16

Durante toda la mañana siguiente Lucy lo rehuye. El encuentro que prometió tener con Petrus no se produce. Luego, por la tarde, el propio Petrus llama a la puerta de atrás como si viniera por un asunto de negocios, como siempre, vestido con su mono de trabajo y sus botas. Quiere tender las tuberías de PVC desde la represa hasta los cimientos de su nueva casa: una distancia de unos doscientos metros. ¿Puede llevarse prestadas unas herramientas, puede echarle una mano David para instalar el regulador?

– Yo no entiendo nada de reguladores. No sé nada de fontanería. -No está de humor para echarle una mano a Petrus.

– No es un asunto de fontanería -dice Petrus-. Solo se trata de colocar las tuberías, de empalmar cada tramo.

Por el camino a la presa Petrus le habla de distintos tipos de reguladores, de válvulas de presión, de las juntas; formula sus palabras con gracejo, dando muestra del dominio que tiene de la materia. La nueva tubería tendrá que atravesar las tierras de Lucy, dice; es buena cosa que ella le haya dado permiso.

– Es una de esas señoras que miran al futuro, no una persona instalada en el pasado.

Acerca del festejo, acerca del chico de los ojos centelleantes, Petrus no dice ni palabra. Es como si nada hubiera ocurrido.

Ya en la presa, el papel que le toca representar pronto queda bien claro. Petrus no lo necesita para que le dé consejos sobre las juntas de las tuberías ni sobre asuntos de fontanería, sino para que le sujete cada cosa, para que le pase las herramientas; a decir verdad, para ser su handlanger. No es un papel al que él ponga reparos. Petrus es un buen trabajador manual, se aprende viéndolo hacer las cosas. Es el propio Petrus quien ha comenzado a desagradarle. A medida que Petrus sigue devanando sus planes, él se vuelve más gélido con él. No le haría ninguna gracia verse abandonado en una isla desierta a solas con Petrus. Desde luego que no le gustaría nada estar casado con él. Una personalidad dominante. Su joven esposa parece feliz, pero él se pregunta qué historias podrá contar la esposa vieja.

A la postre, cuando se harta, lo corta en seco.

– Petrus -dice-, ese joven que estaba en tu casa ayer por la noche… ¿Cómo se llama? ¿Dónde está ahora?

Petrus se quita la gorra, se seca la frente. Hoy lleva una gorra de visera con una chapa de Ferrocarriles y Puertos de Sudáfrica. Diríase que tiene una amplia colección de gorras y sombreros.

– Verá… -dice Petrus con el ceño fruncido-. David, es muy duro eso que dice, eso de que ese chico es un ladrón. Él está muy molesto con que usted lo llame ladrón. Eso es lo que va por ahí diciendo a todo el mundo. Y yo, yo soy el que ha de mantener la paz. Por eso es muy duro también para mí.

– No tengo ninguna intención de implicarte en el caso, Petrus. Dime cómo se llama el chico, dime su paradero y yo pasaré esa información a la policía. Después podremos dejar el asunto en manos de la policía, que lo investigue y, si se tercia, que los lleve a él y a sus amigos ante la justicia. Tú no estarás implicado, yo tampoco. Será un asunto que deba resolver la ley.

Petrus se estira, deja que le dé en la cara todo el resplandor del sol.

– Ya, pero el seguro le dará a usted un coche nuevo.

¿Es una pregunta? ¿Una declaración? ¿A qué juega Petrus?

– No, el seguro no me dará un coche nuevo -explica, y procura no perder la paciencia-. Dando por hecho que no esté en bancarrota a estas alturas precisamente por la cantidad de coches robados que hay en este país, la compañía de seguros me dará solo un porcentaje de lo que en su estima pueda ser el valor del coche viejo. Con eso no tendré suficiente para comprar otro nuevo. De todos modos, lo que está en el aire es una cuestión de principios. No podemos dejar que las compañías de seguros impartan justicia. No se dedican a eso.

