Deborah estaba esperando ante una modesta casa de dos millones de dólares, en un callejón particular sin salida, de Coconut Grove. La calle estaba aislada desde la cabina del guardia hasta la casa misma, y una multitud de indignados vecinos observaba desde sus inmaculados jardines y pasajes peatonales, echando chispas al ver el enjambre de cutres miserables del departamento de policía que habían invadido su pequeño paraíso. Deborah estaba en la calle, dando instrucciones a un cámara de vídeo sobre qué se debía rodar y desde qué ángulos. Corrí a reunirme con ella, seguido de Cody y Astor.
—¿Qué coño es esto? —preguntó Deborah, mirándome a mí y a los niños.
—Se les llama niños —expliqué—. Suelen ser consecuencia del matrimonio, por eso tal vez no te resulten familiares.
—¿Se te ha ido la puta olla trayéndolos aquí? —preguntó con brusquedad.
—No debes decir palabrotas —reprendió Astor a Deborah con una mirada feroz—.
Ahora me debes cincuenta centavos. Deborah abrió la boca, enrojeció y la volvió a cerrar.
—Sácalos de aquí —consiguió decir—. No deberían ver esto.
—Queremos verlo —dijo Astor.
—Silencio —dije—. Los dos.
—Por Dios, Dexter —dijo Deborah.
—Me dijiste que viniera enseguida —contesté—. Y aquí estoy.
—No puedo hacer de niñera de un par de crios —protestó Deborah.
—No será necesario —dije—. Estarán bien.
Deborah los miró. Ellos le devolvieron la mirada. Nadie parpadeó, y por un momento pensé que mi querida hermana iba a mordisquearse el labio inferior. Después desvió la vista.
—A la mierda —rezongó—. No tengo tiempo para rollos. Vosotros dos, esperad allí.
Señaló su coche, aparcado al otro lado de la calle, y me agarró del brazo. Me arrastró hacia la casa, donde la actividad era frenética.
—Mira —dijo, y señaló la parte delantera.
Por teléfono, Deborah me había dicho que habían encontrado las cabezas, pero la verdad es que habría costado mucho pasarlas por alto. Delante de la casa, el corto y serpenteante camino de entrada pasaba entre los postes del portón, de roca coralina, antes de desembocar en un pequeño patio con una fuente en el centro. Sobre cada poste había una lámpara de adorno. Escrito con tiza en el camino, entre los dos postes, había algo que recordaba las letras MLK, sólo que estaban escritas con una caligrafía que no reconocí. Y para asegurarse de que nadie perdiera el tiempo intentando descifrar el mensaje, encima de cada poste…
En fin. Si bien tuve que admitir que la exhibición poseía cierto vigor primitivo y un impacto dramático innegable, era demasiado tosco para mi gusto. Aunque daba la impresión de que habían cortado las cabezas con limpieza, los párpados habían desaparecido y las bocas estaban forzadas, a causa del calor, en una extraña sonrisa; no resultaba agradable. Nadie me pidió la opinión, desde luego, pero siempre he creído que no deben quedar restos. Es sucio, y demuestra una falta de prurito profesional lamentable. Y que hubieran dejado las cabezas de una manera tan visible… Se trataba de una pura exhibición, y demostraba un enfoque del asunto muy poco refinado. De todos modos, sobre gustos no hay nada escrito. Siempre estoy dispuesto a admitir que mi técnica no es la única. Como siempre en cuestiones de estética, esperé algún susurro sibilante de aquiescencia del Oscuro Pasajero…, pero no llegó ninguno, por supuesto.
Ni un murmullo, ni un aleteo, ni pío. Mi brújula se había marchado, y me había dejado en la molesta posición de tener que apañármelas solo.
No estaba solo del todo, por supuesto. Deborah se hallaba a mi lado, y caí en la cuenta de que, mientras reflexionaba sobre el problema de la desaparición de mi oscuro compañero, ella me había estado hablando.
—Esta mañana fueron al funeral —dijo—. Volvieron y les estaba esperando esto.
—¿Quiénes? —pregunté, y señalé la casa con la cabeza.
Deborah me dio un codazo en las costillas. Me dolió.
—La familia, capullo. La familia Ortega. ¿Qué acabo de decir?
—¿Ha sucedido a la luz del día?
Por algún motivo, me resultaba todavía más inquietante.
—Casi todos los vecinos estaban también en el funeral —dijo—, pero aún seguimos buscando a alguien que haya podido ver algo. —Se encogió de hombros—. Tal vez nos sonría la suerte. Quién sabe.
Yo no lo sabía, pero por algún motivo pensaba que nada relacionado con esto nos traería suerte.
—Creo que esto arroja ciertas dudas sobre la culpabilidad de Halpern —dije.
