Ahí debería haber puesto fin a la historia, pero no lo hace. El domingo por la mañana va en su coche al campus, que está desierto, y entra en las oficinas de la secretaría general. Del archivo extrae la tarjeta de matrícula de Melanie Isaacs y copia sus datos personales: el domicilio de los padres, el domicilio en Ciudad del Cabo, el número de teléfono.
Marca el número, le contesta una voz de mujer.
– ¿Melanie?
– Ahora se pone. ¿Quién la llama?
– Dígale que soy David Lurie.
Melanie… «melody»: una rima meretriz. No es un buen nombre para una chica así. A ver, cambiando el acento… Meláni, la morena. La oscura.
– ¿Hola?
En esa única palabra capta toda su incertidumbre. Es demasiado joven. No sabrá cómo tratar con él; definitivamente debería dejarla en paz, pero está poseído por algo. La belleza de la rosa: el poema le da de lleno con la precisión de una flecha. Ella no es dueña de sí misma; tal vez tampoco sea él dueño de sus actos.
– Pensé que a lo mejor te apetecía salir a almorzar -le dice-. Puedo recogerte digamos que a las doce.
Ella todavía tiene tiempo de decir una mentira, de escurrir el bulto. Pero está demasiado confusa, y ese momento se va tal como viene.
Cuando él llega, está esperándolo en la acera, delante del edificio en que vive. Lleva unas mallas negras y un jersey negro. Tiene las caderas tan estrechas como una chiquilla de doce años.
La lleva a Hout Bay, al puerto. Durante el trayecto trata de que se sienta cómoda. Le pregunta por el resto de las asignaturas que estudia. Ella le dice que actúa en una obra teatral. Es uno de los requisitos de su diplomatura. Los ensayos le quitan muchísimo tiempo.
Ya en el restaurante resulta que no tiene apetito. Con evidente desánimo mira al mar.
– ¿Te ocurre algo? ¿Quieres decírmelo? Ella niega con la cabeza.
– ¿Estás preocupada por nosotros?
– Puede ser -responde.
– Pues no tienes por qué. Yo me cuido de todo. No dejaré que lleguemos demasiado lejos.
Demasiado lejos: ¿qué entiende por lejos, qué es demasiado lejos en un asunto como este? Demasiado lejos… ¿será lo mismo para ella que para él?
Ha empezado a llover; las cortinas de lluvia barren la bahía desierta.
– ¿Nos vamos? -dice él.
La lleva de nuevo a su casa. En el suelo de la sala de estar, mientras la lluvia repica en los cristales, hace el amor con ella. Tiene un cuerpo claro, sencillo, perfecto a su manera; aunque se muestra pasiva en todo momento, el acto a él le resulta placentero, tan placentero que tras el clímax cae en un estupor absoluto.
Cuando vuelve en sí ha dejado de llover. La muchacha yace bajo él con los ojos cerrados, las manos distendidas y alzadas por encima de la cabeza, el rostro levísimamente fruncido. Él tiene sus maños bajo el áspero jersey de ella, sobre sus senos. Sus mallas y sus braguitas están hechas un lío en el suelo; él tiene los pantalones a la altura de los tobillos. Después de la tormenta, piensa: como sacado de George Grosz.
Con la cara vuelta, ella se libera, recoge sus cosas, sale de la sala. En cuestión de minutos está de regreso, vestida.
– Tengo que irme -susurra. Él no hace ningún esfuerzo por impedírselo.
Despierta a la mañana siguiente en un estado de profundo bienestar que no se disipa. Melanie no está en clase. Desde su despacho llama a una floristería. ¿Rosas? No, tal vez no. Encarga unos claveles.
– ¿Rojos o blancos? -pregunta la mujer.
¿Rojos? ¿Blancos?
– Envíe una docena de claveles rosas -dice.
– No tengo una docena de claveles rosas. ¿Quiere que le mande un surtido?
