Durante mi largo estudio de los seres humanos, he descubierto que, por más que se esfuerzan, no han descubierto una forma de impedir la llegada del lunes por la mañana. Y lo intentan, por supuesto, pero el lunes siempre llega, y todos los zánganos han de reintegrarse a sus espantosas vidas cotidianas de trabajo absurdo y sufrimientos.
Ese pensamiento siempre me ha regocijado, y como me gusta repartir felicidad allá donde voy, aporté mi granito de arena para parar un poco el golpe del inevitable lunes por la mañana, cuando llegué al trabajo con una caja de donuts, que desaparecieron en lo que podría calificarse de frenesí malhumorado antes de que pudiera llegar a mi escritorio. Dudaba muy en serio de que alguien tuviera más motivos que yo para estar amargado, pero nadie lo habría adivinado sí los hubiera visto apoderarse de mis donuts mientras lanzaban gruñidos en mi dirección.
Daba la impresión de que Vince Masuoka compartía la sensación generalizada de angustia discreta. Entró en mi cubículo con una expresión de horror y asombro en su rostro, una expresión que debía indicar algo muy conmovedor, porque casi parecía real.
—Jesús, Dexter —dijo—. Oh, santo Dios.
—Intenté guardarte uno —dije, pensando que con esa angustia sólo podía referirse a la calamidad de enfrentarse a una caja de donuts vacía. Pero negó con la cabeza.
—Oh, Jesús, no puedo creerlo. ¡Ha muerto!
—Estoy seguro de que los donuts no fueron la causa.
—Dios mío, y tú fuiste a verle. ¿Verdad?
Hay un momento en toda conversación en que al menos una de las dos personas implicadas ha de saber de qué están hablando, y yo decidí que ese momento había llegado.
—Vince —dije—, quiero que respires hondo, empieces otra vez desde el principio y finjas que tú y yo hablamos el mismo idioma.
Me miró como si él fuera una rana y yo una garza.
—Mierda. Aún no lo sabes, ¿verdad? Qué mierda.
—Tu capacidad idiomática se está deteriorando —dije—. ¿Has hablado con Deborah?
—Ha muerto, Dexter. Encontraron el cadáver anoche.
—Bien, pues, estoy seguro de que continuará muerto el tiempo suficiente para que me digas de qué demonios estás hablando.
Vince parpadeó, con ojos repentinamente enormes y húmedos.
—Manny Borque —resolló—. Le han asesinado.
Admito que experimenté reacciones encontradas. Por una parte, no iba a lamentar que alguien hubiera eliminado al pequeño gnomo de una forma que yo no podía por motivos éticos. Pero, por otra, ahora tendría que encontrar otro proveedor de catering y, oh, sí, suponía que debería declarar ante el detective a cargo del caso. La irritación se debatía contra el alivio, pero después recordé que también los donuts habían desaparecido.
Y la reacción que ganó fue la irritación por las molestias que iba a causar esto. De todos modos, Harry me había adoctrinado lo bastante bien para saber que no era una reacción aceptable cuando te dicen que alguien conocido ha muerto. Hice lo posible por componer una expresión de sorpresa, preocupación y aflicción.
—Caramba —dije—. No tenía ni idea. ¿Saben quién lo hizo?
Vince negó con la cabeza.
—Ese tipo no tenía enemigos —dijo, como si ignorara que su afirmación sonaría improbable a cualquiera que hubiera conocido a Manny—. O sea, todo el mundo le admiraba.
—Lo sé. Salía en las revistas y toda la pesca.
—No puedo creer que alguien le hiciera eso —dijo Vince.
La verdad, no podía creer que alguien hubiera tardado tanto en hacerle lo que fuera, pero no me pareció diplomático decirlo.
—Bien, estoy seguro de que descubrirán al culpable. ¿A quién han asignado el caso?
Vince me miró como si le hubiera preguntado si el sol salía por las mañanas.
—Dexter —dijo con expresión de estupor—, le cortaron la cabeza. Es como los otros tres de la universidad.
Cuando era joven e intentaba con desesperación integrarme, jugué a fútbol americano una temporada, y en una ocasión recibí un fuerte golpe en el estómago y me quedé sin respiración durante varios minutos. Ahora casi me sentí como entonces.
