Una vez que toma la resolución de marcharse hay muy poca cosa que lo retenga. Vacía la nevera, cierra la casa y a mediodía se encuentra ya en plena autopista. Hace un alto en Oudtshoorn; en realidad ha salido con el alba, y a media mañana está cerca de su destino, la ciudad de Salem, en la carretera de Grahamstown a Kenton, en la provincia del Cabo Oriental.
La pequeña hacienda de su hija se halla al final de una sinuosa pista de tierra, a unos cuantos kilómetros de la ciudad: cinco hectáreas de tierra, casi todas cultivables, un molino de viento que extrae agua de un pozo, establos y cobertizos, y una casona baja, amplia, pintada de amarillo, con el tejado de chapa de hierro ondulada y un porche. Una alambrada y algunos macizos de capuchinas y geranios señalan la linde de entrada; el resto es una explanada de tierra suelta y gravilla.
Hay una vieja furgoneta Volkswagen aparcada a la entrada; aparca tras ella. De la sombra del porche asoma Lucy a la luz del sol. Durante un momento él no la reconoce. Ha pasado un año desde la última vez, y ella ha engordado. Ahora tiene las caderas y los pechos (busca la palabra más adecuada) amplios. Descalza, cómoda, sale a saludarlo con los brazos abiertos, y de hecho lo abraza y lo besa en la mejilla.
¡Qué maravilla de chica!, piensa al abrazarla; ¡qué grata bienvenida al final de un viaje tan largo!
La casona, que es grande, oscura e, incluso a mediodía, algo fría, data de la época de las familias numerosas, la época en que los invitados llegaban en carretas llenas. Hace ya seis años que Lucy se instaló en ella cuando era miembro de una comuna, una tribu de jóvenes que comerciaban con artesanía de cuero y cerámica cocida al sol en Grahamstown, gente que entre las hortalizas cultivaba a escondidas esa variedad de marihuana que en Sudáfrica llaman dagga. Al deshacerse la comuna e irse casi todos hacia New Bethesda, Lucy se quedó en la hacienda con su amiga Helen. Se había enamorado del lugar, según dijo; deseaba sacarle rendimiento. Él la ayudó a comprársela. Ahora, ahí la tiene, con su vestido de flores, descalza y todo, en una casa en la que reina el olor del pan recién hecho: ya no es una niña que juega. a ser granjera, sino una sólida campesina, una boervrou.
– Voy a alojarte en la habitación de Helen -dice-. El sol entra por la mañana. No te haces a la idea de lo frías que han sido las mañanas todo este invierno.
– ¿Cómo está Helen? -pregunta él. Helen es una mujer más bien grandota, de aspecto triste, voz profunda y cutis feo, algo mayor que Lucy. Nunca ha sido capaz de entender qué es lo que ha visto Lucy en ella; en su fuero interno desearía que Lucy encontrara a alguien mejor, o que alguien mejor la encontrara a ella.
– Helen vive en Johannesburgo desde abril. Aparte de la ayuda de algún lugareño, desde entonces estoy sola.
– Eso no me lo habías dicho. ¿No te pone nerviosa vivir aquí sola?
Lucy se encoge de hombros.
– Bueno, están los perros. Los perros todavía significan lo que significan. Cuantos más perros, mayor la disuasión. Y, en todo caso, si alguien decidiera asaltar la casa, no veo por qué iban a estar mejor dos personas que una sola.
– Caramba, eso es muy filosófico.
– Sí. Cuando todo lo demás me falla, me pongo a filosofar.
– Pero al menos tendrás un arma.
– Tengo un fusil. Voy a enseñártelo. Se lo compré a un vecino. Nunca lo he usado, pero lo tengo.
– Muy bien. Eso me gusta: una filósofa armada.
Los perros y el fusil; el pan en el horno y la cosecha a punto de medrar. Es curioso que su madre y él, los dos gente de ciudad, intelectuales, hayan engendrado este paso atrás, a esta joven y recia colona. Pero tal vez no sean ellos quienes la hayan engendrado: tal vez en eso tenga más que decir la historia misma.