– Eso, un surtido -responde.
Llueve durante todo el martes; los nubarrones entran por el oeste y cubren toda la ciudad. Al atravesar el vestíbulo de la Facultad de Comunicación al término de su jornada, la descubre en la puerta: está en medio de un grupo de estudiantes que esperan a que escampe momentáneamente.
– Espérame aquí -le dice tras colocarse a sus espaldas y ponerle una mano en el hombro-. Te llevaré en coche a tu casa.
Vuelve con un paraguas. Al atravesar la plaza de entrada camino del aparcamiento, la atrae hacia sí para resguardarla de la lluvia. Una racha repentina vuelve del revés el paraguas; con torpeza, corren juntos hacia el coche.
Ella lleva un impermeable de plástico amarillo; en el coche, se baja la capucha. Está ruborizada; él repara en que le sube y le baja el pecho. Con la lengua, se limpia una gota de lluvia del labio superior. ¡Una niña!, piensa él. ¡No es más que una niña! ¿Qué estoy haciendo? Sin embargo, el corazón se le desboca por el embate del deseo.
Conduce despacio, el tráfico es denso a última hora de la tarde.
– Ayer te eché de menos -le dice-. ¿Te encuentras bien?
Ella no contesta. Mira fijamente los limpiaparabrisas.
En un semáforo en rojo él coge su mano fría. -¡Melanie! -dice, y trata de hacerlo con tono ligero. Pero se le ha olvidado cómo es el cortejo. La voz que oye es la de un padre zalamero, no la de un amante. Detiene el coche ante el edificio de ella.
– Gracias -le dice, y abre la portezuela.
– ¿No vas a invitarme a subir?
– Creo que mi compañera de piso está en casa.
– ¿Y esta noche?
– Esta noche tengo ensayo.
– Entonces, ¿cuándo volveré a verte? Ella no responde.
– Gracias -repite, y sale del coche.
El miércoles sí va a su clase, y se sienta donde acostumbra. Todavía siguen con Wordsworth, con el Libro VI de El preludio: el poeta en los Alpes.
– Desde una loma -lee él en voz alta-,
también por vez primera contemplamos sin estorbos la cima del Mont Blanc, y nos llenó de pena la impresión de esa imagen sin alma en la retina que había desahuciado un pensamiento viviente que ya no podría existir.
»Veamos. La majestuosa montaña blanca, el Mont Blanc, resulta una gran decepción. ¿Por qué? Empecemos por lo insólito del verbo que se aplica a esa situación, desahuciar. ¿Alguien lo ha buscado en el diccionario?
Silencio.
– Si lo hubierais buscado, habríais descubierto que desahuciar también tiene, en sentido figurado, el significado de arrebatar o desposeer, usurpar. Más que una usurpación, esto es, una deprivación, el poeta emplea un verbo que remite a la idea de que algo le ha sido robado. Sugiere que esa desposesión es completa.
»Las nubes se han disipado, dice Wordsworth; la cumbre está visible en su integridad, sin estorbos, y sin embargo se apena al verla. Parece una extraña reacción, teniendo en cuenta que se trata de un viajero que ha ido a conocer los Alpes. ¿Por qué esa pena? Tal como dice, porque una imagen sin alma, una mera impresión en la retina, se ha adueñado de aquello que hasta entonces era un pensamiento viviente, y lo ha desahuciado. ¿Cuál era ese pensamiento viviente?
De nuevo, silencio. El aire mismo que lo rodea mientras habla pende inerte, como una sábana. Un hombre que contempla una montaña: ¿por qué tiene que ser tan complicado?, parecen deseosos de quejarse los alumnos. ¿Qué respuesta podrá darles? ¿Qué le dijo a Melanie durante aquella primera velada? Que sin un destello de revelación no hay nada. En el aula, ¿dónde está ese destello de revelación?
Le lanza una rápida mirada. Tiene la cabeza inclinada; está absorta en el texto, o parece estarlo.
