Pasé el día siguiente en una neblina de incertidumbre, deseando que el Pasajero regresara, y seguro, sin embargo, de que no lo haría. A medida que transcurría el día, esta lúgubre certidumbre se fue imponiendo cada vez más.
Había un gran vacío en mi interior y era incapaz de pensar en ello, ni de afrontar una sensación que jamás había experimentado. No se trataba de angustia, una sensación que siempre he considerado excesiva, pero estaba muy intranquilo y viví todo el día en un espeso jarabe de ansioso temor.
¿Adonde había ido mi Pasajero, y por qué? ¿Regresaría? Estas cuestiones, de manera inevitable, me condujeron a especulaciones todavía más alarmantes: ¿qué era el Pasajero y por qué había venido a mí?
Me dio que pensar darme cuenta de hasta qué punto me había definido mediante algo que no era yo… ¿o sí? Tal vez el Extraño Pasajero no era más que el producto enfermizo de una mente dañada, una red tejida para capturar diminutos destellos de realidad y protegerme de la espantosa verdad de lo que soy en realidad. Era posible. Conozco bien la psicología básica, y he asumido desde hace bastante tiempo que estoy un poco al margen de las clasificaciones. Por mí, encantado. Me va estupendo existir sin el menor retazo de humanidad normal.
Hasta ahora, al menos. Pero, de repente, me encontraba solo, y las cosas no parecían tan definidas ni seguras. Por primera vez, tenía una real necesidad de saber.
Pocos trabajos permiten tiempo para la introspección, por supuesto, incluso sobre un tema tan importante como Oscuros Pasajeros desaparecidos. No, Dexter ha de desprenderse de ese fardo. Sobre todo con Deborah blandiendo el látigo.
Por suerte, fue casi todo rutina. Pasé la mañana con mis colegas, peinando el apartamento de Halpern en busca de residuos concretos de su culpa. Y por suerte, otra vez, las pruebas eran tan abundantes que fue necesario muy poco trabajo.
En el fondo de su armario encontramos un calcetín con varias gotas de sangre. Bajo el sofá había un zapato de lona blanco con una mancha encima. En el cuarto de baño, una bolsa de plástico contenía unos pantalones con un dobladillo chamuscado y aún más sangre, pequeñas salpicaduras que el calor había endurecido.
Fue estupendo que hubiera tal despliegue de pruebas, porque Dexter no estaba brillante ni trabajador hoy. Me descubrí derivando en una niebla gris de preocupación, y en un momento dado me preguntaba si el Pasajero volvería a casa, para regresar al instante siguiente con brusquedad al presente, de pie ante el armario sosteniendo un calcetín sucio manchado de sangre. De haber sido necesaria una investigación de verdad, no estoy seguro de que hubiera podido estar a mi altura acostumbrada.
Por suerte, no fue necesario. Nunca había visto una abundancia de pruebas tan clara y evidente, teniendo en cuenta que el presunto culpable había contado con varios días para limpiar. Cuando me dedico a mi pequeña afición, soy pulcro y ordenado, e inocente desde un punto de vista forense al cabo de unos minutos. Halpern había dejado transcurrir varios días sin ni siquiera tomar las precauciones más elementales. Era casi demasiado fácil, y cuando registramos su coche borré el «casi». En el reposabrazos central del asiento delantero había sangre seca con la huella de un pulgar.
Todavía era posible que nuestro laboratorio demostrara que era sangre de pollo, por supuesto, y Halpern se hubiera dedicado a un inocente pasatiempo, tal vez como asesino de aves aficionado. Pero yo lo dudaba. Parecía abrumadoramente claro que Halpern le había hecho algo muy poco amable a alguien.
Y, sin embargo, aquel pensamiento insistente me seguía atormentando, también de manera abrumadora: demasiado fácil. Algo no encajaba. Pero como el Oscuro Pasajero no estaba para indicarme la dirección correcta, me callé. En cualquier caso, habría sido cruel pinchar el globo feliz de Deborah. Casi refulgía de satisfacción cuando llegaron los resultados y Halpern iba pareciendo cada vez más nuestra captura demente del día.