—Oh.
—Así que, naturalmente, se lo han dado a tu hermana —dijo Vince.
—Naturalmente. —Se me ocurrió una idea repentina, y como siempre he sido un devoto de la ironía, le pregunté—: No lo asarían también, ¿verdad?
Vince meneó la cabeza.
—No.
Me levanté.
—Será mejor que vaya a hablar con Deborah.
Deborah no estaba de humor para hablar cuando llegué al apartamento de Manny. Se hallaba inclinada sobre Camilla Figg, que estaba espolvoreando en busca de huellas alrededor de las patas de la mesa que había junto a la ventana. No levantó la vista, de modo que entré en la cocina, donde Angel-nada-que-ver estaba agachado sobre el cadáver.
—Ángel —dije, y me costó dar crédito a mis ojos—. ¿Eso es la cabeza de una chica?
Asintió y pinchó la cabeza con un bolígrafo.
—Tu hermana dice que debe de ser la chica del Lowe Museum. La pusieron aquí porque este tío es un bugero.
Miré los dos cortes, uno justo encima de los hombros, el otro justo debajo de la barbilla. El de la cabeza coincidía con los que habíamos visto antes, pulcros y cuidadosos. Pero el del cuerpo, que debía ser de Manny, era mucho más tosco, como hecho con prisas. Los bordes de los dos cortes estaban juntados con mimo, pero no coincidían, por supuesto. Incluso solo, desprovisto de oscuros murmullos interiores, podía adivinar que esto era diferente, y un dedo helado empezó a deslizarse sobre mi nuca, como sugiriendo que la diferencia podía ser muy importante (tal vez incluso para mis problemas actuales), pero más aña de esa sombra vaga e insatisfactoria de presentimiento, no experimentaba otra cosa que inquietud.
—¿Hay otro cuerpo? —le pregunté, cuando me acordé del pobre y puteado Franky.
Ángel se encogió de hombros sin levantar la vista.
—En el dormitorio. Con un cuchillo de carnicero clavado. Le dejaron la cabeza.
Parecía un poco ofendido por el hecho de que alguien se tomara tantas molestias y dejara la cabeza, pero aparte de eso no daba la impresión de que tuviera algo más que decirme, así que me dirigí a donde estaba mi hermana, acuclillada al lado de Camilla.
—Buenos días, Debs —la saludé, con una jovialidad que no sentía, y no era el único, porque ella ni siquiera levantó la vista.
—Maldita sea, Dexter —refunfuñó— A menos que tengas algo bueno para mí, ya puedes irte a la mierda.
—No es que sea muy bueno —dije—, pero el tío del dormitorio se llama Franky. Éste es Manny Borque, que ha salido en bastantes revistas.
—¿Cómo coño sabes eso? —me preguntó.
—Bueno, es un poco raro —dije—, pero puede que sea una de las últimas personas que le vio vivo. Deborah se levantó.
—¿Cuándo? —preguntó.
—El sábado por la mañana. Alrededor de las diez y media. Aquí mismo. —Señalé la taza de café que seguía sobre la mesa—. Ahí están mis huellas.
Deborah me estaba mirando con incredulidad, y empezó a sacudir la cabeza.
—Conocías a este tipo. ¿Era amigo tuyo?
—Le contraté para el catering de la boda. Se supone que era un especialista.
—Aja —dijo—. ¿Qué estabas haciendo aquí el sábado por la mañana?
—Aumentó el precio —contesté—. Quería convencerle de que me hiciera un descuento.
Deborah paseó la vista por el apartamento y miró por la ventana el paisaje de un millón de dólares.
—¿Cuánto te iba a cobrar? —preguntó.
—Quinientos dólares por cubierto —contesté.
Volvió la cara hacia mí al instante.
Joder. ¿Qué iba a hacer?
Me encogí de hombros.
—No me lo dijo, y no quiso rebajar el precio.
—¿Quinientos dólares por cubierto? —preguntó.
—Es un poco elevado, ¿verdad? Aunque debería decir «era».
Deborah se mordió el labio un largo rato sin parpadear, y después me agarró del brazo y me alejó de Camilla. Conseguí ver un pequeño pie que asomaba por la puerta de la cocina, donde el querido fallecido había sufrido su prematura muerte, pero Deborah me condujo al otro extremo de la sala.