– Esa misma idea, la usurpación, aparece con ese mismo vocablo unos cuantos versos más adelante. La desposesión es uno de los temas de mayor hondura en toda la secuencia referida a los Alpes. Los grandes arquetipos mentales, las ideas puras, son arrebatadas, desahuciadas por meras imágenes sensoriales.
»Ahora bien, nadie puede llevar una vida cotidiana en el reino de las ideas puras, protegido de toda experiencia sensorial. La cuestión, así pues, no estriba en cómo podríamos mantener la pureza de la imaginación, cómo protegerla de las agresiones de la realidad. No, la cuestión ha de ser esta: ¿podemos hallar una forma de que ambas coexistan?
»Fijaos en el verso quinientos noventa y nueve. Wordsworth escribe acerca de los límites de la percepción sensorial. Es un tema que ya hemos tratado con anterioridad. A medida que los órganos sensoriales llegan al límite de su poder perceptivo, sus luces van apagándose. No obstante, en el momento en que expira, esa luz vuelve a aumentar una vez más, como aumenta la llama de una vela, y así nos permite atisbar lo invisible. Este es un pasaje bastante difícil; tal vez incluso esté en contradicción con el instante del Mont Blanc. Sin embargo, Wordsworth parece avanzar a tientas hacia una suerte de equilibrio: ya no se trata de la idea pura, envuelta por las nubes, ni de la imagen visual que arde cuando queda impresa en la retina, que nos abruma y nos decepciona con una claridad incontestable, sino de la imagen sensorial, tan fugaz como sea posible, como instrumento susceptible de agitar o activar la idea que yace enterrada, en un sustrato inferior, en el terreno de la memoria.
Hace una pausa. Incomprensión total. Ha ido demasiado lejos y demasiado deprisa. ¿Cómo podría acercarlos a su pensamiento? ¿Cómo podría acercarla a ella?
– Es como estar enamorado -dice-. Para empezar, si fuerais ciegos no os habríais enamorado nunca. Sin embargo, ¿de veras tenéis el deseo de ver a la amada a la fría claridad del aparato visual? Tal vez fuera preferible tender un velo sobre la mirada, de modo que la amada siguiera viviendo en su forma arquetípica, como una diosa.
Esa idea no existe en Wordsworth, pero al menos sirve para que despierten. ¿Arquetipos?, parecen decirse. ¿Diosas?
¿De qué está hablando este? ¿Qué sabrá este vejestorio del amor?
Un recuerdo lo invade: el momento en que, en el suelo, le subió a la fuerza el jersey y desnudó sus pechos pequeños, nítidos, perfectos. Por vez primera ella levanta la vista; su mirada se encuentra con la de él y en un destello lo ve todo. Confusa, baja de nuevo la mirada.
– Wordsworth escribe acerca de los Alpes -dice-. En este país no tenemos nada que se parezca a los Alpes, pero tenemos la cordillera de Drakensberg o, a una escala más reducida, Mountain Tablé, cumbres a las que ascendemos tras la estela de los poetas, con la esperanza de gozar de uno de esos momentos de revelación, tan wordsworthianos, de los que todos hemos oído hablar alguna vez. -Ahora habla por no callar, por disimular-. No obstante, esa clase de momentos no nos llegarán nunca, a no ser que el ojo esté medio enfocado en los grandes arquetipos de la imaginación que todos llevamos dentro.
¡Basta! Le asquea el timbre de su propia voz, y además siente lástima por ella, por obligarla a escuchar esas intimidades encubiertas. Da por terminada la clase y se queda en el aula, con la esperanza de cruzar con ella dos palabras. Ella, sin embargo, se marcha con los demás.
Una semana antes no era más que otra cara bonita en medio de la clase. Ahora es una presencia en su vida, una presencia que respira.
