SIETE

Harry hace sus llamadas telefónicas mientras Jonah y Susan se dirigen hacia la oficina de ella, situada en el centro urbano.

Susan no siente más que desprecio hacia Suade, lo cual sólo sirve para aumentar mi preocupación.

Cinco minutos más tarde me encuentro al volante del Lena. Tras cruzar el puente Coronado, me dirijo al norte por la I-5. Luego abandono la autopista y sigo en dirección al aeropuerto. En el cruce con la Pacific Highway me detengo en un semáforo. Oigo el aullido de los motores de un reactor y veo su larga cola por entre los deflectores de sonido de acero situados ante la cerca que rodea las instalaciones. El aparato está calentando los motores para el despegue, y la vibración me hace estremecer.

El semáforo se pone en verde y rebaso la intersección, alejándome del estruendo. Me dirijo hacia Harbor Drive. A lo lejos veo Harbor Island, con sus hoteles de lujo.

Sigo a buena velocidad en dirección a Rosecran. Me mezclo con el tráfico, sigo recto unas cuantas manzanas y giro a la izquierda, en dirección a Shelter Island.

Un bosque de mástiles de aluminio y de jarcias de acero: éste es el mundo de la navegación a vela y las regatas, el lugar en que la Copa América tocó por última vez las costas norteamericanas.

Un trecho más adelante me detengo y estaciono junto al bordillo en un hueco en el que sólo cabe medio coche o un compacto Jeep. Echo un vistazo al papel que llevo en el asiento contiguo, bajo mi taza de café, y luego miro hacia el letrero del edificio situado al otro lado de la calle: «Red Sails Inn.» Pocos días antes, yo había anotado la dirección a lápiz, tras hacer media docena de llamadas telefónicas.

Como el coche es abierto, no hay nada que cerrar, así que me apeo, cierro de golpe la media portezuela y cruzo la calle.

El Red Sails Inn es un monumento histórico, un bar restaurante que forma parte del paisaje de San Diego desde antes de que Lindbergh viniera a la ciudad a recoger su famoso avión, el Spirit of St. Louis. El restaurante se mudó de su emplazamiento original próximo a la orilla del mar cuando, en los años sesenta, se desecaron unas marismas, o sea que el local vuelve a estar rodeado por un mar de embarcaciones. Hay barcos grandes y pequeños, todos ellos en sus correspondientes amarraderos. Algunos de los barcos son dignos de llamarse yates. Éstos son generalmente definidos como un gran agujero en el agua al que uno arroja ingentes cantidades de dinero. Por suerte, nunca me ha dado por verificar la exactitud de tal afirmación. Lo único que sé es que esos blancos palacios flotantes de fibra de vidrio parecen muy caros.

Por la calle hay unos cuantos peatones deambulando: un tipo está parado ante el escaparate de una inmobiliaria, mirando los precios de las casas. Un camión de reparto está descargando su mercancía.

Abro la puerta y entro en el Red Sails. Me quito las gafas de sol para poder ver. He llegado a la hora del almuerzo, y el local está atestado. Sentados a la barra del bar hay unos cuantos residentes, y ante el comedor hay una pequeña cola de gente esperando mesa. El barman está sirviendo tragos y anotando pedidos, al tiempo que habla con otro hombre que lleva una chaqueta de sport y el cuello abierto. El tipo tiene aspecto de ser el encargado.

El de la chaqueta de sport acompaña hasta su mesa a dos parejas que hay por delante de mí y, transcurridos unos momentos, vuelve y me pregunta:

– ¿Fumador o no fumador?

– En realidad, estoy buscando a Joaquín Murphy.

El tipo mira a su alrededor y no ve a Murphy.

– ¿Murph lo espera?

– Teníamos que almorzar juntos.

– Jimmy, ¿has visto esta mañana a Murph?

– No, todavía no.

– Supongo que estará en el Money Pit.

Le dirijo una mirada de incomprensión.

– Su barco -me aclara.

– Ah.

– Trataré de dar con él. ¿Cómo se llama usted?

Saco del bolsillo una tarjeta de visita y se la entrego.