– Pero tampoco conseguirá que ese chico le devuelva el coche. Él no puede devolverle el coche. No sabe dónde está su coche. Su coche ha desaparecido. Lo mejor es que se compre uno nuevo con el dinero del seguro, así tendrá coche otra vez.

¿Cómo ha podido ir a parar a este callejón sin salida? Trata de enfocarlo de otro modo.

– Petrus, déjame hacerte una pregunta. ¿Ese chico es pariente tuyo?

– ¿Por qué quiere llevar a ese chico a la policía? -continúa Petrus, sin hacer caso de su pregunta-. Todavía es muy joven, no puede meterlo usted en la cárcel.

– Si tiene dieciocho años puede llevársele a juicio. Si tiene solo dieciséis también puede llevársele a juicio.

– No, no tiene dieciocho.

– ¿Cómo lo sabes? A mí me parece que tiene dieciocho, y puede que tenga más.

– ¡No, lo sé de sobra! ¡No es más que un crío, no se le puede meter en la cárcel, lo dice la ley, no se puede meter a un joven en la cárcel, tiene usted que dejarlo en paz!

Para Petrus, eso parece suficiente para zanjar la discusión. Con pesadez, hinca una rodilla en tierra y se pone a trabajar en el empalme próximo a la llave de salida.

– Petrus, mi hija quiere ser una buena vecina, una buena ciudadana y una buena vecina. Ella adora el Cabo Oriental. Quiere vivir aquí, quiere llevarse bien con todo el mundo. ¿Y cómo va a conseguirlo si está sujeta a que la ataquen en cualquier momento unos delincuentes que después podrán escaparse sin castigo? ¡Tienes que entenderlo!

Petrus se esfuerza por hacer el empalme. En la palma de las manos se le ven grietas profundas, rugosas; emite pequeños gruñidos mientras faena; no da muestra alguna de haber oído nada.

– Lucy está bien segura aquí -anuncia de repente-. Es así. Puede usted dejarla aquí, que estará sana y salva.

– ¡Pero no está segura, Petrus! ¡Salta a la vista que no está sana y salva! Sabes muy bien lo que sucedió aquí el día veintiuno.

– Sí, sé lo que pasó. Pero ahora todo está en orden.

– ¿Quién dice que esté todo en orden?

– Yo lo digo.

– ¿Tú lo dices? ¿Tú vas a protegerla?

– Yo voy a protegerla.

– No la protegiste la última vez.

Petrus embadurna de grasa la boca de la tubería.

– Dices que sabes qué pasó, pero la última vez no la protegiste -repite-. Te fuiste y aparecieron esos tres delincuentes, y ahora por lo visto eres amigo de ellos. ¿Qué conclusión quieres que saque de todo esto?

Nunca ha estado más cerca de acusar a Petrus, pero ¿por qué no?

– El chico no es culpable -dice Petrus-. No es un criminal. No es un ladrón.

– Yo no estoy hablando solo de un robo. Hubo otro delito, un delito de naturaleza mucho más grave. Dices que sabes qué pasó; por lo tanto, seguramente entiendes a qué me refiero.

– Él no es culpable. Es demasiado joven. No es más que un error muy grande.

– ¿Lo sabes?

– Lo sé. -La tubería queda empalmada. Petrus pasa la abrazadera, la aprieta, se endereza-. Lo sé, se lo estoy diciendo. Lo sé.

– Lo sabes. Y sabes cómo será el futuro. ¿Qué quieres que te diga a eso? Has hablado. ¿Me necesitas para algo más?

– No, ahora viene lo más fácil, solo tengo que abrir una zanja para meter la tubería.


A pesar de la confianza que manifiesta Petrus en el sector de las aseguradoras, parece que nadie atiende su reclamación. Sin coche se siente atrapado en la granja.

Durante una de las tardes que pasa en la clínica se desahoga con Bev Shaw.

