19

La casa forma parte de una barriada que, quince o veinte años antes, cuando era nueva, debía de resultar bastante desoladora, pero que de un tiempo a esta parte ha mejorado gracias al césped que cubre las aceras, a los árboles, a las enredaderas que trepan por los muros de hormigón. El número ocho de Rustholme Crescent tiene una cancela bien pintada y un telefonillo.

Aprieta el botón. Le contesta una voz juvenil.

– ¿Sí?

– Estoy buscando al señor Isaacs. Me llamo Lurie.

– Todavía no está en casa.

– ¿A qué hora llegará?

– Pues de un momento a otro; pase.

Un zumbido; se abre el cerrojo, empuja la cancela.

El camino conduce a la puerta de entrada, desde donde lo observa una muchacha esbelta. Viste un uniforme de colegio: falda plisada de peto de color azul marino, calcetines blancos hasta la rodilla, camisa de cuello abierto. Tiene los ojos de Melanie, los amplios pómulos de Melanie, el cabello oscuro de Melanie. Si acaso, es más bella todavía. La hermana pequeña de la que le habló Melanie, cuyo nombre no consigue recordar en ese momento.

– Buenas. tardes. ¿Cuándo crees que llegará tu padre a casa?

– El colegio termina a las tres, pero por lo general se queda hasta más tarde. No hay problema, puede pasar.


Le sujeta la puerta para que entre y se hace a un lado para no rozarlo. Está comiéndose un trozo de tarta, que sujeta con coquetería entre dos dedos. Tiene algunas migas en el labio superior. Él siente el acuciante deseo de extender la mano y apartárselas; al mismo tiempo, le inunda el recuerdo de su hermana como si fuera una oleada caliente. Dios mío, se dice. ¿Qué estoy haciendo aquí?

– Puede sentarse si lo desea.

Se sienta. El mobiliario está reluciente; la sala resulta opresivamente limpia.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunta. -Desirée.

Desirée: ahora lo recuerda. Melanie la primogénita, la oscura; luego Desirée, la deseada. No cabe duda que tentaron a los dioses al ponerle un nombre semejante.

– Me llamo David Lurie. -La observa con atención, pero ella no da muestras de haberlo reconocido-. Soy de Ciudad del Cabo.

– Mi hermana vive en Ciudad del Cabo. Es universitaria.

Él asiente. No le dice: conozco a tu hermana, la conozco muy bien. Pero sí piensa: frutos del mismo árbol, parecidos probablemente hasta en los más íntimos detalles. Pero también con diferencias: un distinto pulso sanguíneo, diversas urgencias de la pasión. Las dos en la misma cama: una experiencia digna de un rey.

Se estremece un poco, mira el reloj.

– ¿Sabes una cosa, Desirée? Creo que voy a intentar encontrar a tu padre en el colegio, si me explicas cómo llegar hasta allí.

El colegio parece idéntico al resto de los inmuebles de la zona: un edificio bajo de ladrillo visto, con barrotes de acero en las ventanas y tejado de amianto, dentro de un polvoriento cuadrilátero cercado por alambre de espino. F. M. MARAIS, dice el rótulo en uno de los pilares de la entrada; COLEGIO DE ENSEÑANZA MEDIA, se lee en el otro.

El recinto está desierto. Da una vuelta por el interior hasta llegar a un cartel que dice OFICINAS. Allí dentro hay una secretaria de mediana edad, más bien regordeta, que se está pintando las uñas.

– Estoy buscando al señor Isaacs -dice.

– ¡Señor Isaacs! -llama ella-. ¡Tiene una visita! -Y se vuelve hacia él-. Puede pasar.

Isaacs, detrás de su mesa de despacho, a punto está de levantarse para recibirlo, pero se queda a medias y lo mira con evidente desconcierto.

– ¿Se acuerda de mí? Soy David Lurie, de Ciudad del Cabo.

– Ah -dice Isaacs, y se sienta. Lleva aquel mismo traje, el que le queda grande: el cuello se le difumina en la chaqueta, de la que asoma como un ave de pico afilado que hubiera sido atrapada en un saco. Las ventanas están cerradas; huele a tabaco rancio.

