Las dos ovejas jóvenes pasan el día entero amarradas a un poste, junto al establo, en un terreno en el que no crece ni una mala hierba. Sus balidos, constantes y monótonos, han comenzado a molestarle. Se acerca paseando hasta la casa de Petrus, a quien encuentra con la bicicleta al revés, reparándola.
– Esas ovejas -comenta-, ¿no te parece que podríamos atarlas en un sitio donde puedan pastar?
– Son para el festejo -dice Petrus-. El sábado las sacrificaré para el festejo. Usted y Lucy tienen que venir. -Se limpia las manos con un trapo-. Los invito a usted y a Lucy al festejo.
– ¿El sábado?
– Sí, voy a dar un festejo el sábado. Será un gran festejo.
– Gracias, muy amable. Pero aunque las ovejas sean para el festejo, ¿no te parece que podrían pastar?
Una hora más tarde las ovejas siguen amarradas, siguen balando con tristeza. Petrus no aparece por ninguna parte. Exasperado, las desata y las arrastra hasta la orilla de la presa, donde crece la hierba en abundancia.
Las ovejas beben largo y tendido; luego, se ponen a pastar a sus anchas. Son dos ovejas persas de cara negra, de tamaño similar y de manchas muy parecidas, incluso parecidas en sus movimientos. Con toda probabilidad son gemelas, y están destinadas al cuchillo del matarife desde que nacieron. En fin, en eso no hay nada digno de mención. ¿Cuándo fue la última vez que murió una oveja a causa de la vejez? Las ovejas no son dueñas de sí mismas, no poseen ni su propia vida. Existen para ser utilizadas hasta el último gramo, sus carnes para ser comidas, sus huesos para ser molidos y arrojados a las gallinas. Nada se salva, con la posible excepción de la vejiga, que seguramente nadie se comerá. En eso tendría que haber pensado Descartes. El alma, suspendida en la siniestra, amarga vejiga, a escondidas.
– Petrus nos ha invitado a un festejo -dice a Lucy-. ¿Por qué da un festejo?
– Yo diría que para celebrar el traspaso de las tierras. Se hará oficial el mes que viene. Para él será un gran día. Creo que debemos hacer acto de presencia, llevarles un regalo.
– Va a sacrificar esas dos ovejas. Nunca hubiera dicho que dos ovejas dieran para tanto.
– Petrus es un tacañón. En los viejos tiempos se habría sacrificado un buey.
– No estoy muy seguro de que me guste su manera de hacer las cosas, me refiero a eso de traer a los animales del sacrificio a su casa, para que se familiaricen con las personas que van a comérselos.
– ¿Qué prefieres, que el sacrificio se haga en el matadero, para que así no tengas que pensar en ello?
– Pues sí.
– Despierta, David. Estamos en el campo, estamos en África.
Lucy tiene un punto irritable, de un tiempo a esta parte, para el cual no encuentra él justificación alguna. Su respuesta habitual consiste en retirarse en su silencio. Hay momentos en que los dos conviven como perfectos desconocidos bajo el mismo techo.
Se dice que ha de tener paciencia, que Lucy sigue viviendo a la sombra de la agresión que sufrió, que ha de pasar algún tiempo hasta que vuelva a ser la de siempre, pero ¿y si se equivoca? ¿Y si, después de una agresión como esa, nadie vuelve a ser el de antes? ¿Y si una agresión como esa convirtiera a cualquiera en una persona diferente, más lúgubre?
Existe una explicación aún más siniestra del mal humor que tiene Lucy, una explicación que él no consigue apartar de su ánimo.
– Lucy -le pregunta ese mismo día de buenas a primeras-, no me estarás ocultando alguna cosa, ¿verdad? ¿No te habrán pegado alguna enfermedad esos hombres?
Está sentada en el sofá, en pijama y bata, jugueteando con el gato. Pasa ya de mediodía. El gato es joven, atento, veloz. Lucy balancea el cinturón de la bata delante de él. El gato le tira zarpazos, golpes rápidos y seguidos, uno, dos, tres, cuatro.
