Rosalind llama por teléfono.
– Dice Lucy que has vuelto a la ciudad. ¿Por qué no me tienes al corriente de tus cosas?
– Es que todavía no estoy como para mimar los contactos sociales -contesta él. -Ah, ya. ¿Lo has estado alguna vez?
Se encuentran en una cafetería de Claremont.
– Has adelgazado -comenta ella-. ¿Y qué te ha pasado en la oreja?
– Bah, no es nada -responde, y tampoco ha de aclararlo más adelante.
Mientras charlan, la mirada de ella queda prendida de la oreja lesionada de él. Sin duda se estremecería, piensa él, si tuviera que rozársela. No es una de esas personas que sepan cuidar a los demás. Los mejores recuerdos que tiene de ella son los de los primeros meses que pasaron juntos: tórridas noches de verano en Durban, las sábanas empapadas de sudor, el cuerpo pálido y alargado de Rosalind debatiéndose de acá para allá, presa de los espasmos de un placer que era difícil distinguir del dolor. Dos sensualistas: eso fue lo que los mantuvo unidos al menos mientras duró.
Hablan de Lucy, de la granja.
– Ah, pues yo pensaba que vivía con una amiga -dice Rosalind-. Grace, ¿no?
– Helen. Helen ha vuelto a Johannesburgo. Sospecho que han roto para siempre.
– ¿Y está a salvo Lucy, ella sola en un lugar tan aislado? -No, no lo está. Si se siente a salvo, es que está loca de remate. Pero ha decidido quedarse allí a pesar de los pesares. La idea de quedarse allí se ha convertido, a su juicio, en una cuestión de honor.
– Dijiste que te habían robado el coche…
– Fue culpa mía. Debería haber puesto más cuidado. -Ah, se me olvidaba: he oído lo de tu juicio. Los chascarrillos.
– ¿Mi juicio?
– Tu investigación, tu examen, llámalo hache. He sabido que no estuviste muy bien a la hora de dar explicaciones.
– ¡No me digas! Creí que era algo confidencial. ¿Cómo te has enterado?
– Eso es lo de menos. Lo que cuenta es que, según me ha llegado, no causaste una buena impresión. Estuviste, dicen, muy rígido, a la defensiva.
– Ni siquiera traté de causar una impresión, buena o mala. Quise defender una cuestión de principios.
– Puede ser, David, pero estoy segura de que lo sabes: los juicios no tiene nada que ver con los principios, sino con lo bien o mal que sepas bandearte y salir del atolladero. De acuerdo con mis fuentes, no pudiste hacerlo peor. ¿Qué principios eran esos que quisiste defender?
– La libertad de expresión. El derecho a permanecer en silencio.
– Suena estupendo, pero siempre se te dio muy bien engañarte a ti mismo, David. Engañar a los demás y engañarte a ti mismo, la verdad. ¿Estás seguro de que no fue todo un simple asunto en el que te pillaron en bolas?
No entra al trapo.
– De todos modos, fueran cuales fuesen los principios, está claro que debió de resultar muy abstruso para quienes tuvieron que escucharte. Todos pensaron que estabas ofuscado.
Deberías haberte asesorado de antemano. ¿Qué vas a hacer con el dinero? ¿Te han retirado la pensión?
– Me darán lo mismo que aporté yo a lo largo de estos años. Voy a vender la casa. Me sobra espacio.
– ¿Y qué harás con todo tu tiempo? ¿No vas a buscar algún trabajo?
– No lo creo. Ahora mismo no doy abasto. Estoy escribiendo.
– ¿Un nuevo libro?
– No. Una ópera, la verdad.
– ¡Una ópera! Caramba, pues eso sí que es una novedad.
Ojalá te lleve a ganar mucho dinero. ¿Vas a irte a vivir con Lucy?
– La ópera no es más que una afición, una cosilla para enredar y matar el tiempo. No me dará dinero. Ah, y no: no me iré a vivir con Lucy. No sería una buena idea.
– ¿Por qué no? Vosotros dos siempre os habéis llevado bien. ¿Ha pasado algo?
Sus preguntas son las de una metomentodo, pero es que Rosalind jamás ha tenido escrúpulo alguno por serlo. «Hemos compartido cama durante diez años -dijo una vez-. ¿Por qué ibas a guardarme ningún secreto?»
– Lucy y yo todavía nos llevamos bien -responde-, pero no tanto como para vivir juntos.
– Esa parece ser la historia de tu vida.
– Pues sí.