—Ni hablar —replicó Deborah—. Ese capullo es culpable.
—Ah —dije—. Crees que alguien encontró las cabezas y, hum…
—Joder, yo qué sé —dijo—. Tendrá un cómplice.
Me limité a sacudir la cabeza. Eso era absurdo, y ambos lo sabíamos. Alguien capaz de concebir y llevar a cabo el complicado ritual de los dos asesinatos tenía que haberlo hecho solo. Tales actos son muy personales, cada pequeño paso es la escenificación de una necesidad interior única, de modo que la idea de dos personas compartiendo la misma visión era casi inverosímil. A su manera siniestra, la exhibición ceremonial de las cabezas encajaba con la forma de abandonar los cuerpos: dos fragmentos del mismo ritual.
—Hay algo que no encaja —repetí.
—Bien, ¿y qué es lo que encaja?
Miré las cabezas, dispuestas con tanto cuidado sobre los postes. Se habían quemado en el fuego que había asado los cuerpos, por supuesto, y no había señales visibles de sangre. Daba la impresión de que les habían cortado el cuello con suma pulcritud. Aparte de eso, no se me ocurría nada en absoluto, pero Deborah me estaba mirando expectante. Es difícil gozar de la reputación de ser capaz de escudriñar en el corazón del misterio, cuando toda esa fama descansa sobre la guía invisible de una voz interior que, en aquel momento, brillaba por su ausencia. Me sentía como el muñeco de un ventrílocuo, al que llaman de repente para que salga a actuar solo.
—Las dos cabezas están aquí —dije, pues estaba claro que tenía que decir algo—. ¿Por qué no están en la casa de la otra chica, la que tenía novio?
—Su familia vive en Massachusetts —respondió Deborah—. Ésta era más fácil.
—Lo has investigado, ¿verdad? —¿A quién?
—Al novio de la chica muerta —dije lenta y cautelosamente—. El tipo del tatuaje en el cuello.
—Santo Dios, Dexter, pues claro que lo he investigado. Hemos investigado a todo el mundo que ha estado a un kilómetro de estas chicas en algún momento de su puta y triste vida, y tú… —Respiró hondo, pero no dio la impresión de calmarse mucho—. Escucha, no necesito ayuda con el trabajo básico, ¿vale? Necesito ayuda con la mierda extraña y espeluznante en la que eres un experto.
Fue agradable confirmar mi identidad de Rey de la Mierda Extraña y Espeluznante. De todos modos, con mi reputación en juego, tenía que ofrecer alguna opinión profunda, de modo que asesté una suave puñalada incruenta.
—De acuerdo —empecé—. Desde un punto de vista extraño y espeluznante, es absurdo que haya dos asesinos diferentes con el mismo ritual. De manera que, o bien Halpern las mató y alguien encontró las cabezas y pensó, qué demonios, las voy a colgar, o hemos metido en la cárcel a un inocente.
—Vaya mierda —refunfuñó.
—¿Qué parte?
—¡Toda, maldita sea! —repuso—. Ninguna de las dos opciones me gusta.
—Mierda, pues —dije, sorprendiéndonos a ambos. Y como me sentía irritado con Deborah y conmigo mismo, y con todo este rollo de los cadáveres quemados y decapitados, tomé el único curso lógico y razonable. Le di una patada a un coco.
Mucho mejor. Ahora también me dolía el pie.
—Estoy investigando el pasado de Goldman —explicó Deborah de repente, y cabeceó en dirección a la casa—. Hasta el momento, sólo es dentista. Es propietario de un edificio de oficinas en Davie. Pero esto… Huele a traficantes de cocaína. Y eso tampoco tiene sentido. Maldita sea, Dexter —imploró—. Dame algo.
Miré sorprendido a Deborah. Me había vuelto a pasar la pelota, y no tenía nada en absoluto, salvo la esperanza de que Goldman resultara ser un señor de la droga disfrazado de dentista.
—He venido sin nada —dije, lo cual era triste pero muy cierto.
—Oh, mierda —exclamó, mientras desviaba la vista hacia donde se hallaba la multitud congregada. Había llegado la primera furgoneta de periodistas, y antes incluso de que el vehículo frenara, un reportero saltó al suelo y empezó a dar órdenes a su cámara, indicándole que se colocara en el lugar adecuado para rodar una toma larga—. Maldita sea —dijo Deborah, y corrió a negociar con ellos.
—Ese tío me da miedo, Dexter —susurró una vocecita detrás de mí, y di media vuelta al instante. Una vez más, Cody y Astor se habían acercado a mí sin ser observados. Estaban muy juntos, y Cody inclinaba la cabeza hacia la pequeña multitud congregada al otro lado de la cinta de la escena del crimen.
