El tráfico en la 836 estaba interrumpido durante un kilómetro, justo después de que la 395, procedente de Miami Beach, desembocaba en ella. Fuimos avanzando centímetro a centímetro entre las salidas, hasta que divisamos el problema: un camión cargado de sandías había volcado en la autopista. Una franja de sustancia viscosa roja y verde, de unos quince centímetros de grosor, cruzaba la carretera, sembrada de coches en diversas fases de destrucción. Una ambulancia nos adelantó por la cuneta, seguida de una procesión de coches conducidos por gente demasiado importante para esperar en un embotellamiento de tráfico. Sonaban bocinas en toda la cola, la gente gritaba y agitaba los puños, y más adelante oí un disparo. Era estupendo volver a la vida normal.
Cuando logramos abrirnos paso entre el tráfico y desembocar en las calles de la superficie, habíamos perdido un cuarto de hora, y nos costó otro tanto llegar al trabajo. Vince y yo subimos en ascensor al segundo piso en silencio, pero cuando las puertas se abrieron y salimos, me detuvo.
—Estás haciendo lo correcto —dijo.
—Sí —dije—, pero si no lo hago deprisa, Deborah me matará. Me agarró del brazo.
—Me refiero a Manny —dijo—. Te encantará lo que hace. Ya verás qué diferencia.
Era consciente de que vería una diferencia muy real en mi cuenta corriente, pero por lo demás no le encontraba el menor sentido. ¿De veras se lo pasaría mejor todo el mundo si le servían una serie de objetos de apariencia alienígena, de uso y origen inciertos, en lugar de embutidos? Hay muchas cosas que no entiendo de los seres humanos, pero ésta me parecía la guinda, suponiendo que hubiera guindas en el pastel, lo cual no era muy seguro, en mi opinión.
No obstante, había algo que comprendía muy bien, y era la actitud de Deborah hacia la puntualidad. La había heredado de su padre, y afirmaba que llegar tarde era una falta de respeto inexcusable. Me quité los dedos de Vince del brazo y sacudí la mano.
—Estoy seguro de que a todos nos va a encantar la comida —dije.
Retuvo mi mano.
—Es más que eso —dijo.
—Vince…
—Vas a comprometerte para el resto de tu vida —dijo—. Un compromiso muy bueno, en el sentido de que tu vida en común con Rita…
—Mi vida corre peligro si no me voy, Vince —dije.
—Estoy muy contento —dijo Vince, y fue tan desconcertante verle exhibir una emoción en apariencia auténtica, que hui de su lado con algo de pánico en dirección a la sala de conferencias.
La sala estaba llena, pues el caso estaba empezando a adquirir cierta trascendencia debido a los histéricos reportajes de la noche anterior, acerca de las dos jóvenes quemadas y decapitadas. Deborah me fulminó con la mirada cuando entré y me quedé al lado de la puerta, y yo le dediqué lo que consideré una sonrisa encantadora. Interrumpió al que hablaba, uno de los primeros agentes en llegar a la escena del crimen.
—De acuerdo —dijo—. Ya sabemos que no vamos a encontrar las cabezas en la escena del crimen.
Había pensado que mi entrada tardía y la feroz mirada de Deborah conseguirían el premio a la Entrada Más Dramática, pero estaba muy equivocado. Porque justo cuando Debs intentaba agilizar la reunión, me vi superado como una vela en un incendio.
—Vamos, tíos —dijo la sargento Hermana—. Dadnos ideas.
—Podríamos dragar el lago —dijo Camilla Figg. Era una forense de 35 años que casi siempre mantenía la boca cerrada, así que fue sorprendente oírla hablar. Por lo visto, algunos compañeros la preferían calladita, porque un policía delgado y serio llamado Corrigan la interrumpió al instante.
—Tonterías —dijo Corrigan—. Las cabezas flotan.
—No flotan. Son de hueso sólido —insistió Camilla.
—Algunas —dijo Corrigan, y recibió su pequeño homenaje en forma de carcajadas.
Deborah frunció el ceño, y estaba a punto de intervenir con unas cuantas palabras autoritarias, cuando un ruido en el pasillo se lo impidió.