De hecho, Deborah estaba canturreando cuando me arrastró a interrogar a Halpern, lo cual elevó mi inquietud a un nuevo nivel. La observé mientras entraba en la habitación donde esperaba el profesor. No podía recordar la última vez que la había visto tan feliz. Incluso había olvidado colocarse su expresión de desaprobación perpetua. Era muy turbador, una violación absoluta de la ley natural, como si todo el mundo hubiera decidido de repente conducir con prudencia y lentitud por la I-95.
—Bien, Jerry —dijo en tono risueño cuando nos sentamos ante Halpern—. ¿Quiere hablar de esas dos chicas?
—No hay nada de qué hablar —contestó el hombre. Estaba muy pálido, casi verdoso, pero parecía más decidido que cuando lo habíamos conducido al centro de detención—. Han cometido un error —porfió—. Yo no he hecho nada.
Deborah me miró con una sonrisa y sacudió la cabeza.
—No ha hecho nada —repitió muy contenta.
—Es posible —dije—. Puede que otra persona introdujera la ropa ensangrentada en su apartamento mientras estaba viendo algún programa en la tele.
—¿Fue eso lo que pasó, Jerry? —preguntó Deborah—. ¿Otra persona puso la ropa ensangrentada en su apartamento?
Si ello era posible, su tez adquirió un tono más verdoso todavía.
—¿De qué… ? ¿De qué están hablando?
Ella le sonrió.
—Jerry, encontramos unos pantalones suyos manchados de sangre. Coincide con la sangre de las víctimas. Encontramos un zapato y un calcetín, idéntica historia. Encontramos una huella dactilar con sangre en su coche. Su huella, la sangre de ellas. —Deborah se reclinó en la silla y se cruzó de brazos—. ¿Despierta eso su memoria, Jerry?
Halpern había empezado a negar con la cabeza mientras Deborah hablaba, y continuó así, como si fuera una especie de reflejo extraño y no se diera cuenta de lo que estaba haciendo.
—No —dijo—. No. Eso ni siquiera es… No.
—¿No, Jerry? —preguntó Deborah—. ¿Qué significa eso?
Siguió negando con la cabeza. Una gota de sudor cayó sobre la mesa y oí que intentaba respirar con muchas dificultades.
—Por favor —suplicó—. Esto es una locura. Yo no he hecho nada. ¿Por qué…? Esto es Kafka puro. Yo no he hecho nada.
Deborah se volvió hacia mí y enarcó las cejas.
—¿Kafka? —preguntó.
—Se cree que es un escarabajo —le aclaré.
—Soy una policía inculta, Jerry —dijo ella—. No sé quién es Kafka, pero reconozco pruebas sólidas cuando las veo. Además, ¿sabe una cosa, Jerry? Las he visto por todo su apartamento.
—Pero yo no he hecho nada —argüyó Halpern.
—De acuerdo —contemporizó Deborah con un encogimiento de hombros—. Écheme una mano, pues. ¿Cómo llegaron esas cosas a su casa?
—Lo hizo Wilkins —contestó el hombre, y pareció sorprenderse, como si lo hubiera dicho otra persona.
—¿Wilkins? Deborah me miró.
—¿El profesor del despacho de al lado? —pregunté.
—Exacto —confirmó Halpern. Se armó de valor y se inclinó hacia delante—. Fue Wilkins. Por fuerza.
—Wilkins lo hizo —repitió Deborah—. Se puso su ropa, mató a las chicas, y después devolvió la ropa a su apartamento.
—Sí, exacto.
—¿Por qué?
—Ambos aspiramos a un contrato de profesor numerario —respondió—. Sólo uno de los dos lo conseguirá.
Deborah lo miró como si hubiera sugerido que bailara desnuda.
—Profesor numerario —dijo, con incredulidad en la voz.
—Exacto —dijo él a la defensiva—. Es el momento más importante de cualquier carrera académica.
—¿Lo bastante importante como para matar a alguien? —pregunté.
Halpern clavó la vista en un punto de la mesa.
—Fue Wilkins —insistió.