Se hace el silencio mientras contemplan, cada cual desde su punto de vista, la historia de su vida.
– Vi a tu novia -dice Rosalind cambiando de tema.
– ¿A mi novia?
– O enamorada, o lo que sea. A Melanie Isaacs. Actúa en una obra que se representa en el Teatro del Muelle. ¿No estabas enterado? Y entiendo muy bien qué viste en ella, qué te llevó a la perdición. Los ojos grandes, oscuros. Ese cuerpecillo astuto, de comadreja: Es justamente tu tipo. Seguramente pensaste que sería una de tus aventuras rápidas, uno más de tus deslices, y mira en qué has ido a parar. Has arrojado tu vida por la borda, ¿y a cambio de qué?
– No he arrojado mi vida por la borda, Rosalind. Seamos sensatos.
– ¿Cómo puedes negarlo? Te has quedado sin trabajo, tu nombre ha sido pisoteado y arrastrado por el fango, tus amistades te evitan, te escondes en Torrance Road como una tortuga temerosa de asomar la cabeza fuera de la concha. Hay gente que no te llega ni a la suela de los zapatos y que ahora hace chistes a tu costa. Llevas las camisa sin planchar. A saber quién te habrá cortado el pelo así como lo llevas, y tienes… -Detiene su enumeración-. Vas a terminar como uno de esos viejos tristes que se ponen a rebuscar en los contenedores de basura.
– Voy a terminar en un hoyo en el suelo -dice él-. Y tú también. Como todos.
– Ya basta, David. Bastante me molestan las cosas tal como están, no tengo ganas de discutir contigo. -Recoge sus paquetes-. Cuando te hartes de comer rebanadas de pan con mermelada, llámame y te prepararé una buena comida.
La mención de Melanie Isaacs lo altera. Nunca ha sido de esos que mantiene una implicación cuando ya no queda nada. Cada vez que se termina una historia, la pone a un lado y pasa página. No obstante, en el asunto con Melanie hay algo inacabado. En lo más hondo de sí mismo está almacenado el olor de ella, el olor de una compañera. ¿Recordará también ella su olor? Es justamente tu tipo, dijo Rosalind, y no se equivocaba. ¿Y si sus caminos volvieran a cruzarse, el de Melanie y el suyo? ¿Habría un destello de sentimiento, una muestra de que la aventura no está del todo agotada?
Ahora bien: la sola idea de acudir de nuevo a Melanie es una locura. ¿Por qué iba ella a dignarse hablar con un hombre condenado por ser su perseguidor? Además, ¿qué pensará de él, del idiota de la oreja desollada, el pelo mal cortado, el cuello arrugado de la camisa?
Las bodas de Cronos y Harmonía: algo antinatural. Eso fue lo que se pretendió castigar con el juicio, una vez despojada el habla de palabras grandilocuentes. Fue juzgado por su manera de vivir. Por cometer actos impropios: por diseminar su simiente vieja, cansada, simiente que no brota, contra naturam. Si los viejos montan a las jóvenes, ¿cuál será el futuro de la especie? En el fondo, esa fue la argumentación de los fiscales. De eso trata la mitad de la literatura, del modo en que las jóvenes se debaten por escapar del peso de los viejos, y todo en aras de la especie.
Suspira. Los jóvenes abrazados, inconscientes, atentos solo a la música sensual. No es este un país para viejos. Parece haber pasado largo tiempo entre suspiros. Pesar: una nota de pesar con la que salir del paso.
Hasta hace un par de años, el Teatro del Muelle era un almacén frigorífico en donde colgaban los cuerpos abiertos en canal de cerdos y de bueyes, a la espera de ser transportados por mar. Hoy es un centro de ocio muy de moda. Llega tarde a la función; toma asiento cuando bajan las luces. «Un éxito clamoroso, recuperado por exigencia popular»: así anuncian Crepúsculo en el Salón del Globo los responsables de esta nueva producción. El escenario tiene más estilo, la dirección es más profesional, hay un nuevo actor protagonista. No obstante, por su humor crudo y tosco, por su descarada intención política, la obra le resulta tan ardua de soportar como la vez anterior.
Melanie sigue actuando en el papel de Gloria, la peluquera novicia. Con un caftán de color rosa sobre unas medias doradas,_ de lamé, y con la cara pintarrajeada, el cabello recogido en tirabuzones, se contonea en escena sobre sus tacones altos. El texto que tiene asignado es previsible, pero lo recita con una sincronización hábil y un chirriante acento Kaaps. También se nota que está más segura de sí misma: de hecho, está muy bien en su papel, como si tuviera dotes de auténtica actriz. ¿Será posible que durante los meses que ha pasado él fuera de la ciudad ella haya crecido, se haya encontrado a sí misma? Lo que no me mata me fortalece.
