Vuelve a entrar en Ciudad del Cabo por la N2. Ha estado fuera algo menos de tres meses, aunque en ese lapso los asentamientos de los chabolistas han tenido tiempo suficiente para saltar al otro lado de la autopista y extenderse hacia el este del aeropuerto. El flujo de los vehículos debe ralentizarse mientras un niño con un palo pastorea a una vaca extraviada para alejarla de la calzada. Es inexorable, piensa: el campo va llegando a las puertas de la ciudad. Pronto habrá ganado paciendo otra vez por el parque de Rondebosch; pronto la historia habrá trazado un círculo completo.
Y así está de vuelta en casa. Pero no se parece nada a una vuelta a casa. No logra imaginar que de nuevo reside en la casa de Torrance Road, a la sombra de la universidad, merodeando por ahí como un delincuente que trata de pasar desapercibido, esquivando a los colegas de antaño. Tendrá que vender la casa, irse a un piso más barato, a otro barrio.
Sus finanzas están sumidas en el caos. No ha pagado una sola factura desde el día que se fue. Vive de sus tarjetas de crédito; cualquier día se le secará la fuente.
El fin de sus correrías. ¿Qué es lo que viene después del fin de sus correrías? De pronto se ve canoso, encorvado, arrastrando los pies camino de la tienda de la esquina para comprar su medio litro de leche y su media barra de pan; se ve de pronto sentado sin mover un dedo ante su mesa, en una habitación repleta de papeles amarillentos, a la espera de que la tarde se apague para poder prepararse la cena e irse a la cama. La vida de un erudito pasado de rosca, sin esperanza alguna, sin perspectivas: ¿es eso para lo que está preparado?
Abre la cancela. El jardín está cubierto por la maleza, el buzón está repleto de propaganda. Aunque bien fortificada de acuerdo con los cánones, la casa ha estado deshabitada desde hace meses: sería excesivo pedir que no hubiera sido víctima de alguna visita. Y así es: en cuanto pone el pie en su casa, nada más abrir la puerta y olfatear el interior, sabe que algo no marcha como debiera. El corazón le late desbocado de enfermiza excitación.
No se oye nada. Quien estuviera dentro se ha ido. Pero ¿cómo habrán entrado? Yendo de puntillas de una habitación a otra, pronto lo averigua. Los barrotes de una de las ventanas de la parte de atrás han sido arrancados de la pared y doblados, los cristales están hechos añicos, y así queda un hueco suficiente para que un niño e incluso un hombre no muy corpulento se cuelen en el interior. Una alfombrilla de hojas secas y arena, arrastradas por el viento, se ha quedado reseca en el suelo.
Recorre la casa haciendo un recuento de sus pérdidas. Su dormitorio ha sido saqueado, los cajones penden abiertos como bocas que bostezan. Se han llevado su equipo de música, sus cintas y sus discos, su ordenador. En su estudio descubre que han descerrajado tanto los cajones del escritorio como el archivador; hay papeles por todas partes. Han desvalijado a fondo la cocina: la vajilla, la cubertería, los pequeños electrodomésticos. Su mueble bar ha desaparecido. Incluso el armario donde guardaba las conservas está vacío.
No es un robo normal y corriente. Más bien fruto de un grupo organizado que entra, limpia la casa, se retira cargado de bolsas, cajas, maletas. Botín, guerra, reparaciones; un incidente más en la gran campaña de la redistribución. ¿Quién llevará puestos en este momento sus zapatos? ¿Habrán encontrado Beethoven y Janácek otro hogar, o habrán terminado desperdiciados en el cubo de la basura?
Del cuarto de baño llega una vaharada de olor fétido. Una paloma, atrapada en el interior de la casa, ha muerto en la bañera. Con escrúpulo, recoge el amasijo de plumas y huesos y lo mete en una bolsa de plástico que cierra lo mejor que puede.
No hay luz, no hay línea telefónica. A menos que haga algo al respecto tendrá que pasar la noche a oscuras. Pero está demasiado deprimido para pasar a la acción. Al infierno, que se vaya todo al infierno, piensa, y se desploma en una silla y cierra los ojos.
Cuando cae la noche se pone en pie y se va de la casa. Han salido las primeras estrellas. Por las calles desiertas, por los jardines donde pende muy denso el aroma de la verbena y el junquillo, prosigue su camino hasta el campus universitario.