El auditorio del sindicato de estudiantes está a oscuras. Sin que nadie se fije en él, toma asiento en la última fila. Con la excepción de un hombre casi calvo, que lleva uniforme de bedel y que está unas cuantas filas más adelante, es el único espectador.
La obra que ensayan se titula Crepúsculo en el Salón del Globo: una comedia sobre la nueva Sudáfrica, ambientada en un salón de peluquería de Hillbrow, Johannesburgo. En el escenario, un peluquero exuberantemente gay atiende a dos clientas, una negra y una blanca. Los tres están de cháchara: hacen chistes, se insultan. El principio rector de la escena parece ser la catarsis: todos los desabridos, viejos prejuicios salen a la luz del día y son lavados en torrentes de risas.
Aparece en escena una cuarta figura, una muchacha con zapatos de plataforma y el cabello peinado en una catarata de bucles.
– Siéntate, cariño, que te atiendo en un momentito -dice el peluquero.
– Vengo por lo del trabajo -responde ella-, por el anuncio que ha puesto.
Tiene un acento marcadamente Kaaps, de la región de El Cabo: es Melanie.
– Ag, pues coge una escoba y haz algo útil -dice el peluquero.
Coge la escoba y recorre todo el escenario haciendo como que barre. La escoba se enreda con un cable. Supuestamente ha de haber un chispazo, seguido por un chillido y una desbandada, pero algo falla en la sincronización del efecto especial. La directora de la obra se planta en el escenario en dos zancadas; tras ella aparece un joven vestido de cuero negro que comienza a comprobar el enchufe.
– Tiene que ser más vivaz -dice la directora-. Hay que darle un aire como de los hermanos Marx. -Se vuelve hacia Melanie-. ¿Entendido? -Melanie asiente.
El bedel que tiene delante se levanta y, tras un hondo suspiro, se marcha del auditorio. Él también debería largarse. Es un asunto escabroso estar así a oscuras, espiando a una muchacha (sin querer, la palabra rijoso le pasa por la cabeza). Sin embargo, los viejos a cuya compañía parece a punto de sumarse, los mendigos y los vagabundos de gabardinas raídas y manchadas, de dientes postizos y orejas peludas… todos ellos también fueron en su día hijos de Dios, seres de extremidades rectas y mirada limpia. ¿Se les puede echar la culpa por aferrarse con uñas y dientes al sitio que todavía ocupan en el dulce banquete de los sentidos?
En el escenario se reanuda la acción. Melanie mueve la escoba con gestos bruscos. Un bang, un chispazo, gritos de alarma.
– No ha sido culpa mía -se queja Melanie-. Mygats! ¡Dios mío! ¿Por qué ha de ser todo culpa mía, y siempre igual?
Sin hacer ruido, se levanta y sigue los pasos del bedel hacia la oscuridad que reina en el exterior.
Al día siguiente, a las cuatro en punto de la tarde, se presenta en su piso. Ella le abre la puerta; viste una camiseta arrugada, culottes de ciclista y unas zapatillas con forma de ardillas de dibujos animados que a él le resultan ridículas, carentes del elemental buen gusto.
No le ha dado aviso previo; está demasiado sorprendida para resistirse al intruso que se abalanza sobre ella. La toma en sus brazos; los miembros de ella quedan inertes, como los de una marioneta. Pronuncia palabras pesadas como garrotes, se las susurra en la delicada concha de su oreja.
– ¡No, ahora no! -dice ella debatiéndose-. ¡Mi prima está a punto de volver!
Pero no hay nada que pueda pararlo. Se la lleva al dormitorio, le arranca las absurdas zapatillas, le besa los pies, se queda asombrado ante el sentimiento que ella evoca en su seno. Tiene alguna relación con su aparición en escena: la peluca, su forma de menear el trasero, la tosquedad y la crudeza al hablar. ¡Extraño es el amor! Pero proviene del estremecimiento de Afrodita, diosa de las olas espumeantes; de eso no cabe duda.