Tal vez el juicio fuera un juicio también contra ella; tal vez también ella ha sufrido lo suyo, y ha salido con bien de la prueba.
Ojalá recibiera una señal, se dice. Si recibiera una señal, sabría qué ha de hacer. Por ejemplo, si ese vestuario ridículo fuese a quemarse y desprenderse de su cuerpo en una llamarada gélida, privada, y ella se plantase ante sus ojos hecha una revelación exclusiva para él, tan desnuda y tan perfecta como estuvo aquella última vez en la antigua habitación de Lucy.
Los ociosos entre los cuales ocupa su butaca, gente de cara colorada por el sol, cómoda en la solidez de sus carnes, disfrutan con la obra. Han cogido cariño a Melanie-Gloria; ríen sus chistes subidos de tono, ríen incluso a carcajadas cuando los personajes intercambian insultos.
Aunque sean sus compatriotas, difícilmente podría sentirse más forastero entre ellos, más impostor. Y cuando ríen con las intervenciones de Melanie, en cambio, no puede reprimir un arrebol de orgullo. ¡Mía!, le gustaría decir volviéndose a los de alrededor, como si fuera su hija.
Sin aviso previo, algo le devuelve un recuerdo de hace muchos años: una persona a la que recogió en la N1 a las afueras de Trompsburg, una mujer de veintitantos años que viajaba sola y que él llevó a la ciudad, una turista alemana, quemada por el sol y rebozada de polvo. Llegaron hasta River Touws, tomaron una habitación en un hotel; él le dio de comer y se acostó con ella. Recuerda sus piernas largas y nervudas, la suavidad de su cabello, aquella ligereza de plumas entre sus dedos.
En una súbita erupción sin ruido alguno, como si hubiera entrado en un trance en el que caminase dormido, ve caer un torrente de imágenes, mujeres a las que ha conocido en dos continentes, algunas tan lejos en el tiempo que a duras penas las reconoce. Como las hojas que lleva el viento, revueltas, van pasando ante él. Un ancho campo repleto de gente: cientos de vidas que están enredadas con la suya. Contiene la respiración, desea que la visión no desaparezca.
¿Qué habrá sido de todas ellas, de todas esas mujeres, de todas esas vidas? ¿Habrá momentos en los que también ellas, o algunas al menos, se vean precipitadas sin previo aviso al océano de la memoria? La muchacha alemana: ¿no es posible acaso que en este preciso instante esté acordándose del hombre que la recogió en una carretera de África y que pasó la noche con ella?
Enriquecido: esa es la palabra que los periódicos eligieron para hacerle motivo de burla. Es una palabra estúpida que escapó de sus labios, estúpida habida cuenta de las circunstancias, aunque ahora mismo la respaldaría de nuevo. Por Melanie, por la chica de River Touws, por Rosalind, Bev Shaw, Soraya, por todas y cada una de ellas, incluidas las más despreciables, incluidos los desastres, se ha visto enriquecido. Como una flor que reventase en su pecho, su corazón desborda gratitud.
¿De dónde proceden instantes como éstos? Son hipnagógicos, no cabe duda, pero… ¿qué explica eso? Si él va dejándose llevar, ¿qué dios es el que lo lleva?
La obra sigue su curso. Han llegado al momento en que a Melanie se le engancha la escoba en el cable. Un destello, una explosión de magnesio, y la súbita precipitación del escenario en la negrura. «¡Por Dios bendito, si será patosa la chiquilla!», exclama el peluquero.
Hay una veintena de filas entre Melanie y él, pero él espera que en ese instante, salvando la distancia, ella pueda olfatearlo, oler sus pensamientos.
Algo le da un leve golpe en la cabeza y lo devuelve a este mundo. Instantes más tarde otro objeto pasa de largo y golpea el respaldo del asiento que tiene delante: una bola de papel amasada con saliva, del tamaño de una canica. La tercera lo alcanza en el cuello. Él es la diana, de eso no cabe duda.
Supuestamente, ha de darse' la vuelta y fulminar a alguien con la mirada. ¿Quién ha sido?, es lo que supuestamente ha de ladrar. De lo contrario, ha de mirar rígidamente al frente, hacer como que no se ha dado cuenta.
