36

Estaba agotado, confuso y, lo peor de todo, todavía asustado. Cada alegre bocinazo provocaba que pegara un bote contra el cinturón de seguridad y buscara un arma para defenderme, y cada vez que un coche inocente se acercaba a escasos centímetros de mi parachoques, me descubría mirando por el retrovisor, a la espera de un movimiento hostil o un estallido en la cabeza de la detestable música onírica.

Algo me perseguía. Todavía no sabía por qué o qué era, aparte de una vaga relación con un dios de la antigüedad, pero sabía que me perseguía, y aunque no pudiera cazarme de manera inminente, me estaba desgastando hasta el punto de aceptar la rendición como un alivio.

Qué frágil es el ser humano, y sin el Pasajero eso era yo, una pálida imitación de un ser humano. Débil, blando, lento y estúpido, ciego, sordo e insensible, indefenso, desesperado y atribulado. Sí, casi estaba a punto de echarme al suelo y dejar que me arrollara, fuera lo que fuera. Rendirme, permitir que la música se derramara sobre mí y me arrastrara al fuego gozoso y la vacía bendición de la muerte. No habría lucha, ni negociación, nada, salvo un final para todo lo que es Dexter. Y después de unas cuantas noches más como la anterior, ya me iría bien.

Ni siquiera el trabajo significaba un alivio. Deborah me estaba esperando al acecho, y saltó sobre mí casi antes de salir del ascensor.

—Starzak ha desaparecido —me anunció—. Hay correo de hace un par de días en su buzón, periódicos en el camino de entrada… Se ha ido.

—Pero ésa es una buena noticia, Debs —dije—. Si ha huido, ¿no demuestra que es culpable?

—No demuestra una mierda —replicó—. Pasó lo mismo con Kurt Wagner, y apareció muerto. ¿Cómo sé que no pasará lo mismo con Starzak?

—Podemos lanzar una orden de busca y captura —sugerí—. Quizá lo encontremos antes.

Mi hermana dio una patada a la pared.

—Maldita sea, no hemos encontrado nada antes, ni siquiera hemos llegado a tiempo. Ayúdame, Dex —me imploró—. Este caso me está volviendo loca.

Podría haberle dicho que las consecuencias eran peores para mí, pero no me pareció muy caritativo.

—Lo intentaré —dije, y Deborah se alejó por el pasillo.

Ni siquiera había llegado a mi cubículo, cuando Vince Masuoka salió a mi encuentro con un falso fruncimiento de ceño.

—¿Dónde están los donuts? —preguntó en tono acusador.

—¿Qué donuts?

—Era tu turno. Hoy debías traer donuts.

—He tenido una mala noche.

—¿Y ahora vamos a tener todos una mala mañana? —preguntó—. Eso no es justo.

—Yo no me ocupo de la justicia, Vince —contesté—. Sólo de manchas de sangre.

—Hum —dijo—. Por lo visto, tampoco de los donuts.

Se alejó en una imitación casi convincente de la santa indignación, y yo pensé que no recordaba otra ocasión en que Vince me hubiera puesto de los nervios en un intercambio verbal. Una señal más de que el tren había salido de la estación. ¿Podía ser éste el final del camino para el Pobre y Decadente Dexter?

El resto de la jornada laboral fue largo y espantoso, como siempre me han dicho que son las jornadas laborales. Nunca había sido el caso para Dexter. Siempre me he mantenido ocupado y artificialmente alegre en el trabajo, y nunca he mirado el reloj ni protestado. Tal vez me gustaba el trabajo porque era consciente de que formaba parte del juego, una pieza de la Gran Broma de Dexter de hacerse pasar por humano. Pero una buena broma necesita un público de al menos una persona, y como ahora estaba solo, despojado de mi público interno, la culminación del chiste me eludía.

Superé a duras penas la mañana, visité un depósito de cadáveres del centro, y después volví para seguir trabajando en el laboratorio. Terminé la jornada pidiendo más suministros y terminé un informe. Cuando estaba ordenando mi escritorio para volver a casa, sonó el teléfono.

—Necesito tu ayuda —declaró mi hermana con brusquedad.

—Claro que sí —dije—. Me alegro de que lo admitas.

—Estoy de servicio hasta medianoche —dijo, sin hacer caso de mi ingenioso y mordaz comentario—, y Kyle no puede cerrar los postigos sin ayuda.