– ¿Hombres? -dice-. ¿Qué hombres?
Aparta el cinturón de la bata a un lado, el gato se lanza tras él.
¿Qué hombres? A él se le para el corazón. ¿Es que se ha vuelto loca? ¿Es que se niega a recordar?
Sin embargo, parece que solo pretende tomarle el pelo.
– David, ya no soy ninguna cría. He ido al médico, me he hecho pruebas, he hecho todo lo que puede hacerse razonablemente. Ahora solo me queda esperar.
– Entiendo. Y cuando dices esperar, te refieres a lo que estoy pensando, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo hará falta?
Ella se encoge de hombros.
– Un mes. Tres meses. Más. La ciencia todavía no ha puesto límite al tiempo que una tiene que esperar. Puede que para siempre.
El gato se lanza veloz sobre el cinturón, pero el juego ha terminado.
Se sienta junto a su hija; el gato baja del sol de un salto, se marcha muy erguido. La toma de la mano. Ahora que está tan cerca de ella, le llega un tenue olor a rancio, a falta de higiene.
– Al menos no será para siempre, cariño -le dice-. Al menos, eso podrás ahorrártelo.
Las ovejas pasan el resto del día cerca de la presa, donde las ha amarrado. Al día siguiente aparecen amarradas en el trecho yermo en que estaban antes, junto al establo.
Es de suponer que les queda hasta el sábado por la mañana, un par de días. Parece una forma bien triste de consumir los dos últimos días de una vida. Son costumbres del campo: así llama Lucy a esas cosas. Él dispone de otras palabras: indiferencia, crueldad. Si el campo puede emitir su veredicto sobre la ciudad, también la ciudad puede enjuiciar al campo.
Ha pensado en comprarle las ovejas a Petrus, pero ¿qué iba a conseguir con eso? Petrus emplearía el dinero para comprar otros dos animales para el sacrificio, quedándose de paso con la diferencia. Además, ¿qué iba a hacer él con las ovejas tras librarlas de su esclavitud? ¿Soltarlas en cualquier carretera? ¿Encerrarlas en las perreras y darles heno de comer?
Parece haberse creado un vínculo entre él y las dos ovejas persas, aunque no acierta a saber cómo. No se trata de un vínculo basado en el afecto. Ni siquiera se trata de un vínculo que lo una a esas dos ovejas en concreto, a las que ni siquiera sabría distinguir en medio de un rebaño en un prado. No obstante, de pronto y sin motivo alguno, su suerte tiene importancia para él.
Se planta ante los dos animales, bajo el sol, a la espera de que el zumbido que tiene en la cabeza se pare de una vez, a la espera de una señal.
Hay una mosca empeñada en meterse en la oreja de una de las dos. La oreja se mueve sin cesar, tiembla. La mosca echa a volar, traza un círculo, vuelve, se posa. La oreja vuelve a temblar.
Da un paso adelante. La oveja retrocede, inquieta, cuanto le permite la cadena.
Recuerda a Bev Shaw, el modo en que acariciaba al chivo de los testículos destrozados, sosegándolo, consolándolo, entrando en su vida. ¿Cómo conseguirá tener esa comunión con los animales? Será gracias a un truco que él no posee. Para eso hay que ser un tipo de persona determinada, tal vez tener menos complicaciones.
El sol le da en plena cara con toda la potencia de la primavera. ¿Tendré acaso que cambiar?, se dice. ¿Tendré que tratar de ser como Bev Shaw?
Habla con Lucy.
– He estado pensando en eso del festejo de Petrus. La verdad es que preferiría no asistir. ¿Te parece que será posible disculparme sin parecer descortés?
– ¿Es por el sacrificio de las ovejas?
