27

La cena estaba preparada cuando llegué a casa de Rita. Teniendo en cuenta lo que había pasado y lo que yo opinaba al respecto, cualquiera habría pensado que no volvería a comer, pero cuando entré por la puerta me asaltó el aroma. Rita había hecho cerdo asado, con brécol, arroz y judías, y hay pocas cosas en el mundo comparables al cerdo asado de Rita. De modo que fue un Dexter algo apaciguado el que apartó el plato por fin y se levantó de la mesa. Y la verdad, el resto de la noche fue también bastante placentero. Jugué al escondite con Cody y Astor y los demás niños del barrio hasta la hora de acostarse, y después Rita y yo nos sentamos en el sofá y vimos una serie sobre un médico cascarrabias, hasta que nos fuimos a dormir.

En circunstancias normales, la vida no era tan mala, gracias al cerdo asado de Rita, además de que Cody y Astor mantenían despierto mi interés. Tal vez podría vivir vicariamente por su mediación, como un ex jugador de béisbol que se convierte en entrenador cuando sus días de jugador han terminado. Tenían muchas cosas que aprender, y al enseñárselas podría revivir mis marchitos días de gloria. Triste, sí, pero al menos era una pequeña compensación.

Y mientras me sumía en el sueño, pese a saber la verdad, me sorprendí pensando que tal vez las cosas no estaban tan mal.

Esta idea estúpida duró hasta medianoche, cuando desperté y vi a Cody parado al pie de la cama.

—Hay alguien fuera —dijo.

—De acuerdo —dije, medio dormido, sin la menor curiosidad acerca de por qué necesitaba decirme aquello.

—Quiere entrar.

Me senté.

—¿Dónde? —pregunté.

Cody se volvió, salió al pasillo y yo le seguí. Estaba convencido a medias de que sólo había sido una pesadilla, pero al fin y al cabo estábamos en Miami, y estas cosas suelen pasar, aunque en pocas ocasiones más de 500 o 600 veces por noche.

Cody me condujo hacia la puerta del patio trasero. Paró en seco a unos tres metros de la puerta, y yo le imité.

—Ahí —dijo en voz baja.

En efecto. No era una pesadilla, al menos de las que tienes cuando estás dormido.

El pomo de la puerta se estaba moviendo, como si alguien intentara girarlo desde fuera.

—Despierta a tu madre —susurré a Cody—. Dile que llame al novecientos once.

Me miró como decepcionado de que no fuera a cargar contra la puerta con una granada de mano y ocuparme del problema sin ayuda, pero después dio media vuelta y volvió sobre sus pasos hacia el dormitorio.

Me acerqué a la puerta con sigilo y cautela. Al lado, en la pared, había un interruptor que conectaba el foco que iluminaba el patio. Cuando extendí la mano hacia el interruptor, el pomo dejó de girar. De todos modos, encendí la luz.

Al instante, como si fuera obra del interruptor, alguien empezó a golpear la puerta de la calle.

Me volví y corrí hacia la parte delantera, y a mitad de camino Rita salió al pasillo y se estrelló contra mí.

—Dexter —dijo—, ¿qué…? Cody ha dicho…

—Llama a la policía —le dije—. Alguien está intentando entrar. —Miré a Cody—. Despierta a tu hermana y encerraos todos en el cuarto de baño.

—Pero ¿quién…? Nosotros no… —dijo Rita.

—Vete —le dije, y me dirigí hacia la puerta de la calle.

También aquí encendí la luz exterior, y una vez más el sonido cesó de inmediato.

Sólo para empezar de nuevo al final del pasillo, por lo visto en la ventana de la cocina.

Y por supuesto, cuando entré como una exhalación en la cocina, el sonido ya había cesado, incluso antes de encender la luz del techo.

Me acerqué poco a poco a la ventana que había sobre el fregadero y miré con cautela.

Nada. Sólo la noche, el seto y la casa del vecino, y nada más.

Me incorporé y esperé un momento, a la espera de que el ruido empezara otra vez en algún otro rincón de la casa. No lo hizo. Me di cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y respiré. Fuera lo que fuera, había parado. Abrí los puños y respiré hondo.

Y entonces Rita chilló.

Di media vuelta lo bastante deprisa para torcerme el tobillo, pero cojeé hacia el cuarto de baño a la mayor velocidad posible. La puerta estaba cerrada con llave, pero desde dentro oí que algo arañaba la ventana.

