Deborah nos condujo a través del tráfico a una velocidad digna de un circuito de carreras. Intenté pensar en una manera educada de indicarle que íbamos a ver un cadáver, el cual no era probable que escapara, así que por favor fuera más despacio, pero no se me ocurrió ninguna frase que no la impulsara a levantar las manos del volante para intentar estrangularme.
Cody y Astor eran demasiado pequeños para darse cuenta de que corrían peligro de muerte, y daba la impresión de que se lo estaban pasando en grande en el asiento trasero. Incluso habían asimilado la esencia de la situación y se dedicaban al unísono a hacer gestos groseros a los coches que adelantábamos.
Había un choque múltiple de tres coches en la U.S 1 en Lejeune, lo cual paralizó el tráfico unos momentos, y nos vimos obligados a avanzar a paso de caracol. Como ya no tenía que dedicar todos mis esfuerzos a reprimir chillidos de terror, intenté averiguar qué íbamos a ver con tantas prisas.
—¿Cómo murió? —pregunté a Deborah.
—Igual que a los demás —contestó—. Quemado. Y el cuerpo está sin cabeza.
—¿Estás segura de que es Kurt Wagner? —pregunté.
—¿Puedo demostrarlo? Aún no —respondió—. ¿Estoy segura? Sí, mierda.
—¿Por qué?
—Encontraron su coche en las cercanías.
No tenía ninguna duda de que, en circunstancias normales, comprendería con exactitud por qué alguien era un fetichista de las cabezas, y sabría dónde encontrarlas y por qué. Pero, por supuesto, ahora que dentro estaba solo, ya nada era normal.
—Sabes que eso es absurdo —le dije.
Deborah rugió y golpeó el volante con una mano.
—Explícame por qué.
—Kurt debió de liquidar a las demás víctimas.
—¿Y quién lo mató? ¿Su jefe de exploradores? —preguntó Deborah, al tiempo que hacía sonar el claxon y sorteaba el embotellamiento de tráfico pasando al carril contiguo. Adelantó a un autobús, pisó el acelerador y se abrió paso entre el tráfico durante unos cincuenta metros, hasta que dejamos atrás el accidente. Me concentré en acordarme de respirar y en reflexionar que todos íbamos a morir algún día, de modo que, considerando la situación en conjunto, ¿qué más daba si Deborah nos mataba? No era un gran consuelo, pero impidió que me pusiera a chillar y me lanzara por la ventanilla del coche, hasta que volvimos al carril correcto.
—Ha sido divertido —dijo Astor—. ¿Podemos repetirlo?
Cody asintió con entusiasmo.
—La próxima vez podríamos poner la sirena —siguió Astor—. ¿Por qué no utiliza la sirena, sargento Debbie?
—No me llames Debbie —replicó Deborah—. No me gusta la sirena.
—¿Por qué? —insistió Astor.
Deborah exhaló un enorme suspiro y me miró con el rabillo del ojo.
—Es una buena pregunta —dije.
—Hace demasiado ruido —explicó Deborah—. Ahora, dejadme conducir, ¿vale?
—De acuerdo —dijo Astor, pero no parecía muy convencida.
Corrimos en silencio hasta Grand Avenue, y yo intenté pensar en el caso, con la intención de encontrar algo que pudiera ser útil. No lo conseguí, pero sí se me ocurrió algo que valía la pena mencionar.
—¿Y si la muerte de Wagner es sólo una coincidencia? —le pregunté.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Pero si quería escapar, puede que intentara conseguir documentos de identidad falsas y no acertara con los proveedores, o quisiera que le sacaran del país a escondidas. Teniendo en cuenta las circunstancias, pudo toparse con gente mala.
Ni siquiera a mí me parecía probable, pero Deborah se lo pensó unos segundos, mientras se mordisqueaba el labio inferior y tocaba el claxon maquinalmente al adelantar a una furgoneta de cortesía de un hotel.
—No —replicó—. Estaba asado, Dexter. Como los dos primeros cadáveres. Es imposible que copiaran eso.
Una vez más, tomé conciencia de que algo se agitaba levemente en mi desierto interior, en la zona habitada antes por el Oscuro Pasajero. Cerré los ojos e intenté localizar aunque solo fueran los vestigios de mi antiguo compañero fiel, pero no había nada en absoluto. Abrí los ojos a tiempo de ver que Deborah adelantaba a un Ferrari rojo.
