Un nuevo día. Ettinger llama por teléfono y se ofrece a prestarles una escopeta «entretanto».
– Gracias -le responde él-. Nos lo pensaremos.
Saca las herramientas de Lucy y repara la puerta de la cocina todo lo bien que sabe. Deberían instalar barrotes, una cancela de seguridad, una valla por todo el perímetro, como ha hecho Ettinger. Deberían convertir la granja en una fortaleza. Lucy debería adquirir una pistola y un juego de walkie-talkies, y tomar clases de tiro al blanco. ¿Consentirá ella alguna vez? Está ahí, vive ahí porque ama la tierra y esa manera de vivir a la antigua, l’indliche. Si esa forma de vida está condenada, ¿qué le quedará, qué podrá amar?
Al final, Katy se deja convencer para salir de su escondite y se aposenta en la cocina. Se muestra sumisa, asustadiza; sigue a Lucy por todas partes, se mantiene pegada a sus talones. Paso a paso, la vida no transcurre como antes. La casa parece ajena, parece haber sido violentada; están constantemente alerta, con las orejas aguzadas.
Es entonces cuando regresa Petrus. Un viejo camión aparece jadeante por las roderas del camino y se detiene ante el establo. Petrus baja de la cabina; lleva un traje que le queda demasiado estrecho, va seguido por su mujer y por el conductor. De la caja del camión, los dos hombres descargan varias cajas de cartón, postes recubiertos por una mano de creosota, planchas de hierro galvanizado, un rollo de tubería de plástico y, por último, con gran ruido y conmoción, dos ovejas casi adultas que Petrus amarra a un poste de la valla. El camión traza una amplia curva en torno al establo y desaparece atronador por el camino. Petrus y su mujer desaparecen dentro. Una hilacha de humo comienza a salir de la chimenea recubierta de amianto.
Él sigue en guardia. Al cabo de un rato sale la mujer de Petrus y con un movimiento grácil, ampuloso, vacía un cubo lleno de agua sucia. Es una mujer hermosa, piensa para sí, con su falda larga y la pañoleta que le cubre el pelo sujeta bien alta, a la moda campestre. Una mujer hermosa y un hombre afortunado. Claro que ¿dónde han estado?
– Ha vuelto Petrus -dice a Lucy-. Cargado de materiales de construcción.
– Bien.
– ¿Por qué no te dijo que iba a marcharse? ¿No te escama que haya desaparecido precisamente en este momento?
– No puedo dar órdenes a Petrus. Él es dueño de sus actos.
Es una incongruencia, pero la deja pasar. Ha decidido dejarlo pasar todo, con Lucy, al menos por el momento.
Lucy se muestra reservada, no expresa sentimiento alguno, no manifiesta el menor interés por lo que la rodea. Es él, ignorante de todos los asuntos del campo, el que tiene que dejar salir a los patos del corral, el que ha de manejar el sistema de las compuertas de la presa y desaguarla para que la huerta se riegue y no se seque del todo. Lucy pasa hora tras hora tumbada en la cama, mirando al vacío u hojeando revistas viejas, de las que parece tener una provisión ilimitada. Pasa las páginas con impaciencia, como si buscase en ellas algo que no encuentra. De Edwín Drood no queda ni rastro.
Él espía a Petrus cuando está en la presa, vestido con el mono de trabajo. Le resulta extraño que el hombre no haya ido a saludar a Lucy. Se acerca como si tal cosa, a saludarlo.
– Te habrás enterado. Fuimos víctimas de un robo mientras estabas fuera, el miércoles.
– Sí -dice Petrus-. Lo sé. Es mala, muy mala cosa. Pero ahora están bien los dos.
¿Está bien él? ¿Está Lucy bien? ¿Le ha hecho Petrus una pregunta? No suena a pregunta, pero no puede tomárselo de otro modo, o no al menos sin faltar al más elemental decoro. La pregunta, pues, es esta: ¿qué va a responderle?
– Estoy vivo -dice-. Mientras uno siga vivo, es que está bien, supongo yo. Así que sí, así es. Estoy bien. -Hace una pausa, espera, permite que el silencio se espese, un silencio que Petrus tendrá que paliar con su siguiente pregunta:
¿Y qué tal está Lucy?
Se equivoca.