Todavía tiene las llaves del edificio de la Facultad de Comunicación. Es buena hora para ir de ronda: no hay nadie en los pasillos. Toma el ascensor para subir a su despacho en la quinta planta. La placa' de la puerta ha sido sustituida. La nueva dice DR. S. OTTO. Por debajo de la puerta asoma una ranura de luz tenue.
Llama con los nudillos. No se oye nada. Abre con su llave y entra.
El despacho ha sido objeto de una transformación. Han desaparecido sus libros y sus pósters; en las paredes tan solo hay una ampliación a tamaño descomunal de una viñeta de cómic: un Superman que aguanta cabizbajo las amonestaciones de Lois Lane.
Detrás del ordenador, a media luz, está sentado un joven al que no ha visto nunca. El joven frunce el ceño. -¿Quién es usted? -pregunta. -Soy David Lurie.
– Bien, ¿y qué?
– He venido a recoger mi correspondencia. Este era mi despacho -dice, y a punto está de añadir en el pasado.
– Ah, ya. David Lurie, claro. Lo siento, no prestaba atención. Lo he puesto todo en una caja, con otras cosas suyas que encontré. -Hace una seña-. Está ahí.
– ¿Y mis libros?
– En el sótano, en el almacén.
Coge la caja que le indica.
– Gracias -dice.
– No hay de qué -responde el joven doctor Otto-. ¿Seguro que puede con todo eso?
Se lleva la pesada caja hasta la biblioteca, con la idea de clasificar allí la correspondencia. Cuando llega a la barrera de acceso, la máquina ya no acepta su tarjeta. Tiene que llevar a cabo la clasificación sobre un banco del vestíbulo.
Está demasiado intranquilo para conciliar el sueño. Al alba se dirige a la montaña y emprende una larga caminata. Ha llovido, están crecidos los arroyos. Respira el embriagador aroma de los pinos. A día de hoy es un hombre libre, sin más deberes que los que pueda tener para consigo mismo. Tiene todo el tiempo por delante, puede gastarlo como quiera. Es un sentimiento inquietante, pero supone que podrá acostumbrarse a ello.
La temporada que ha pasado con Lucy no lo ha convertido en un hombre del campo. No obstante, hay cosas que echa de menos: la familia de patos, por ejemplo, la madre pata y su manera de moverse por las aguas de la presa, henchido el pecho de orgullo mientras Eeenie, Meenie, Minie y Mo chapotean afanosos tras ella, seguros de que mientras ella esté ahí delante, lejos quedan todos los peligros.
En cuanto a los perros, ni siquiera le apetece pensar en ellos. A partir del lunes, los perros liberados de la vida entre las cuatro paredes de la clínica serán arrojados al fuego sin señas de identidad, sin duelo. ¿Obtendrá perdón alguna vez por traición semejante?
Hace una visita al banco, lleva un montón de ropa sucia a la lavandería. En el ultramarinos donde hace años que compra el café, la dependienta finge que no lo conoce de nada. Su vecina, mientras riega el jardín, se mantiene estudiadamente vuelta de espaldas.
Piensa en William Wordsworth durante su primera estancia en Londres, cuando asistió a una pantomima teatral en la que Jack, el Gigante Asesino, recorre la escena despreocupado, a grandes zancadas, protegido por un rótulo que dice Soy invisible y que lleva sobre el pecho.
Al caer la noche llama a Lucy desde un teléfono público.
– He pensado que debería llamarte, no sea que estuvieras preocupada por mí -le dice-. Estoy bien. Supongo que me tomaré un tiempo hasta que me haga a la nueva situación. Doy vueltas por la casa como un guisante dentro de un frasco. Echo de menos a los patos.
No hace mención del robo sufrido en su casa. ¿De qué le serviría atosigar a Lucy con sus problemas?
– ¿Y Petrus? -pregunta-. ¿Ha cuidado Petrus de ti o sigue liado con la construcción de su casa?
– Petrus me ha echado una mano. Todos han estado muy serviciales.
– Que sepas que podría volver en cuanto me necesites. Basta con que me lo digas.
– Gracias, David. No por el momento, pero quién sabe: a lo mejor, un día de estos.
¿Quién hubiera dicho, cuando nació su hija, que con el tiempo se acercaría a ella a rastras pidiéndole que lo acogiera?
De compras en el supermercado se encuentra en la cola de caja detrás de Elaine Winter, jefa de su antiguo departamento. Lleva el carrito lleno de artículos varios; él tan solo un cesto. Con muestras de nerviosismo, ella le devuelve el saludo.