– Sí. No. No he cambiado de opinión, si te refieres a eso. Sigo sin pensar que los animales dispongan de una auténtica vida individual. Los que hayan de vivir, los que hayan de morir, no es cuestión, por lo que a mí se refiere, que me quite el sueño. No obstante…
– ¿No obstante?
– No obstante, en este caso estoy alterado. No sabría decir por qué.
– Bueno, puedes estar seguro de que Petrus y sus invitados no van a renunciar a sus costillas por mera deferencia a tu sensibilidad.
– No es eso lo que pido. Tan solo preferiría no estar en el festejo, al menos esta vez no. Lo siento. Jamás imaginé que terminaría hablando de esta manera.
– Los caminos del Señor son inescrutables, David.
– No te burles de mí.
Se acerca el sábado, día de mercado.
– ¿Vamos a instalar el puesto? -pregunta a Lucy. Ella se encoge de hombros.
– Como tú decidas -le responde. Y él no instala el puesto.
No cuestiona su decisión. La verdad es que se siente aliviado.
Los preparativos para el festejo de Petrus comienzan al mediodía del sábado con la llegada de un grupo de mujeres, media docena en total, fuertes y todas ellas, le parece, muy endomingadas. Detrás del establo hacen una hoguera. Pronto el viento le trae el olor de las asaduras que ya hierven en un caldero, de lo cual infiere que ya está hecho, y hecho por partida doble, que todo ha terminado.
¿Debería dolerse? ¿Es correcto dolerse por la muerte de seres que entre sí no tienen la práctica del duelo? Examina su corazón y solo halla una difusa tristeza.
Demasiado cerca, piensa: vivimos demasiado cerca de Petrus. Es como compartir una casa con desconocidos, compartir los ruidos, los olores.
Llama a la puerta de la habitación de Lucy.
– ¿Te apetece dar un paseo? -le pregunta.
– No, gracias. Llévate a Katy.
Se lleva al bulldog, pero la perra es tan lenta, se la ve tan cabizbaja, que él termina por irritarse; la azuza para que vuelva a la granja, la persigue incluso y luego emprende una caminata en solitario, una vuelta de unos ocho kilómetros que recorre a paso ligero, tratando de fatigarse.
A las cinco en punto comienzan a llegar los invitados en coche, en taxi, a pie. Los contempla desde detrás de las cortinas de la cocina. La mayoría son de la generación del anfitrión, sobrios y sólidos. Hay una mujer de edad avanzada en torno a la cual se arma bastante jaleo: con su traje azul y una llamativa camisa rosa, Petrus recorre todo el camino para recibirla.
Oscurece antes de que los más jóvenes hagan acto de presencia. Con la brisa llega el murmullo de las charlas, las risas y la música, música que él relaciona con el Johannesburgo de su juventud. Bastante pasable, piensa para sí; bastante alegre incluso.
– Ya es la hora -dice Lucy-. ¿No vienes?
Es insólito, pero lleva un vestido cuya falda le llega a las rodillas y unos zapatos de tacón, así como una gargantilla de cuentas de madera pintadas de colores y pendientes a juego. No está muy seguro de que le guste el efecto.
– Como quieras, ya estoy. Vamos.
– ¿Es que no tienes un traje?
– No.
– Pues al menos ponte una corbata.
– Caramba, pensé que estábamos en el campo.
– Pues razón de más para ponerte presentable. Este es un gran día en la vida de Petrus.
Ella lleva una pequeña linterna. Recorren el sendero hasta la casa de Petrus, padre e hija tomados del brazo. Ella ilumina el sendero, él lleva su obsequio.
Ante la puerta abierta se detienen sonrientes. Petrus no está por ninguna parte, pero aparece una chiquilla vestida de fiesta y les hace pasar.
El viejo establo carece de techo, y tampoco tiene un suelo propiamente dicho. Al menos, es espacioso; al menos tiene electricidad. Hay lámparas de pantalla y pósters en las paredes (los girasoles de Van Gogh, una dama vestida de azul de las que pintaba Tretchikoff, Jane Fonda con el traje de Barbarella, Doctor Khumalo marcando un gol), lo cual atenúa la desolación del lugar.
