18

El trayecto hasta el centro de detención fue como una seda, pero con Deborah conduciendo eso sólo significaba que nadie resultaría gravemente herido. Tenía prisa, y antes que nada era una policía de Miami a quien habían dado clases de conducir policías de Miami. Y eso quería decir que estaba convencida de que el tráfico era fluido por naturaleza, y lo atravesaba como un hierro al rojo vivo en la mantequilla, introduciéndose en huecos que no existían, y dejando claro a los demás conductores que debían apartarse o morir.

Cody y Astor estaban muy contentos, por supuesto, sujetos con los cinturones de seguridad al asiento trasero. Iban sentados lo más erguidos posible, y estiraban el cuello para ver mejor. Lo más raro de todo fue que Cody sonrió un momento cuando no nos empotramos por un pelo contra un hombre de 160 kilos a bordo de una moto pequeña.

—Conecta la sirena —sugirió Astor.

—Esto no es un maldito juego —rugió Deborah.

—¿Ha de ser un maldito juego para conectar la sirena? —preguntó Astor a Deborah, la cual se tiñó de púrpura y dio un volantazo para salir de la U.S. 1, esquivando por poco un Honda baqueteado que corría sobre cuatro ruedas de recambio.

—Astor —intervine—, no digas esa palabra.

—Ella no para de decirla —replicó Astor.

—Cuando tengas su edad, también podrás decirla, si quieres —dije—, pero a los diez años no.

—Eso es una estupidez —replicó la niña—. Si es una palabrota, da igual la edad que tengas.

—Eso es verdad —admití—, pero no puedo imponer a la sargento Deborah lo que ha de decir.

—Eso es una estupidez —repitió Astor, y después cambió de tema—. ¿De veras es sargento? ¿Eso es mejor que ser policía?

—Significa que es la jefa de los policías —le expliqué.

—¿Puede dar órdenes a los que van de azul?

—Sí —contesté.

—¿Y también lleva pistola?

—Sí.

Astor se inclinó hacia delante todo cuanto le permitió el cinturón de seguridad, y miró a Deborah con algo cercano al respeto, una expresión que no veía en su cara muy a menudo.

—No sabía que las chicas podían llevar pistola y ser jefe de policía —comentó.

—Las chicas pueden hacer cualquier pu…, cualquier cosa que hagan los chicos —dijo con brusquedad Deborah—. Mejor, por lo general.

Astor miró a Cody, y después a mí.

—¿Cualquier cosa? —preguntó.

—Casi cualquier cosa —dije—. Creo que el fútbol americano profesional está descartado.

—¿Disparas a gente? —preguntó Astor a Deborah.

—Por el amor de Dios, Dexter —rugió Deborah.

—Dispara a gente a veces —dije a Astor—, pero no le gusta hablar de eso.

—¿Por qué?

—Disparar contra alguien es algo muy privado —expliqué—, y considera que no le importa a nadie.

—Deja de hablar de mí como si fuera una lámpara, por los clavos de Cristo —gritó Deborah—. Estoy aquí.

—Lo sé —dijo Astor—. ¿Vas a contarnos a quién disparas?

Como respuesta, Deborah efectuó un brusco giro, entró en el aparcamiento y se detuvo delante del centro.

—Hemos llegado —anunció, y bajó como si escapara de un nido de hormigas rojas. Entró corriendo en el edificio, y en cuanto desabroché los cinturones de Cody y Astor, la seguimos a un paso más sosegado.

Deborah continuaba hablando con el sargento de servicio, y yo conduje a los niños hasta un par de sillas desvencijadas.

—Esperad aquí —dije—. Volveré dentro de unos minutos.

—¿Sólo esperar? —preguntó Astor, con un temblor de indignación en la voz.

—Sí. He de hablar con un chico malo.

—¿Por qué no podemos ir? —preguntó la niña.

—La ley no lo permite —le expliqué—. Esperad aquí como he dicho. Por favor.