– ¿Qué, cómo va el departamento sin mí? -le pregunta con el mejor humor que puede manifestar.
Pues sumamente bien, por supuesto: esa sería su respuesta más franca. Nos va de maravilla sin ti. Sin embargo, es demasiado cortés para decir tal cosa.
– Vaya, pues peleando. Como siempre -responde vagamente.
– ¿Habéis podido hacer alguna contratación?
– Hemos contado con los servicios de un nuevo profesor. Bastante joven, por cierto.
Lo conozco, podría decir. Un perfecto mequetrefe, podría añadir. Pero su buena educación se lo impide.
– ¿Cuál es su especialidad? -pregunta por el contrario.
– Lingüística aplicada. Se dedica a estudiar modelos de adquisición del lenguaje.
Hasta ahí llegaron los poetas, hasta ahí los maestros de antaño. Que, por cierto -tal vez debería decirlo-, no le han servido de guía muy fiable. A los que no ha escuchado o no ha entendido nada bien, por decirlo con otras palabras.
La mujer que los antecede en la cola de la caja se toma su tiempo para pagar. Todavía queda margen para que Elaine formule la pregunta siguiente, que debiera ser esta: ¿Y qué es de ti, David? ¿Qué tal te va? A lo cual él respondería: Muy bien, Elaine. Muy bien.
– ¿Quieres que te ceda el turno? -dice ella en cambio, e indica el cesto de él con un gesto-. Llevas poca compra.
– Ni soñarlo, Elaine -responde, y luego le complace observarla mientras va colocando sus adquisiciones sobre el mostrador: no solo los artículos de primera necesidad, sino también los pequeños lujos que se concede una mujer que vive sola: auténtico helado de primera calidad (con almendras y pasas de verdad), galletas importadas de Italia, chocolatinas y… un paquete de compresas.
La ve pagar con tarjeta de crédito. Desde el otro lado de la caja, ya superada la barrera, le hace una señal de despedida. Se le nota que se siente aliviada.
– ¡Adiós! -le dice él por encima de la cajera-. ¡Dales recuerdos a todos!
Ella ni siquiera vuelve la vista atrás.
Tal como estaba concebida en principio, la ópera gravitaba en torno a lord Byron y a su amante, la contessa Guiccioli. Atrapados en la Villa Guiccioli, con el sofocante calor del verano en Ravena, espiados por el celoso esposo de Teresa, los dos se entregan a sus correrías por los tenebrosos salones de la casa y cantan a su pasión desbaratada. Teresa se siente como una prisionera; vive entre los rescoldos del resentimiento, azuza a Byron para que la rapte y se la lleve a una vida mejor. En cuanto a Byron, sigue sumido en un mar de dudas, aunque es tan prudente que no las manifiesta. Aquellos éxtasis que juntos conocieron, sospecha, no han de repetirse ya. Su vida se halla encalmada; de un modo oscuro ha comenzado a anhelar la tranquilidad de un retiro; si no lo consiguiera, es la apoteosis lo que anhela, la muerte. Las galopantes arias de Teresa no encienden chispa alguna en él; su propia línea vocal, oscura y repleta de volutas, pasa sin dejar huella a través de ella, o por encima.
Así es como él la había concebido: una pieza de cámara en torno al amor y la muerte, con una joven apasionada y un hombre de edad ya madura que tuvo gran renombre por su pasión, aunque esta solo sea un recuerdo; una trama en torno a una musicación compleja, intranquila, relatada en un inglés que de continuo tiende hacia un italiano imaginario.
En términos formales, no es una mala concepción. Los personajes se complementan bien: la pareja atrapada, la otra amante despechada que aporrea las ventanas de la villa, el marido celoso. La propia villa, con los monos domesticados de Byron colgados de las lámparas de araña en toda su languidez, con los pavorreales que van y vienen y se azacanean entre el recargado mobiliario napolitano, contiene una acertada mezcla de intemporalidad y decadencia.
Sin embargo, primero en la granja de Lucy y ahora aquí de nuevo, el proyecto no ha conseguido interesarle en la medida necesaria para meterse a fondo en él. Hay un error de concepción, hay algo que no surge directamente del corazón. Una mujer que se queja, y pone a. las estrellas por testigo, de que las intromisiones de los criados los obligan a ella y a su amante a encontrar alivio a su deseo en un pequeño armario: eso, ¿a quién le importa? Encuentra las palabras de Byron, pero la Teresa que la historia le ha legado -joven, codiciosa, caprichosa, petulante- no está a la altura de la música con la que ha soñado, una música cuyas armonías, de una lozanía otoñal y teñidas en cambio por la ironía, oye ensombrecidas con el oído del espíritu.