Con gran frecuencia en esta vida, me he descubierto en plena conversación sin saber de qué estaba hablando. Muy inquietante, aunque si todo el mundo se diera cuenta de ello, sobre todo los de Washington, el mundo iría mucho mejor.

—¿Por qué necesita Kyle cerrar los postigos? —pregunté.

Deborah resopló.

—Santo Dios, Dexter, ¿qué has hecho durante el día? Se acerca un huracán.

Podría haber contestado que, con independencia de lo que hago durante el día, no me dedico a ver el pronóstico del tiempo.

—Vaya, un huracán —dije en cambio—. Qué emocionante. ¿Cuándo ha de ser?

—Intenta dejarte caer a eso de las seis. Kyle estará esperando.

—De acuerdo —dije, pero Deborah ya había colgado.

Como hablo con fluidez el Deborah, supongo que tendría que haber aceptado su llamada telefónica como una especie de disculpa oficial por su reciente hostilidad. Era muy posible que hubiera acabado por aceptar al Oscuro Pasajero, sobre todo ahora que se había ido. Eso tendría que haberme hecho feliz, pero considerando el día que había padecido, era una astilla más bajo la uña del Pobre y Oprimido Dexter. Para colmo, se me antojaba una afrenta personal que un huracán eligiera este preciso momento para acosarnos. ¿Es que no habría final para el dolor y los sufrimientos que me veía obligado a soportar?

Ah, sí, existir es regodearse en la desdicha. Salí para acudir a mi cita con el amante de mi hermana.

No obstante, antes de poner en marcha el coche, llamé a Rita, quien estaría ya muy cerca de casa, según mis cálculos.

—Dexter —contestó sin aliento—, no me acuerdo de cuántas garrafas de agua nos quedan, y las colas del súper llegan hasta el aparcamiento.

—Bien, beberemos cerveza —dije.

—Creo que vamos bien de comida enlatada, aunque el estofado de buey lleva dos años en la despensa —dijo, por lo visto sin darse cuenta de que cualquiera habría podido decir lo mismo. Dejé que siguiera parloteando, con la esperanza de que, en algún momento, descansaría—. Examiné los focos hace dos semanas. ¿Te acuerdas de cuando la luz se fue cuarenta minutos? Y las baterías extra están en la nevera, al fondo del estante de abajo. Cody y Astor están conmigo ahora, mañana no hay actividades extraescolares, pero alguien del colegio les habló del huracán Andrew y creo que Astor está un poco asustada, así que cuando llegues a casa no estaría mal que hablaras con ellos. Explicarles que es como una gran tormenta y que no pasará nada, habrá mucho viento y ruido, y las luces se apagarán un rato. Pero si ves un súper camino de casa en que no haya mucha gente, compra algunas botellas de agua, tantas como puedas. Y un poco de hielo, creo que la hielera sigue encima de la lavadora, la llenaremos de hielo y guardaremos los comestibles perecederos. Ah, ¿y tu barca? ¿Estará bien donde la tienes amarrada, o has de hacer algo con ella? Creo que podremos sacar las cosas del patio antes de que oscurezca, estoy segura de que no nos pasará nada, y hasta es probable que pase de largo.

—De acuerdo —dije—. Llegaré a casa un poco tarde.

—De acuerdo. Ah, mira, en el Winn-Dixie no hay mucha gente. Creo que intentaré entrar, hay un hueco en el aparcamiento. ¡Adiós!

Jamás lo habría creído posible, pero por lo visto Rita había aprendido a arreglárselas sin respirar. O tal vez sólo necesitaba tomar aire cada hora o algo así, como una ballena. De todos modos, fue una actuación estimulante, y después de presenciarla, me sentí mucho más preparado para cerrar los postigos con el novio manco de mi hermana. Puse en marcha el coche y me incorporé al tráfico.

Si el tráfico en hora punta es una locura, el tráfico en hora punta con la amenaza de un huracán es una locura tipo el-fin-del-mun-do, todos-vamos-a-morir-pero-tú-primero. La gente conducía como si fuera a matar a cualquiera que se interpusiera entre ellos y sus reservas de contrachapado y baterías. No era un trayecto muy largo hasta la casa de Deborah, en Coral Gables, pero cuando entré por fin en su camino, me sentí como si hubiera sobrevivido a un ataque de los apaches.