—¿Qué tío te da miedo? —pregunté.
—Aquel —dijo Astor—. El de la camisa naranja. No me hagas señalar, está mirando.
Busqué una camisa naranja entre la muchedumbre y sólo vi un destello de color al final del callejón sin salida, cuando alguien entró en un coche. Era un pequeño coche azul, no un Avalon blanco, pero reparé en una mancha de color conocida que colgaba del espejo retrovisor cuando el coche salió a la calle. Y aunque costaba estar seguro, estaba bastante convencido de que era un pase de aparcamiento de la universidad de Miami.
Me volví hacia Astor.
—Bien, ya se ha marchado —dije—. ¿Por qué dijiste que te daba miedo?
—Él lo dijo —dijo Astor, y señaló a Cody. Éste asintió.
—Él fue —susurró apenas Cody—. Tenía una gran sombra.
—Siento que te asustara —dije—, pero ya se ha ido. Cody asintió.
—¿Podemos mirar las cabezas?
Los niños son tan interesantes, ¿verdad? Algo tan insustancial como la sombra de alguien había asustado a Cody, pero estaba más ansioso que nunca por ver de cerca un caso concreto de asesinato, terror y mortalidad humana. No le culpaba por querer echar un vistazo, claro está, pero pensé que no podía permitirlo sin más. Por otra parte, no tenía ni idea de cómo explicarles esto. Me han dicho que el idioma turco, por ejemplo, posee sutilezas inimaginables, pero el inglés no era el más adecuado para una respuesta adecuada.
Por suerte, Deborah volvió en aquel momento.
—Nunca más volveré a quejarme del capitán —masculló. Se me antojó una afirmación de lo más improbable, pero no me pareció diplomático decirlo—. Ya puede quedarse con esos bastardos chupasangre de la prensa.
—No pareces muy sociable —dije.
—Esos capullos no son seres humanos —replicó—. Sólo quieren fotos cojonudas de sus cortes de pelo perfectos mientras están frente a las cabezas, para enviar luego la cinta a la cadena. ¿Qué clase de animal desea ver esto?
De hecho, yo sabía muy bien la respuesta, puesto que estaba educando a dos en aquel momento y, para ser sincero, yo también podía considerarme uno de ellos. Pero era mejor soslayar aquella pregunta y tratar de concentrarme en el problema inmediato. Así que medité sobre el motivo de que aquel tipo hubiera dado miedo a Cody, y sobre el hecho de que tuviera algo muy parecido a un permiso de aparcamiento de la universidad.
—Se me ha ocurrido una idea —le dije a Deborah, y por la forma en que volvió la cabeza al instante, podría pensarse que estaba de pie sobre una pitón—. No concuerda con tu teoría del dentista convertido en señor de la droga —le advertí.
—Escupe —rezongó entre dientes.
—Había alguien aquí que asustó a los niños. Se fue en un coche con permiso de aparcamiento de la Facultad.
Deborah me miró con ojos duros y opacos.
—Mierda —dijo en voz baja—. El tipo que mencionó Halpern… ¿Cómo se llama?
—Wilkins.
—No. No puede ser. ¿Por qué los niños dicen que alguien los asustó? No.
—Tiene un móvil.
—¿Conseguir el empleo de profesor numerario, por el amor de Dios? Venga, Dex.
—No es necesario que creamos que es importante. Pero para ellos sí lo es.
—De manera que, para conseguir el empleo de profesor numerario, entra por la fuerza en el apartamento de Halpern, roba su ropa, mata a dos chicas…
—Y después nos guía hacia Halpern —dije, mientras recordaba que lo había sugerido en el vestíbulo.
Deborah me miró.
—Mierda. Lo hizo, ¿verdad? Nos dijo que fuéramos a ver a Halpern.
—Y aunque el empleo de profesor numerario nos parezca un buen móvil —dije—, es más lógico que Danny Rollins y Ted Bundy, esos asesinos múltiples, actuando al alimón, ¿verdad?
Deborah se alisó el pelo, un gesto sorprendentemente femenino de alguien en quien había llegado a pensar como la sargento Roca.
—Podría ser —dijo por fin—. No conozco lo bastante a Wilkins para estar segura.
—¿Vamos a hablar con él?
Ella negó con la cabeza.
—Antes quiero ver otra vez a Halpern.
—Voy a buscar a los niños.
Naturalmente, no estaban donde deberían, pero los encontré con suma facilidad: se habían acercado a las dos cabezas para verlas mejor, y tal vez fuera mi imaginación, pero creí percibir un brillo de reconocimiento profesional en los ojos de Cody.
—Vamos —les dije—. Hemos de irnos.