Ella le ofrece un té. Él tiene hambre: engulle dos rebanadas grandes de pan untadas de mermelada de pera, también hecha en casa. Ha de tener cuidado: nada es tan molesto para un hijo, o una hija, como el funcionamiento interno del cuerpo de su padre o de su madre.
Ella tampoco tiene las uñas demasiado limpias. Suciedad del campo: es algo en el fondo honorable, supone.
Deshace la maleta en la habitación de Helen. Los cajones están vacíos; en el enorme armario ropero solo cuelga un mono de trabajo de dril azul. Si Helen se ha ido, está claro que no es por una breve temporada.
Lucy lo lleva a conocer la hacienda. Le recuerda que no malgaste el agua, que no contamine la fosa séptica con residuos que no podría procesar. Él se sabe la lección, pero vuelve a escucharla atento como un chico bien educado. Ella le muestra después las perreras. Cuando la visitó la vez anterior solo había una. Ahora son cinco, todas ellas bien construidas: una base de cemento, postes de acero inoxidable, puntales y una recia malla de aluminio, a la sombra de unos jóvenes eucaliptos. Los perros se excitan nada más verla: hay algunos dóberman, pastores alemanes, ridgebacks de Rhodesia, bullterriers, rottweilers.
– A todos los usan como perros de vigilancia -dice-. Perros trabajadores. Pasan aquí breves temporadas: quince días, una semana, a veces solo un fin de semana. Los perros de compañía suelen venir durante las vacaciones de verano.
– ¿Y gatos? ¿No acoges gatos?
– No te rías. Estoy pensando en dedicarme también a los gatos, pero aún no lo tengo claro.
– ¿Todavía montas el puesto en el mercado?
– Sí, los sábados por la mañana. Ya te llevaré.
Así se gana la vida: con los perros que aloja en las perreras y con las flores y las hortalizas que vende en el mercado. Nada podría ser más simple.
– ¿No se aburren los perros? -Señala un bulldog hembra de pelaje castaño que está solo en una jaula; con la cabeza apoyada entre las patas delanteras los mira detenidamente sin tomarse la molestia de ponerse en pie.
– ¿Katy? La han abandonado. Los dueños me deben varios meses. No sé qué voy a hacer con ella. Supongo que intentaré encontrarle un nuevo dueño. Está un poco tristona, pero por lo demás no se encuentra mal. Todos los días sale a hacer ejercicio. La llevo yo o la lleva Petrus. Forma parte de sus ocupaciones.
– ¿Petrus?
– Ya lo conocerás. De un tiempo a esta parte es mi ayudante. En realidad, desde marzo es copropietario de las tierras. Todo un personaje.
Pasea con ella hasta más allá del murete de adobe que forma la presa, donde una familia de patos surca las aguas con serenidad; van más allá de las colmenas, hasta la huerta: arriates de flores y hortalizas de invierno… coliflores, patatas, remolacha, acelgas, cebollas. Visitan el molino de viento y la represa que se encuentra ya en la linde de la finca. En los últimos dos años ha llovido bastante y el nivel del agua del embalse ha subido.
Habla de todas esas cosas a sus anchas. Es una granjera de frontera, pero de nuevo cuño. En los viejos tiempos, ganado y maíz. Hoy día, perros y narcisos. Cuanto más cambian las cosas, más idénticas permanecen. La historia se repite, aunque con modestia. Tal vez la historia haya aprendido una lección.
Vuelven bordeando un canal de riego. Los pies descalzos de Lucy se aferran a la tierra rojiza y dejan huellas claras, bien marcadas. Es una mujer de una sola pieza, engastada en su nueva vida. ¡Bien! Si eso es lo que ha de dejar atrás -esta hija, esta mujer-, no tiene de qué avergonzarse.
– No hará falta que me entretengas -dice ya de vuelta en la casa-. Me he traído algunos libros. Solo necesito una silla y una mesa.
– ¿Estás trabajando en algo en particular? -pregunta ella con recelo, pues su trabajo no es un asunto del que hablen a menudo.