– Lucy y yo no nos llevamos bien últimamente -dice-. Tampoco es que sea algo digno de mención, supongo. Los padres y los hijos no están hechos para vivir juntos. En circunstancias normales ya me habría marchado, seguramente habría vuelto a Ciudad del Cabo, pero no puedo dejar a Lucy sola en la granja. Allí no está a salvo. Estoy tratando de convencerla para que ceda la explotación a Petrus y se tome un respiro, pero ella no me hace ni caso.

– Hay que dejar en paz a los hijos, David. No puedes vigilar a Lucy siempre.

– A Lucy la dejé en paz hace ya mucho tiempo. He sido el menos protector de los padres, pero esta situación actual es bien distinta. Lucy objetivamente corre peligro. Eso es algo que ya nos han demostrado.

– Todo se arreglará. Petrus la tomará bajo su protección.

– ¿Petrus? ¿Qué interés puede tener Petrus en tomarla bajo su protección?

– Subestimas a Petrus. Petrus ha trabajado como un esclavo para que a Lucy le fuese bien en el mercado de las flores. Sin Petrus, Lucy no estaría donde está hoy. No quiero decir que se lo deba todo, pero es mucho lo que le debe.

– Sí, puede ser. La cuestión es ¿cuánto le debe Petrus a ella?

– Petrus es un buen hombre. Es de fiar.

– ¿Fiarse de Petrus? Solo porque tiene barba y fuma en pipa y usa bastón te piensas que Petrus es un kaffir a la antigua usanza. Pero no, ni mucho menos. Petrus no es un kaffir a la antigua usanza, y mucho menos un buen hombre. Si quieres que te diga qué opino, yo creo que Petrus se muere de ganas de que Lucy se largue cuanto antes. Y si quieres una prueba, basta con tener en cuenta lo que nos pasó a Lucy y a mí. Puede que no fuese íntegramente idea de Petrus, pero no me cabe ninguna duda de que hizo oídos sordos. Desde luego que no nos lo advirtió, y puso todo el cuidado del mundo en no estar por allí cerca.

Su vehemencia sorprende a Bev Shaw.

– Pobre Lucy -murmura-. Lo que habrá tenido que sufrir.

– Yo sé bien lo que ha sufrido. Yo estaba allí.

Con los ojos como platos, ella se vuelve hacia él.

– Pero si no estabas allí, David. Me lo ha dicho ella. Tú no estabas delante.

No estabas delante. No sabes qué sucedió. Se queda desconcertado. ¿Dónde no estaba, según Bev Shaw, según Lucy? ¿En la misma habitación en que los intrusos cometieron sus desmanes? ¿Acaso creen que él desconoce qué es una violación? ¿Piensan que no ha sufrido él con su hija? ¿Podría haber sido testigo de algo más de lo que la imaginación le alcanza? ¿O acaso creen que, en lo que atañe a una violación, ningún hombre puede estar en el lugar en que se encuentra la mujer? Sea cual fuere la respuesta, se siente ultrajado, ultrajado al verse tratado como un marginado.


Compra un pequeño televisor para sustituir el que les robaron. Por las noches, después de cenar, Lucy y él se sientan juntos en el sofá a ver las noticias y, si resultan soportables, los programas de entretenimiento.

Es verdad, la visita se ha prolongado demasiado tiempo tanto en su opinión como en la de Lucy. Está cansado de vivir del contenido de una maleta, cansado de oír a todas horas el crujir de la gravilla en el camino de entrada. Desea poder sentarse de nuevo ante su mesa, dormir en su propia cama. Pero Ciudad del Cabo está muy lejos, casi en otro país. A pesar de los consejos de Bev, a pesar de las garantías de Petrus, a pesar de la obstinación de Lucy, no está preparado para abandonar a su hija. Es aquí donde vive en la actualidad: en esta época, en este lugar.

Ha recuperado por completo la visión del ojo lesionado. El cuero cabelludo se le va curando, ya no tiene que utilizar los vendajes aceitados. Solo su oreja requiere atenciones diarias. Así pues, es verdad que el tiempo lo cura todo. Es de suponer que Lucy también está curándose, o, si no curándose, al menos olvidando, recubriendo con el tejido de las cicatrices el recuerdo de aquel día, envolviéndolo, sellándolo, cerrándolo. Un buen día tal vez sea capaz de hablar de «el día en que nos robaron» y recordarlo únicamente como el día en que les robaron.