Son los únicos blancos. Hay gente bailando al son del jazz africano a la antigua usanza que ya había oído de lejos. A los dos los miran con curiosidad, aunque puede que solo sea por la protección de su cuero cabelludo.
Lucy conoce a algunas de las mujeres. Comienza a hacer las presentaciones. Aparece Petrus a su lado. No se las da de ser el típico anfitrión ansioso de que todo esté en orden, no les ofrece nada de beber.
– Se acabaron los perros -dice en cambio-. Ya no soy el perrero. El hombre perro.
Lucy prefiere tomárselo como un chiste, así que todo, o eso parece, está en orden.
– Te hemos traído algo -dice Lucy-, pero tal vez debamos dárselo a tu mujer. Es para la casa.
Por la zona en que se encuentra la cocina, si es que así la llaman, Petrus interpela a su mujer. Es la primera vez que él la ve de cerca. Es joven, más joven que Lucy; más que bonita tiene una cara agradable, y es tímida, aparte de estar claramente embarazada. Le da la mano a Lucy, pero no a él. Tampoco le mira a los ojos.
Lucy dice unas palabras en prosa y le ofrece el regalo. Hay media docena de curiosos a su alrededor.
– Es ella la que debe abrirlo -dice Petrus.
– Sí, tienes que abrirlo tú -dice Lucy.
Con muchísimo cuidado, desviviéndose por no desgarrar el festivo papel del envoltorio, adornado con mandolinas y ramas de laurel, la joven esposa abre el paquete. Es una tela estampada con un diseño de estilo ashanti bastante atractivo.
– Gracias -musita en inglés.
– Es una colcha -explica Lucy a Petrus.
– Lucy es nuestra benefactora -dice Petrus, y luego se dirige a Lucy-: Eres nuestra benefactora.
Es una palabra de mal gusto, o a él se lo parece: es una palabra de doble filo, que agria ese instante. ¿Puede echársele la culpa a Petrus? El lenguaje al que se confía con tanto aplomo, pero es imposible que él lo sepa, es un lenguaje hastiado, que se desmenuza con facilidad, que está recomido por dentro, como si lo hubieran atacado las termitas. Solo cabe fiarse de los monosílabos, y tampoco de todos.
¿Qué se puede hacer? A él, que no hace tanto tiempo fue profesor de Comunicación, no se le ocurre nada. No se le ocurre nada que no sea empezar otra vez por el abecé. Cuando regresen las grandes palabras reconstruidas, purificadas, listas para otorgar confianza una vez más, él ya llevará mucho tiempo criando malvas.
Se estremece como si un ganso acabara de pisotear su tumba.
– ¿Y el bebé? ¿Para cuándo lo esperas? -pregunta a la mujer de Petrus.
Ella lo mira sin entender.
– Para octubre -interviene Petrus-. El bebé llegará en octubre. Esperamos que sea un niño.
– Ah. ¿Y qué tienes contra las niñas?
– Deseamos que sea niño, hemos rezado para que lo sea -dice Petrus-. Siempre es mejor que el primero sea niño. Así podrá enseñar después a sus hermanas, enseñarles a comportarse. Sí. -Hace una pausa-. Una niña es muy cara. -Se frota las yemas del índice y el pulgar-. Las niñas siempre cuestan dinero, dinero y más dinero.
Mucho tiempo ha pasado desde la última vez que vio ese gesto. En los viejos tiempos era propio para aludir a los judíos: dinero, dinero y más dinero, con el mismo modo de ladear la cabeza dando a entender lo que no se dice. Pero es de suponer que Petrus es inocente de ese retazo de la tradición europea.
– Los niños también pueden costar mucho dinero -comenta para animar la conversación.