Deborah le miró durante un largo minuto, con la expresión de una tía cariñosa que está contemplando a su sobrino favorito. Él le devolvió la mirada unos segundos, parpadeó, bajó la vista, me miró y volvió a clavar la vista en la mesa. Cuando el silencio se prolongó, miró de nuevo a Deborah.
—De acuerdo, Jerry —sentenció ella—. Si eso es lo mejor que se le ocurre, creo que debería llamar a su abogado.
Él se limitó a mirarla, incapaz de pensar en algo que decir, de modo que Deborah se levantó y fue hacia la puerta, y yo la seguí.
—Lo tenemos —anunció en el pasillo—. Ese hijo de puta está acabado. Juego, set, punto.
—Si fue él —aventuré, al verla tan alegre.
Me dedicó una enorme sonrisa.
—Pues claro que fue él, Dex. Jesús, no te esfuerces. Has hecho un gran trabajo, y por una vez descubrimos al culpable a la primera.
—Supongo —dije.
Ella ladeó la cabeza y me miró, todavía encantada de haberse conocido.
—¿Qué pasa, Dex? —preguntó—. ¿Estás acojonado por la boda?
—Nada por el estilo —contesté—. La vida en este mundo jamás fue tan armoniosa y agradable. Es que…
Vacilé, porque no sabía lo que era. Tan sólo esa sensación tozuda e irracional de que algo no encajaba.
—Lo sé, Dex —dijo, con una voz amable que consiguió empeorar la sensación—. Parece demasiado fácil, ¿verdad? Pero piensa en la mierda que nos comemos cada día con todos los demás casos. Cabe pensar que, de vez en cuando, ha de salir uno fácil, ¿no?
—No lo sé —insistí—. Algo no encaja. Ella resopló.
—Con la cantidad de pruebas que tenemos contra este tipo, a nadie le va a importar una mierda que algo no encaje —dijo—. ¿Por qué no te animas y disfrutas de un buen día de trabajo?
Estoy seguro de que era un consejo excelente, pero no podía aceptarlo. Aunque no contaba con el susurro familiar que me facilitaba las réplicas, tenía que decir algo.
—No actúa como si estuviera mintiendo —comenté, sin excesiva convicción.
Deborah se encogió de hombros.
—Está chiflado. No es mi problema. Él lo hizo.
—Pero si es un psicótico, ¿por qué explotó de repente? O sea, tiene treinta y pico años, ¿y ésta es la primera vez que hace algo? No encaja.
Deborah me palmeó el hombro y volvió a sonreír.
—Bien dicho, Dex. ¿Por qué no vas a tu ordenador y consultas sus antecedentes? Apuesto a que encontramos algo. —Consultó su reloj—. Puedes hacerlo nada más terminar la conferencia de prensa, ¿de acuerdo? Vamos, no podemos llegar tarde.
Y yo la seguí obediente, mientras me preguntaba por qué me presentaba siempre voluntario para el trabajo extra.
Habían concedido a Deborah el premio especial de una conferencia de prensa, algo que el capitán Matthews no cedía a la ligera. Era su primera experiencia como detective al mando de un caso importante, el cual había despertado el frenesí de los periodistas, y había estudiado la forma de hablar y mirar en vistas al telediario de la noche. Perdió su sonrisa y cualquier rastro de emoción y lanzó frases categóricas, en el mejor estilo policial. Sólo alguien que la conociera tanto como yo sabría que una felicidad enorme e inusual bullía detrás de su cara inexpresiva.
Me quedé al fondo de la sala y contemplé a mi hermana mientras recitaba una serie de afirmaciones mecánicas, las cuales confirmaban su convicción de que había detenido a un sospechoso de los espantosos asesinatos de la universidad, y en cuanto estuviera segura de su culpabilidad, sus queridos amigos de los periodistas serían los primeros en saberlo. Estaba feliz y orgullosa, y había sido mezquino por mi parte insinuar que algo no encajaba, sobre todo porque yo ignoraba qué era, si es que había algo.