Trata de pasar el día al aire libre, dejando a Lucy entera libertad para que respire en la casa. Trabaja en el huerto; cuando se cansa, va a sentarse junto a la presa y observa las idas y venidas de la familia de patos mientras medita sobre el proyecto Byron.

El proyecto no avanza. Todo lo que logra precisar son fragmentos sueltos. La primera palabra del primer acto se le resiste todavía; las primeras notas siguen siendo tan esquivas como las hilachas de humo. Algunas veces teme que los personajes de la historia, que durante más de un año han sido sus fantasmales acompañantes, comiencen a apagarse poco a poco. Incluso la más atractiva, Margarita Cogni, cuya apasionada voz de contralto ataca como una bala de cañón a esa furcia y compañera de Byron, a esa Teresa Guiccioli que él tantas ganas tiene de oír, se le escabulle y se aleja. La pérdida de todos ellos lo llena de desesperación, una desesperación tan gris, tan uniforme, tan carente de importancia en un planteamiento más amplio como un simple dolor de cabeza.

Acude a la clínica de Bienestar de los Animales tan a menudo como puede y se ofrece para todos los trabajos que no requieran especial destreza: dar de comer a los animales, limpiar, fregar el suelo.

Los animales a los que atiende en la clínica son sobre todo perros, y menos a menudo gatos: para el ganado, parece que D Village tienen sus propias tradiciones veterinarias, su propia farmacopea, sus propios curanderos. Los perros que llevan a la clínica padecen las afecciones habituales: moquillo, una pata rota, un mordisco infectado, sarna, falta de cuidados por parte de sus dueños, sean benignos o malignos, vejez, desnutrición, parásitos intestinales… pero casi todos sufren más que nada su propia fertilidad. Lisa y llanamente, son demasiado numerosos. Cuando la gente les lleva un perro, nadie dice directamente: «Le he traído este perro para que me lo mate», pero eso es exactamente lo que se espera de ellos: que dispongan del animal, que lo hagan desaparecer, que lo despachen al olvido. Lo que en efecto se pide es Lósung (el alemán siempre a mano con sus apropiadas y nítidas abstracciones): la sublimación, como se sublima el alcohol del agua sin dejar residuo, sin dejar regusto alguno.

Así, los sábados por la tarde la puerta de la clínica permanece cerrada a cal y canto mientras ayuda a Bev Shaw a losen los canes sobrantes de la semana. De uno en uno los saca él de la jaula que hay al fondo del patio y los conduce o bien los lleva en brazos al quirófano. Durante los que han de ser sus últimos minutos, a cada uno le dedica Bev toda su atención, acariciándolo, hablándole, suavizando su tránsito. Si, tal como sucede con bastante frecuencia, el perro no se deja engatusar, es debido a su presencia: de él emana un olor erróneo (Saben qué está pensando cada uno, lo huelen), el olor de la vergüenza. No obstante, es él quien sujeta al perro para que se esté quieto, mientras la aguja encuentra la vena y el fármaco alcanza el corazón y las patas ceden y los ojos se cierran.

Había pensado que terminaría por acostumbrarse, pero no es eso lo que sucede. A cuantas más matanzas asiste, mayor es su tembleque. Un domingo por la noche, al volver a casa en la furgoneta de Lucy, de hecho tiene que parar en la cuneta y esperar un rato hasta que se encuentra mejor. Le bañan las mejillas lágrimas que no puede detener; le tiemblan las manos.

No entiende qué es lo que le está pasando. Hasta ahora ha sido más o menos indiferente a los animales. Aunque en términos abstractos condena la crueldad de que son objeto, no podría precisar si por su propia naturaleza es amable o es cruel. Simplemente, no es nada. Da por sentado que aquellas personas a las que se exige la crueldad en cumplimiento del deber, personas que trabajan por ejemplo en un matadero, desarrollan un caparazón alrededor del alma. El hábito endurece: así debe de ser en la mayoría de los casos, pero no parece ser así en el suyo. No parece poseer el don de la dureza.