—La gente lee los diarios —comentó—. Siempre hay asesinatos copiados.
Se quedó pensativa, y después sacudió la cabeza.
—No —dijo por fin—, no creo en las coincidencias. Sobre todo en algo como esto. ¿Asado y sin cabeza, y es una coincidencia? Ni hablar.
La esperanza es lo último que se pierde, pero aun así tuve que admitir que estaba en lo cierto. Decapitar y quemar no era el procedimiento normal del asesino normal, pues la mayoría se decantarían por darte un golpe en la cabeza, atarte un ancla a los pies y arrojarte a la bahía.
Por lo tanto, lo más probable era que fuéramos a ver el cadáver de alguien a quien considerábamos un asesino, y lo habían matado de la misma manera que a sus víctimas. Si yo hubiera sido el de antes, habría disfrutado de la deliciosa ironía, pero en mi estado actual se me antojaba una afrenta irritante a una existencia metódica.
Pero Deborah me concedió muy poco tiempo para reflexionar y ponerme de mal humor. Zigzagueó entre el tráfico de Coconut Grove y frenó en el aparcamiento que hay delante de Bayfront Park, donde ya se había montado el circo acostumbrado. Había tres coches de la policía, y Camilla Figg estaba buscando huellas dactilares en un baqueteado Geo rojo aparcado ante uno de los parquímetros, probablemente el coche de Kurt Wagner.
Bajé y paseé la vista a mi alrededor. Incluso sin una voz interior que me susurrara pistas, observé que algo no encajaba.
—¿Dónde está el cuerpo? —pregunté a Deborah. Ella se estaba dirigiendo hacia la puerta del club náutico.
—En la isla —contestó.
Por algún motivo, pensar en el cuerpo abandonado en la isla me erizó el vello de la nuca, pero cuando miré hacia el agua en busca de una respuesta, sólo sentí la brisa vespertina que soplaba entre los pinos de las islas de Dinner Key y se colaba en mi vacío interior.
Deborah me dio un codazo.
—Vamos —dijo.
Miré a Cody y a Astor, que ya dominaban las complejidades de los cinturones de seguridad y estaban bajando del coche.
—Quedaos aquí —les dije—. Volveré dentro de un rato.
—¿Adónde vas? —preguntó Astor.
—He de ir a esa isla —dije.
—¿Hay una persona muerta? —preguntó.
—Sí.
Miró a Cody, y después volvió la vista hacia mí.
—Queremos ir —dijo.
—De ninguna manera —contesté—. Ya me metí en bastantes líos la última vez. Si dejo que veáis otro cadáver, vuestra madre me convertirá también en uno.
Cody pensó que era divertido, emitió un ruidito y meneó la cabeza.
Oí un grito y miré hacia el puerto deportivo. Deborah estaba en el muelle, a punto de subir a la lancha de la policía allí atracada. Agitó un brazo en mi dirección.
—¡Dexter! —gritó.
Astor pateó el suelo para llamar mi atención, y yo la miré.
—Tenéis que quedaros aquí —insistí—. Yo he de marcharme.
—Pero Dexter, queremos subir a la lancha —dijo la niña.
—Bien, pues no podéis, pero si os portáis bien os llevaré en mi barca este fin de semana.
—¿A ver a una persona muerta? —preguntó Astor.
—No —dije—. No vamos a ver más cadáveres durante un tiempo.
—¡Pero lo prometiste!
—¡Dexter! —gritó otra vez Deborah. La saludé con la mano, pero por lo visto no era la respuesta que esperaba, porque me hizo señales furiosas.
—He de irme, Astor —dije—. Quedaos aquí. Ya hablaremos de esto más tarde.
—Siempre más tarde —masculló.
Cuando atravesé la puerta, me detuve a hablar con el policía uniformado plantado delante, un hombre grande y corpulento de cabello negro y frente muy baja.
—¿Podría echar un vistazo a mis niños? —le pregunté.
Me miró fijamente.
—¿Qué se cree que soy, una niñera?
—Sólo unos minutos —dije—. Se portan muy bien.