El cuarto proyectil lo alcanza en el hombro y sale rebotado por el aire. El hombre de al lado lo mira de reojo, desconcertado.
En el escenario, la acción sigue su curso. Sidney, el peluquero, está a punto de abrir el sobre fatal y leer en voz alta el ultimátum del dueño del local. Tendrán hasta fin de mes para pagar el alquiler atrasado; de lo contrario, el Salón del Globo tendrá que cerrar sus puertas. «¿Qué vamos a hacer?», se lamenta Miriam, la encargada de lavar el pelo a las clientas.
– Psst. -Oye que alguien chista por detrás, tan bajo que no llegará a oírse en las filas de delante-. Psst.
Se vuelve, y una bola de papel ensalivado le da de lleno en la mejilla. De pie, apoyado de espaldas contra la pared del fondo, está Ryan, el novio del pendiente y la perilla. Cruzan una mirada.
– ¡Profesor Lurie! -susurra Ryan con aspereza. Por indignante que sea su conducta, parece sentirse a sus anchas. Tiene incluso una sonrisilla en la boca.
La obra sigue su curso, pero a su alrededor empieza a notar una innegable oleada de inquietud.
– Psst -chista de nuevo Ryan.
– Cállese -exclama una mujer sentada dos asientos más allá. Se dirige a él, y eso que él no ha dicho ni palabra.
Son cinco los pares de rodillas que tendrá que salvar («Disculpe… Disculpe…»), y otras tantas miradas de enojo, murmullos contrariados, antes de llegar al pasillo, hallar la salida, verse en la noche que barre el viento, una noche sin luna.
Oye un ruido a sus espaldas. Se vuelve. La candela de un cigarrillo resplandece: Ryan lo ha seguido hasta el aparcamiento.
– ¿Acaso no piensas dar explicaciones? -le espeta-. ¿O vas a explicarme esta chiquillada?
Ryan da una calada a su cigarrillo.
– Solo he querido hacerle un favor, profesor. ¿No aprendió bien su lección?
– ¿Mi lección? ¿Qué lección?
– Que se mezcle con los de su estilo.
Los de su estilo: ¿quién se pensará que es el muchacho, para decirle a él quiénes son de su estilo y quiénes no? ¿Qué sabrá él de la fuerza que impulsa a dos seres desconocidos a abrazarse, esa fuerza que los empareja y los une por parentesco, por estilo, por encima de toda prudencia elemental? Omnis gens quaecumque se in se perfcere vult. La simiente de la generación, llevada a perfeccionarse, alojada en lo más profundo del cuerpo de la mujer, introduciéndose para dar origen al futuro. Introducida, introduciéndose.
Ryan sigue hablando.
– ¡Déjela en paz, crápula! Melanie le escupiría en los ojos si lo viera. -Tira el cigarrillo a un lado y da un paso al frente. Están cara a cara bajo estrellas tan brillantes que cualquiera diría que arden en llamaradas-. Búsquese otra vida, profesor. Se lo digo muy en serio.
Vuelve despacio por Main Road, a la altura de Green Point. Le escupiría en los ojos: eso no se lo esperaba. Le tiembla la mano con que sujeta el volante. Los sobresaltos de la existencia: ha de aprender a tomárselos más a la ligera.
Las prostitutas callejeras han salido en tropel; en un semáforo en rojo una de ellas le llama la atención, una chica alta que lleva una diminuta falda de cuero negro. ¿Por qué no, piensa, en esta noche de revelaciones?
Aparca al final de un sendero, donde arranca la ladera de Signal Hill. La chica va borracha o tal vez drogada: no consigue hacerle decir nada coherente. Sin embargo, cumple su trabajo todo lo bien que él podía esperar. Después se queda tendida con la cara sobre su regazo, descansando. Es más joven de lo que parecía la luz de las farolas, más joven aún que Melanie. El apoya una mano sobre su cabeza. Ha cesado el temblor. Se siente amodorrado, satisfecho; también se siente extrañamente protector.
¡Así que esto es todo lo que hace falta!, piensa. ¿Cómo pudo habérseme olvidado?
No será un mal hombre, pero tampoco es un hombre bueno. No es frío ni caliente, ni siquiera en sus momentos más acalorados. No lo es en la medida de Teresa; ni siquiera en la de Byron. Le falta ese fuego interior. ¿Será ese el veredicto que le extienda el universo y su ojo que todo lo ve?
La chica se despereza, se incorpora.
– ¿Adónde me llevas? -murmura.
– Te llevaré de vuelta a la esquina donde te encontré.