– Hay que comprarles esto, hay que comprarles lo otro -continúa Petrus, y parece a punto de desbocarse, sin prestar ninguna atención a los demás-. Hoy, el hombre no paga por la mujer. Soy yo quien paga. -Agita la mano por encima de la cabeza de su mujer; ella, modesta, baja la mirada-. Soy yo quien paga. Pero eso ya está anticuado. La ropa, las cosas bonitas, siempre es lo mismo: pagar, pagar y pagar. -Repite el gesto con el índice y el pulgar-. No, ni mucho menos: es mejor un niño. Salvo su hija, claro. Su hija es diferente. Su hija es tan buena como si fuera un chico. ¡O casi! -Se ríe de su atrevimiento-. ¡Eh, Lucy!
Lucy sonríe, pero él se da cuenta de que está avergonzada.
– Voy a bailar -murmura ella, y desaparece.
En el sitio que hace las veces de pista de baile, baila a solas, de esa manera solipsista que ahora parece estar de moda. Pronto se le suma un joven alto y de largas extremidades, vestido con elegancia. Baila frente a ella y chasquea los dedos; le sonríe con descaro, la corteja.
Las mujeres comienzan a llegar desde fuera, con bandejas de carne asada. El aire se colma de olores apetitosos. Aparece un nuevo contingente de invitados, jóvenes, ruidosos, risueños, en modo alguno chapados a la antigua. El festejo empieza a animarse de veras.
Un plato con comida llega hasta sus manos. Se lo pasa a Petrus.
– No -dice Petrus-. Es para usted. De lo contrario, estaríamos toda la noche pasándonos platos unos a otros.
Petrus y su mujer están pasando mucho tiempo con él, como si quisieran hacer que se sienta a sus anchas. Gente amable, piensa, gente del campo.
Mira en dirección a Lucy. El joven está bailando a menos de un palmo de ella; levanta las rodillas todo lo que puede y, moviendo los brazos, da pisotones en el suelo; se lo está pasando en grande.
El plato que sujeta entre las manos tiene dos costillas de cordero, una patata asada, una cucharada de arroz que nada en salsa espesa, una rodaja de calabaza. Encuentra una silla en la que descansar, aunque la comparte con un viejo muy delgado que lo mira con ojos acuosos. Esto voy a comérmelo, se dice. Voy a comérmelo y luego voy a pedir perdón.
Lucy se planta a su lado. Tiene la respiración agitada, la cara en tensión.
– ¿Podemos marcharnos? -dice-. Es que están aquí.
– ¿Quiénes están aquí?
– He visto a uno allá al fondo. David, no quiero armar un escándalo. ¿Podemos marcharnos?
– Sujétame esto. -Le pasa el plato, sale por la puerta de atrás.
Hay casi tantos invitados fuera del establo como dentro, apiñados en torno a la hoguera, charlando, bebiendo, riendo. Desde el otro lado de la hoguera, alguien lo mira fijamente. De pronto todo encaja en su sitio. Él conoce esa cara, la conoce en lo más íntimo. Se abre paso entre los presentes. Pues yo sí que voy a armar un escándalo, piensa. Una pena, precisamente en un día como este. Pero hay cosas que no pueden esperar.
Se planta delante del chico. Es el tercero de los visitantes, el aprendiz de la cara mortecina, el perrito faldero.
– Te conozco -le dice malencarado.
El chico no parece alarmarse. Al contrario: da la impresión de que el chico ha esperado este momento, de que se ha reservado para cuando llegara. La voz que sale de sus labios es áspera, bronca de rabia.
– ¿Y tú quién eres? -dice, pero sus palabras quieren decir otra cosa bien distinta: ¿Qué derecho te asiste para estar aquí? Todo su cuerpo irradia violencia.
Petrus se presenta de pronto ante ellos, y habla en prosa a toda velocidad.
Pone una mano sobre la manga de Petrus, pero Petrus se suelta y lo mira con impaciencia.
