Aquella noche no dormí, por supuesto. El día siguiente, domingo, transcurrió en una neblina de fatiga y angustia. Llevé a Cody y a Astor a un parque cercano y me senté en un banco, mientras intentaba extraer un sentido de la montaña de información inútil y conjeturas que había acumulado hasta el momento. Las piezas se negaban a encajar en cualquier imagen lógica. Aunque las ordenara en una teoría semicoherente, no me revelarían nada que me ayudara a encontrar a mi Pasajero.
Lo mejor que logré fue una especie de idea a medio formar acerca de que el Oscuro Pasajero y los demás como él llevaban en el mundo al menos tres mil años. Pero por qué el mío había huido de alguno de ellos era imposible saberlo, sobre todo porque me había topado antes con otros sin otra reacción que un escalofrío. Mi idea del nuevo papá león parecía inverosímil bajo la agradable luz del sol del parque, con el fondo de las amenazas que se proferían mutuamente los niños. Desde un punto de vista estadístico, la mitad tenían papás nuevos, basándome en la tasa de divorcios, y daba la impresión de que estaban en plena forma.
Dejé que la desesperación me invadiera, una sensación que parecía un poco absurda en la tarde estupenda de Miami. El Pasajero había desaparecido, yo estaba solo, y la única solución que se me había ocurrido era la de asistir a clases de arameo. Sólo podía confiar en que un fragmento de aguas residuales congeladas cayera desde un avión sobre mi cabeza y acabara con mis desdichas. Alcé la vista esperanzado, pero no hubo suerte.
Otra noche de insomnio a medias, interrumpida tan sólo por la repetición de la extraña música que se filtraba en mi sueño y me despertaba. Me sentaba en la cama con la intención de seguirla. No tenía ni idea de por qué me parecía tan importante hacerlo, y aún menos de adonde quería llevarme, pero por lo visto lo hacía. No cabía duda de que me estaba desmoronando, cayendo pendiente abajo en una locura gris y vacía.
El lunes por la mañana, un desconcertado y apalizado Dexter entró tambaleante en la cocina, donde fui asaltado de inmediato con desmedida violencia por Huracán Rita, quien se abalanzó sobre mí agitando un fajo de papeles y cedes.
—He de saber tu opinión —dijo, y se me ocurrió que eso, precisamente, era algo que no debía saber, teniendo en cuenta mis lúgubres pensamientos, pero antes de poder idear una débil objeción, me sentó en una silla de la cocina y empezó a esparcir documentos.
—Estos son los arreglos florales que Hans quiere utilizar —empezó, al tiempo que me mostraba una serie de fotos que, en efecto, eran de naturaleza floral—. Éste es para el altar. Tal vez sea algo pequeño, oh, no lo sé —clamó desesperada—. ¿Alguien hará chistes sobre que hay demasiado blanco?
Aunque soy famoso por mi fino sentido del humor, muy pocos chistes basados en el color acudieron a mi mente, pero antes de que pudiera tranquilizarla acerca del tema, Rita ya estaba pasando páginas.
—Da igual —se resignó—. Esto es la disposición de cada comensal en la mesa. Que por suerte hace juego con lo que hará Manny Borque. ¿Y si le decimos a Vince que lo consulte con él?
—Bien —dije.
—Oh, Señor, mira la hora —dijo Rita, y antes de que yo pudiera añadir ni una sílaba más, dejó caer una pila de cedes sobre mi regazo—. Lo he reducido a seis bandas —dijo—. ¿Puedes escuchar éstos hoy y darme tu opinión? Gracias, Dex —continuó sin parar, se inclinó para darme un beso en la mejilla y se encaminó hacia la puerta, pasando ya a su siguiente punto de la lista—. Cody —llamó—. Es hora de irnos, cariño. Vámonos.
Otros tres minutos de alboroto, cuyo momento álgido tuvo lugar cuando Cody y Astor asomaron la cabeza en la cocina para decir adiós, y después la puerta de la calle se cerró y reinó el silencio.
Y en el silencio creí oír, como había sucedido durante la noche, el tenue eco de la música. Sabía que debería saltar de mi silla y salir como una exhalación por la puerta con el sable entre los clientes, salir a la luz brillante del día y encontrar esa cosa, fuera lo que fuera, acorralarla en su madriguera y matarla, pero no podía.
La web de Moloch me había metido el miedo en el cuerpo, y aunque sabía que era absurdo, equivocado, contraproducente e indigno de Dexter, no podía evitarlo. Moloch. Un nombre antiguo tontorrón. Un viejo mito que había desaparecido miles de años antes, derribado junto con el templo de Salomón. No era nada, un producto de la imaginación prehistórica, menos que nada…, pero yo le tenía miedo.
