De modo que, una noche como tantas otras, cuando la luna arrojaba los acordes de una melodía maníaca sobre sus hijos sedientos de sangre, yo estaba canturreando mientras me preparaba para ir a jugar. Todo el trabajo estaba hecho y había llegado el momento de que Dexter saliera a jugar. Habría sido cuestión de segundos recoger mis sencillos juguetes y salir por la puerta, en dirección a mi cita con el alborotador millonario, pero, con el matrimonio en ciernes, ya nada era sencillo. Empezaba a preguntarme, de hecho, si algo volvería a serlo alguna vez.
Por supuesto, estaba construyendo una fachada perfecta y casi impenetrable de acero y cristal antisépticos y relucientes sobre la fachada de horror gótico del Castillo Dexter. Por lo tanto, estaba muy decidido a jubilar al Antiguo Dexter, de modo que me había dedicado a «consolidar nuestras vidas», como decía Rita. En este caso, significaba mudarme de mi cómodo refugio en la periferia de Coconut Grove a la casa de tres habitaciones de Rita, situada más al sur, pues era lo más «sensato» que se podía hacer. Por supuesto, aparte de ser sensato, también era un Inconveniente para el Monstruo. Bajo el nuevo régimen, por más que quisiera, no había manera de mantener nada en privado. Aunque lo hacía, por supuesto. Todo ogro devoto y responsable tiene sus secretos, y había cosas que sólo debían ver la luz del día en mis manos.
Había, por ejemplo, ciertas investigaciones sobre compañeros de juegos en potencia. Y también la pequeña caja de madera, muy querida para mí, que contenía 41 placas de vidrio, cada una con una sola gota de sangre seca conservada en el centro, y cada gota representaba una vida subhumana que había terminado en mis manos, el álbum de recortes de mi vida interior. Porque yo no voy dejando grandes pilas de carne podrida por ahí. No soy un monstruo desaliñado, descuidado y demente. Soy un monstruo extremadamente pulcro y demente. Siempre procedo con mucho cuidado cuando me deshago de mis restos, y hasta un enemigo implacable empeñado en demostrar que soy un ogro malvado tendría problemas a la hora de definir qué son mis plaquitas.
No obstante, dar explicaciones sobre ellas podría suscitar preguntas molestas, incluso de una esposa devota, y aún más de las diosas vengadoras entregadas a mi destrucción. Se me había presentado una hacía poco, un policía de Miami llamado sargento Doakes. Y si bien técnicamente él seguía con vida, yo había empezado a pensar en él en pasado, pues sus recientes desventuras le habían costado los pies y las manos, además de la lengua. Desde luego, no estaba en forma para llevarme ante la justicia. Pero yo sabía bien que, así como me había topado con él, más tarde o más temprano podría toparme con otro.
Por eso me parecía tan importante la privacidad, aunque siempre había sido discreto en lo tocante a mis asuntos personales. Por lo que yo sabía, nadie había visto el interior de mi cajita de placas. Pero tampoco había tenido nunca una novia que limpiara mi piso, ni dos niños muy curiosos que husmearan en mis cosas para aprender a ser lo más parecidos posible a Dexter, el Oscuro Papaíto.
Daba la impresión de que Rita era consciente de mi necesidad de un espacio propio, y si bien no comprendía los motivos, había sacrificado su habitación de costura, que había transformado en algo llamado el estudio de Dexter. A la larga albergaría mi ordenador, mis escasos libros y cedes y, supongo, mi cajita de palisandro con las placas. Pero ¿cómo podía dejarla allí? Se lo podría explicar a Cody y Astor con bastante facilidad, pero ¿y a Rita? ¿Debería intentar esconderla? ¿Construir un pasadizo secreto detrás de una librería falsa que descendiera por una escalera de caracol hasta mi oscura guarida? ¿Guardar la caja en el fondo de un falso bote de crema de afeitar, tal vez? Un auténtico problema.
Hasta el momento había aparcado la necesidad de encontrar una solución quedándome en mi apartamento, pero todavía guardaba algunas cosas sencillas en mi estudio, como mis cuchillos de carnicero y cinta adhesiva, que podrían explicarse por mi amor a la pesca y al aire acondicionado. La solución llegaría más tarde. En este momento sentía unos dedos de hielo que ascendían por mi columna vertebral, y me embargaba la urgente necesidad de acudir a mi cita con un joven mimado.