– ¿Sabe usted quién es este? -pregunta a Petrus.
– No, no tengo ni idea de quién es -responde Petrus enojado-. No sé qué es lo que pasa. ¿Qué es lo que pasa, si puede saberse?
– Este, este malhechor, ha estado aquí antes, y ha estado con sus compinches. Es uno de ellos. Pero mejor será que él te diga qué es lo que pasa. Que te diga él por qué lo busca la policía.
– ¡Eso no es verdad! -grita el chico. De nuevo se dirige a Petrus, le suelta un chorro de palabras enojadas. La música sigue devanándose en el aire de la noche, pero ahora ya no baila nadie: los invitados de Petrus se arraciman alrededor de ellos: se empujan y se zarandean, se insultan. No hay buen ambiente.
Petrus toma la palabra.
– Dice que no sabe de qué está hablando usted. -Miente. Lo sabe perfectamente. Lucy lo confirmará.
Pero Lucy, por supuesto, no va a confirmarlo. Cómo va a esperar que Lucy se plante ante esos desconocidos, que dé la cara ante el chico, que lo señale con el dedo y diga Sí, es uno de ellos, es uno de los que lo hicieron.
– Voy a llamar a la policía -dice.
Entre los testigos se escucha un rumor de clara desaprobación.
– Voy a llamar a la policía -le repite a Petrus. Petrus permanece impasible.
En medio de una nube de silencio regresa al interior del establo, donde Lucy lo espera de pie.
– Vámonos -dice él.
Los invitados les abren paso. Ya no existe ni asomo de amistad en su aspecto. Lucy se olvida de la linterna: se pierden a oscuras, Lucy tiene que quitarse los' zapatos, avanzan a tientas por el patatal hasta llegar a la granja.
Tiene el teléfono en la mano cuando Lucy lo detiene.
– No, David. No lo hagas. No ha sido culpa de Petrus. Si llamas a la policía, echarás a perder su velada. Sé sensato.
Queda asombrado, tan asombrado que se vuelve en contra de su hija.
– Por Dios bendito, ¿por qué no va a ser culpa de Petrus? De un modo u otro, fue él quien trajo a esos hombres a casa, puedes estar segura. Y ahora tiene el descaro de invitarlos de nuevo. ¿Por qué iba a ser sensato? De veras, Lucy, que de todo este embrollo no consigo entender lo que se dice nada. No consigo entender por qué no los has acusado de verdad, no consigo entender por qué proteges a Petrus. Petrus no es parte inocente en todo esto, Petrus está de su parte.
– A mí no me grites, David. Esta es mi vida. Soy yo quien ha de vivir aquí. Lo que a mí me pase es asunto mío, solamente mío, no tuyo, y si tengo algún derecho es el derecho a que no me juzgues de este modo, a no tener que justificarme: ni ante ti ni ante nadie. En cuanto a Petrus, no es un trabajador contratado al que pueda despedir cuando me venga en gana, y menos porque a mi juicio se haya mezclado con quien no debía. Todo eso es agua pasada. Si quieres enfrentarte a Petrus, más te vale estar bien seguro de cómo son las cosas. No puedes llamar a la policía, no voy a consentirlo. Espera hasta la mañana. Espera hasta oír la versión de Petrus.
– ¡Pero es que entretanto ese chico habrá desaparecido!
– No desaparecerá. Petrus lo conoce. En cualquier caso, nadie desaparece en el Cabo Oriental. Este no es un lugar así.
– ¡Lucy, Lucy, te lo suplico! Tú quieres enmendar todos los males del pasado, pero esta no es la manera de hacerlo. Si no logras defenderte en este momento, jamás podrás caminar por ahí con la cabeza bien alta. Lo mismo dará que hagas las maletas y te marches. En cuanto a la policía, si ahora te sientes demasiado delicada para llamarlos, es que nunca deberíamos haber dado parte de lo ocurrido. Tendríamos que habernos quedado en silencio, haber esperado la siguiente agresión, o habernos cortado nosotros el cuello.