—¡Váyase! —gritó Rita.

—Abre la puerta —dije, y un momento después Astor la abrió de par en par.

—Está en la ventana —dijo, con bastante calma, pensé.

Rita estaba en medio del cuarto de baño con los puños apretados contra la boca. Cody se encontraba delante de ella en ademán protector con el desatascador en ristre, y los dos tenían la vista clavada en la ventana.

—Rita —dije.

Se volvió hacia mí con los ojos abiertos de par en par y llenos de miedo.

—Pero ¿qué quieren? —preguntó, como si yo pudiera aclarárselo. Y tal vez habría podido, en circunstancias normales, cuando «normal» definía toda la parte anterior de mi vida, cuando mi Pasajero me hacía compañía y susurraba terribles secretos. Pero tal como estaban las cosas, sólo sabía que querían entrar y no sabía por qué.

Tampoco sabía lo que querían, pero no parecía tan importante en aquel momento como el hecho de que deseaban algo, de eso no cabía duda, y pensaban que nosotros lo teníamos.

—Vamos —dije—. Todo el mundo fuera de aquí. —Rita se volvió a mirarme, pero Cody no se movió. —Moveos —ordené, y Astor tomó a Rita de la mano y salió a toda prisa. Yo apoyé una mano sobre el hombro de Cody y le empujé hacia su madre, al tiempo que le quitaba el desatascador y me volvía hacia la ventana.

El ruido continuaba, unos arañazos que sonaban como si alguien quisiera destrozar el cristal con sus garras. Sin darme cuenta de lo que hacía, golpeé la ventana con la cabeza de goma del desatascador.

El ruido paró.

Durante un largo rato no se oyó otro sonido que mi respiración, rápida y entrecortada. Y después, no muy lejos, oí una sirena de la policía que rasgaba el silencio. Salí del cuarto de baño sin apartar la vista de la ventana.

Rita estaba sentada en la cama, con Cody a un lado y Astor al otro. Los niños parecían muy serenos, pero Rita estaba al borde de la histeria.

—No pasa nada —dije—. La policía está a punto de llegar.

—¿Será la sargento Debbie? —me preguntó Astor, y añadió esperanzada—: ¿Crees que disparará contra alguien?

—La sargento Debbie está en la cama, dormida —dije. La sirena casi había llegado, y con un chirriar de neumáticos paró delante de nuestra casa y recorrió toda la escala musical hasta enmudecer de mala gana—. Ya están aquí —les dije. Rita saltó de la cama y cogió de la mano a los niños.

Los tres me siguieron, y cuando llegamos a la puerta de la calle ya estaban llamando, cortés pero firmemente. De todos modos, como la vida nos enseña cautela, pregunté:

—¿Quién es?

—La policía —dijo una severa voz masculina—. Alguien informó de un posible robo con escalo.

Sonaba auténtico, pero sólo para asegurarme dejé la cadena puesta cuando abrí la puerta y me asomé. Había dos policías uniformados, uno que miraba la puerta y otro que examinaba el patio y la calle.

Cerré la puerta, quité la cadena y volví a abrirla.

—Entre, agente —dije. El nombre de su placa ponía Ramírez, y me di cuenta de que le conocía, pero no entró en la casa. Se limitó a mirar mi mano.

—¿Qué clase de emergencia tenemos entre manos, jefe? —preguntó, al tiempo que indicaba mi mano con un cabeceo. Miré y me di cuenta de que aún sujetaba el desatascador.

—Oh —dije. Dejé el desatascador detrás de la puerta, en el paragüero—. Lo siento. Defensa propia.

—Aja —dijo Ramírez—. Supongo que dependería de lo que llevara el otro. —Entró en la casa y llamó a su compañero—. Echa un vistazo por el patio, Williams.

—Voy —contestó éste, un hombre nervudo de unos cuarenta años. Se encaminó hacia el patio y desapareció por la esquina de la casa.

Ramírez se paró en el centro de la sala, mientras miraba a Rita y a los niños.

—Bien, ¿cuál es la historia? —preguntó, y antes de que yo pudiera contestar, me miró fijamente—. ¿Nos conocemos? —Dexter Morgan —dije—. Trabajo en Forense.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué ha pasado aquí, Dexter?

Se lo conté.

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