– ¿Piensa Lucy ir mañana al mercado? -pregunta Petrus.
– No lo sé.
– Lo digo porque perderá el puesto si no va -dice Petrus-. No es seguro, pero puede ocurrir.
– Petrus quiere saber si mañana tienes previsto ir al mercado -informa a Lucy-. Teme que pierdas el puesto.
– ¿Por qué no vais vosotros dos? -dice ella-. Yo no me siento con ganas.
– ¿Estás segura? Sería una pena perder una semana.
Ella no contesta. Prefiere ocultar la cara, y él sabe por qué. Es por la desgracia. Es por la vergüenza. Eso es lo que han conseguido los visitantes; eso es lo que le han hecho a esa mujer tan segura de sí, tan moderna, tan joven. Como una mancha, la historia se extiende por toda la provincia. No es la historia de Lucy la que se extiende, sino la de ellos: ellos son sus dueños. Así la han puesto en su sitio, así le han enseñado para qué sirve una mujer.
Con su único ojo y con el cuero cabelludo completamente blanco, él también sufre un considerable grado de timidez a la hora de mostrarse en público. Sin embargo, por Lucy accede a pasar por todo lo relacionado con el mercado, sentarse junto a Petrus en el puesto, soportar las miradas de los curiosos, responder con la elemental cortesía a los amigos de Lucy que optan por mostrar su conmiseración.
– Sí, nos han robado un coche -dice-. Y acabaron con los perros, claro, con todos menos uno. No, mi hija está bien, lo que pasa es que hoy no se sentía con ganas. No, no tenemos esperanzas, la policía tiene demasiados asuntos por resolver, estoy seguro de que puede usted imaginárselo. Sí, descuide; desde luego que se lo diré.
Lee toda la historia tal como se cuenta en las páginas del Herald. Agresores desconocidos, así se tilda a los hombres. «Tres agresores desconocidos han atacado a la señorita Lucy Lurie y a su anciano padre cuando estaban en su pequeña casa a las afueras de Salem. Les robaron ropa, aparatos electrónicos y un arma de fuego. En un arranque inesperado, incomprensible, mataron a tiros a seis perros de vigilancia antes de darse a la fuga en un Toyota Corolla de 1993, con matrícula CA 507644. El señor Lurie, que sufrió heridas leves en el transcurso de la agresión, fue tratado en el Hospital de los Colonos y dado de alta.»
Se alegra de que no se haga la conexión de turno entre el anciano padre de la señorita Lurie y David Lurie, discípulo de William Wordsworth, el poeta de la naturaleza, hasta hace poco tiempo profesor en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo.
En cuanto al comercio, poco es lo que ha de hacer. Petrus es el que se encarga de colocar los productos en venta con destreza y con eficacia, el que conoce el precio de cada uno, el que recibe el dinero y da el cambio. De hecho, Petrus es el que trabaja mientras él permanece sentado, frotándose las manos. Como en los viejos tiempos: baas en Klaas. No obstante, no finge ser el que da las órdenes a Petrus. Petrus hace lo que hay que hacer, eso es todo.
Sin embargo, las ganancias del día van a la baja: no llegan a trescientos rands. La única razón que lo explica es la ausencia de Lucy, de eso no cabe duda. Al terminar, hay que volver a cargar en la furgoneta cajas de flores, bolsas de verdura. Petrus menea la cabeza.
– No ha ido nada bien -dice.
Por el momento, Petrus no ha dado ninguna explicación de su ausencia. Petrus tiene todo el derecho de ir y venir como le plazca; ha hecho uso de ese derecho; tiene derecho a permanecer en silencio. Pero hay preguntas no resueltas. ¿Sabe Petrus quiénes eran los desconocidos? ¿Fue tal vez debida su visita a algo que Petrus pudo decir? ¿Por eso hicieron de Lucy su objetivo, en vez de fijarse por ejemplo en Ettinger? ¿Estaba Petrus al corriente, con antelación, de lo que estaba tramándose?