Todo su ser resulta zarandeado por lo que acontece en el quirófano. Está convencido de que los perros saben que les ha llegado la hora. A pesar del silencio y del procedimiento indoloro, a pesar de los buenos pensamientos en que se ocupa Bev Shaw y él trata de ocuparse, a pesar de las bolsas herméticas en las que cierran los cadáveres recién fabricados, los perros huelen desde el patio lo que sucede en el interior. Agachan las orejas y bajan el rabo como si también ellos sintieran la desgracia de la muerte; se aferran al suelo y han de ser arrastrados o empujados o llevados en brazos hasta traspasar el umbral. Sobre la mesa de operaciones algunos tiran enloquecidos mordiscos a derecha e izquierda, algunos gimotean de pena; ninguno mira directamente la aguja que empuña Bev, pues de algún modo saben que va a causarles un perjuicio terrible.

Los peores son los que lo olfatean y tratan de lamerle la mano. Nunca le han gustado esos lametones, y su primer impulso es el de alejarse. ¿Por qué fingir que es un camarada, cuando en realidad es un asesino? Sin embargo, se ablanda. Un animal sobre el cual pende la sombra de la muerte, ¿por qué iba a sentir que se aparta como si su tacto fuese una aberración? Por eso les deja lamer su mano si quieren, tal como Bev Shaw los acaricia y los besa cuando se lo permiten.

Espera no pecar de sensiblero. Procura no mostrar sentimientos a los animales que mata, ni mostrar sentimientos a Bev Shaw. Evita decirle: «No sé cómo puedes hacerlo», para no tener que oírle responder: «Alguien tiene que hacerlo». No descarta la posibilidad de que en lo más profundo Bev Shaw tal vez no sea un ángel liberador, sino un demonio, y que tras sus muestras de compasión puede ocultarse un corazón tan correoso como el de un matarife. Trata de mantenerse con la mente bien abierta.

Como es Bev Shaw quien empuña la aguja y la clava, es él quien se ocupa de disponer de los restos. A la mañana siguiente a cada sesión de matanza, viaja con la furgoneta cargada al recinto del Hospital de los Colonos, a la incineradora, y allí entrega a las llamas los cuerpos envueltos en sus negras bolsas.

Sería mucho más sencillo transportar las bolsas a la incineradora inmediatamente después de la sesión y dejarlas allí depositadas, para que el personal se ocupara de ellas. Eso, sin embargo, significaría dejar a los perros en un contenedor junto con el resto de los despojos del fin de semana: los residuos de las habitaciones y los quirófanos del hospital, la carroña recogida en las carreteras, los restos malolientes de la curtiduría, una mezcla de rebañaduras y detritos a la vez azarosa y terrible. No está dispuesto a causarles semejante deshonra.

Por eso, los domingos por la noche se lleva en la trasera de la furgoneta de Lucy a los perros metidos en las bolsas bien cerradas; se los lleva a la granja, los deja aparcados durante la noche y el lunes por la mañana los transporta al recinto del hospital. Allí es él mismo quien los descarga de uno en uno con ayuda de un carrito, y es él quien acciona el mecanismo que iza el carrito y lo hace atravesar el portón de acero, la palanca que lo vuelca sobre las llamas y de nuevo lo retira, mientras los empleados cuyo trabajo consiste precisamente en eso se quedan mirándolo.

En su primer lunes dejó que ellos se ocuparan de la incineración. Por el rigor mortis, los cuerpos estaban tiesos a la mañana siguiente. Las patas se enredaron en las barras del carrito, y cuando este regresó de su corto viaje al horno el perro a menudo también volvía, renegrido y sonriente, con un intenso hedor a pelo quemado, la bolsa de plástico quemada del todo. Al cabo de un rato los empleados comenzaron a golpear las bolsas con sus palas antes de cargarlas en el carrito, para romper los miembros rígidos. Fue entonces cuando intervino y asumió él la operación.