Era muy probable que mi hermana tuviera razón. Halpern era culpable, y yo me comportaba como un estúpido y un cascarrabias, expulsado del tranvía de la razón pura por mi Pasajero desaparecido. Era el eco de su ausencia lo que me inquietaba, y no cualquier tipo de duda sobre el sospechoso de un caso que no me importaba en lo más mínimo. Casi con toda seguridad…
Otra vez ese «casi». Hasta ahora, había vivido mi vida basándome en absolutos. No tenía experiencia con los «casi», y era turbador e inquietante no contar con aquella voz de la certidumbre que me decía lo que había sin el menor asomo de duda. Empecé a darme cuenta de lo impotente que me sentía sin el Oscuro Pasajero. Incluso en mi trabajo cotidiano, ya nada era sencillo.
De vuelta en mi cubículo me senté en mi silla y me recliné con los ojos cerrados. «¿Hay alguien ahí?», pregunté esperanzado. No había nadie. Tan sólo un lugar vacío que empezaba a doler, mientras el asombro aturdido iba desvaneciéndose. Una vez concluida la distracción que suponía el trabajo, no había nada que me apartara de mi autocompasión. Estaba solo en un mundo oscuro y malvado, plagado de cosas terribles como yo. O como el que era, al menos.
¿Adonde había ido el Pasajero, y por qué? Si algo le había asustado, ¿qué podía ser? ¿Qué podía aterrar a algo que vivía para la oscuridad, que sólo cobraba vida cuando los cuchillos salían a relucir?
Y esto me condujo a una pregunta nueva de lo más indeseable: si este algo hipotético había asustado al Pasajero, ¿lo habría seguido a su exilio? ¿O continuaba olfateando mi pista?
¿Me encontraba en peligro sin manera de protegerme, sin manera de saber si me acechaba una amenaza mortífera, hasta que sintiera su baba en mi cuello?
Siempre me habían dicho que las experiencias nuevas eran positivas, pero ésta era una tortura. Cuanto más pensaba en ello, menos entendía lo que estaba pasando, y más me dolía.
Bien, había un remedio seguro para la desdicha, consistente en trabajar a fondo en algo absurdo. Giré la silla hasta quedar de cara al ordenador y puse manos a la obra.
Al cabo de pocos minutos había desvelado toda la vida e historia del profesor Gerald Halpern, Doctor en Filosofía. Por supuesto, fue algo más complicado que buscar el nombre de Halpern en Google. Estaba, por ejemplo, la cuestión de los archivos judiciales cerrados, que tardé casi cinco minutos en abrir. Pero cuando lo conseguí, el esfuerzo valió la pena, y me descubrí pensando, «Vaya, vaya, vaya…» Y como en aquel momento estaba trágicamente solo en mi interior, sin nadie que escuchara mis comentarios pensativos, también lo dije en voz alta.
—Vaya, vaya, vaya.
La documentación de la asistencia social ya habría sido bastante interesante, pero no porque sintiera el menor vínculo con Halpern debido a mi pasado de huérfano. Harry, Doris y Deborah me habían proporcionado de sobra un hogar y una familia, al contrario que Halpern, que había pasado de casa de acogida en casa de acogida, hasta aterrizar por fin en la universidad de Syracuse.
Mucho más interesante, sin embargo, era el archivo que no podía abrirse sin un mandamiento judicial, una orden judicial y una tabla de piedra entregada directamente por Dios. Y cuando lo leí de cabo a rabo por segunda vez, mi reacción fue aún más profunda.
—Vaya, vaya, vaya, vaya —repetí, algo inquieto por la forma en que las palabras resonaban en las paredes de mi pequeño despacho. Y como las revelaciones profundas siempre son más dramáticas con público, descolgué el teléfono y llamé a mi hermana.
Entró en mi cubículo al cabo de pocos minutos y se sentó en la silla plegable.
—¿Qué has descubierto? —preguntó.
—El doctor Gerald Halpern tiene Un Pasado —le anuncié, y pronuncié con cuidado las mayúsculas para que no saltara por encima del escritorio y me abrazara.
—Lo sabía —dijo—. ¿Qué hizo?
—No es tanto lo que hizo —precisé—. En este momento, la cuestión es qué le hicieron.
—Basta de chorradas —me espetó—. ¿Qué es?
—Para empezar, al parecer es huérfano.
—Venga, Dexter, déjate de cuentos.