De modo que entré en mi estudio, en busca de una bolsa de gimnasia azul marino de nailon que había reservado para una ocasión oficial, donde guardaría el cuchillo y la cinta adhesiva. La saqué del armario, con un penetrante sabor de anticipación en mi lengua, e introduje los juguetes de la fiesta: un nuevo rollo de cinta adhesiva de tela, un cuchillo de carnicero, guantes, mi máscara de seda, y un rollo de cuerda de nailon para emergencias. Todo preparado. Notaba la acerada excitación en mis venas, la música salvaje resonaba en mis oídos, el rugido del pulso del Pasajero me impelía a salir, a jugar. Me volví para marchar…
Y me topé con un par de niños de expresión solemne, que me miraban esperanzados.
—El quiere ir —dijo Astor, y Cody asintió, al tiempo que me miraba sin parpadear con sus grandes ojos.
La verdad, creo que quienes me conocen dirían que tengo mucha labia y un ingenio rápido, pero mientras volvía a reproducir en mi mente lo que Astor acababa de decir y trataba de encontrarle otro significado, sólo logré articular un sonido muy humano, algo así como «¿él kiur cun kiun?»
—Contigo —dijo Astor con paciencia, como si estuviera hablando con una camarera deficiente mental—. Cody quiere ir contigo esta noche.
Ahora que lo pienso, es fácil comprender que este problema acabaría presentándose tarde o temprano. Y para ser justo conmigo, lo cual considero que es muy importante, lo había esperado…, pero más adelante. Ahora no. No al borde de mi Noche de Necesidad. No cuando todos los pelos de mi cuello estaban erizados y chillaban debido a la pura y urgente compulsión de deslizarme por el interior de la noche presa de una furia fría de acero inoxidable…
Estaba claro que la situación exigía reflexionar muy en serio, a pesar de que todos mis nervios estaban pidiéndome a gritos que saltara por la ventana y me perdiera en la noche; pero los tenía delante, de modo que respiré hondo y los examiné a ambos.
El alma afilada y resplandeciente de Dexter el Vengador se había forjado en un trauma infantil tan violento, que lo había bloqueado por completo. Me había convertido en lo que soy, y estoy seguro de que lloraría y me sentiría desdichado por ello si fuera capaz de sentir algo. Y esos dos, Cody y Astor, portaban la misma cicatriz, golpeados y maltratados por un padre violento y drogadicto, hasta que también ellos fueron expulsados para siempre de la luz del sol y las piruletas. Como mi sabio padre adoptivo había averiguado al criarme, no había forma de extirpar eso, no había forma de devolver la serpiente al huevo.
Pero la serpiente podía ser domesticada. Harry me había adiestrado, me había convertido en algo que sólo cazaba a los demás depredadores oscuros, los demás monstruos y trasgos que se vestían con piel humana y acechaban en los senderos de juegos de la ciudad. Me dominaba el ansia implacable de matar, que jamás cambiaría, pero Harry me había enseñado a cazar y eliminar sólo a aquellos que, a tenor de sus rigurosas normas de policía, de verdad lo necesitaban.
Cuando descubrí que Cody era igual, me había prometido que le conduciría por el Camino de Harry, le transmitiría lo que yo había aprendido, le educaría en la Oscura Rectitud. Pero esto significaba toda una galaxia de complicaciones, explicaciones y enseñanzas. Harry había tardado casi diez años en introducir todo eso en mi cerebro, antes de permitirme jugar con algo más complicado que animales extraviados. Yo ni siquiera había empezado con Cody, y si bien experimentaba la sensación de ser un Maestro Jedi, no podía empezar ahora. Sabía que, algún día, Cody se reconciliaría con la idea de ser como yo, y mi intención era ayudarle…, pero no esta noche. No cuando la luna me llamaba juguetona desde el otro lado de la ventana, tiraba de mí como un tren de mercancías amarillo enganchado a mi cerebro.
—Yo no, hum… —empecé a decir, con la intención de negarlo todo, pero me estaban mirando con una expresión tan entrañable de fría certeza que me callé—. No —dije al fin—. Es demasiado pequeño.
Intercambiaron una veloz mirada, nada más, pero fue como una conversación completa.
—Ya le advertí que contestarías eso —comentó Astor.
—Tenías razón —dije.
—Pero, Dexter —insistió Astor—, dijiste que nos enseñarías cosas.
—Y lo haré —contesté, mientras los dedos oscuros reptaban poco a poco por mi columna vertebral, ansiosos por tomar el control y empujarme hacia la puerta—, pero ahora no.
—¿Cuándo? —preguntó la niña.
Los miré a ambos y experimenté una extraña combinación de impaciencia desenfrenada por largarme, mezclada con el impulso irrefrenable de envolverlos en una manta y matar a cualquier cosa que se acercara a ellos. Y hormigueando en la periferia, sólo para redondear la mezcla, el deseo de hacer entrechocar sus cabecitas.