—Dexter, prométeme que no mataste a este tipo.
Como ya he dicho antes, no tengo emociones verdaderas. He practicado largo y tendido para reaccionar como los seres humanos en casi cualquier situación posible, pero ésta me pilló por sorpresa. ¿Cuál es la expresión facial correcta cuando tu hermana te acusa de asesinato? ¿Estupor? ¿Ira? ¿Incredulidad? Por lo que yo sabía, ningún libro de texto la incluía.
—Deborah —contesté. No fue algo muy inteligente, pero no se me ocurrió otra cosa.
—Porque no pienso hacer la vista gorda —continuó—. Con esto no.
—Jamás lo haría —dije—. Esto no es…
Meneé la cabeza. Me parecía injusto. Primero, el Oscuro Pasajero me abandonaba, y ahora, mi hermana y mi ingenio también, al parecer. Todas las ratas estaban abandonando el barco Dexter, que se hundía bajo el oleaje.
Respiré hondo y traté de organizar a la tripulación para achicar el agua. Deborah era la única persona en el mundo que sabía lo que yo era, y si bien todavía se estaba acostumbrando a la idea, había pensado que comprendería las cuidadosas fronteras erigidas por Harry, y comprendido también que yo nunca las cruzaría. Por lo visto, me había equivocado.
—Deborah, ¿por qué iba yo a…?
—Corta el rollo —me interrumpió—. Ambos sabemos que podrías haberlo hecho. Estuviste aquí en el momento oportuno. Y tienes un móvil muy bueno, librarte de pagarle cincuenta de los grandes. O eso, o debo creer que lo hizo un tío que está en la cárcel.
Como soy un humano artificial, casi siempre estoy lúcido, insensible a las emociones. Pero experimenté la sensación de que estaba intentando nadar en arenas movedizas. Por una parte, estaba sorprendido, y algo decepcionado, por el hecho de que Deborah pudiera pensar que había hecho algo tan chapucero. Por otra, quería convencerla de que no era así. Me dieron ganas de decirle que, si yo lo hubiera hecho, ella nunca lo habría descubierto, pero me pareció poco diplomático. Respiré hondo.
—Lo prometo —dije.
Mi hermana me miró durante un largo rato.
—De veras —insistí.
Asintió por fin.
—De acuerdo —dijo—. Será mejor que me digas la verdad.
—Yo no lo hice.
—Aja. Entonces, ¿quién?
No es justo, ¿verdad? O sea, todo ese rollo de la vida. Aquí estaba yo, todavía defendiéndome de una acusación de asesinato (¡lanzada por alguien de mi propia sangre!), cuando al mismo tiempo me estaban exigiendo que solucionara un crimen. Tuve que admirar la agilidad mental que permitía a Deborah llevar a cabo esta especie de voltereta cerebral, pero también deseé que dirigiera su pensamiento creativo hacia otra persona.
—No sé quién lo hizo —contesté—, y no…, no se me ha ocurrido ninguna idea al respecto.
Me miró muy fijamente.
—¿Por qué debo creer eso? —me preguntó.
—Deborah —contesté, y vacilé.
¿Había llegado el momento de hablarle del Oscuro Pasajero y de su ausencia actual? Una serie de sensaciones muy desagradables me estaban recorriendo, como cuando empieza la gripe. ¿Podían ser estas emociones, que rompían en la costa indefensa de Dexter, enormes maremotos de sedimento tóxico? En ese caso, no me extrañaba que los humanos fueran unos seres tan desdichados. Era una experiencia horrorosa.
—Escucha, Deborah —repetí, mientras intentaba idear una forma de empezar.
—Te escucho, por el amor de Dios —repuso—, pero no estás diciendo nada.
—Es difícil. No lo he dicho nunca.
—Sería un momento estupendo para empezar.
—Yo, hmm… llevo esa cosa dentro —confesé, consciente de que parecía un completo idiota, al tiempo que un extraño calor inundaba mis mejillas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella—. ¿Tienes cáncer?
—No, no, es… Oigo, hum… Me dice cosas.