Levanté una mano para calmarla, pero no salió bien, porque empezó a repiquetear con los nudillos sobre la mesa.
—Intento pintar un lienzo minucioso, hermanita —dije.
—Pues pinta rápido —replicó.
—De acuerdo. Halpern ingresó en el sistema de acogida para niños huérfanos en Nueva York, cuando le encontraron viviendo en una caja debajo de la autopista. Descubrieron quiénes eran sus padres, que por desgracia habían muerto hacía poco en circunstancias de una violencia desagradable. Por lo visto, se trató de una violencia muy merecida.
—¿Qué coño significa eso?
—Sus padres lo alquilaban a pedófilos.
—Jesús —dijo Deborah, y no cabía duda de que estaba algo impresionada. Incluso para los niveles de Miami era un poco excesivo.
—Halpern no recuerda eso. Sometido a presión, pierde la memoria, según el expediente. Es lógico. Las pérdidas de memoria debían de ser una respuesta refleja al trauma de repetición —sugerí—. Puede suceder.
—Bien, joder —dijo Deborah, y aplaudí por dentro su elegancia—. Se olvida de la mierda. Has de reconocer que encaja. La chica intenta acusarle de violación, y él ya está preocupado por el nombramiento de profesor numerario, así que se viste y la mata sin saberlo.
—Un par de cosas más —dije, y admito que disfruté con el dramatismo del momento tal vez un poco más de lo necesario—. Para empezar, la muerte de sus padres.
—¿Qué hay sobre eso? —preguntó Deborah, carente de la menor afición por el teatro.
—Les cortaron las manos —respondí—. Y después, prendieron fuego a la casa.
Deborah se incorporó.
—Mierda.
—Yo pienso lo mismo.
—Maldita sea, eso es estupendo, Dex. Tenemos su culo.
—Bien, la pauta coincide, desde luego.
—Pues claro que sí. Así que mató a sus padres… Me encogí de hombros.
—No pudieron demostrar nada. De haberlo podido, Halpern habría ido a juicio. Fue tan violento que nadie creyó que fuera obra de un crío. Pero sí están seguros de que estaba presente, y de que al menos vio lo que ocurrió. Ella me miró fijamente.
—¿Y qué? ¿Aún crees que no lo hizo? O sea, ¿tienes alguna de tus corazonadas?
Me dolió mucho más de lo debido, así que cerré los ojos un momento. No había nada dentro, salvo oscuridad y vacío. Mis famosas corazonadas se basaban en cosas que me susurraba el Oscuro Pasajero, por supuesto, y en su ausencia no tenía nada en qué apoyarme.
—Últimamente no tengo corazonadas —admití—. Es que hay algo en todo esto que me molesta. Es…
Abrí los ojos y Deborah me estaba mirando. Por primera vez, vi algo en su expresión que no era felicidad, y por un momento pensé que iba a preguntarme qué significaba eso y si me encontraba bien. No tenía ni idea de qué contestarle, puesto que jamás había hablado del Oscuro Pasajero, y la idea de revelar algo tan íntimo era muy inquietante.
—No lo sé —dije sin convicción—. Creo que algo no encaja.
Deborah sonrió con ternura. Me habría sentido más tranquilo si me hubiera chillado y enviado a la mierda, pero sonrió y palmeó mi mano con la de ella.
—Dex —dijo en voz baja—, las pruebas son más que suficientes. Los antecedentes encajan. El móvil es bueno. Has admitido que no tienes ninguna… corazonada. —Ladeó la cabeza, sin dejar de sonreír, lo cual me inquietó más todavía—. Todo encaja. No achaques al caso tus preocupaciones. Lo hizo, lo cazamos, punto. —Soltó mi mano antes de que alguno de los dos se pusiera a llorar—. Pero estoy un poco preocupada por ti.
—Estoy bien —dije, y hasta a mí me sonó falso.
Conseguí arrastrarme a través de la sopa grisácea del resto del día, y al concluir la jornada laboral fui a casa de Rita, donde la sopa se solidificó hasta convertirse en una gelatina de privación sensorial. No sé qué cenamos, o lo que dijeron los demás. Lo único que deseaba escuchar era el sonido del Pasajero, y ese sonido no llegaba. De modo que surqué la velada en piloto automático y me fui a la cama por fin, convertido todavía en el Aburrido y Vacío Dexter.