– Si no desea recibirme, me marcharé de inmediato -dice.

– No, no -dice Isaacs-. Siéntese. Estoy comprobando las faltas de asistencia. ¿Le importa que termine esto antes de…?

– Por favor.

Sobre la mesa hay una fotografía enmarcada. No puede verla desde donde está sentado, pero sabe qué será: Melanie y Desirée, las niñas de los ojos de su padre, junto a la madre que las trajo al mundo.

– Y bien -dice Isaacs cerrando el último registro-. ¿A qué debo el placer?

Había esperado estar tenso, pero lo cierto es que se encuentra muy calmado.

– Después de que Melanie diese curso formal a su denuncia -dice-, la universidad emprendió una investigación oficial. De resultas de ello tuve que renunciar a mi puesto y dimitir. Así fueron las cosas; seguramente estará usted al corriente.

Isaacs lo contempla perplejo, sin que nada lo traicione.

– Desde entonces no tengo nada que hacer. Iba de paso por George y pensé que podría hacer un alto para conversar con usted. Recuerdo que nuestro último encuentro fue… acalorado. Sin embargo, pensé que valía la pena hacerle una visita y decirle lo que siento de todo corazón.

Todo eso es cierto. Desea hablar de todo corazón. El asunto es… ¿qué guarda en su corazón?

Isaacs tiene un bolígrafo Bic de los baratos en la mano. Pasa los dedos por el tallo, lo invierte, pasa los dedos por el tallo, vuelve a invertirlo una y otra vez, con un movimiento que es más mecánico que impaciente.

– Usted conoce la versión de la historia según Melanie -prosigue-. Me gustaría que conociera la mía, si es que está dispuesto a oírla.

»Por mi parte, todo empezó sin premeditación. Comenzó como una simple aventura, una de esas aventurillas repentinas que tienen los hombres de cierta condición, o que al menos yo tenía antes, y que me servían cuando menos para sentirme vivo. Discúlpeme por hablar de este modo. Trato de ser sincero.

»En el caso de Melanie, sin embargo, sucedió algo inesperado. Pienso en una hoguera: ella prendió el fuego dentro de mí.

Hace una pausa. El bolígrafo prosigue su baile. Una aventurilla repentina. Hombres de cierta condición. ¿Tendrá también sus aventuras el hombre que lo mira desde el otro lado de la mesa? Cuanto más lo mira, más lo duda. No le extrañaría que Isaacs tuviera algún cargo en una iglesia, que fuese diácono o monaguillo, lo que sea.

– Una hoguera: ¿hay algo digno de mención en eso? Si una hoguera se apaga, uno enciende una cerilla y prende una nueva. Antes pensaba así. Sin embargo, en los viejos tiempos todo el mundo adoraba el fuego. Se lo pensaban dos veces antes de permitir que una llama se extinguiera, una llama que era la divinidad. Esa fue la clase de llama que prendió en mí su hija. Una llama que no fue suficiente para abrasarme, quemarme del todo, pero que era real: un fuego real.

Abrasado… Quemado… Requemado.

El bolígrafo ha dejado de moverse.

– Señor Lurie -dice el padre de la muchacha, y a su rostro asoma una sonrisa torcida, dolorida-, estoy preguntándome qué demonios es lo que pretende al venir a visitarme a mi colegio y contarme lo que está contándome…

– Lo lamento, créame; es ofensivo, lo sé. He terminado. Eso es todo lo que deseaba decirle en defensa propia. ¿Qué tal está Melanie?

– Ya que lo pregunta, le diré que Melanie está bien. Llama por teléfono todas las semanas. Ha reanudado sus estudios, le han otorgado una dispensa especial, estoy seguro de que lo entenderá usted habida cuenta de las circunstancias. Ha seguido adelante con su trabajo en el teatro aprovechando su tiempo libre, y le va muy bien. Así pues, Melanie está bien. ¿Y usted? ¿Qué planes tiene, ahora que ha dejado la profesión?

