía avergonzada ante el mostrador-. Contra un profesor.»
«Vayan a la sala número tal.»
En la sala número tal, él, Isaacs, se habría sentido más osado.
«Deseamos interponer una queja contra uno de los profesores.»
¿Lo han pensado a fondo? ¿De veras que es eso lo que desean hacer?», habrá respondido el administrativo de turno, de acuerdo con el procedimiento habitual en casos como este.
«Sí, sabemos perfectamente qué es lo que deseamos hacer», habrá dicho él mirando a su hija, retándola a que pusiera la menor objeción.
Hay que rellenar un formulario. El papel se materializa delante de ellos junto a un bolígrafo. Una de las manos empuña el bolígrafo, una mano que él ha besado, una mano que él conoce íntimamente. Primero, el nombre de la demandante: MELANIE ISAACS, en esmeradas letras de molde. Por la columna de apartados varios, titubea la mano en busca del que debe señalar. Ese, apunta el dedo manchado de nicotina del padre. La mano se detiene, se apoya en el formulario, traza la equis en la casilla correspondiente, la cruz de la rectitud misma: J'accuse. Luego hay un espacio para el nombre del acusado. DAVID LURIE, escribe esa mano. PROFESOR. Por último, a pie de página, la fecha y la firma: el arabesco de la M, la I con una ampulosa lazada superior y el trazo recto, de arriba abajo, en el caso de la I; para terminar, un último adorno en el rabo de la s.
La suerte está echada. Dos nombres sobre la página, el suyo y el de ella, uno junto al otro. Dos en un lecho, pero ya no amantes, sino enemigos.
Llama a la oficina del Vicerrectorado y le conciertan una cita a las cinco en punto, fuera del horario habitual.
A las cinco en punto está esperando en el pasillo. Aram Hakim, pulcro y juvenil, sale para hacerlo pasar. Ya hay dos personas en el despacho: Elaine Winter, la jefa de su departamento, y Farodia Rassool, de la Facultad de Ciencias Sociales, que preside el comité conjunto de la universidad para asuntos de discriminación.
– Es bastante tarde, David, y todos sabemos por qué estamos aquí -dice Hakim-, así que vayamos directos al grano. ¿Cuál es la mejor manera de abordar este asunto?
– Podrías informarme sobre la queja interpuesta.
– Como quieras. Se trata de una queja interpuesta por Melanie Isaacs. Y también -mira de reojo a Elaine Winterse trata de ciertas irregularidades previas que parecen involucrar a la señorita Isaacs. ¿Elaine?
Elaine Winter entra al trapo. Él nunca le ha caído bien; ella lo considera un mero remanente del pasado, que cuanto antes se quite de en medio mejor será para todos.
– Hay algún punto oscuro sobre la asistencia a clase de la señorita Isaacs, David. Según afirma ella, y debo decir que he hablado con ella por teléfono, solo ha asistido a dos clases durante todo el mes pasado. De ser cierto, deberías haber dado cuenta de sus faltas de asistencia. También dice que no estuvo en clase el día del examen parcial. No obstante -echa un vistazo a la carpeta que tiene delante-, de acuerdo con tu hoja de incidencias, su asistencia es impecable y ha conseguido incluso una nota de setenta en el parcial. -Lo mira un tanto socarrona-. A menos que haya dos Melanie Isaacs…
– Solamente hay una -dice él-. No tengo defensa alguna.
Hakim interviene, conciliador.
– Amigos, este no es el momento de andarnos con cuestiones superfluas. Lo que deberíamos hacer -mira a las otras dos- es aclarar cuanto antes el procedimiento a seguir. No será preciso subrayar, David, que este asunto será tratado con la confidencialidad más estricta. Te lo garantizo. Tu nombre estará protegido en todo momento, al igual que el de la señorita Isaacs. Se ha de constituir una comisión cuya función sea determinar si existe fundamento o no para tomar medidas disciplinarias. Tú mismo, o tu representante ante la ley, tendréis la posibilidad de impugnar su composición. Las sesiones tendrán lugar a puerta cerrada. Entretanto, hasta que el comité emita una recomendación al rector y el rector actúe como estime oportuno, todo sigue igual que hasta ahora. La señorita Isaacs ha renunciado oficialmente a la matrícula del curso que tú impartes, y de ti se espera que te abstengas de trabar todo contacto con ella. ¿Se me pasa alguna cosa por alto? ¿Farodia, Elaine?
Fruncidos los labios, la doctora Rassool niega con un simple movimiento de la cabeza.
– Este asunto del acoso siempre es muy complejo, David, tan complejo como desafortunado, pero creemos que nuestro procedimiento es justo, de modo que iremos paso a paso y seguiremos las normas que ha comentado Hakim. Quisiera hacerte una recomendación: familiarízate a fondo con el procedimiento y, si te parece conveniente, provéete de un asesor legal.
Está a punto de responder, pero Hakim alza la mano a modo de advertencia.
– Consúltalo con la almohada, David -dice.
Esa es la gota que colma el vaso.
– No me digas qué he de hacer. No soy un crío.