Me sorprendió mucho descubrirlo, pero el sueño no es algo automático en los humanos, ni siquiera para el ser semihumano en que me estaba transformando. Mi antiguo yo, Dexter de las Tinieblas, dormía a la perfección, a pierna suelta. Le bastaba acostarse, cerrar los ojos y pensar: «Un, dos, tres, YA». Presto, a dormir.
Pero el Nuevo Modelo Dexter no tenía esa suerte.
Di vueltas y más vueltas, ordené a mi lamentable yo que se pusiera a dormir sin más dilación, sin éxito. No podía dormir. Sólo podía estar tumbado con los ojos abiertos de par en par y preguntarme por qué.
A medida que avanzaba la noche, también lo hacía la terrible y aterradora introspección. ¿Me había engañado toda la vida? ¿Y si no fuera el Gallardo Destripador Dexter y su Astuto Compinche el Pasajero? ¿Y si ahora no era, en realidad, más que un Oscuro Chófer, al que se permitía vivir en una pequeña habitación de una gran casa, a cambio de conducir a su amo durante sus rondas designadas? Si mis servicios ya no eran necesarios, ¿qué podía ser yo, ahora que el jefe se había marchado? ¿Quién era yo, si ya no era el de antes?
No era un pensamiento feliz, y no me hizo feliz. Tampoco me ayudó a dormir. Como ya había dado miles de vueltas y no me sentía agotado, me concentré en cambiar de lado cada dos por tres, con el mismo resultado. Pero por fin, alrededor de las tres y media, debí acertar la combinación correcta de movimientos absurdos y me sumí en un sueño inquieto.
El sonido y el olor del beicon frito me despertaron. Miré el reloj: las 8.32 h, más tarde que nunca. Pero era sábado por la mañana, claro. Rita me había dejado retozar en mi desdichada inconsciencia. Y ahora, recompensaría mi regreso a la tierra de los despiertos con un generoso desayuno. Estupendo.
De hecho, el desayuno eliminó parte de mi amargura. Es muy difícil mantener una buena sensación de depresión profunda e inutilidad absoluta cuando estás lleno de comida, y renuncié a intentarlo a mitad de una excelente tortilla.
Cody y Astor llevaban horas despiertos, por supuesto. El sábado por la mañana era su momento de televisión sin restricciones, y solían aprovecharlo para ver series de dibujos animados que habrían sido imposibles antes del descubrimiento del LSD. Ni siquiera repararon en mi presencia cuando pasé ante ellos camino de la cocina, y se quedaron fascinados por la imagen de un utensilio de cocina parlante mientras yo terminaba de desayunar, tomaba una última taza de café y decidía conceder a la vida un día más para que montara su numerito.
—¿Mejor? —preguntó Rita cuando dejé sobre la mesa la taza de café.
—Una tortilla estupenda —comenté—. Gracias.
Sonrió y saltó de la silla para darme un beso en la mejilla, antes de amontonar los platos en el fregadero y ponerse a lavarlos.
—Recuerda que dijiste que llevarías a Cody y a Astor a algún sitio esta mañana —dijo por encima del ruido del agua.
—¿Eso dije?
—Dexter, ya sabes que esta mañana tengo que probarme el vestido de boda. Te lo dije hace semanas, y tú dijiste que cuidarías de los niños mientras yo iba a probarme el vestido a la tienda de Susan, también he de ir a ver a la florista para supervisar los arreglos florales, Vince se ofreció a ayudarme, porque dice que tiene un amigo.
—Lo dudo —dije, y pensé en Manny Borque—. Vince no.
—Ya le dije que no. ¿Hice bien?
—Estupendo. Sólo tenemos una casa para vender y pagar las cosas.
—No quiero herir los sentimientos de Vince, y estoy seguro de que su amigo será maravilloso, pero siempre he ido a Hans a comprar las flores, y le partiría el corazón si no le encargara a él lo de la boda.
—De acuerdo. Me llevaré a los chicos.