¿Se trataba por fin de un instinto paternal?
Toda la superficie de mi cuerpo hormigueaba de fuego frío, debido a la necesidad de marcharme, de empezar, de hacer lo indecible, pero en cambio respiré hondo y adopté una expresión neutra.
—Mañana tenéis que ir a clase —sentencié—, y casi es hora de ir a la cama.
Me miraron como si los hubiera traicionado, y supongo que así era, por haber cambiado las reglas y jugado a Papaíto Dexter cuando pensaban que estaban hablando con Demoníaco Dexter. De todos modos, era bastante cierto. No puedes llevarte a niños pequeños a las tantas de la madrugada a un destripamiento, y esperar que a la mañana siguiente se acuerden del abecedario. Ya me costaba bastante ir a trabajar por la mañana después de alguna de mis pequeñas aventuras, pero yo contaba con la ventaja de todo el café cubano que me apeteciera. Además, eran demasiado pequeños, la verdad.
—Te estás portando como un adulto —me espetó Astor con el desdén propio de sus diez años.
—Es que soy un adulto —repuse—, y procuro portarme con vosotros como debe ser.
Aunque lo había dicho con dolor en los dientes debido a la creciente necesidad, lo decía en serio, si bien no logré suavizar las miradas idénticas de adusto desdén que me dedicaron.
—Pensábamos que eras diferente —observó Astor.
—No se me ocurre cómo podría ser más diferente y seguir pareciendo humano —dije.
—No es justo —insistió Cody. Le miré a los ojos y vi una diminuta bestia oscura alzar la cabeza y rugirme.
—No, no es justo —admití—. No hay nada en la vida que sea justo. «Justo» es una palabrota, y agradeceré que no la utilicéis delante de mí.
Cody me miró con severidad un momento, una expresión de decepción que yo nunca le había visto, y no supe si deseaba darle una bofetada o una galleta.
—No es justo —repitió.
—Escucha —le dije—, sé algo sobre esto. Y ésta es la primera lección. Los niños normales se acuestan pronto entre semana.
—Anormal —comentó, y proyectó el labio inferior lo suficiente para depositar sobre él sus libros de texto.
—Ésa es exactamente la cuestión —le dije—. Por eso has de aparentar siempre normalidad, actuar con normalidad, conseguir que todos los demás crean que eres normal. Y lo otro que has de hacer es seguir mis instrucciones al pie de la letra, de lo contrario no lo haré. —No parecía muy convencido, pero se estaba debilitando—. Has de confiar en mí, Cody, y debes hacerlo a mi manera.
—Debo —farfulló.
—Sí —dije—. Debes.
Me miró durante un momento muy largo, y después desvió la vista hacia su hermana, que le miró. Fue una maravilla de comunicación no verbal. Intuí que estaban sosteniendo una conversación muy larga y complicada, pero no emitieron el menor sonido hasta que As-tor se encogió de hombros y se volvió hacia mí.
—Has de prometer —me dijo.
—De acuerdo —contesté—. ¿Prometer qué?
—Que empezarás a enseñarnos —terció la niña, y Cody asintió—. Pronto.
Respiré hondo. Jamás había tenido la menor probabilidad de ir a un paraíso que consideraba muy hipotético, incluso antes de esto. Pero pasar por este trago, acceder a transformar a estos pequeños monstruos andrajosos en pequeños monstruos limpios y bien educados.. . Bueno, espero tener razón sobre lo de «hipotético».
—Prometo —dije. Se miraron, me miraron y se fueron.
Y allí estaba yo con una bolsa llena de juguetes, un compromiso urgente y una sensación algo marchita de apremio.
¿La vida de familia es así para todo el mundo? Y en tal caso, ¿sobrevive todo el mundo? ¿Por qué la gente tiene más de un hijo, o ni siquiera uno? Aquí estaba yo, con un objetivo importante y satisfactorio ante mí, y de pronto me asaltaba por sorpresa algo que ninguna mamá tenía que afrontar, y me resultaba casi imposible recordar lo que estaba pensando unos momentos antes. Pese a los rugidos impacientes del Oscuro Pasajero (extrañamente mudo, como si estuviera un poco confuso), tardé varios minutos en serenarme, en pasar de ser Papaíto Dexter Aturdido a Frío Vengador de nuevo. Me costó sentirme de nuevo preparado para afrontar el peligro. Me costó, de hecho, recordar dónde había dejado las llaves del coche.
Conseguí encontrarlas y salí dando traspiés del estudio, y después de murmurar una cariñosa tontería a Rita, salí por fin a la noche.