– ¡Ya basta, David! No tengo por qué defenderme ante ti. Tú no sabes lo que ha ocurrido.
– ¿No lo sé?
– No, ni siquiera tienes la menor idea. Párate a pensarlo, ¿quieres? Con respecto a la policía, permíteme recordarte por qué los llamamos en primer lugar: los llamamos por el asunto del seguro. Tuviste que cumplimentar una denuncia porque de lo contrario el seguro no te pagaría los daños.
– Lucy, me dejas pasmado. Eso no es cierto, y tú lo sabes. En cuanto a Petrus, te lo repito: si cedes en este momento, si no le plantas cara, no serás capaz de convivir contigo misma. Tienes un deber para contigo, para con el futuro, para con el respeto en que te tienes. Déjame llamar a la policía, o llámalos tú misma.
– No.
No: esa es la última palabra de Lucy. Se retira a su habitación, cierra la puerta, lo deja al margen. Paso a paso, de manera tan inexorable como si fueran marido y mujer, ella y él se van distanciando, y él no puede hacer nada para remediarlo. Sus propias trifulcas han pasado a ser como las discusiones de un matrimonio, de dos personas atrapadas juntas, sin otro lugar al que irse. ¡Cómo debe detestar ella el día en que él vino a vivir a su casa! Sin duda deseará que se marche, y cuanto antes mejor.
Sin embargo, también ella tendrá que marcharse a la larga. En calidad de mujer que vive sola en la granja no tiene ningún futuro, eso salta a la vista. Incluso Ettinger, con sus armas y su alambre de espino y sus sistemas de alarma, tiene los días contados. Si a Lucy le queda un mínimo de sentido común, renunciará antes de que caiga sobre ella un destino peor que la muerte. Pero está claro que no, que no se dejará persuadir. Es terca, y está completamente inmersa en la vida que ha escogido.
Él sale de la casa a hurtadillas. Avanzando paso a paso con cautela, a oscuras, se llega hasta el establo por la parte trasera.
La gran hoguera está apagada, ha cesado la música. Hay un grupo de personas en la parte de atrás, una puerta tan ancha como para dejar paso a un tractor. Echa un vistazo por encima de sus cabezas.
En el centro se encuentra uno de los invitados, un hombre de mediana edad. Lleva la cabeza afeitada, y tiene un cuello de toro; viste un traje oscuro, y del cuello le cuelga una cadena de oro de la cual pende un medallón del tamaño de un puño, del tipo de las que ostentaban los jefes de las tribus como símbolo de su poder. Símbolos que se acuñaban por cajones en las fundiciones de Coventry o de Birmingham, estampados por una cara con la efigie de la amarga Victoria, regina et imperatrix, y por la otra con un ñu o un ibis rampante. Medallones, jefes, para uso de. Enviados por barco a todos los rincones del viejo imperio: a Nagpur, a las islas Fiji, a la Costa de Oro, a Cafrería.
El hombre habla en voz alta, en períodos de orador, redondeados, que ascienden y decrecen. No tiene ni idea de lo que está diciendo el hombre, pero de vez en cuando hay una pausa y un murmullo de asentimiento entre los asistentes, entre los cuales, jóvenes y viejos por igual, parece reinar un humor de apacible satisfacción.
Mira en derredor. El chico está ahí cerca, nada más pasar la puerta. El chico lo mira con ojos nerviosos. Otros ojos se vuelven también hacia él: hacia el desconocido, el extraño, el forastero. El hombre del medallón frunce el ceño, calla un momento, levanta la voz.
En cuanto a él, la atención no le importa. Que se enteren de que sigo aquí, piensa; que se enteren de que no estoy amedrentado en la casa grande. Y si eso fastidia su reunión, así sea. Alza la mano y se la lleva al vendaje blanco. Por vez primera se alegra de llevarlo, de ostentarlo como algo propio.