TUMP.
No tan alto, pero de alguna manera monopolizó toda la atención de la sala. TUMP.
Más cerca, un poco más alto, como algo surgido de una película de terror barata… TUMP.
Por algún motivo que no pude explicarme, dio la impresión de que todos los reunidos contenían el aliento y se volvían poco a poco hacia la puerta. Y sólo porque no quería destacar, empecé a volverme para mirar hacia el pasillo, cuando me detuvo el cosquilleo interior más leve posible, la insinuación de un movimiento nervioso, así que cerré los ojos y escuché. «¿Hola?», dije mentalmente, y al cabo de una pausa muy breve se oyó un sonido muy tenue, algo vacilante, casi un carraspeo de la garganta mental, y entonces…
—Santo Dios —murmuró alguien en la sala, con ese horror reverente que siempre despertaba mi curiosidad, y aquel levísimo sonido de mi interior ronroneó un poco más, y después se desvaneció. Abrí los ojos.
Sólo puedo decir que me había sentido tan feliz de sentir al Pasajero revolverse en el asiento trasero, que por un momento había desconectado de todo cuanto me rodeaba. Se trataba de un desliz siempre peligroso para humanos artificiales como yo, y así lo asumí, estupefacto, cuando abrí los ojos.
Era, ciertamente, una película de terror barata, La noche de los muertos vivientes, pero en vivo y en directo, porque en la puerta, justo a mi derecha, con la vista clavada en mí, había un hombre que debería estar muerto.
El sargento Doakes.
Nunca le había caído bien a Doakes. Daba la impresión de ser el único policía de todo el cuerpo que sospechaba que yo podía ser lo que era en realidad. Siempre había pensado que era capaz de ver a través de mi disfraz porque él era como yo, un asesino despiadado. Había intentado, sin lograrlo, demostrar que yo era culpable de casi todo, y ese fracaso también había provocado que no le tuviera simpatía.
La última vez que había visto a Doakes, los paramédicos le estaban subiendo a una ambulancia. Estaba inconsciente, en parte como resultado del shock y el dolor de haber perdido la lengua, los pies y las manos por obra de un cirujano aficionado de gran talento, convencido de que Doakes le había perjudicado. Era cierto que yo había plantado la semilla de esa idea en el buen doctor, pero al menos también había tenido la decencia de convencer a Doakes de que se ciñera al plan ideado para cazar al monstruo inhumano. Además, casi había logrado salvar a Doakes, aun a riesgo de perder mi vida y algunos miembros preciosos e irreemplazables. No había conseguido poner a punto el rescate audaz y puntual que Doakes esperaba, pero lo había intentado, y no era culpa mía que estuviera más muerto que vivo cuando se lo llevaron.
No me parecía que fuera pedir demasiado un pequeño agradecimiento por el gran peligro al que me había expuesto para salvarle. No necesitaba flores, ni medallas, ni siquiera una caja de bombones, sino algo así como una palmada en la espalda y un «Gracias, amigo» murmurado. Le costaría decir algo coherente sin lengua, por supuesto, y la palmada en la espalda con una de sus nuevas manos metálicas tal vez resultaría dolorosa, pero al menos podría probar. ¿Acaso era esto pedir demasiado?
Sí, por lo visto. Doakes me miraba como si fuera el perro más hambriento del mundo y yo el último filete. Yo pensaba que antes me miraba con veneno suficiente para acabar con toda la lista de especies en peligro de extinción. Pero eso había sido la carcajada de un niño travieso en un día soleado, en comparación con la forma en que me estaba mirando ahora. Y ya sabía lo que había provocado el carraspeo del Oscuro Pasajero: el olor de un depredador conocido. Sentí la lenta flexión de unas alas interiores que cobraban vida y se alzaban en desafío a los ojos de Doakes. Detrás de aquellos ojos oscuros, su monstruo interior rugía y escupía al mío. Estuvimos así durante un largo rato, en apariencia sólo mirándonos, y en el fondo dos sombras depredadoras desafiándose.