No parecían muy entusiasmados, pero al menos no saltaron de las sillas y cargaron por el pasillo gritando. Aproveché su colaboración para reunirme con Deborah.

—Vamos —ordenó, y nos encaminamos a una de las salas de interrogatorios del pasillo. Al cabo de pocos minutos, un guardia trajo a Halpern. Iba esposado, y su aspecto era peor que nunca. No se había afeitado y tenía el pelo alborotado, y había una mirada en sus ojos que sólo se me ocurrió describir como alucinada, aunque suene a tópico. Se sentó en el borde de la silla hacia la cual le empujó el guardia, y contempló sus manos cuando las apoyó sobre la mesa.

Deborah asintió en dirección al guardia, quien salió de la habitación y se quedó en el pasillo. Debs esperó a que la puerta se cerrara, y después concentró su atención en Halpern.

—Bueno, Jerry —dijo—. Espero que hayas descansado bien esta noche.

El hombre levantó la cabeza como si hubieran tirado de ella con una cuerda y la miró.

—¿Qué… qué quiere decir? —preguntó. Debs enarcó las cejas.

—No quiero decir nada, Jerry —contestó—. Sólo estaba siendo educada.

Él la miró durante un momento y volvió a bajar la cabeza.

—Quiero ir a casa —dijo, en voz baja y temblorosa.

—Estoy segura de eso, Jerry —dijo Deborah—. Pero en este momento no lo puedo permitir.

El hombre meneó la cabeza y murmuró algo inaudible.

—¿Qué has dicho, Jerry? —preguntó Deborah con la misma voz paciente y amable.

—He dicho, no creo que hiciera nada —contestó, sin levantar la vista.

—¿No lo crees? —preguntó Deborah—. ¿No deberíamos estar seguros de eso antes de dejarle marchar?

Halpern levantó la cabeza para mirarla, muy lentamente.

—Anoche… —dijo—. Debido a estar en este lugar… —Meneó la cabeza—. No sé. No sé —repitió.

—Ya habías estado en un lugar como éste, ¿verdad, Jerry? Cuando eras pequeño —dijo Deborah, y el hombre asintió—. ¿Este lugar te hizo recordar algo?

Se agitó como si le hubiera escupido en la cara.

—Yo no… No es un recuerdo —dijo—. Fue un sueño. Tuvo que ser un sueño.

Deborah asintió como si le comprendiera muy bien.

—¿De qué iba el sueño, Jerry?

Halpern sacudió la cabeza y la miró boquiabierto.

—Tal vez te ayudaría hablar de ello —dijo Deborah—. Si es un sueño, no te puede perjudicar. —El hombre continuó meneando la cabeza—. ¿De qué iba el sueño, Jerry? — repitió, con más insistencia, pero siempre con amabilidad.

—Hay una gran estatua —contestó, y dejó de sacudir la cabeza, como sorprendido de que las palabras hubieran surgido.

—Muy bien —lo animó Deborah.

—Es…, es muy grande —siguió el hombre—. Y hay un…, un… Tiene un fuego ardiendo en el estómago.

—¿Tiene estómago? —preguntó Deborah—. ¿Qué clase de estatua es?

—Es muy grande. Cuerpo de bronce, con dos brazos extendidos, y los brazos están bajando hacia… Enmudeció, y después murmuró algo.

—¿Qué has dicho, Jerry?

—Ha dicho que tiene cabeza de toro —dije, y sentí que se me erizaba todo el vello de la nuca.

—Los brazos bajan —dijo—. Y me siento… muy feliz. No sé por qué. Canto. Y deposito a las dos chicas en los brazos. Las corto con un cuchillo, y suben hasta la boca, y los brazos las echan dentro. En el fuego…

—Jerry —dijo Deborah, con más amabilidad todavía—, tu ropa estaba manchada de sangre, y chamuscada. —Él no dijo nada, y Deborah continuó—. Sabemos que padeces amnesia temporal cuando te sientes sometido a una presión excesiva —dijo. El hombre guardó silencio—. ¿No es posible, Jerry, que sufrieras una de esas amnesias, mataras a las chicas y volvieras a casa? ¿Sin saberlo?