Cuando bajé del coche, la puerta de la calle se abrió y Chutsky salió.

—Hola, tío. —Me saludó alegremente con el garfio de acero que sustituía a su mano izquierda y vino a mi encuentro—. Te agradezco la ayuda. Este maldito garfio me impide sujetar bien las tuercas.

—Y aún más rascarte la nariz —dije, un poco irritado por la forma risueña de comentar sus sufrimientos.

En lugar de ofenderse, rió.

—Sí, y mucho más todavía rascarme el culo. Vamos, lo tengo todo atrás.

Le seguí hasta la parte posterior de la casa, donde Deborah tenía un pequeño patio invadido de malas hierbas. Ante mi sorpresa, descubrí que ya no era así. Habían podado los árboles cuyas ramas colgaban sobre el terreno, y las hierbas que brotaban entre las baldosas habían desaparecido. Había tres rosales muy pulcros, una hilera de flores ornamentales, y una parrilla de barbacoa muy limpia se alzaba en una esquina.

Miré a Chutsky y enarqué una ceja.

—Sí, lo sé —dijo—. Queda un poco gay, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. Me aburría mucho sin hacer nada durante el período de recuperación, y de todos modos me gusta tener las cosas un poco más aseadas que a tu hermana.

—Ha quedado muy bonito —dije.

—Aja —dijo, como si le hubiera acusado de ser gay—. Bien, pongamos manos a la obra.

Indicó con un cabeceo una pila de acero ondulado apoyado contra el costado de la casa: los postigos antihuracán de Deborah. Los Morgan eran floridianos de segunda generación, y Harry nos había acostumbrado a utilizar buenos postigos. Ahorra algo de dinero en los postigos, y gastarás muchísimo más en reconstruir la casa cuando fallen.

El inconveniente de los postigos de gran calidad de Deborah era que pesaban mucho y tenían los bordes afilados. Fueron necesarios guantes gruesos, y en el caso de Chutsky, un solo guante. Sin embargo, no estoy seguro de que agradeciera el dinero que estaba ahorrando en guantes. Daba la impresión de que trabajaba con un poco más de ahínco del necesario, con el fin de informarme de que, en realidad, no estaba minusválido y no necesitaba mi ayuda.

En cualquier caso, en cuarenta minutos teníamos todos los postigos en su sitio y asegurados. Chutsky echó un último vistazo a los que cubrían las puertas cristaleras del patio y, al parecer satisfecho con nuestro trabajo de artesanía excepcional, alzó el brazo izquierdo para secarse el sudor de la frente, y se detuvo en el último momento, antes de perforarse la mejilla con el garfio. Lanzó una amarga carcajada, mientras contemplaba el gancho.

—Aún no me he acostumbrado a este trasto —dijo, y meneó la cabeza—. Me despierto por la noche, y me pican los nudillos que ya no existen.

Me resultó difícil pensar en alguna respuesta inteligente, incluso socialmente aceptable. No había leído nada acerca de qué puedes decir a alguien que habla de experimentar sensaciones en su mano amputada. Por lo visto, Chutsky se dio cuenta de mi dificultad, porque resopló sin humor.

—Bien —dijo—, a la vieja muía aún le quedan fuerzas para soltar coces.

Se me antojó una elección de palabras muy desafortunada, puesto que le faltaba el pie izquierdo, y dar patadas estaba descartado. Aun así, me alegró ver que estaba superando su depresión, así que me pareció adecuado darle la razón.

—Nadie lo dudaba —dije—. Estoy seguro de que te pondrás bien.

—Aja, gracias —dijo, no muy convencido—. De todos modos, no es a ti a quien he de convencer, sino a un par de ex colegas de Washington. Me han ofrecido un trabajo administrativo, pero…

Se encogió de hombros.

—Vamos, hombre —dije—. No querrás volver a la acción, ¿verdad?

—Es lo que sé hacer —contestó—. Durante un tiempo fui el mejor.

—Tal vez echas de menos la adrenalina —sugerí.

—Tal vez —dijo—. ¿Te apetece una cerveza?

—Gracias, pero he recibido órdenes de mi superiora de comprar hielo y botellas de agua antes de que todo desaparezca.

—De acuerdo. Todo el mundo teme no poder beber su mojito con hielo.

—Es uno de los mayores peligros de un huracán.

—Gracias por la ayuda.