—Escuche, amigo —empezó a decir, pero antes de que pudiera terminar la frase se oyó un movimiento y Deborah se materializó a nuestro lado.
—¡Maldita sea, Dexter! —me riñó—. ¡Sube tu culo a esa lancha! —Lo siento —dije—. He de encontrar a alguien que vigile a los niños.
Deborah apretó los dientes. Después miró al policía grandote y leyó el nombre en su placa.
—Suchinsky —le ordenó—. Vigile a los putos niños.
—Por favor, sargento —protestó el hombre—. ¡Santo Dios!
—No se separe de los niños, maldita sea —insistió Deborah—. Tal vez aprenda algo. ¡Dexter, sube a la jodida lancha de una maldita vez!
Di la vuelta obediente y corrí hacia la jodida lancha. Deborah me adelantó y ya estaba sentada cuando yo salté a bordo. El policía que pilotaba la embarcación se dirigió hacia una de las islas más pequeñas, zigzagueando entre los veleros anclados.
Hay varias islitas frente al puerto deportivo de Dinner Key, que proporcionan protección del viento y el oleaje, una de las cosas que lo convierten en un fondeadero tan bueno. Sólo es bueno en circunstancias normales, por supuesto, como las islas se encargan de demostrar. Estaban sembradas de restos de barcos y demás basura marítima depositada por muchos de los huracanes recientes; de vez en cuando un okupa construía una choza con fragmentos de barcos destrozados.
La isla a la que nos dirigíamos era una de las más pequeñas. La mitad de una lancha de pesca deportiva de doce metros yacía en la playa en un ángulo imposible, y de los pinos de la playa colgaban fragmentos de porespán, trapos raídos y fragmentos de placas de plástico y bolsas de basura. Por lo demás, estaba tal como la habían dejado los nativos, un plácido pedazo de tierra cubierto de pinos australianos, condones y latas de cerveza.
Salvo por el cuerpo de Kurt Wagner, por supuesto, que no había sido abandonado por los indios. Estaba tendido en el centro de la isla en un pequeño claro y, al igual que los demás, había sido dispuesto en una postura formal, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas muy juntas. El cuerpo no tenía cabeza ni ropa, estaba carbonizado, como los otros, pero en este caso había una variación. Alrededor del cuello había una cuerda de cuero de la que colgaba un medallón de peltre del tamaño de un huevo. Me acerqué a mirar: era una cabeza de toro.
Una vez más sentí una extraña punzada, como si una parte de mí reconociera que el detalle era importante, pero no supiera por qué o cómo expresarlo. Solo no, sin el Pasajero no.
Vince Masuoka estaba acuclillado junto al cadáver, examinando una colilla de cigarrillo, y Deborah se hallaba arrodillada a su lado. Di la vuelta a su alrededor una vez, mirando desde todos los ángulos: Naturaleza muerta con policías. Supongo que esperaba descubrir una pista, pequeña pero reveladora. Tal vez el permiso de conducir del asesino, o su confesión firmada. Pero no había nada de ese tipo, nada salvo arena, surcada de cicatrices debido a incontables pies y al viento.
Me arrodillé junto a Deborah.
—Habéis buscado el tatuaje, ¿verdad? —pregunté.
—Lo primero de todo —dijo Vince. Extendió una mano enguantada y levantó un poco el cuerpo. Allí estaba, cubierto de arena pero todavía visible, sólo el borde superior y cortado. El resto debía de estar con la cabeza desaparecida.
—Es él —dijo Deborah—. El tatuaje, su coche en el puerto deportivo… Es él, Dexter. Ojalá supiera qué significaba el tatuaje.
—Es arameo —dije.
—¿Cómo coño lo sabes? —preguntó Deborah.
—He investigado —le expliqué, y me acuclillé al lado del cadáver—. Mira. —Cogí una ramita de la arena y señalé con ella. Parte de la primera letra había desaparecido, seccionada junto con la cabeza, pero el resto se veía bien y coincidía con mi lección de idiomas—. Está la M, lo que queda. La L y la K.
—¿Qué coño significa eso? —preguntó Deborah.
—Moloch —dije, y sentí un escalofrío irracional sólo por pronunciar la palabra bajo el brillante sol. Intenté sacudirme de encima la sensación, pero se negó a abandonarme—. El arameo no tiene vocales, así que MLK quiere decir Moloch.