Trata de hallar otra manera de abordar el proyecto. Tras renunciar a las páginas repletas de notas que lleva escritas, tras abandonar a la coqueta y precoz recién casada con su cautivo milord, trata de centrarse en una Teresa entrada ya en la madurez. La nueva Teresa es una viudita regordeta, instalada en la Villa Gamba con su anciano padre, que lleva la casa y que sujeta con firmeza los cierres del monedero, ojo avizor de que los criados no le escamoteen el azúcar. En la nueva versión Byron ha muerto hace tiempo; la única vía de acceso a la inmortalidad que tiene Teresa, el solaz de sus noches a solas, es la arqueta rebosante de cartas y recuerdos que guarda bajo la cama, todo lo que ella considera sus reliquie, papeles que sus sobrinas nietas habrán de abrir después de su muerte para repasarlas con gran sobrecogimiento.
¿Es esa la heroína que tanto tiempo llevaba buscando?
¿Conseguirá esa Teresa envejecida atrapar su corazón, tal como está su corazón ahora?
El paso del tiempo no ha sido amable con Teresa. Con la pesadez de su busto, con su tronco fornido y sus piernas abreviadas, tiene un aire más de campesina, de contadina, que de aristócrata. La tez que Byron tanto admiró en su día se le ha vuelto febril; en verano se ve postrada a menudo por unos ataques de asma que la dejan sin aliento.
En las cartas que le escribió, Byron la llama Mi amiga; luego, Mi amor; a la postre, Mi amor eterno. Pero existen cartas rivales, cartas que no están a su alcance, cartas a las que no puede prender fuego. En esas otras cartas, dirigidas a sus amigos ingleses, Byron la cataloga con displicencia entre sus demás conquistas italianas, hace chistes sobre su marido, alude a las mujeres de su propio círculo con las que también se ha acostado. En los años transcurridos desde la muerte de Byron, sus amigos han pergeñado un relato, una memoria tras otra, inspirándose en sus cartas. Tras conquistar a la joven Teresa y arrebatársela a su marido, según la historia que han contado, Byron se aburrió pronto de ella; le parecía una cabeza hueca; si permaneció a su lado fue solo por su sentido del deber; para escapar de ella emprendió viaje a Grecia, hacia su muerte.
Todos esos libelos a ella le duelen tanto que la dejan en carne viva. Los años pasados con Byron son la cúspide de su vida. El amor de Byron es lo que la distingue del resto. Sin él, ella no es nada: una mujer que dejó de estar en la flor de la edad, una mujer sin expectativas, que agota sus días en una tediosa ciudad de provincias, que intercambia visitas con sus amigas, que da masajes a su padre en las piernas cada vez que las tiene doloridas, y que duerme sola.
¿Hallará en su corazón el ánimo suficiente para amar a esa mujer sencilla, normal y corriente? ¿La amará lo suficiente para escribir música para ella? Si no pudiera, ¿qué le quedaría?
Vuelve a lo que ahora ha de ser la escena inicial. El final de otro día sofocante. Teresa se encuentra en una ventana de la segunda planta, en la casa de su padre, contemplando los marjales y las pinedas de la Romagna de cara al sol que se pone y destella sobre el Adriático. El final del preludio; un silencio; ella respira hondo. Mib Byron, canta, y en su voz palpita la tristeza. Le responde un clarinete solitario, en diminuendo hasta quedar callado. Mio Byron, lo llama de nuevo con mayor vehemencia.
¿Dónde estará, dónde está su Byron? Byron se ha perdido, he ahí la respuesta. Byron vaga entre las sombras. Y ella también está perdida, la Teresa que él amó, la muchacha de diecinueve años y rubios tirabuzones que se entregó tan alborozada al inglés imperioso, y que después le acarició la frente mientras él yacía sobre sus pechos desnudos, respirando hondo, adormecido tras su gran pasión.
Mio Byron, canta por tercera vez, y desde alguna parte, desde las cavernas del Averno, le responde una voz que aletea descarnada, la voz de un espectro, la voz de Byron. ¿Dónde estás?, canta, y le llega entonces una palabra que no desea oír: secca, reseca. Se ha desecado la fuente de todo.