El tráfico era todavía peor cuando me dirigí hacia casa. Algunas personas corrían con sus preciosas planchas de contrachapado atadas a los techos de sus vehículos, como si acabaran de atracar un banco. Estaban furiosos por la tensión de hacer cola durante una hora, mientras se preguntaban si alguien se colaría y si quedaría algo cuando les llegara el turno.

Las demás personas de la carretera se disponían a ocupar sus puestos en estas mismas colas, y odiaban a todos los que habían llegado antes y tal vez habían comprado la última batería C de Florida.

En conjunto, era una deliciosa mezcla de hostilidad, rabia y paranoia, y tendría que haberme alegrado inmensamente. Pero cualquier esperanza de buen humor se desvaneció cuando me descubrí canturreando algo, una melodía familiar que no podía identificar, ni dejar de canturrear. Y cuando por fin la identifiqué, toda la alegría de la festiva noche saltó en pedazos.

Era la música de mi sueño.

La música que había sonado en mi cabeza con la sensación de calor en la cara y un olor a quemado. Era una melodía simple y repetitiva, no muy pegadiza, pero yo la estaba tarareando en la South Dixie Highway, la tarareaba y me sentía a gusto con las notas repetidas, como si fuera una nana que mi madre me cantaba.

Y seguía sin saber qué significaba.

Estaba seguro de que lo que estaba sucediendo en mi inconsciente estaba provocado por algo sencillo, lógico y fácil de comprender. Por otra parte, no se me ocurría una razón sencilla, lógica y fácil-de-comprender de por qué oía música y sentía calor en la cara cuando dormía.

Mi móvil empezó a zumbar, y como el tráfico iba lento, contesté.

—Dexter —dijo Rita, pero apenas reconocí su voz. Sonaba débil, perdida y derrotada por completo—. Se trata de Cody y Astor —dijo—. Han desaparecido.

Las cosas estaban saliendo muy bien. Los nuevos anfitriones eran muy colaboradores. Empezaron a congregarse, y con un poco de persuasión se plegaron sin problemas a las directrices de EL sobre el comportamiento. Y construyeron grandes edificios de piedra para albergar a la progenie de EL, imaginaron complicadas ceremonias acompañadas de música para llevarlos al estado de trance, y colaboraron con tal entusiasmo, que durante un tiempo hubo demasiados. Si las cosas iban bien para los anfitriones, mataban algunos por pura gratitud. Si las cosas iban mal, mataban con la esperanza de que EL mejoraría la situación. Y todo cuanto necesitaba hacer EL era dejar que ocurriera.

Y como gozaba de mucho tiempo libre, EL empezó a reflexionar sobre los resultados de sus reproducciones. Por primera vez, cuando se producía la hinchazón y el estallido, EL se ocupaba del recién nacido, lo calmaba, aplacaba sus temores y compartía su conciencia. Y el recién nacido reaccionaba con avidez gratificante y celeridad, y aprendía todo cuanto EL tenía que enseñar y le secundaba con placer. Y después, hubo cuatro, después ocho, sesenta y cuatro, y de repente, hubo demasiados. Con tantos, no era tan fácil avanzar. Hasta los nuevos anfitriones empezaron a quejarse del número de víctimas que necesitaban.

ÉL era práctico, al menos. Pronto comprendió el problema y lo solucionó, matando a casi todos los demás que había engendrado. Algunos escaparon al mundo, en busca de nuevos anfitriones. ÉL se quedó con algunos, y las cosas volvieron a estar controladas por fin.

Algo más adelante, los que habían huido empezaron a atacar. Erigieron sus templos rivales y rituales, y enviaron sus ejércitos contra EL, y había muchos. El trastorno fue enorme y duró mucho tiempo. Pero como EL era el más viejo y experimentado, venció por fin a todos los demás, salvo a algunos que se ocultaron.

Los demás se ocultaron en anfitriones dispersos, pasaron desapercibidos y muchos sobrevivieron. Pero EL había aprendido con el transcurrir de los milenios que esperar era importante. Tenía todo el tiempo del mundo, y podía permitirse ser paciente, cazar y matar poco a poco a los que habían huido, y después, lenta y cuidadosamente, restaurar el maravilloso y majestuoso culto a sí mismo. EL mantenía vivo el culto a EL: oculto, pero vivo. Y ÉL esperó a los demás.

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