En los viejos tiempos podría haberlo puesto en claro con Petrus. En los viejos tiempos, podría haberlo puesto en claro hasta el extremo de perder los estribos y ordenarle que hiciera las maletas, que se largase, que ya encontraría a otro que se ocupara de sus labores. Sin embargo, aunque a Petrus se le paga un salario, Petrus ha dejado de ser, en términos estrictos, un contratado. En términos igual de estrictos, es difícil precisar qué es Petrus exactamente. La palabra que mejor se pliega a la realidad, no obstante, es vecino. Petrus es un vecino que, en la actualidad, trabaja a cambio de un dinero porque eso es lo que le viene mejor. Vende su trabajo de acuerdo con un contrato, y ese contrato no contempla su despedida so capa de una simple sospecha. Viven en un mundo nuevo, él y Lucy y Petrus. Petrus lo sabe, y él lo sabe, y Petrus sabe que él lo sabe.
A pesar de todo, se siente cómodo con Petrus, y está incluso dispuesto, aunque sea con reparos, a tomarle aprecio. Petrus es un hombre de su generación. No cabe duda de que Petrus ha tenido que pasar por infinidad de cosas, no cabe duda de que tiene una historia que contar. No le importaría nada conocer un día la historia de Petrus de sus propios labios. A ser posible, sin que esa historia sea reducida al inglés. Cada vez está más convencido de que el inglés es un medio inadecuado para plasmar la verdad de Sudáfrica. Hay trechos del código lingüístico inglés, frases enteras que hace tiempo se han atrofiado, han perdido sus articulaciones, su capacidad articulatoria, sus posibilidades de articularse. Como un dinosaurio que expira hundido en el fango, la lengua se ha quedado envarada. Comprimida en el molde del inglés, la historia de Petrus saldría artrítica, antañona.
Lo que le atrae de Petrus es su rostro, su rostro y sus manos. Si de veras existe algo que pueda llamarse una tarea honesta, Petrus ostenta las huellas. Un hombre paciente, lleno de energía, de flexibilidad. Un campesino, un paisano, un hombre del campo. También un maleante, un truhán, sin duda un mentiroso redomado, como los campesinos del mundo entero. Una tarea honesta, honestidad en la astucia.
Alberga sus propias sospechas acerca de lo que trama Petrus, al menos a la larga. Petrus no se dará por contento si ha de arar eternamente su terruño, una hectárea y media. Puede que Lucy haya aguantado más que sus amigos los hippies, los gitanos, pero para Petrus, Lucy sigue siendo pan comido: una mera aficionada, una entusiasta de la vida en el campo, no una granjera de verdad. A Petrus le gustaría adueñarse de las tierras que posee Lucy. Luego, seguramente también querrá apoderarse de las tierras de Ettinger, o al menos de una tajada de tierra suficiente para que paste su rebaño. Ettinger será un hueso más duro de roer. Lucy es tan solo una transeúnte; Ettinger es otro campesino, un hombre de la tierra, tenaz, eingewurzelt. Sin embargo, Ettinger se morirá el día menos pensado, y el hijo de Ettinger ya ha escapado de allí. En ese sentido, Ettinger ha sido un perfecto idiota. Un buen paisano se cuida bien de tener muchos hijos.
Petrus tiene una visión del futuro, y en ella no tienen cabida las personas como Lucy. Pero eso no tiene por qué convertir a Petrus en un enemigo. La vida en el campo siempre ha sido cuestión de que unos vecinos tramen sus planes para fastidiar a otros y viceversa, y por eso se desean los unos a los otros todo tipo de plagas, malas cosechas, ruinas financieras, y a pesar de todo en plena crisis se echan una mano.
Lo peor, la interpretación más siniestra, sería dar en pensar que Petrus ha querido que esos tres desconocidos diesen a Lucy una lección, y que en efecto les haya pagado con todo el botín que pudieran llevarse. Pero él no alcanza a creer que eso sea cierto, en parte porque sería demasiado simple. La auténtica verdad, según sospecha, es algo mucho más -tarda un rato en encontrar la palabra idónea- antropológico, algo a cuyo fondo tardaría meses enteros en llegar, meses de conversaciones pacientes, sin prisas, con docenas de personas, por no hablar de los buenos oficios de un intérprete.
Por otra parte, cree que Petrus sabía lo que se avecinaba: cree que Petrus podría haber avisado a Lucy. Por eso no está dispuesto a dar por zanjado el asunto. Por eso sigue dando la lata a Petrus.