Por algún motivo, tuve que desviar la vista. Había una fotografía del torso desnudo de un hombre colgado en la pared. Miré de nuevo a mi hermana.
—Jesús. ¿Quieres decir que oyes voces? Hostia, Dex.
—No. No es como oír voces. No exactamente.
—Pues entonces, ¿qué coño es?
Tuve que volver a mirar el torso desnudo, y después exhalé un gran suspiro antes de poder volver a mirar a Deborah.
—Cuando tengo una de mis corazonadas, ya sabes. En la escena de un crimen. Es porque esta…, esta cosa me lo dice.
La cara de Deborah se había petrificado, inmóvil por completo, como si estuviera escuchando la confesión de un hecho terrible. Y así era, por supuesto.
—Así que te dice cosas, ¿eh? Como, eh, alguien convencido de que es Batman hizo esto.
—Más o menos. Esas corazonadas que tenía, ya sabes.
—Que tenías.
Tuve que volver a desviar la vista.
—Se ha ido, Deborah. Algo relacionado con este lío de Moloch lo asustó. Nunca había pasado.
No dijo nada durante un largo rato, y no vi motivos para hablar por ella.
—¿Le hablaste alguna vez a papá de la voz? —preguntó por fin.
—No fue necesario. Ya lo sabía.
—Y ahora las voces se han ido.
—Sólo una.
—Por eso no me dices nada sobre esto.
—Sí.
Deborah apretó los dientes con suficiente rabia para oírlos. Después exhaló un largo suspiro sin relajar la mandíbula.
—O me estás mintiendo porque hiciste esto —susurró—, o me estás diciendo la verdad y eres un puto psicótico.
—Debs…
—¿Qué quieres que crea, Dexter? ¿Eh? ¿Qué?
No creo haber sentido auténtica rabia desde mi adolescencia, y puede que ni siquiera entonces fuera capaz de sentirla. Pero con el Oscuro Pasajero desaparecido, y yo rodando por la pendiente de la genuina humanidad, todas las antiguas barreras erigidas entre mí y la vida normal se estaban desvaneciendo, y sentí algo que debía de estar muy cerca de la realidad.
—Deborah, si no confías en mí y prefieres pensar que hice esto, me importa una mierda lo que creas.
Me fulminó con la mirada, y por primera vez yo la imité.
Habló por fin.
—Aún he de informar sobre esto. Oficialmente, no puedes ni acercarte aquí.
—Nada podría hacerme más feliz —dije. Me miró un rato más, después apretó la boca y volvió con Camilla Figg. La vi alejarse un momento, y después me encaminé hacia la puerta.
Era inútil demorarme más, sobre todo porque me habían dicho, oficial y extraoficialmente, que no era bienvenido. Sería estupendo poder decir que me sentía herido en mis sentimientos, pero la verdad es que estaba demasiado furioso para sentirme ofendido. Y la verdad, siempre me ha sorprendido tanto que pudiera caer bien a alguien, que casi experimenté alivio al ver que Deborah adoptaba, por una vez, una actitud sensata.
Todo le salía siempre bien a Dexter, pero por algún motivo no creía haber logrado una gran victoria cuando me encaminé hacia la puerta y el exilio.
Estaba esperando a que llegara el ascensor, cuando un grito ronco me ensordeció.
—¡Eh!
Me volví y vi a un hombre muy hosco y viejo que corría hacia mí con sandalias y calcetines negros que casi le llegaban a las huesudas rodillas. Llevaba también unos pantalones cortos abolsados, una camisa de seda y una expresión de santa ira.
—¿Es usted la policía? —preguntó.
—Depende —contesté.
—¿Qué pasa con mi maldito periódico? —preguntó.
Los ascensores son tan lentos, ¿verdad? Pero intento ser educado cuando es inevitable, de modo que dediqué una sonrisa tranquilizadora al viejo lunático.
—¿No le gusta su periódico? —pregunté.
—¡El maldito periódico no llegó a mis manos! —me gritó, al tiempo que se teñía un poco de púrpura debido al esfuerzo—. ¡Llamé donde vosotros, y la chica de color que se puso al teléfono me dijo que llamara al periódico! ¡Vi que el chico me lo robaba, y ella me colgó!
—Un chico le robó el periódico —dije.