La incineradora quema carbón de antracita por medio de un ventilador eléctrico que succiona los humos; calcula que data de los años cincuenta, de cuando fue construido el propio hospital. Está en funcionamiento seis días por semana, de lunes a sábado. Al séptimo descansa. Cuando llega el personal cada mañana, lo primero que hacen es rastrillar las cenizas del día anterior, y luego cargan el combustible. A las nueve de la mañana, la temperatura es de mil grados centígrados en la cámara interna, temperatura suficiente para calcinar los huesos. El fuego sigue alimentándose hasta media mañana; hace falta que pase toda la tarde para que se enfríe.

Desconoce los nombres de los operarios, y ellos no saben el suyo. Para ellos no es más que el hombre que empezó a llegar los lunes cargado con las bolsas de Bienestar de los Animales, y que desde entonces llega cada día más temprano. Se presenta allí, hace su trabajo, se marcha; no forma parte de la sociedad cuyo cogollo está en la incineradora, a pesar de la valla metálica y el portón cerrado a cal y canto y el aviso en tres lenguas.

Y es que la valla ha sido cortada hace mucho tiempo; del portón y del aviso nadie hace caso. Cuando llegan los operarios por la mañana con las primeras bolsas de residuos del hospital, ya abundan las mujeres y los niños a la espera de escarbar en ellas en busca de jeringuillas, imperdibles, vendajes lavables, cualquier cosa que tenga salida en el mercado, pero sobre todo en busca de pastillas, que venden a las tiendas muti o que colocan directamente en la calle. También hay vagabundos que se pasan el día merodeando por el recinto del hospital y que duermen de noche apoyados contra el muro de la incineradora o puede que incluso en el túnel, en busca del calor.

No es una hermandad en la que aspire a ingresar. Cuando está allí, ellos están allí; si lo que lleva a la caldera no les interesa, es tan solo porque un despiece de un perro muerto no puede venderse ni comerse.

¿Por qué ha asumido ese trabajo? ¿Para aliviar la carga que sobrelleva Bev Shaw? Para eso bastaría con descargar las bolsas y largarse. ¿Por los perros? Los perros están muertos, ¿y qué sabrán en todo caso los perros del honor y el deshonor?

Entonces, será que lo ha asumido por sí mismo. Por la idea que tiene del mundo, un mundo en el que los hombres no emplean palas para golpear cadáveres y darles una forma más conveniente para su posterior procesamiento.

Los perros son acarreados a la clínica por ser animales que nadie desea: porque «sernos» demasiados. Ahí es donde aparece él en sus vidas. Tal vez no sea su salvador, el ser para el cual no son demasiados, pero sí está dispuesto a ocuparse de ellos tan pronto como sean incapaces, totalmente incapaces, de cuidarse por sí solos una vez que hasta Bev Shaw se haya lavado las manos. Petrus se llamó una vez «el perrero», «el hombre perro». Bien, pues ahora él se ha convertido en un perrero, un enterrador de perros, un conductor de las almas de los perros, un hartan.

Curioso que un hombre tan egoísta como él vaya a ofrecerse al servicio de los perros muertos. Ha de haber otras formas, formas harto más productivas de entregarse al mundo, o a una idea determinada del mundo. Por ejemplo, podría trabajar más horas en la clínica. Podría intentar -persuadir a los niños de la incineradora de que no se atiborren de veneno. Incluso pasar más tiempo y dedicar más energía al libreto de Byron podría interpretarse, si no quedara más remedio, como un legítimo servicio a la humanidad.

Pero hay otras personas que se ocupan de estas cosas: el asunto del bienestar de los animales, el asunto de la rehabilitación social, incluso el asunto de Byron. Él salva el honor de los cadáveres porque no hay nadie tan idiota como para dedicarse a semejante asunto. En eso va convirtiéndose: en un estúpido, un bobo, un obstinado.

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