– Tengo algo planeado. Algo sobre los últimos años de Byron. No será un libro, o no lo será en el sentido de los libros que he escrito hasta ahora. Más bien será algo para la escena. Los personajes hablan e incluso cantan.
– No sabía que aún tuvieras ambiciones de ese tipo.
– Me pareció que era el momento de darme ese lujo. Pero también hay algo más. Todos queremos dejar algo atrás el día que nos vayamos de este mundo. Al menos, el hombre desea dejar algo que valga la pena. Para una mujer es más fácil.
– ¿Por qué te parece más fácil para una mujer?
– Quiero decir que lo tiene más fácil para crear algo con vida propia.
– ¿No es lo mismo que ser padre?
– Ser padre… No puedo evitar la sensación de que, en comparación con la maternidad, la paternidad es un asunto un tanto abstracto. Pero, bueno, habrá que esperar a ver qué sale. Si sale algo, serás la primera que lo escuche. La primera y probablemente la única.
– ¿Piensas escribir tú la música?
– En su mayor parte la tomaré prestada. No tengo escrúpulos a la hora de tomarla en préstamo. Al principio pensé que era un asunto que exigiría una orquestación bastante pródiga, algo del estilo de Strauss. Y eso habría estado fuera de mi alcance. Ahora me inclino a pensar del modo opuesto, es decir, en un acompañamiento muy escueto: violín, cello, oboe o tal vez fagot… Pero todo esto no pasa aún de ser mera idea. No he escrito una sola nota. He estado ocupado en otras cosas. Supongo que habrás tenido noticia de mis complicaciones.
– Rosalind me contó algo por teléfono.
– Bueno, ahora prefiero que no entremos en eso. En otro momento.
– ¿Has dejado la universidad para siempre?
– He dimitido. Se me exigió la dimisión.
– ¿No lo echarás de menos?
– ¿Que si lo echaré de menos? No lo sé. Nunca he sido un gran profesor. Creo que cada vez tenía menos capacidad de compenetración con mis alumnos. Lo que yo les dijera les daba igual. Por eso es posible que no lo eche de menos. Es posible que disfrute de esta liberación.
Hay un hombre en el umbral, un hombre alto, con mono de trabajo azul, botas de goma y gorro de lana.
– Pasa, Petrus. Te presento a mi padre -dice Lucy.
Petrus se limpia las botas. Se dan la mano. Una cara curtida, llena de arrugas; ojos astutos. ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y cinco?
– El pulverizador -dice-. Necesito el pulverizador.
– Está en la furgoneta. Espera, yo iré a buscarlo.
Se queda a solas con Petrus.
– Te encargas de los perros -dice para salvar el silencio.
– Cuido de los perros y trabajo en la huerta. Sí. -Petrus esboza una ancha sonrisa-. Soy el hortelano y el perrero. -Reflexiona un instante-. El hombre perro -añade, saboreando la idea.
– Acabo de llegar desde Ciudad del Cabo. A veces me preocupa mi hija, viviendo aquí sola. Y esto está muy aislado.
– Sí -dice Petrus-. Es peligroso. -Pausa-. Todo es peligroso hoy día. Pero aquí todo va bien, o eso creo yo. -Y sonríe otra vez.
Lucy regresa con un frasco.
– Ya sabes la medida: una cucharada por cada diez litros de agua.
– Sí, lo sé -dice Petrus, y sale agachándose un poco por la puerta.
– Petrus parece un buen hombre -observa él. -Tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros. -¿Vive en la finca?
– Petrus y su mujer disponen del establo viejo. He instalado una toma de electricidad. Es bastante cómodo. Tiene otra mujer en Adelaide, e hijos, algunos ya mayores. De vez en cuando se marcha a pasar una temporada allí.
Deja que Lucy se ocupe de sus faenas y da un paseo hasta la carretera de Kenton. Hace un frío día de invierno; el sol ya se pone sobre las rojas colinas salpicadas a trechos de hierba rala y blanquecina. Tierra pobre, terreno poco fértil, piensa. Esquilmada. Solo vale para las cabras. ¿De veras se propone Lucy pasar allí el resto de sus días? Confía en que no sea más que una fase pasajera.