Se va del despacho hecho un basilisco. Lo malo es que el edificio está cerrado y el portero se ha marchado ya. La puerta de atrás también está cerrada. Hakim tiene que abrirle la puerta para salir.
Llueve.
– Resguárdate en mi paraguas -dice Hakim. Y al llegar a su coche, añade-: Si no te importa que te hable de tú a tú, David, quiero que sepas que gozas de toda mi simpatía. Estas cosas pueden ser el infierno.
Conoce a Hakim desde hace años. Antiguamente, cuando hacía deporte, jugaban al tenis juntos. Ahora no está de humor para ese intercambio de camaradería varonil. Se encoge de hombros, irritado, y entra en su coche.
Se supone que ha de ser un asunto confidencial, pero está claro que no lo es: es evidente que la gente habla por los codos. ¿Por qué, si no, se apagan todas las conversaciones cuando entra en la sala de profesores? ¿Por qué una colega más joven, con la que hasta la fecha ha tenido un trato absolutamente cordial, deja su taza de té y se marcha con la vista al frente, sin saludarlo al pasar junto a él? ¿Por qué solo se presentan dos alumnos para su primera clase sobre Baudelaire?
Es la trituradora de las habladurías, piensa, que no para de funcionar de día ni de noche, y que hace trizas cualquier reputación. La comunidad de los rectos, de los que tienen toda la razón, celebra sesiones en cada esquina, por teléfono, a puerta cerrada. Murmullos maliciosos. Schadenfreude. Primero, la sentencia; luego ya vendrá el juicio.
Por los pasillos de la Facultad de Comunicación se toma muy a pecho lo de caminar con la cabeza bien alta.
Habla con el abogado que se ocupó de su divorcio.
– Vamos a ver si antes que nada dejamos bien clara una cosa -dice el abogado-. ¿Hasta qué punto son ciertas las imputaciones?
– Son bastante ciertas. Tuve una aventura con la chica.
– ¿Una aventura? ¿Iba en serio?
– ¿Qué más dará que fuera en serio? Pasada cierta edad, todas las aventuras van en serio. Igual que los ataques cardíacos.
– Bien, pues mi primer consejo es que, por pura estrategia, consigas que te represente una mujer. -Le facilita dos nombres-. Propón un acuerdo en privado. Cedes en ciertos frentes, tal vez solicitas incluso una excedencia, a cambio de lo cual la universidad convence a la chica, o a su familia, de que renuncie a interponer sus acusaciones. Es lo mejor que puedes esperar. Quédate con la tarjeta amarilla, minimiza los perjuicios, espera a que el escándalo se apague por sí solo.
– ¿A qué frentes te refieres?
– A que aceptes someterte a un curso de aprendizaje de sensibilidad. A prestar servicios a la comunidad. A comenzar tratamiento con un psicólogo. Lo que puedas pactar.
– ¿Tratamiento con un psicólogo? ¿Yo necesito tratamiento con un psicólogo?
– No te lo tomes a mal. Lo único que he querido decir es que una de las opciones que se te ofrecen podría ser esa.
– ¿Para ponerme el tornillo que me falta? ¿Para curarme? ¿Para evitarme esos deseos inapropiados? El abogado se encoge de hombros.
– Para lo que sea.
En el campus universitario, esa semana se inicia una Campaña de Sensibilización Popular Contra las Violaciones. Mujeres Contra la Violación, grupo de presión combativo donde los haya, anuncia una sentada de veinticuatro horas en solidaridad con las «víctimas recientes». Alguien le cuela un panfleto por debajo de la puerta del despacho:
LAS MUJERES SE DEFIENDEN.
Al pie, garabateado a lápiz, un mensaje personalizado:
SE ACABÓ LO QUE SE DABA, CASANOVA.
Cena con su ex mujer, Rosalind. Llevan ocho años separados. Poco a poco, con cautela, han ido retomando una antigua amistad, al menos en cierto modo. Son como los veteranos de guerra. A él lo tranquiliza que Rosalind siga viviendo cerca; puede que ella sienta lo mismo. Es una persona con la que puede contar cuando llegue lo peor: la caída en la bañera, las manchas de sangre en una deposición.
Hablan de Lucy, hija única de su primer matrimonio, que ahora vive en una granja en la provincia del Cabo Oriental.
– Puede que pronto vaya a verla -dice él-. Estoy pensando en hacer un viaje.
– ¿En pleno curso?
– El curso casi ha terminado. Solo quedan otras dos semanas de clase.
– ¿Tiene algo que ver con los problemas que te han surgido? Tengo entendido que tienes problemas.
– ¿Dónde lo has oído?
– Todo el mundo lo comenta, David. Todo el mundo está al corriente de tu última aventura, incluidos los detalles más sabrosos. A nadie le interesa que esto quede en secreto, a nadie salvo a ti. ¿Me permites que te diga lo ridículo que me parece todo esto?
– No, no te lo permito.
– Pues tendrás que dejar que me explaye. Me parece ridículo y me parece escabroso. No sé qué es lo que haces pon tus asuntos sexuales y tampoco tengo ganas de saberlo, pero te aseguro que esta no es la mejor manera de ir por la vida. ¿Cuántos años tienes? ¿Cincuenta y dos? ¿A ti te parece que a una chica joven le resulta placentero acostarse con un hombre de tu edad? ¿Tú crees que le gusta verte en medio de tus…? ¿Lo has pensado alguna vez?