Tan tenue, tan vacilante es la voz de Byron que Teresa ha de entonar sus propias palabras y devolvérselas, ayudarle a respirar una y otra vez, recobrarlo para la vida: su niño, su muchacho. Estoy aquí, canta para darle respaldo, para impedir que él se hunda. Yo soy tu fuente. ¿Recuerdas cuando juntos visitamos el manantial de Arqua? Juntos los dos. Yo era tu Laura, ¿no lo recuerdas?
Así es como ha de ser en lo sucesivo: Teresa presta voz a su amante, y él, el hombre que habita en la casa desvalijada, ha de dar voz a Teresa. A falta de algo mejor, que los cojos guíen a los tullidos.
Trabajando con toda la agilidad que consigue, sin perder de vista a Teresa, trata de esbozar las páginas iniciales de un libreto. Limítate a poner las palabras sobre el papel, se dice. Cuando lo hayas hecho, lo demás vendrá por añadidura. Ya habrá tiempo de buscar luego en los maestros -en Gluck, por ejemplo- las melodías que enaltezcan tal vez y, ¿quién sabe?, también las ideas que enaltezcan las palabras.
Pero paso a paso, a medida que comienza a vivir sus días más plenamente con Teresa y con el difunto Byron, va viendo con claridad que las canciones robadas no serán suficientes, que los dos le exigirán una música propia. Y es asombroso, porque a retazos sueltos esa música se va plasmando. A veces se le ocurre el contorno de una frase antes de atisbar siquiera cuáles serán las palabras que contenga; otras veces son las palabras las que invocan una cadencia; otras, la sombra de una melodía que ha rondado desde hace días por los márgenes de su oído se despliega y, como una bendición, se revela en su integridad. Por si fuera poco, a medida que se devana la acción, la propia trama invoca de por sí modulaciones y transiciones que siente incluso en las venas, aun cuando carece de los recursos musicales necesarios para llevarlas a la práctica.
Ante el piano se pone a trabajar ensamblando y anotando el arranque de una posible partitura. Hay algo en el sonido mismo del piano que le estorba: es demasiado redondo, demasiado físico, demasiado rico. En el desván, en una caja repleta de viejos libros y juguetes de Lucy, recupera el pequeño banjo de siete cuerdas que le compró en las calles de KwaMashu cuando Lucy era niña. Con ayuda del banjo comienza a anotar la música que Teresa, ora dolida y ora colérica, cantará a su amante muerto, y que ese Byron de pálida voz le cantará a ella desde la tierra de las sombras.
Cuanto más a fondo sigue a la contessa en su periplo por el Averno, cuanto más canta sus líneas melódicas o más tararea su línea vocal, más inseparable de ella, con gran sorpresa por su parte, pasa a ser el ridículo sonsonete del banjo. Las arias lozanas que había soñado otorgarle las abandona sin que eso le duela; de ahí a poner el instrumento en manos de la contessa tan solo media un paso mínimo. En vez de adueñarse del escenario, Teresa ahora permanece sentada, contemplando el marjal que la separa de las puertas del infierno y acunando la mandolina con la que se acompaña en sus arrebatos de lirismo; en un lateral, un trío discreto de músicos ataviados con calzones (cello, flauta, fagot), se encarga de los entreactos o de algún comentario escueto entre estrofa y estrofa. '
Sentado a su mesa, mientras contempla el jardín invadido por la maleza, se maravilla de lo que está enseñándole el banjo de juguete. Seis meses antes había pensado que su propio lugar espectral en Byron en Italia quedaría en un punto intermedio entre el de Teresa y el de Byron: entre el anhelo de prolongar el verano del cuerpo apasionado y la rememoración, a regañadientes, del largo sueño del olvido. Se equivocaba. No es el elemento erótico el que le apela, ni el tono elegíaco, sino la comicidad. En la ópera no figura como Teresa ni como Byron, ni tampoco como una especie de mezcla entre ambos: está contenido en la música misma, en la plana, metálica vibración de las cuerdas del banjo, la voz que se empeña por encumbrarse y alejarse de ese instrumento absurdo, pero que de continuo es retenida como un pez en el anzuelo.
¡Así que esto es el arte!, piensa. ¡Así es como funciona! ¡Qué extraño! ¡Qué fascinante!
Se pasa días enteros entregado a Byron y a Teresa, viviendo de café solo y cereales del desayuno. La nevera está vacía, la cama sin hacer; las hojas de los árboles revolotean por el suelo tras colarse por la ventana rota. Da lo mismo, piensa: que los muertos entierren a sus muertos.