Se cruza con un grupo de chiquillos que vuelven a casa de la escuela. Los saluda; le devuelven el saludo. Modales del campo. Ciudad del Cabo empieza a desaparecer engullida por el pasado.
Sin previo aviso lo asalta un recuerdo de la muchacha: sus pechos nítidos y pequeños, sus pezones erectos, su vientre liso y plano. Una oleada de deseo lo atraviesa. Es evidente que, fuera lo que fuese, no ha concluido aún.
Regresa a la casa y termina de deshacer las maletas. Mucho tiempo ha pasado desde que convivía con una mujer. Tendrá que estar atento con sus modales, limpio y presentable a todas horas.
Amplia es una palabra en el fondo demasiado amable para describir a Lucy. Pronto será una mujer indudablemente gruesa. Se descuida, tal como sucede cuando uno se retira del campo del amor. Qu'est devenu ce front poli, ces cheveux blonds, sourcils voatés?
La cena es sencilla: sopa y pan, luego boniatos. No suelen gustarle los boniatos, pero Lucy hace un aliño con cáscara de limón, mantequilla y pimienta que los vuelve gratos de comer, sabrosos incluso.
– ¿Piensas quedarte una temporada? -le pregunta.
– ¿Una semana? Digamos que una semana. ¿Podrás soportarme durante tanto tiempo?
– Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Solo me da miedo que te aburras.
– No me aburriré.
– Y al cabo de esa semana, ¿adónde piensas ir?
– Todavía no lo sé. Puede que siga viajando, que haga un largo viaje sin destino concreto.
– Pues que sepas que aquí eres bienvenido si quieres quedarte.
– Es muy amable que digas eso, querida, pero prefiero conservar tu amistad. Las visitas prolongadas no son provechosas para las buenas amistades.
– ¿Y si no lo llamamos visita? ¿Y si dijéramos que has venido a refugiarte? ¿No aceptarías refugiarte aquí por tiempo indefinido?
– ¿Quieres decir asilo? Las cosas todavía no se han puesto tan difíciles, Lucy. No soy un fugitivo.
– Rosalind me dijo que el ambiente allá era muy hostil.
– Yo me lo he buscado. Me ofrecieron una solución de compromiso que no quise aceptar.
– ¿Qué clase de compromiso?
– Reeducación. Reforma de mi carácter. La palabra clave fue consejo.
– ¿Y acaso eres tan perfecto que no puedes aceptar ni un solo consejo?
– Es que me recuerda demasiado a la China maoísta. Retractación, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.
– ¿Fusilado? ¿Por tener un lío con una alumna? Un poco exagerado, David, ¿no te parece? Eso seguramente ocurre a todas horas. Desde luego, ocurría a todas horas cuando yo era estudiante. Si hubieran sancionado todos los casos, el profesorado se habría visto diezmado en un par de años.
Se encoge de hombros.
– Vivimos en una época puritana. La vida privada de las personas es un asunto público. La lascivia es algo respetable; la lascivia y el sentimiento. Lo que ellos querían era un espectáculo público: remordimiento, golpes en el pecho, llanto y crujir de dientes a ser posible. Un espectáculo televisivo, la verdad. Y yo a eso no me presto.
«La verdad -iba a añadir- es que pedían mi castración.» Pero no consigue pronunciar esas palabras, no ante su hija. De hecho, ahora que le llega por medio de otro, toda su intervención le resulta melodramática, excesiva.
– Así que tú seguiste en tus trece y ellos no dieron su brazo a torcer, ¿no es eso?
– Más o menos.
– No deberías ser tan inflexible, David. La inflexibilidad no es propia de los héroes. ¿No te queda tiempo aún para reconsiderar tu decisión?
– No, la sentencia es definitiva. -¿Inapelable?
– Inapelable. Y no me quejo de nada. Si te declaras culpable de tanta vileza no puedes esperar simpatía a cambio. Al menos, no después de cierta edad. Después de cierta edad uno deja de ser atractivo, eso es lo que hay. No queda más remedio que tomárselo en serio y vivir como se pueda durante el resto de tus días. Cumplir tu condena.