No cabía otra posibilidad que dedicarme a mis tareas cotidianas con la cabeza gacha y la esperanza de que no me pillara, fuera lo que fuera. Estaba hecho polvo, y tal vez por eso me sentía más indefenso. Pero no lo creía. Tenía el presentimiento de que algo horrible estaba dando vueltas a mi alrededor, con su olfato impregnado de mi olor, y casi podía sentir ya sus dientes afilados en mi cuello. Mi única esperanza residía en que prolongara un poco más la situación, pero tarde o temprano sentiría sus garras sobre mí, y entonces yo también daría balidos, golpearía el polvo con mis pezuñas y moriría. No me quedaban arrestos. De hecho, no me quedaba nada, salvo una humanidad refleja que me impulsaba a ir a trabajar.
Cogí la pila de cedes de Rita y salí. Y cuando estaba girando la llave en la cerradura, un Avalon blanco se alejó con mucha lentitud del bordillo, con una insolencia que se abrió paso entre mi cansancio y desesperación, y me atravesó con un estremecimiento de terror en estado puro que me lanzó contra la puerta, mientras los cedes resbalaban de mis dedos y caían sobre el camino de entrada.
El coche subió lentamente por la calle, hasta llegar a la señal de stop. Lo seguí con la mirada, aturdido y sin fuerzas. Cuando sus luces de frenado se apagaron y empezó a atravesar el cruce, un pequeño fragmento de Dexter despertó con ira.
Pudo ser la absoluta falta de respeto y desvergüenza del Avalon, o quizá que necesitaba un chute de adrenalina como complemento de mi café de la mañana. Lo cierto es que despertó en mí una sensación de justa indignación, y antes de decidir qué iba a hacer ya lo estaba haciendo, correr por el camino de entrada hacia mi coche y saltar al asiento del conductor. Introduje la llave en el contacto, puse en marcha el motor y corrí tras el Avalon.
Hice caso omiso de la señal de stop, aceleré en el cruce y vi el coche cuando doblaba a la derecha, unas manzanas más adelante. Me lancé a una velocidad muy superior a la debida y lo vi doblar a la izquierda en dirección a la U.S. 1. Reduje distancias y aceleré, frenético por atraparlo antes de que se perdiera en el tráfico de la hora punta.
Me encontraba a sólo una manzana de distancia, cuando giró al norte por la U.S. 1 y yo lo seguí, sin hacer caso del chirriar de frenos y el coro ensordecedor de bocinazos de los demás conductores. El Avalon se hallaba a unos diez coches de distancia, y utilicé todos mis trucos de conductor de Miami para acercarme más, concentrado únicamente en la carretera, ajeno a las líneas que separaban los carriles, disfrutando incluso de la maravillosa creatividad del lenguaje que me envolvía desde los coches circundantes. El gusano se había transformado, y, aunque tal vez no contara con todos sus dientes, estaba preparado para la batalla, si bien ignoraba cómo combatían los gusanos. Yo estaba enfadado, otra novedad para mí. Me había vaciado de toda mi oscuridad, empujado hacia un rincón luminoso sobre el que todas las paredes se estaban cerrando, pero hasta aquí habíamos llegado. Dexter tenía que reaccionar. Y aunque no sabía muy bien qué haría cuando alcanzara al otro coche, estaba decidido a hacerlo.
Estaba a media manzana de distancia cuando el conductor del Avalon reparó en mi presencia y aceleró al instante. Se desvió hacia el carril situado más a la izquierda, con tan poco espacio que el coche de atrás tuvo que pisar el freno y derrapó quedando de costado. Los dos coches que le seguían se estrellaron contra él, y un gran rugido de bocinas y frenos martilleó en mis oídos. Encontré espacio suficiente a mi derecha para adelantar la colisión, y doblé de nuevo a la izquierda por el carril ahora despejado. El Avalon se hallaba a una manzana de distancia y aceleraba, pero yo pisé el pedal y le seguí.
Durante varias manzanas no varió el espacio que nos separaba. Entonces, el Avalon alcanzó el tráfico que iba por delante del accidente y yo me acerqué un poco más, hasta que sólo nos separaron dos coches, lo bastante cerca para ver un par de grandes gafas de sol que me miraban por el espejo lateral. Y cuando me coloqué a tan sólo un coche de distancia de su parachoques, dio un súbito volantazo a la izquierda, saltó por encima de la mediana y se sumergió de costado en el tráfico del otro lado. Pasé de largo antes de poder reaccionar. Casi pude oír sus carcajadas burlonas, mientras se alejaba hacia Homestead.
Pero me negué a tirar la toalla. No era que atrapar al otro coche fuera a proporcionarme respuestas, aunque probablemente fuera verdad. Tampoco estaba pensando en la justicia o en cualquier otro concepto abstracto. No, me impulsaba una rabia indignada, que surgía de algún rincón interior desconocido, fluía a través de mi cerebro de reptil hasta los nudillos. Lo que deseaba con todas mis fuerzas era sacar a aquel tipo de su maldito cochecito y hacerle una cara nueva. Era una sensación inédita, la idea de hacer daño impulsado por la ira, y era embriagadora, lo bastante potente para anular cualquier impulso lógico que me quedara y animarme a saltar la mediana en su persecución.