Él permanece en silencio.
– No cuentes con mi simpatía, David. No cuentes con la simpatía de nadie. Ahora no hay simpatía, no hay compasión para nadie en estos tiempos que corren. Todos se van a poner contra ti, y, si lo piensas bien, ¿por qué no? De veras que no lo entiendo. ¿Cómo has podido?
Ha vuelto ese viejo tono, el tono que prevaleció durante los últimos años de su vida en común: el tono de la recriminación apasionada. Hasta la propia Rosalind debe de darse cuenta. Sin embargo, tal vez no le falte razón. Tal vez los jóvenes tengan todo el derecho del mundo a vivir protegidos del espectáculo que dan sus mayores cuando están inmersos en los espasmos de la pasión. A fin de cuentas, para eso están las putas: para hacer de tripas corazón y aguantar los momentos de éxtasis de los que ya no tienen derecho al amor.
– Bueno -sigue diciendo Rosalind-, me decías que vas a ver pronto a Lucy.
– Sí,- he pensado que cuando termine la investigación interna cogeré el coche para irme a pasar unos días con ella.
– ¿La investigación interna?
– Hay una reunión del comité la semana que viene.
– Caramba, qué rápido va todo. Y después de visitar a Lucy, ¿qué harás?
– Pues no lo sé. No estoy seguro de que se me permita volver a la universidad. Creo que no las tengo todas conmigo, pero es que tampoco estoy seguro de que me apetezca volver a dar clase.
Rosalind menea la cabeza.
– Qué final tan infame para tu carrera académica, ¿no crees? No te voy a preguntar si ha valido la pena por lo que le hayas sacado a esa chica, pero me parece un precio bastante elevado. ¿Qué harás después con todo tu tiempo? ¿Qué va a ser de tu pensión?
– Llegaré a algún acuerdo con ellos. Es imposible que me dejen sin blanca.
– ¿Imposible? Yo en tu lugar no estaría tan tranquilo. ¿Cuántos años tiene… tu enamorada?
– Veinte. Es mayor de edad. Tiene edad suficiente para saber a qué juega.
– Lo que se cuenta por ahí es que se tomó somníferos. ¿Es cierto?
– No sé nada al respecto. A mí eso me suena a pura invención. ¿Quién te ha dicho lo de los somníferos?
Ella hace caso omiso de su pregunta.
– ¿Estaba enamorada de ti? ¿La dejaste plantada?
– No. Ni lo uno ni lo otro.
– Entonces no lo entiendo. ¿Por qué ha interpuesto la queja?
– ¿Quién sabe? Ella no me confió nada. Alguna batalla, a saber de qué tipo, se estaba librando entre bastidores, y de esa batalla yo no supe nada. Por un lado, hay un novio celoso. Por otro, los padres indignados. Al final, la pobre debe de haberse venido abajo. Todo esto me ha cogido completamente por sorpresa.
– Deberías haber tenido un poco más de seso, David. Ya eres demasiado viejo para enredarte con las hijas de otras personas. Deberías haber supuesto que llegaría lo peor. En cualquier caso, todo esto me parece muy denigrante, la verdad.
– Aún no me has preguntado si la quiero. ¿No se supone que deberías preguntarme eso también?
– De acuerdo. ¿Estás enamorado de esa joven que está arrastrando tu nombre por el fango?
– Ella no es la responsable de eso. No le eches la culpa.
– ¡Que no le eche la culpa! Pero… pero… ¿tú de qué lado estás? ¡Pues claro que le echo la culpa! Te culpo a ti y la culpo a ella. Todo esto es una desgracia de principio a fin. Una desgracia y una vulgaridad. Y no te creas que lamento lo que te he dicho.
En los viejos tiempos, llegados a este punto él se habría enfurecido. Pero esta noche no. Rosalind y él han desarrollado una piel bien gruesa para defenderse el uno contra el otro.
Al día siguiente lo llama Rosalind.
– David, ¿has visto el Argus de hoy?
– No.
– Bueno, pues prepárate. Aparece un artículo sobre ti.
– ¿Qué dice?
– Mejor será que lo leas tú.
El reportaje aparece en la página tres: «Profesor imputado por acoso sexual», reza el titular. Se salta las primeras líneas. «… Está prevista su comparecencia ante un comité disciplinario para responder a una acusación de acoso sexual. La Universidad Técnica de Ciudad del Cabo no dice palabra acerca de este asunto, el último escándalo de una serie en la que se incluyen concesiones fraudulentas de becas y presuntas sesiones de sexo en grupo en algunas residencias de estudiantes. No ha sido posible hablar con Lurie (53 años), autor de un libro sobre William Wordsworth, el poeta de la naturaleza.»
William Wordsworth (1770-1850), el poeta de la naturaleza. David Lurie (1945-?), comentarista y desgraciado discípulo del susodicho William Wordsworth. Bendito sea el retoño recién parido. No será un paria. Bendita sea la criatura.