– Yo también tengo una hija, estoy seguro de que le interesará saberlo. Es propietaria de una hacienda; supongo que pasaré algún tiempo con ella, ayudándola en los asuntos de la granja. También tengo un libro por terminar, una especie de libro. De un modo u otro me quedan cosas por hacer.

Hace una pausa. Isaacs lo contempla con lo que a él se le antoja una atención tal que lo traspasa.

– Hay que ver -dice Isaacs suavemente, y las palabras salen de sus labios como si fueran un suspiro-, ¡hay que ver cómo caen los poderosos!

¿Caen? Sí, se ha producido una caída, de eso no cabe duda. Pero… ¿poderosos? ¿Lo describe adecuadamente a él la palabra poderoso? Se considera más bien una figura oscura que va oscureciéndose cada vez más. Una figura extraída de los márgenes de la historia.

– Tal vez nos haga mucho bien -dice- sufrir una caída de vez en cuando. Al menos mientras no nos hagamos pedazos.

– Bien. Bien. Bien -dice Isaacs, que sigue mirándolo fijamente, con toda intensidad.

Por vez primera detecta en él una huella de Melanie: la forma de la boca, el grosor de los labios. Impulsivamente extiende la mano sobre la mesa con la intención de estrechársela al otro, pero termina por acariciar el dorso. Tiene la piel fría, sin vello.

– Señor Lurie -dice Isaacs-, ¿hay algo más que desee contarme, aparte de la historia de lo que pasó entre Melanie y usted? Antes comentó que sentía algo de todo corazón.

– ¿De todo corazón? No. No, solamente he venido para interesarme por Melanie, para saber cómo se encontraba. -Se pone en pie-. Le agradezco que haya sido tan amable de recibirme. -Le tiende la mano, esta vez directamente-. Adiós.

– Adiós.

Se encuentra en la puerta (se encuentra en realidad en la antesala del despacho, que a esas horas está desierta) cuando Isaacs lo llama.

– ¡Señor Lurie! ¡Un minuto!

Vuelve sobre sus pasos.

– ¿Qué planes tiene para esta noche?

– ¿Para esta noche? He reservado una habitación en un hotel. No tengo plan ninguno.

– Venga a cenar con nosotros.

– No creo que a su esposa le parezca buena idea. -Puede que sí. Puede que no. De todos modos, venga.

Comparta el pan con nosotros. Cenamos a las siete. Permítame que le anote la dirección.

– No es necesario que se moleste. Ya he estado en su domicilio, he conocido a su hija. Fue ella la que me indicó cómo llegar aquí.

Isaacs no mueve un párpado.

– Bien -dice.

Le abre la puerta el propio Isaacs.

– Adelante, adelante. -Y le hace pasar a la sala de estar. De la esposa no hay ni rastro, y tampoco está presente la segunda hija.

– He traído esto -dice, al tiempo que le tiende una botella de vino.

Isaacs le da las gracias, pero parece no saber qué hacer con el vino.

– ¿Puedo ofrecerle una copa? Enseguida la abro. -Sale de la habitación; se oyen susurros en la cocina. Regresa-. Parece que hemos perdido el sacacorchos, pero Dezzy irá a pedir prestado el de los vecinos.

Está claro que son abstemios. Debería haberlo tenido en cuenta. Un hogar de lazos estrechos, pequeño burgués, frugal, prudente. El coche bien lavado, el césped bien cortado, los ahorros a buen recaudo en el banco. Todos los recursos concentrados en lanzar a las dos hijas, las dos joyas de la casa, hacia el mejor de los futuros: Melanie la lista, con sus ambiciones teatrales; Desirée, la belleza.

Se acuerda de Melanie en aquella primera velada de su historia íntima; la recuerda sentada a su lado en el sofá, tomándose el café con un chorro de whisky que estaba destinado -la palabra acude a su memoria a regañadientes a lubricarla. Su cuerpecito esbelto, su ropa sexy, sus ojos relucientes de excitación. Adentrarse por el bosque donde ronda el lobo feroz.