Petrus ha vaciado la represa de cemento, donde se almacena la reserva de agua excedente, y está limpiándola de algas. Es un trabajo desagradable. No obstante, se ofrece a echarle una mano. Con los pies embutidos a duras penas en las botas de agua de Lucy, baja al interior de la represa y anda con cuidado, pues el fondo está resbaladizo. Durante un rato, Petrus y él trabajan en concierto frotando, restregando, sacando a paletadas el limo del fondo. Entonces hace un alto.
– ¿Sabes una cosa, Petrus? -dice-. Me cuesta trabajo creer que los hombres que vinieron fueran unos desconocidos. Me cuesta trabajo creer que llegaron por las buenas, a saber de dónde, y que hicieron lo que hicieron para desaparecer después como si fueran fantasmas. Y me cuesta aún más trabajo creer que la razón por la que se fijaron en nosotros fue, sencillamente, que éramos los primeros blancos con los que se encontraron por casualidad aquel día. ¿Tú qué piensas? ¿Me equivoco?
Petrus fuma en pipa, una pipa a la antigua usanza, con el tubo curvado y una tapadera de plata sobre la cazoleta. Ahora se yergue, saca la pipa del bolsillo de su mono de trabajo, abre la tapadera, aprieta el tabaco en la cazoleta y succiona la boquilla de la pipa, que sigue sin encender. Contempla con actitud reflexiva el murete de la presa, las colinas, el campo abierto. Su expresión es de perfecto sosiego.
– La policía tiene que encontrarlos -dice por fin-. La policía ha de encontrarlos, ha de meterlos en la cárcel. Ese es el trabajo de la policía.
– Ya, pero la policía no va a encontrarlos sin ayuda. Esos hombres conocían la existencia del puesto de la explotación forestal. Estoy convencido de que sabían cuál era el paradero de Lucy. Y lo que más me extraña es… ¿cómo podían saberlo si eran perfectos desconocidos en la provincia?
Petrus prefiere no tomárselo como si fuera una pregunta. Se guarda la pipa en el bolsillo, deja la pala, empuña la escoba.
– No es solo un robo, Petrus -insiste-. No solo vinieron a robar lo que encontrasen. No solo vinieron a hacerme esto a mí. -Se toca los vendajes, se toca la protección que le cubre el ojo-. Vinieron con la idea de hacer algo más. Sabes de sobra a qué me refiero, y si no lo sabes seguramente podrás imaginártelo. Después de hacer lo que hicieron, no puedes contar con que Lucy reanude su vida con toda paz tal como era antes. Yo soy el padre de Lucy, yo quiero que esos hombres sean apresados y puestos ante la ley y castigados. ¿Me equivoco? ¿Me equivoco cuando deseo que se haga justicia?
Ahora le da lo mismo cómo sonsacarle las palabras a Petrus: solo quiere oírselas decir.
– No, no se equivoca.
Una sacudida de cólera lo azota, y tiene la fuerza suficiente para tomarlo desprevenido. Aferra la pala y limpia largas franjas de fango y de hierbajos del fondo de la presa, arrojándolas por encima del hombro, por encima del murete. Te vas a enrabietar, se advierte. ¡Basta! Sin embargo, en ese preciso instante le gustaría agarrar a Petrus por el cuello. Si hubiera sido tu mujer en vez de mi hija, tiene ganas de decirle a Petrus, no estarías dando golpecitos a tu pipa y sopesando tus palabras de manera tan juiciosa. Una violación: esa es la palabra que le gustaría arrancar por la fuerza de labios de Petrus. Sí, fue una violación, eso le gustaría que dijera Petrus. Sí, fue un ultraje.
En silencio, hombro con hombro, Petrus y él dan por terminado el trabajo de limpieza.
Así es como pasa los días en la granja. Ayuda a Petrus a limpiar el sistema de riego. Impide que el huerto y las flores se echen a perder del todo. Embala las hortalizas y las flores para llevarlas al mercado. Ayuda a Bev Shaw en la clínica. Barre el suelo, prepara la comida y la cena, hace todas las tareas de las que Lucy ya no se ocupa. Está atareado de sol a sol.
El ojo se le va curando a sorprendente velocidad: al cabo de solo una semana ya consigue abrirlo de nuevo. Las quemaduras llevan más tiempo. Conserva el gorro de vendas y el otro vendaje sobre la oreja. Descubierta, la oreja parece un molusco sonrosado y desnudo: no sabe cuándo tendrá el valor suficiente de exponerla a las miradas de los demás.