Halpern empezó a menear la cabeza de nuevo, lenta y mecánicamente.

—¿Puedes ofrecerme una sugerencia mejor? —preguntó Deborah.

—¿Dónde pude encontrar una estatua como ésa? —dijo—. Eso es… ¿Cómo pude encontrar la estatua y encender un fuego en su interior, llevar las chicas allí y…? ¿Cómo es posible? ¿Cómo pude hacer todo eso sin saberlo?

Deborah me miró, y yo me encogí de hombros. Era una buena pregunta. Al fin y al cabo, debía existir un límite práctico a lo que puedes hacer en estado de sonambulismo, y esto parecía un poco excesivo.

—¿Cuál fue el origen de ese sueño, Jerry? —preguntó Deborah.

—Todo el mundo sueña —dijo.

—¿Cómo llegó esa sangre a tu ropa?

—Lo hizo Wilkins —dijo—. No puede haber otra respuesta.

Llamaron a la puerta y el sargento entró. Se inclinó y susurró algo en el oído de Deborah. Yo me acerqué para escuchar.

—El abogado de este tipo está dando problemas —dijo el sargento—. Como han aparecido las cabezas mientras su cliente estaba aquí, dice que ha de ser inocente. —Se encogió de hombros—. No puedo echarle.

—De acuerdo —dijo Debs—. Gracias, Dave.

El hombre volvió a encogerse de hombros, se incorporó y salió de la sala.

Deborah me miró.

—Bien —dijo—, al menos ya no parece demasiado fácil.

Se volvió hacia Halpern.

—Muy bien, Jerry —dijo—. Hablaremos más tarde. Se levantó y salimos de la sala.

—¿Qué opinamos? —le pregunté. Ella sacudió la cabeza.

—Jesús, Dex, no lo sé. Necesito un golpe de suerte. —Dejó de andar y se volvió hacia mí—. O el tipo lo hizo durante una de sus amnesias, lo cual significa que lo preparó todo sin saberlo, y eso es imposible.

—Probablemente —dije.

—O alguien se tomó un montón de molestias para tenderle una trampa, aprovechando una de sus amnesias.

—Lo cual también es imposible.

—Sí, lo sé.

—¿Y la estatua con cabeza de toro y fuego en el estómago?

—Joder —dijo Deborah—. Es sólo un sueño. Por fuerza.

—Pues entonces, ¿dónde quemaron a las chicas?

—¿Vas a enseñarme una estatua gigantesca con cabeza de toro y barbacoa incorporada? ¿Dónde escondes eso? Si lo encuentras, creeré que es real.

—¿Hemos de dejar en libertad a Halpern? —pregunté.

—No, maldita sea —rugió Debs—. Le retengo por resistencia a la autoridad.

Dio media vuelta y se encaminó hacia la zona de recepción.

Cody y Astor estaban sentados con el sargento cuando regresamos a la entrada, y aunque no se habían quedado donde yo les había ordenado, al menos no habían prendido fuego al edificio. Deborah miró impaciente mientras me los llevaba, y todos salimos juntos por la puerta.

—Ahora, ¿qué? —pregunté.

—Hemos de hablar con Wilkins, por supuesto —dijo Deborah.

—¿Vamos a preguntarle si tiene una estatua con cabeza de toro en el patio trasero? —le pregunté.

—No, eso es una gilipollez.

—Has dicho un taco —saltó Astor—. Me debes cincuenta centavos.

—Se está haciendo tarde —dije—. He de llevar a los niños a casa antes de que su madre me pase por la barbacoa.

Deborah miró a Cody y a Astor un largo rato, y después a mí.

—De acuerdo.

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