Desirée, la belleza, entra con la botella y un sacacorchos. Al atravesar la sala hacia ellos vacila un instante, consciente de que es precisa una presentación.

– ¿Papá? -murmura con un deje de confusión, sosteniendo la botella.

Así pues: ha descubierto quién es él. Han hablado de él, tal vez incluso hayan tenido una riña a cuenta de él, del visitante indeseado, del hombre cuyo nombre son tinieblas.

Su padre ha atrapado con la suya la mano de la hija.

– Desirée -dice-, este es el señor Lurie. -Hola, Desirée.

El cabello que le tapaba la cara es apartado hacia atrás. Lo mira a los ojos todavía azorada, pero más fortalecida al verse bajo el ala de su padre.

– Hola -murmura. Él piensa: ¡Dios mío, Dios mío!

En cuanto a ella, no puede ocultarle a él lo que pasa por su cabeza: ¡Así que este es el hombre con el que mi hermana ha estado desnuda! ¡Este es el hombre con el que ella lo ha hecho! ¡Este vejestorio!

Hay un comedor separado de la sala de estar, con un ventanillo que lo comunica con la cocina. Hay cuatro servicios puestos, con la mejor cubertería de la casa; arden las velas sobre la mesa.

– ¡Siéntese, siéntese! -dice Isaacs. Sigue sin haber ni rastro de su esposa-. Discúlpeme un momento. -Isaacs desaparece en la cocina. Él se queda cara a cara con Desirée. Ella permanece cabizbaja, ya no tan valiente como antes.

Vuelven entonces el padre y la madre a la vez. Él se pone en pie.

– Le presento a mi esposa. Doreen, nuestro invitado: el señor Lurie.

– Gracias por recibirme en su casa, señora Isaacs.

La señora Isaacs es una mujer de corta estatura, entrada en carnes y de mediana edad, y con las piernas combadas, lo cual le da una manera de andar un tanto tambaleante. Sin embargo, está bien claro de dónde sacan las hermanas su presencia. En sus buenos tiempos tuvo que ser una auténtica belleza.

Tiene los rasgos faciales rígidos y evita mirarlo a los ojos, pero le dedica una seña de asentimiento casi imperceptible. Es obediente y abnegada, una buena esposa. Y seréis una sola carne. ¿Saldrán a ella las dos hijas?

– Desirée -ordena a su hija-, ven a ayudarme a servir la mesa.

Agradecida, la niña se levanta a trompicones.

– Señor Isaacs, estoy causándole un serio trastorno en su propio domicilio -dice-. Ha tenido una gran amabilidad al invitarme, y se lo agradezco, pero creo que mejor será que me vaya ahora mismo.

Isaacs le dedica una sonrisa en la que, para mayor asombro suyo, hay un asomo de alegría.

– ¡Siéntese, siéntese! Todo saldrá bien, no se preocupe. ¡Saldremos bien librados! -Se acerca más a él-. ¡Tiene usted que ser fuerte!

Vuelven Desirée y la madre con las fuentes: pollo en una salsa de tomate todavía burbujeante, de la que emanan aromas a jengibre y comino; además, arroz y un surtido de ensaladas y encurtidos. Exactamente el tipo de comida que más ha echado de menos viviendo con Lucy.

La botella. de vino es colocada ante él, junto con una solitaria copa de vino.

– ¿Soy el único que bebe? -dice.

– Por favor -dice Isaacs-, adelante.

No le agradan los vinos dulces; ha comprado una botella de cosecha tardía imaginando que sería del gusto de sus anfitriones. Bueno, pues tanto peor para él.

Todavía falta bendecir la mesa. Los Isaacs se dan la mano; no le queda más remedio que tender las manos, a la izquierda al padre de la chica, a la derecha a la madre.

– Te damos gracias, Señor, por los alimentos que vamos a tomar -dice Isaacs.

– Amén -responden la esposa y la hija; él, David Lurie, murmura también «Amén» y suelta las dos manos, la del padre fresca como la seda, la de la madre pequeña, carnosa, caliente todavía por su trajín en la cocina.

La señora Isaacs sirve la cena.