Alguien estaba hablando, pero el mundo se había reducido a Doakes y yo, y a las dos sombras negras interiores que lanzaban su grito de batalla, y ninguno de los dos había oído ni una palabra, sólo un zumbido irritante al fondo.
La voz de Deborah cortó la niebla.
—Sargento Doakes —dijo, con voz algo forzada. Por fin, Doakes se volvió hacia ella y el hechizo se rompió. Y como me sentía algo engreído a causa del poder (¡albricias!) del Pasajero, así como por la insignificante victoria de que Doakes hubiera sido el primero en apartar la vista, me fundí con el papel pintado y di un paso atrás para examinar los restos de mi antigua y poderosa diosa de la venganza.
El sargento Doakes todavía ostentaba el récord del Departamento en comparecer ante la prensa, pero daba la impresión de que iba a tardar una temporada en defender dicho récord. Estaba demacrado y, a excepción del fuego que brillaba en sus ojos, parecía casi débil. Se erguía con rigidez sobre sus dos pies protésicos, con los brazos caídos a los costados, y esos objetos de plata centelleantes, que parecían llaves inglesas, sobresaliendo de cada muñeca.
Oía respirar a los demás presentes, pero aparte de eso reinaba el silencio. Todo el mundo estaba mirando la cosa que antes había sido el sargento Doakes, y él miraba a Deborah, quien se humedeció los labios, mientras intentaba pensar en algo coherente que decir.
—Tome asiento, Doakes —dijo por fin—. Hum. ¿Le pongo al día?
Doakes la miró durante un largo rato. Después, dio media vuelta con torpeza, me fulminó con la mirada y salió de la sala. Sus pasos extraños y medidos resonaron en el pasillo hasta enmudecer.
En general, a los policías no les gusta dar a entender que alguna vez se han sentido impresionados o intimidados, así que transcurrieron varios segundos hasta que alguien se arriesgara a delatar una emoción indeseable respirando de nuevo. Por supuesto, fue Deborah quien rompió por fin aquel silencio anormal.
—Muy bien —dijo, y de repente todo el mundo empezó a carraspear y a removerse en su silla.
—Las cabezas no flotan —insistió con tozudez Camilla Figg, y volvimos a donde estábamos antes de la repentina semiaparición del sargento Doakes. Continuaron parloteando unos diez minutos más, luchando contra el crimen a base de discutir quién debía ocuparse del papeleo, cuando la puerta que tenía al lado se abrió y volvimos a ser interrumpidos groseramente.
—Siento interrumpir —dijo el capitán Matthews—. Tengo una…, er…, noticia estupenda, creo. —Nos miró con el ceño fruncido, y hasta yo podría haberle indicado que no era la cara más adecuada para dar noticias estupendas—. Es, hum, ejem. El sargento Doakes ha vuelto, y está, hum… Es importante que comprendan que ha sufrido graves, hum, lesiones. Le quedan sólo dos años para cobrar la pensión completa, de modo que los abogados, hum… Hemos pensado, dadas las circunstancias, hum… —Se calló y paseó la vista a su alrededor—. ¿Ya se lo han dicho?
—El sargento Doakes acaba de marcharse —dijo Deborah.
—Oh —dijo Matthews—. Bien, pues… —Se encogió de hombros—. Estupendo. De acuerdo, pues. Les dejaré continuar la reunión. ¿Alguna novedad?
—Ningún progreso todavía, capitán —dijo Deborah.
—Bien, estoy seguro de que habrán terminado con esto antes de que la prensa… Quiero decir, sin más dilación.
—Sí, señor —dijo Debs.
—De acuerdo, pues —repitió el capitán. Paseó una vez más la mirada por la sala, se irguió en toda su estatura y salió.
—Las cabezas no flotan — repitió alguien, y una pequeña oleada de carcajadas recorrió la sala.
—Jesús —dijo Deborah—. ¿Podemos concentrarnos en esto, por favor? Tenemos dos cuerpos entre manos.
Y más que vendrán, pensé. El Oscuro Pasajero se removió un poco, como en un esfuerzo valiente por no huir, pero eso fue todo, y ya no volví a pensar en ello.