Dieron media vuelta y me siguieron a regañadientes, pero oí que Astor mascullaba por lo bajo:
—Mejor que un estúpido museo, desde luego.
Había observado todo desde el fondo del grupo que se había congregado para ver el espectáculo, procurando ser uno más de la multitud, sin diferenciarse de los demás ni ser observado. Era peligroso para el Vigilante estar allí. Podían reconocerlo, pero valía la pena correr el riesgo. Y, por supuesto, resultaba gratificante observar la reacción a su obra. Una pequeña vanidad que se podía permitir.
Además, sentía curiosidad por ver qué deducirían de la sencilla pista que había dejado. El otro era listo, pero hasta el momento no le había hecho caso, había pasado por delante y dejado que sus compañeros de trabajo la fotografiaran y examinaran. Tal vez tendría que haber sido un poco más flagrante, pero quedaba tiempo para hacerlo mejor. No había la menor prisa, y la importancia de preparar al otro, de dirigirle cuando todo estuviera a punto, eso era superior a todo lo demás.
El Vigilante se acercó un poco más para estudiar al otro, tal vez para ver alguna señal de cómo reaccionaba hasta el momento. Interesante lo de presentarse con aquellos niños. No parecían especialmente perturbados por la visión de las dos cabezas. Quizás estaban acostumbrados a esas cosas, o…
No. No era posible.
Se fue acercando más con la mayor cautela posible, intentando adaptarse al flujo y reflujo de los curiosos, hasta que llegó a la cinta amarilla, al punto más cercano a los niños posible.
Y cuando el niño alzó la vista y sus ojos se encontraron, ya no hubo la menor posibilidad de error.
Por un momento sostuvieron la mirada, y toda sensación de tiempo se perdió en el zumbido de las alas oscuras. El niño lo miró como reconociéndolo, no quién era, sino qué, y sus pequeñas alas se agitaron con furia aterrada. El Vigilante no pudo reprimirse. Se acercó más, permitió que el niño lo viera, así como el aura de poder oscuro que lo rodeaba. El niño no demostró miedo. Se limitó a mirarlo y exhibió su propio poder. Después dio media vuelta y tomó la mano de su hermana, y los dos se volvieron corriendo con el otro.
Era hora de irse. Los niños, sin duda, lo señalarían, y no quería que vieran su cara, todavía no. Corrió hacia el coche y se alejó, pero sin preocupación. En absoluto. Si acaso, estaba más satisfecho de lo que era procedente.
Eran los niños, por supuesto. No sólo porque se lo contarían al otro, para así acercarlo unos pasos más al necesario temor. Pero también porque le gustaban los niños. Era maravüloso trabajar con ellos, transmitían emociones muy poderosas, y elevaban la energía del acontecimiento a un plano superior.
Niños… Maravilloso.
Empezaba a disfrutar de la situación.
Durante un tiempo, le bastó con desplazarse en las cosas-mono y ayudarlas a matar. Pero hasta eso terminó siendo aburrido debido a la simple repetición, y de vez en cuando EL pensaba de nuevo que tenía que haber algo más. Existía aquel fascinante estremecimiento de algo indefinible en el momento de matar, la sensación de algo a punto de despertar, y después se adormilaba otra vez, y EL quería saber qué era.
Pero pese a las numerosas ocasiones, pese a las numerosas cosas-mono diferentes, jamás podía acercarse a esa sensación lo suficiente para descifrar qué era. Lo cual provocaba que ÉL deseara saber más.
Transcurrió muchísimo tiempo, y EL empezó a amargarse de nuevo. Las cosas-mono eran demasiado sencillas, y lo que EL hacía con ellas no era suficiente. Empezó a sentirse ofendido por su existencia estúpida, absurda y repetitiva. Arremetió contra ellas una o dos veces, con el deseo de castigarlas por sus sufrimientos tontos y carentes de imaginación, y azuzó a su anfitrión a matar familias enteras, tribus enteras. Y mientras morían, aquella maravillosa insinuación de algo más colgaba lejos de su alcance, y después volvía a adormecerse.
Era furiosamente frustrante. Tenía que existir una forma de descubrir qué era aquel algo escurridizo y dotarlo de existencia.
Y después, por fin, las cosas-mono empezaron a cambiar. Al principio fue muy lento, tan lento que ÉL ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que el proceso ya estuvo en marcha. Y un maravilloso día, cuando EL entró en un nuevo anfitrión, la cosa se alzó sobre sus patas traseras y, mientras EL se preguntaba qué estaba pasando, la cosa dijo: «¿Quién eres?».
Un placer aún más extremo siguió a la sorpresa extrema de aquel momento.
ÉL ya no estaba solo.