Había confiado en encontrar una oportunidad de dedicar tiempo a mi desdicha personal y a concentrarme en el problema del Pasajero ausente. Como no podía hacer eso, lo mejor sería relajarme un poco, incluso recuperar algo del precioso sueño perdido por la noche, tal como era mi derecho sagrado.
Al fin y al cabo, era sábado. Es sabido que muchas religiones y sindicatos bien considerados han recomendado dedicar los sábados a la relajación y el crecimiento personal.
A alejarse del mundanal ruido y entregarse al ocio y el descanso tan merecidos. Pero Dexter era ahora un hombre de familia, más o menos, cosa que lo cambia todo, tal como estaba descubriendo. Y con Rita dando vueltas a mi alrededor como un tornado con guedejas rubias, enfrascada en los preparativos de la boda, era imprescindible que alejara a Cody y a Astor del alboroto y les concediera el refugio de alguna actividad sancionada por la sociedad como apropiada para ser compartida por niños y adultos.
Después de sopesar cuidadosamente mis opciones, elegí el Museo de la Ciencia y Planetarium de Miami. Al fin y al cabo, estaría abarrotado de familias, lo cual fortalecería mi disfraz e iniciaría el de ellos. Puesto que pensaban embarcarse en la Oscura Senda, necesitaban aprender enseguida la idea de que, cuanto más anormal eres, más normal has de parecer.
Y visitar el museo con el Adorado Papaíto Dexter lograría que los tres pareciéramos de lo más normal. Además, se trataba de algo Bueno para Ellos oficialmente, una gran ventaja, por mucho que esa idea les desagradara.
De modo que subimos al coche y nos dirigimos al norte por la U.S. 1, tras prometer a la acelerada Rita que volveríamos sanos y salvos a la hora de comer. Atravesamos Coconut Grove, y justo antes de llegar al paso elevado de Rickenbacker entré en el aparcamiento del museo en cuestión. Sin embargo, no entramos dócilmente en ese buen museo. En el aparcamiento, Cody bajó del coche y se quedó inmóvil. Astor le miró un momento, y después se volvió hacia mí.
—¿Por qué tenemos que entrar? —preguntó.
—Es pedagógico —contesté.
—Aj —dijo la niña, y Cody asintió.
—Es importante que pasemos algunos ratos juntos —dije.
—¿En un museo? —preguntó Astor—. Es patético.
—Una palabra encantadora —dije—. ¿Dónde la has aprendido?
—No vamos a entrar —dijo—. Queremos hacer algo.
—¿Habéis estado alguna vez en este museo?
—No-o-o —repuso Astor, dividiendo la palabra en tres süabas desdeñosas, como sólo una niña de diez años sabe hacer.
—Bien, tal vez te sorprenda —le sugerí—. Hasta es posible que aprendas algo.
—Eso no es lo que queremos aprender —contestó la niña—. En un museo no.
—¿Qué crees que quieres aprender? —pregunté, y hasta yo me quedé impresionado por mi tono de adulto paciente.
Astor hizo una mueca.
—Tú ya sabes —dijo—. Dijiste que nos enseñarías cosas.
—¿Cómo sabes que no voy a hacerlo? —pregunté.
Me miró vacilante un momento, y después se volvió hacia Cody. Lo que se dijeron no exigió palabras. Cuando se volvió hacia mí un momento después, lo hizo con absoluta seguridad.
—Ni hablar —dijo.
—¿Qué sabéis de las cosas que voy a enseñaros? —Dexter —dijo Astor—, ¿por qué crees que te pedimos que nos enseñaras?
—Porque no sabéis nada de eso y yo sí.
—Aja.
—Vuestra educación empieza en ese edificio —dije con mi expresión más seria—. Seguidme y aprended.
Los miré un momento, vi que su incertidumbre aumentaba, di media vuelta y me encaminé hacia el museo. Tal vez estaba irritado por la noche de insomnio, y no estaba seguro de que me seguirían, pero tenía que imponer cuanto antes las reglas del juego. Tenían que hacerlo a mi manera, tal como yo había aprendido tanto tiempo atrás que debía escuchar a Harry y hacerlo a su manera.