Mi coche emitió un ruido terrible cuando me subí a la mediana y pasé al otro lado, y a una hormigonera grande le faltaron veinte centímetros para dejarme como un sello de correos, pero yo continué impertérrito la persecución del Avalon en el tráfico más fluido que iba hacia el sur.
A lo lejos había varios puntos de color blanco móviles, cualquiera de los cuales podía ser mi presa. Pisé el acelerador y los seguí.
Los dioses del tráfico fueron misericordiosos conmigo, y me abrí paso entre los coches durante casi un kilómetro, hasta que me encontré con el primer semáforo en rojo. Varios coches en cada carril se pararon obedientes en el cruce, y no había forma de adelantarlos, salvo repetir el truco de saltar la mediana. Lo hice. Me metí en el cruce justo a tiempo de causar graves inconvenientes a un Hummer amarillo rabioso que, pobre, intentaba utilizar las carreteras de una manera racional. Dio un frenético bandazo para esquivarme, y casi lo logró. Se oyó un golpe sordo levísimo cuando golpeé su parachoques delantero, atravesé el cruce y seguí adelante, seguido por más música de bocinas y gritos.
El Avalon estaría a unos cuatrocientos metros de distancia, si todavía seguía en la U.S. 1, y no esperé a que la distancia aumentara. Aceleré mi fiel cochecito, y al cabo de medio minuto aparecieron ante mi vista dos coches blancos, un todoterreno Chevy y un mono-volumen. Mi Avalon no se veía por ninguna parte.
Disminuí la velocidad un momento, y con el rabillo del ojo lo vi de nuevo, rodeando un supermercado por un pequeño aparcamiento situado a su derecha. Pisé el acelerador, crucé dos carriles y entré en el aparcamiento. El conductor del otro coche vio que me acercaba. Aceleró y salió a la calle que corría en perpendicular a la U.S. 1, alejándose hacia el este a toda velocidad. Atravesé el aparcamiento y le seguí.
Me precedió a través de una zona residencial durante unos dos kilómetros, después tomó una curva y dejó atrás un parque donde estaban jugando los niños de una guardería. Me acerqué un poco más, justo a tiempo de ver que una mujer que sostenía a un bebé y guiaba a otros dos niños salía a la calle delante de nosotros.
El Avalon aceleró y se subió a la acera, y la mujer continuó atravesando con parsimonia la calle, mientras me miraba como si yo fuera una cartelera que no consiguiera leer. Giré para pasar por detrás de ella, pero uno de los niños retrocedió de repente delante de mí y pisé el freno. Mi coche patinó, y por un momento dio la impresión de que iba a precipitarme sobre aquel puñado de estúpidos parados en la calle, que me miraban sin el menor interés. Por fin, mis neumáticos se clavaron al suelo y logré girar el volante, aceleré un poco y describí un veloz círculo sobre el césped de una casa que había enfrente del parque. Después, volví a la carretera entre una nube de hierba y proseguí la persecución del Avalon, que se había alejado bastante.
La distancia no se alteró durante varias manzanas más, hasta que tuve un golpe de suerte. El Avalon se saltó otra señal de stop, pero esta vez un coche de la policía salió tras él, conectó la sirena e inició la persecución. No estaba seguro de si debía sentirme contento por la compañía o celoso por la competición, pero en cualquier caso era mucho más fácil seguir las luces parpadeantes y la sirena, de modo que continué pegado a ellos.
Los otros dos coches tomaron una serie de curvas, y pensé que me estaba acercando un poco más, cuando el Avalon desapareció de repente y el coche patrulla se detuvo. Al cabo de unos segundos frené detrás y bajé.
El policía corría a través de un jardín atravesado por huellas de neumáticos, que iban por detrás de la casa y desaparecían en un canal. El Avalon estaba caído en el agua al otro lado, y mientras yo miraba, un hombre salió del coche a través de la ventanilla y nadó los pocos metros que le separaban de la orilla opuesta del canal. El policía vaciló, y después saltó y nadó hacia el coche medio hundido. Mientras tanto, oí el ruido de unos pesados neumáticos que chirriaban detrás de mí. Me volví para mirar.
Un Hummer amarillo se detuvo detrás de mi coche, y un hombre de rostro congestionado y pelo rubio saltó del coche y empezó a gritarme.
—¡Gilipollas, hijo de puta! —rugió—. ¡Me has jodido el coche! ¿Qué coño crees que estás haciendo?
Antes de que pudiera contestar, sonó mi móvil.
—Perdone —dije, y aunque parezca raro, el hombre del pelo rubio calló mientras yo contestaba.
—¿Dónde coño estás? —preguntó Deborah.
—En Cutler Ridge, mirando un canal —dije.
Hizo una pausa de un segundo completo.
—Bien —dijo—, vente inmediatamente para el campus. Tenemos otro cuerpo.