Compra un sombrero para protegerse del sol y, en cierta medida, para ocultarse la cara. Trata de acostumbrarse al extraño aspecto que exhibe, peor que extraño: repulsivo, uno de esos individuos ante los que los niños tuercen el gesto por la calle. «¿Por qué tiene ese tío una pinta tan rara?», preguntan a sus madres, y estas tienen que acallarlos.
Visita las tiendas de Salem las mínimas veces que puede, a Grahamstown baja solamente los sábados. De buenas a primeras se ha convertido en un recluso, un recluso en el campo. Se acabaron sus andanzas. Y eso, aunque el corazón siga rebosante de amor y la luna siga igual de luminosa. ¿Quién iba a pensar que llegaría tan pronto al final, y tan de repente? ¿Quién iba a decir que se acabarían de ese modo sus correrías, sus andanzas, sus amores?
No tiene ningún motivo para pensar que sus infortunios hayan saltado al circuito de las habladurías de Ciudad del Cabo. No obstante, quiere asegurarse de que a Rosalind no le llegue la historia de forma tergiversada. Trata de localizarla dos veces, pero sin éxito. A la tercera, llama a la agencia de viajes en que trabaja. Rosalind ha ido a Madagascar, le informan, de exploración: le dan un número de fax de un hotel de Tananarive.
Redacta un mensaje: «Lucy y yo hemos tenido un golpe de mala suerte. Me han robado el coche, y hubo también una agresión de la que me llevé la peor parte. Nada serio; estamos los dos bien, aunque un tanto alterados. Pensé que lo mejor era decírtelo, por si acaso te llegaba el rumor. Confío en que estés pasándolo bien». Cede a Lucy la página para que dé su aprobación, y luego se la da a Bev Shaw para que la envíe. A Rosalind, en lo más tenebroso de África.
Lucy no mejora. Se pasa la noche entera en vela, sostiene que no consigue dormir; por las tardes, él la encuentra adormecida en el sofá, con el pulgar metido en la boca como una niña pequeña. Ha perdido todo interés por la comida: es él quien debe engatusarla para que coma algún bocado, quien ha de cocinar platos para él desconocidos, pues ella se niega a tocar siquiera la carne.
No es esto a lo que vino; no vino a verse atrapado en el quinto pino, a espantar a los demonios, a cuidar de su hija, a ocuparse de una empresa moribunda. Si vino por algo, fue para recuperar su compostura, para recobrar fuerzas. Ahí, cada día que pasa va perdiéndose más.
Los demonios tampoco a él lo dejan en paz. Tiene pesadillas propias: se hunde en un lecho de sangre o, jadeando, gritando sin que salga un solo sonido de sus labios, escapa corriendo del hombre que tiene la cara como un halcón, como una máscara de Benín, como Tot. Una noche, a medias sonámbulo, a medias enloquecido, arranca de cualquier manera las ropas de la propia cama e incluso da la vuelta al colchón, buscando alguna mancha.
Todavía sigue en pie el proyecto Byron. De los libros que se trajo de Ciudad del Cabo, solo le quedan los dos volúmenes de las cartas; el resto estaba en el maletero del coche cuando se lo robaron. La biblioteca pública de Grahamstown apenas puede ofrecerle más que una antología de los poemas. De todos modos, ¿es necesario que continúe leyendo?
¿Qué más necesita saber sobre el modo en que Byron y su conocida pasaban el tiempo en la antigua Ravena? A estas alturas, ¿no podría inventar un Byron que fuese fiel a Byron y una Teresa similar?
La verdad sea dicha: lleva meses posponiéndolo, retrasando el momento de hacer frente a la página en blanco, tocar la primera nota, comprobar si es válido. Mentalmente ya tiene impresos algunos trozos, algún dueto entre los amantes, las líneas vocales, soprano y tenor, que se enredan una en torno a la otra, como dos serpientes, sin palabras. La melodía sin clímax; el susurro de las escamas del reptil sobre la escalera de mármol; palpitando más al fondo, el barítono del marido humillado. ¿Será aquí donde ese trío tenebroso sea por fin llevado a la vida, es decir, no en Ciudad del Cabo, sino en la vieja Cafrería?