– Pues es una lástima. Insisto en que te quedes todo el tiempo que quieras. Con el pretexto que te dé la gana.
Se acuesta temprano. En medio de la noche lo despierta una batería de ladridos. Hay un perro en concreto que ladra con insistencia, mecánicamente, sin cesar; los otros se suman a la algarabía, callan, pero no aceptan la derrota y se suman de nuevo al concierto.
– ¿Eso sucede todas las noches? -pregunta a Lucy por la mañana.
– Terminas por acostumbrarte. Lo siento.
Él menea la cabeza.
Ha olvidado lo frías que pueden ser las mañanas de invierno en las tierras altas del Cabo Oriental. No ha viajado con la ropa más idónea; tiene que pedirle prestado a Lucy un jersey.
Con las manos en los bolsillos, camina entre los arriates de flores. Sin que alcance a verlo, pasa un automóvil ruidoso por la carretera de Kenton, y el ruido permanece en el aire quieto. Unos gansos vuelan en formación escalonada. ¿Qué hará con todo ese tiempo de que dispone?
– ¿Te apetece dar un paseo? -dice Lucy a sus espaldas.
Se llevan a tres de los perros: dos dóberman jóvenes, a los que Lucy sujeta con una correa, y la bulldog hembra, la abandonada.
Con las orejas aplastadas hacia atrás, la bulldog se esfuerza por defecar. No lo consigue.
– Anda con problemas -dice Lucy-. Tendré que medicarla. La bulldog sigue esforzándose con la lengua fuera, mira en derredor como si pasara vergüenza de que la vean así. Dejan atrás la carretera, atraviesan un terreno yermo y luego un pinar poco poblado.
– La chica con la que estuviste liado… ¿Iba en serio?
– pregunta Lucy.
– ¿No te lo ha contado Rosalind? -Sí, pero no con detalle.
– Ella es de esta parte del mundo. Nacida en George. Iba a una de mis clases. Como estudiante, poca cosa. Pero bellísima. ¿Que si iba en serio? No lo sé. Lo que sí está claro es que tuvo consecuencias muy serias.
– Pero ahora… ¿ha terminado? ¿No sigues enamoriscado de ella?
¿Ha terminado? ¿Sigue enamoriscado?
– Ya no tenemos contacto.
– ¿Por qué te denunció?
– Eso no lo dijo; yo tampoco tuve ocasión de preguntárselo. Se encontró en una situación delicada. Por un lado estaba un joven, amante suyo, o ex amante, presionándola. Por otro, la presión de las clases. Además, sus padres se enteraron y viajaron a Ciudad del Cabo. Supongo que tanta presión resultó superior a sus fuerzas.
– Y luego estabas tú.
– Sí, luego estaba yo. Imagino que no he sido nada fácil de tratar.
Han llegado a un portón cuyo rótulo dice INDUSTRIAS SAPPI. PROHIBIDO EL PASO. Se dan la vuelta.
– Bien -dice Lucy-, has tenido que pagar el precio. Tal vez, cuando lo recuerde, ella no te mire con malos ojos. Las mujeres tienen una asombrosa capacidad de perdonar.
Se hace el silencio. ¿Acaso pretende Lucy, su hija, hablarle de cómo son las mujeres?
– ¿No has pensado en casarte otra vez? -pregunta Lucy.
– ¿Con una mujer de mi edad? Yo no estoy hecho para el matrimonio, Lucy. Eso lo has visto con tus propios ojos.
– Ya, pero…
– Pero ¿qué? ¿Que es insólito seguir rondando a niñas pequeñas?
– Yo no he querido decir eso. Solo quiero decir que cada vez te resultará más difícil, a medida que pase el tiempo.
Nunca habían hablado los dos acerca de sus intimidades.
Y no está resultando nada fácil. Claro que, si no con ella, ¿con quién podría hablar?
– ¿Te acuerdas de aquel verso de Blake? -dice-. «Prefiero matar a un recién nacido en su cuna antes que albergar de seos no realizados.»
– ¿Por qué me lo citas?