—¿Qué demonios acabo de decir? —dijo. Cada vez se estaba poniendo más nervioso, lo cual no contribuía a hacer agradable la espera del ascensor—. ¿Para qué demonios pago mis impuestos, para oírle decir eso? ¡Y se rió de mí, maldita sea!
—Podría comprar otro periódico —dije para calmarle.
No lo conseguí.
—¿Qué significa eso, comprar otro periódico? ¿Sábado por la mañana, en pijama, y he de ir a comprar otro periódico? ¿Por qué no pueden detener a los delincuentes?
El ascensor emitió un «ding» apagado para anunciar su llegada, pero ya no me interesaba, porque se me había ocurrido una idea. De vez en cuando se me ocurren ideas. La mayoría no consiguen negar a la superficie, tal vez debido a toda una vida de intentar parecer humano. Pero ésta se elevó poco a poco y, como una burbuja de gas que ascendiera a través del barro, estalló en mi cerebro.
—¿El sábado por la mañana? —dije—. ¿Se acuerda de la hora?
—¡Pues claro que me acuerdo de la hora! ¡Se lo dije cuando llamé, las diez y media del sábado por la mañana, y el chico me estaba robando el periódico!
—¿Cómo sabe que era un chico?
—¡Lo vi por la mirilla, por eso! —me gritó—. ¿Debía salir al pasillo sin mirar, tal como hacen ustedes su trabajo? ¡Ni hablar!
—Cuando dice «chico», ¿a qué edad se refiere?
—Escuche, señor —dijo—, para mí, todo el mundo con menos de setenta años es un chico. Pero éste debía de tener unos veinte años, y cargaba con una mochila, como todos.
—¿Puede describir a ese chico?
—No soy ciego. ¡Se robó mi periódico, lleva uno de esos malditos tatuajes que todos lucen ahora, en el cuello!
Sentí que pequeños dedos metálicos ascendían por mi nuca y supe la respuesta, pero de todos modos la formulé.
—¿Qué clase de tatuaje?
—Una estupidez, uno de esos símbolos japoneses. ¿Les dimos una paliza a los japos para poder comprar sus coches y para que nuestros chicos se tatuaran sus malditos garabatos?
Daba la impresión de estar irritándose cada vez más, y si bien admiraba el hecho de que poseyera semejante energía a su edad, también creía que había llegado el momento de entregarlo a las autoridades pertinentes, encarnadas por mi hermana, lo cual alumbró en mí un pequeño resplandor de satisfacción, no sólo porque iba a darle un sospechoso mejor que el pobre Dexter, Privado del Derecho a Voto, sino también porque iba a lanzarle encima a este viejo pedorro como pequeño castigo por sospechar de mí.
—Venga conmigo —dije.
—No pienso ir a ningún sitio —replicó el anciano.
—¿No le gustaría hablar con un detective de verdad? —pregunté, y las horas de práctica que había invertido en mi sonrisa debieron de dar sus frutos, porque frunció el ceño y paseó la vista a su alrededor.
—Bien, de acuerdo —aceptó, y me siguió hasta donde la sargento Hermana estaba rugiendo a Camilla Figg.
—Te dije que te mantuvieras alejado —me espetó, con toda la ternura y el encanto que cabía esperar de ella.
—De acuerdo. ¿Me llevo también al testigo?
Deborah abrió la boca, y después la abrió y cerró varias veces, como si intentara respirar como un pez.
—No puedes… No es… Maldita sea, Dexter —dijo por fin.
—Puedo, es y estoy seguro de que lo hará, pero entretanto, este amable y anciano caballero tiene algo interesante que decirte.
—¿Quién demonios es usted para llamarme anciano? —preguntó el hombre.
—Le presento a la detective Morgan —dije—. Está al mando de la investigación.
—¿Una chica? —resopló—. No me extraña que no atrapen a nadie. ¡Una chica detective!
—No se olvide de contarle lo de la mochila —dije—. Y lo del tatuaje.
—¿Qué tatuaje? —preguntó ella—. ¿De qué coño estás hablando?
—Esa boca —advirtió el hombre—. ¡Qué vergüenza!
Sonreí a mi hermana.
—Que tengáis una agradable charla —dije.