De los poetas aprendí a amar, canta Byron con su voz monótona y quebrada, nueve sílabas seguidas en clave de do natural; pero la vida, entiendo (con un descenso cromático hasta el fa), es harina de otro costal. Plinc-plunc plonc, resuenan las cuerdas del banjo. ¿Por qué, ay, por qué hablas así?, canta Teresa trazando un largo arco de notas del que emana su reproche. Plunc plinc-plonc, resuenan las cuerdas.
Ella, Teresa, desea ser amada, ser amada de manera inmortal; desea verse enaltecida hasta estar en compañía de las Lauras y las Floras de antaño. ¿Y Byron? Byron será fiel hasta la muerte, pero no promete nada más. Que los dos estén unidos hasta que uno haya expirado.
Mi amor, canta Teresa hinchando ese grueso monosílabo inglés, love, aprendido en el lecho del poeta. Plinc, es el eco de las cuerdas. Una mujer enamorada, que se revuelca en el amor: una gata que maúlla en un tejado; proteínas complejas y revueltas en la sangre, que distienden los órganos sexuales, hacen que suden las palmas de las manos y que engorde la voz cuando el alma arroja a los cielos sus anhelos. Para eso le sirvieron Soraya y las demás: para sorberle las proteínas y extraérselas de la sangre como si fueran el veneno de una víbora, para dejarlo reseco, con la cabeza despejada. En casa de su padre, en Ravena, Teresa no tiene, para su infortunio, a nadie que le sorba el veneno de la sangre. Ven a mí, mío Byron, exclama: ¡tómame, ámame! Y Byron, exiliado ya de la vida, pálido cual espectro, le devuelve un eco socarrón:
¡Déjame, déjame, déjame en paz!
Años atrás, cuando residió en Italia, visitó ese bosque situado entre Ravena y la costa del Adriático, el mismo en el que paseaban a caballo un siglo y medio antes Byron y Teresa. En algún paraje entre los árboles ha de estar el lugar en el que el inglés levantó por vez primera las faldas de aquella encantadora muchacha de dieciocho añitos, recién casada con otro hombre. Podría tomar un avión mañana mismo, irse a Venecia, tomar un tren a Ravena, recorrer aquellos viejos senderos de monta, pasar por el lugar exacto. Está inventando la música (o es la música la que lo inventa a él), pero no está inventando la historia en sí. Sobre ese lecho de agujas de pino poseyó Byron a su Teresa -«tímida cual gacela», según dejó dicho- arrugándole la falda, llenándole de arena las enaguas (y los caballos en todo momento ahí al lado, desconocedores de la curiosidad), y a raíz de aquello nació una pasión que dejó a Teresa aullando sus anhelos a la luna durante el resto de su vida, presa de una fiebre que a él también le hizo aullar, exactamente a su manera.
Es Teresa quien lleva la voz cantante; página tras página, él sólo la sigue. Un día emerge de las tinieblas otra voz, una voz que no solo no ha oído antes, sino que tampoco contaba con oír. A tenor de las palabras que dice, comprende que pertenece a la hija de Byron, Allegra, pero ¿de qué parte de su propio interior proviene esa nueva voz? ¿Por qué me has abandonado? ¡Ven a apoderarte de mí!, grita Allegra. ¡Qué calor, qué calor, cuánto calor!, entona en un ritmo privativo de ella, un ritmo que atraviesa con insistencia las voces de los dos amantes.
A la llamada de la inoportuna niña de cinco años no acude respuesta alguna. Imposible de amar, jamás amada de hecho, descuidada por su famoso progenitor, ha sido llevada de mano en mano y al final ha terminado con las monjas, que la cuiden ellas. ¡Qué calor, cuánto calor!, gimotea desde su lecho en el convento, donde va a morir por efecto de la malaria. ¿Por qué me has olvidado?
¿Por qué se abstendrá su padre de contestar? Porque está harto de la vida, porque preferiría volver al lugar que le corresponde, a la otra orilla de la muerte, y hundirse en su viejo sopor. ¡Mi pobre chiquilla!, canta Byron titubeante, reacio, tan quedo que ella no lo oye. Sentados en un lateral, a la sombra, el trío de instrumentistas ejecuta esa tonada que avanza cual cangrejo, un verso ascendente y otro descendente, que es la de Byron.