—O milk{Leche. (N. del T.)} —dijo Deborah.
—La verdad, Debs, si crees que nuestro asesino se iba a tatuar milk en el cuello, necesitas un descanso.
—Pero si Wagner es Moloch, ¿quién lo mató?
—Wagner mata a los demás —dije, mientras intentaba parecer pensativo y confiado a la vez, una tarea difícil—. Y después, hum…
—Sí, a lo de «hum» ya había llegado.
—Y estás vigilando a Wilkins.
—Estamos vigilando a Wilkins, por el amor de Dios.
Volví a mirar el cadáver, pero no parecía que fuera a decirme más de lo que ya sabía, que era casi nada. No podía impedir que mi cerebro dejara de describir círculos: si Wagner había sido Moloch, y ahora Wagner estaba muerto, y asesinado por Moloch…
Me levanté. Por un momento me sentí mareado, como cegado por luces brillantes, y a lo lejos oí la espantosa música que empezaba a elevarse en la tarde, y por un momento no me cupo la menor duda de que el dios me estaba llamando desde algún lugar cercano, el dios verdadero, y no un bromista psicótico.
Sacudí la cabeza para que se hiciera el silencio y estuve a punto de caerme. Sentí que una mano agarraba mi brazo para sostenerme, pero no sabía si era Debs, Vince o el propio Moloch. Desde muy lejos, una voz me estaba llamando por el nombre, pero cantando, y la cadencia se elevaba al ritmo demasiado familiar de aquella música. Cerré los ojos y sentí calor en la cara. La música aumentó de volumen. Algo me sacudió y abrí los ojos.
La música paró. El calor no era más que el sol de Miami, y el viento empujaba las nubes de un chaparrón vespertino. Deborah me sujetaba por los codos y me sacudía, repitiendo con paciencia mi nombre una y otra vez.
—Dexter —decía—. Eh, Dexter, vuelve. Dexter. Dexter.
—Aquí estoy —dije, aunque no estaba muy seguro.
—¿Te encuentras bien, Dex? —me preguntó.
—Creo que me he levantado demasiado deprisa —respondí.
Ella me miró con escepticismo.
—Aja.
—De veras, Debs, me encuentro bien. Vamos, eso creo.
—Eso crees.
—Sí, lo digo en serio. Me levanté demasiado deprisa. Me miró y después retrocedió.
—De acuerdo —dijo—. Si puedes llegar hasta la lancha, volvamos.
Tal vez se debió a que estaba todavía un poco mareado, pero no encontré sentido a sus palabras, como si estuviera hablando en camelo.
—¿Volver?
—Dexter, tenemos seis cadáveres, y nuestro único sospechoso está tumbado aquí, sin cabeza.
—Exacto —dije, y oí el leve eco de un tambor en mi voz—. ¿Adónde vamos?
Deborah cerró los puños y apretó los dientes. Miró el cadáver, y por un momento pensé que iba a escupir.
—¿Y ese tío que perseguiste hasta el canal? —preguntó por fin.
—¿Starzak? No, dijo…
Enmudecí, pero no lo bastante deprisa, porque Deborah pegó un brinco.
—¿Dijo? ¿Cuándo has hablado con él, maldita sea?
Para ser justo conmigo, estaba un poco mareado, y no había pensado antes de hablar, por eso había metido la pata. No podía decirle a mi hermana que había hablado con él la otra noche, cuando lo había atado con cinta adhesiva a su banco de trabajo para cortarlo en pulcros pedacitos. Pero la sangre debió de afluir a mi cerebro de nuevo, porque me apresuré a decir:
—Quería decir digo que parecía. Parecía un poco… No sé. Creo que era algo personal, como si yo le hubiera cortado el paso en la autopista.
Deborah me miró enfurecida, pero después pareció aceptar lo que yo había dicho, porque dio media vuelta y pateó la arena.
—Bien, no tenemos nada más —constató—. No nos perjudicará investigarlo un poco.
No me pareció una buena idea aclararle que yo ya lo había investigado a fondo, mucho más allá de los límites de la rutina policíaca normal, de modo que me limité a asentir.