– Cuidado, está caliente -dice al pasarle el plato. Esas son las únicas palabras que le dice.

Durante la cena trata de portarse como un buen invitado, trata de dar conversación entretenida, trata de salvar los silencios. Habla sobre Lucy, sobre las perreras, sobre sus colmenas y sus proyectos de horticultura, sobre las ventas de los sábados por la mañana en el mercado. Hace una sucinta glosa sobre la agresión, y solo reseña que le fue robado el coche. Habla de la Liga por el Bienestar de los Animales, pero no de la incineradora que está en el recinto del hospital, ni tampoco de las tardes a hurtadillas con Bev Shaw.

Cosida de este modo, la historia se despliega sin que haya sombras en ella. La vida campesina en toda su sencillez idiotizada. ¡Cuánto desearía que fuese verdad! Está harto de las sombras, las complicaciones, la gente complicada. Ama a su hija, pero abundan los momentos en que desearía que fuese un ser más sencillo: más simple, más limpio. El hombre que la violó, el jefe de la banda, era precisamente así. Como una hoja de metal que corta el viento.

Tiene una visión: él mismo está tendido sobre la mesa de un quirófano. Centellea un escalpelo; alguien va a rajarlo desde el cuello hasta la entrepierna; lo ve todo con toda claridad, pero no siente ningún dolor. Un cirujano barbudo se inclina sobre él. Frunce el ceño. Pero ¿qué es todo esto?, farfulla el cirujano. Mete el instrumento en la vejiga. ¿Qué es esto? La arranca, la arroja a un lado. Mete el instrumento en el corazón. ¿Qué es esto?

– Y su hija… ¿lleva la granja ella sola? -pregunta Isaacs.

– Tiene a un hombre que la ayuda de vez en cuando. Petrus. Es africano. -Y habla sobre Petrus, sobre el recio y muy fiable Petrus, con sus dos mujeres y sus modestas ambiciones.

Tiene menos hambre de lo que pensaba. La conversación languidece, pero de algún modo logran terminar la cena. Desirée pide que la disculpen, tiene que hacer los deberes. La señora Isaacs recoge la mesa.

– Debo irme -dice-. Mañana l, he de emprender viaje muy temprano.

– Espere, quédese un momento -dice Isaacs. Están a solas. Ya no puede andarse con rodeos. -A propósito de Melanie -dice.

– ¿Sí?

– Una cosa más y habré terminado. Podría haber sido muy diferente, creo yo, la historia que hubo entre nosotros dos a pesar de nuestra diferencia de edad. Pero hubo algo que yo no supe o no pude aportar, algo… -titubea en busca de la palabra- lírico. Yo carezco de lirismo. Manejo el amor demasiado bien. Ni siquiera cuando ardo consigo cantar, no sé si me entiende. Y eso es algo que lamento profundamente. Lamento lo que le hice pasar a su hija. Tiene usted una familia extraordinaria. Le pido disculpas por la pena que le he causado a usted y a la señora Isaacs. Y le pido perdón.

Extraordinaria no es la palabra correcta. Mejor sería decir ejemplar.

– Así pues -dice Isaacs-, por fin ha pedido disculpas. Me estaba preguntando cuándo iba a llegar. -Se para a meditar. No ha ocupado su asiento; ahora se pone a caminar de un lado a otro-. Dice usted que lo lamenta. Dice que carece de lirismo. Si dispusiera usted de lirismo, hoy no estaríamos donde estamos. Pero yo suelo decirme que todos lo lamentamos cuando se nos descubre. Lo lamentamos muchísimo. El asunto no es si lo lamentamos o no. El asunto es más bien qué lección hemos sacado en claro. El asunto es averiguar qué vamos a hacer una vez que lo lamentamos tanto.

Está a punto de responder, pero Isaacs levanta la mano.

– ¿Puedo pronunciar la palabra Dios ahora que usted me escucha? ¿No es usted una de esas personas que se irritan al oír el nombre de Dios? Bien. El asunto está en saber qué es lo que Dios desea de usted, señor Lurie, aparte de que lo lamente. ¿Tiene alguna idea al respecto, señor Lurie?