Ella no se le resiste. Lo único que hace es rehuirlo: aparta los labios, aparta los ojos. Deja que la tienda sobre la cama y la desnude: incluso le ayuda, pues levanta los brazos, arquea las caderas. Le sobrevienen pequeños escalofríos; en cuanto está desnuda, se cuela bajo el edredón como un topo que se abriese camino horadando la tierra, y le da la espalda.
No es una violación, no del todo, pero es algo no obstante carente de deseo, no deseado de principio a fin. Es como si hubiera decidido distenderse, morirse mientras dure, como un conejo cuando las fauces del zorro se cierran en torno a su cuello. Como si todo lo que se le haga, por así decirlo, se le hiciese lejos de sí.
– Pauline volverá en cualquier momento -dice cuando ha terminado-. Por favor, debes marcharte.
Él la obedece, pero cuando llega a su coche le invade tal abatimiento, un desánimo tan lúgubre, que permanece sentado, con los brazos cruzados sobre el volante y la cabeza apoyada en ellos, incapaz de moverse.
Un error, un error tremendo. En ese instante, y no tiene ninguna duda, ella, Melanie, está tratando de limpiarse de lo ocurrido, limpiarse de él. La ve abriendo el grifo de la bañera, la ve meterse en el agua con los ojos cerrados como los de una sonámbula. A él también le gustaría darse un baño.
Una mujer más bien paticorta con un traje de dos piezas serio pasa por delante de él y entra en el edificio. ¿Será la prima Pauline, la compañera de piso, la persona de cuya desaprobación tanto miedo tiene Melanie? Recupera el control de sí mismo, arranca el coche y se va.
Al día siguiente ella no se presenta en clase. Una falta de asistencia desafortunada, porque es el día del examen parcial. Después, cuando cumplimenta la hoja de asistencia, anota que ha estado presente y le pone una calificación de setenta. A pie de página añade una nota a lápiz: «Provisional». Setenta: la puntuación de un alumno irregular, ni buena ni mala.
Toda la semana siguiente ella sigue sin aparecer. Tampoco parece estar en su piso; la llama una vez tras otra, siempre sin respuesta. El domingo a medianoche suena el timbre de su casa. Es Melanie, vestida de negro de los pies a la cabeza, incluido un gorro de lana. Se le nota la tensión en la cara; se apresta para recibir su enojo, para aguantar una escena.
La escena no se produce. A decir verdad, es ella la que está avergonzada.
– ¿Puedo dormir aquí esta noche? -le pregunta con un hilillo de voz y sin mirarle a los ojos.
– Pues claro, claro que sí. -Su corazón desborda alivio.
Hace un gesto de acogida, la abraza y la estrecha contra sí; la nota rígida y fría-. Vamos, te prepararé una taza de té.
– No, no quiero té, no quiero nada. Estoy agotada, solo necesito dormir.
Le prepara una cama en la antigua habitación de su hija, le da un beso de buenas noches, la deja a solas. Media hora más tarde, cuando regresa, la encuentra profundamente dormida, todavía vestida por completo. Le quita los zapatos y la tapa con la sábana.
A las siete de la mañana, cuando los primeros pájaros empiezan a gorjear, llama a su puerta. Está despierta, tendida en la cama, con la sábana hasta la barbilla. Parece demacrada.
– ¿Cómo te encuentras? -le pregunta.
Ella se encoge de hombros.
– ¿Te pasa algo? ¿Quieres hablar?
Ella niega con la cabeza sin decir palabra.
Se sienta al borde de la cama, la atrae hacia sí. En sus brazos, ella comienza a sollozar. A pesar de su desdicha, él siente el cosquilleo del deseo.
– Ya, ya -le susurra tratando de consolarla-. Vamos, dime qué sucede. -Poco le falta para decir: «Dile a papaíto qué sucede».
Ella hace de tripas corazón y trata de hablar, pero está congestionada por el llanto. Él le acerca un pañuelo de papel.
– ¿Puedo quedarme un rato? -le pregunta.
– ¿Aquí? ¿Quedarte un rato? -repite él pensativamente. Ella ha dejado de llorar, pero todavía la atraviesan prolongados estremecimientos de pena-. ¿Te parece buena idea?
Ella no llega a decir si le parece o no una buena idea. En cambio, se aprieta más contra él, apoya su cara cálida contra su abdomen. La sábana cae a un lado, solo lleva una camiseta de tirantes y una braguita.
¿Sabe ella en qué está metiéndose en ese instante?
Cuando él dio el primer paso al encontrársela por los jardines de la universidad, tan solo pensó que sería un asuntillo rápido: un rápido principio, un final rápido. Ahora la tiene en su casa, y está claro que arrastra complicaciones a su paso. ¿A qué estará jugando? Debería obrar con cautela, de eso no hay duda alguna. Pero tal vez debería haber sido cauto desde el principio.
Se estira en la cama, a su lado. Lo último que necesita en esta vida es que Melanie Isaacs decida quedarse a vivir con él. Sin embargo, en ese instante esa misma idea le resulta embriagadora. Estará ahí todas las noches; todas las noches podrá él colarse en su cama de ese modo, colarse en su interior. La gente terminará por enterarse, siempre pasa igual; murmurarán a sus espaldas, incluso podría desatarse un escándalo. En cualquier caso, ¿qué importará? Un último aumento de la llama de la vela de los sentidos, justo antes de apagarse. Pliega la ropa de cama, la hace a un lado, se inclina hacia ella, le acaricia los pechos, las nalgas.
– Pues claro que puedes quedarte -murmura-. Claro que sí.
En su habitación, dos puertas más allá, suena la alarma del despertador. Ella se aleja de él, se cubre los hombros con la manta.
– Ahora he de marcharme -dice él-. Debo dar un par de clases. Procura dormir un poco más. Volveré a mediodía, podremos hablar entonces.
Le acaricia el cabello, le besa la frente. ¿Amante? ¿Hija? En lo más profundo de su corazón, ¿qué es lo que ella trata de ser? ¿Qué está ofreciéndole?
Cuando regresa a mediodía, ella se ha levantado y lo espera sentada a la mesa de la cocina, comiendo unas tostadas con miel y tomando un té. Parece completamente a sus anchas, como si de hecho estuviera en su casa.
– Bueno -dice él-. Tienes mucho mejor aspecto.
– Dormí después de que te fueras.
– ¿Vas a contarme ahora qué está pasando?
Ella rehuye su mirada.
– No, ahora no -dice-. Tengo que marcharme, llego tarde. Te lo explicaré cuando nos veamos la próxima vez.
– ¿Y cuándo será la próxima vez?
– Esta noche, después del ensayo. ¿Te va bien?
– Sí.
Se levanta, deja la taza y el plato en el fregadero (pero no los enjuaga siquiera), se vuelve hacia él. -¿Estás seguro de que no te importa?
– No, no me importa. Está bien.
– Quería decirte que ya sé que me he saltado un montón de clases, pero es que los ensayos me quitan muchísimo tiempo.
– Lo entiendo. Quieres decirme que la obra teatral tiene total prioridad. Habría estado bien que me lo explicaras antes. ¿Irás mañana a clase?
– Sí, te lo prometo.
Se lo promete, pero es una promesa que no se puede hacer cumplir. Se siente vejado, irritado. Ella se conduce de mala manera, está saliéndose con la suya, es demasiado; está aprendiendo a explotarlo, y probablemente aún lo explotará mucho más. Pero si ella se ha salido con la suya, él se ha salido con mucho más; si ella se conduce de mala manera, él se ha portado mucho peor. Mientras estén juntos, si es que lo están, él es quien lleva la voz cantante, ella es quien lo sigue. Más vale que no se olvide de eso.