Aunque incomodado por el ir y venir de Isaacs, trata de elegir sus palabras con gran cuidado.

– En una situación normal -dice- yo diría que después de cierta edad uno ya es demasiado viejo para aprender lecciones. Solo puede ser castigado una y otra vez. Pero puede que eso no sea verdad, o que no lo sea siempre. Por lo que se refiere a Dios, yo no soy creyente, de modo que tendré que traducir a mi propio lenguaje lo que usted llama Dios y los deseos que tenga Dios. Según mi propio lenguaje, estoy siendo castigado por lo que sucedió entre su hija y yo. Estoy sumido en una desgracia de la que no será nada fácil que salga por mis propios medios. Y no es un castigo a cuyo cumplimiento yo me haya negado, al contrario. Ni siquiera he murmurado contra lo que me ha caído encima. Al contrario: estoy viviéndolo día a día, procurando aceptar mi desgracia como si fuera mi estado natural. ¿Cree usted que a Dios le parecerá suficiente que viva en la desgracia sin saber cuándo ha de terminar?

– No lo sé, señor Lurie. En una situación normal le diría que no me pregunte a mí, qué se lo pregunte a Dios. Pero como está claro que usted no reza, no tiene manera de preguntárselo a Dios. Por eso Dios habrá de encontrar su medio para decírselo. ¿Por qué cree que está usted aquí, señor Lurie?

Él permanece en silencio.

– Se lo diré yo. Usted estaba de paso por George, y entonces se acordó de que la familia de su alumna era de George, y entonces se dijo: ¿Por qué no? Usted no lo había planeado, y ahora sin embargo se encuentra en nuestra casa. Eso ha debido de suponerle a usted una sorpresa. ¿Me equivoco?

– No, no del todo. Pero tampoco es del todo cierto. Yo no le dije la verdad. No estaba de paso por George. Vine a George por una única razón: vine expresamente a hablar con usted. Llevaba ya algún tiempo pensando en hacerlo.

– Sí, usted vino a hablar conmigo, pero ¿por qué conmigo? Yo soy una persona con la que es fácil hablar: es demasiado fácil. Eso lo saben todos los niños que van a clase en mi colegio. Con Isaacs es muy fácil que uno se salga con la suya, eso es lo que suelen decir. -Ha vuelto a sonreír, y la suya es la misma sonrisa torcida de antes-. ¿Con quién ha venido a hablar en realidad?

Ahora sí está seguro: no le cae bien ese hombre, no le gustan nada sus trucos.

Se pone en pie, avanza a tientas por la sala de estar, que está desierta, y por el pasillo. Desde detrás de una puerta entrecerrada le llegan voces que hablan bajo. Abre la puerta. En la cama están sentadas Desirée y su madre, hacen algo con un ovillo de lana. Pasmadas al verlo, quedan en silencio.

Con todo el esmero que requiere una ceremonia, se arrodilla y toca el suelo con la frente.

¿Será suficiente?, piensa. ¿Bastará con eso? Si no, ¿qué más hará falta?

Se yergue. Las dos siguen sentadas en la cama, inmóviles. Mira a la madre a los ojos, luego mira a, la hija, y vuelve a saltar la corriente imparable, la corriente del deseo.

Se pone en pie, aunque con más esfuerzos de lo que hubiera deseado.

– Buenas noches -dice-. Gracias por su hospitalidad. Gracias por la cena.

A las once en punto de la noche recibe una llamada en la habitación de su hotel. Es Isaacs.

– Le llamo para desearle fuerza de cara al futuro. -Pausa-. Hay una pregunta que no tuve ocasión de hacerle, señor Lurie. ¿No estará usted esperando que intercedamos en su nombre ante la universidad?

– ¿Interceder?

– Sí. Para que le devuelvan su puesto, por ejemplo.

– Es una idea que no se me había pasado por la cabeza. Con la universidad he terminado.

– Se lo decía porque el camino por el que va usted es el camino que Dios quiere que recorra. No está en nuestra mano interceder.

– Entendido.

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