El tipo desaparece tras la barra, va al teléfono y llama a alguien. Lo veo mover los labios. Tras una breve conversación, cuelga.

– Ha tenido que hacer unas cosas y se le ha hecho tarde. Llegará en un momento. Siéntese, por favor. ¿Quiere beber algo?

Como es un poco temprano, pido un Virgin Mary.

– Sin demasiado Tabasco -le digo.

Me siento y estudio la decoración. Estilo rústico contemporáneo, con abundancia de madera. En el salón del bar, las mesas están rodeadas por sólidas sillas de madera. El restaurante está en la parte de atrás, donde un amplio ventanal que ocupa toda la pared y una puerta corredera de cristal comunican con una terraza para comer al aire libre. La terraza se une con los muelles y los puestos de amarre. En el exterior, las mesas protegidas por sombrillas están llenas de parroquianos que prolongan la sobremesa disfrutando del paisaje y de la fresca brisa marina.

Aparece una camarera con mi bebida. En ese momento veo a una figura que avanza hacia mí a la pata coja al tiempo que va poniéndose primero los calcetines y luego un zapato. El tipo sortea las mesas de la terraza y aún tiene un zapato en la mano cuando llega a la puerta corrediza.

Es bajo y corpulento, con bastantes kilos de más. Lleva unas bermudas que le llegan hasta media pantorrilla, lo cual le hace parecer un corsario de opereta. Lleva un arrugado polo que no disimula en absoluto su gran tripa de Buda. Por lo revuelto que lleva el cabello, deduzco que el hombre acaba de ponerse el polo.

Cuando llega a la puerta corredera, se apoya en una de las jambas. Se calza el zapato que lleva en la mano, y echa un vistazo a la concurrencia. Sólo tarda unos instantes en llegar a la conclusión de que yo soy la persona que busca. Para cuando llega a mi mesa, lo único que le falta es atarse los cordones de los zapatos.

– Señor Madriani. -Su sonrisa trata de ser cordial, pero sólo le hace parecer patético. Sus dientes son algo desiguales, y relucen contra un oscuro bronceado y una sombra de barba más oscura aún-. Lo siento -dice-. A última hora me lié.

– Eso me han dicho. Me llamo Paul. -Le alargo la mano y él la estrecha con firmeza.

– Joaquín Murphy -dice-. Puede llamarme Murph. Todo el mundo me llama así.

– De acuerdo, Murph. Siéntese.

El tipo suda a mares.

– Si le parece, vayamos a mi barco, que está aquí mismo -dice-. Allí dispondremos de más intimidad.

– Como usted diga. ¿Le apetece beber algo?

La camarera está junto a nuestra mesa.

– Cerveza Corona -dice él-. Para llevar, Rosie. -Murphy tiene un pie en la silla contigua a la mía y trata de atarse el cordón del zapato. Tiene grasa en los brazos y debajo de las uñas-. ¿Lleva usted mucho rato esperando?

– No.

Advierte que le estoy mirando los brazos.

– Cuando se tiene un barco, se pone uno perdido. Estaba tratando de arreglar una bomba de la sentina y se me hizo tarde. Cuando no es una cosa, es otra. ¿Alguna vez ha sido usted propietario de un barco?

– No, no he tenido ese placer -respondo.

– Pues a no ser que sea usted un manitas y le guste hacer reparaciones, no se lo compre. Tienes que hacer tú mismo las reparaciones, porque, si no, te salen por un ojo de la cara. Y no puedes descuidar el mantenimiento. No es como una casa. Si en una casa hay un grifo que gotea, lo máximo que puede ocurrir es que el suelo se estropee. Pero en un barco lo mismo puedes terminar en el fondo de la bahía. -Ahora se está quitando la grasa de una mano con una de las servilletas de hilo de la mesa.

Llega la camarera. Murphy coge la helada botella de cerveza que la muchacha le tiende. Pedimos unos sándwiches.

– Nos los llevarán al barco -me dice él.

Dejo unos billetes sobre la mesa, y echamos a andar llevándonos nuestras bebidas. Cruzamos la puerta corredera y echamos a andar por el embarcadero. El barco de mi compañero está tres puestos de amarre más allá, en dirección al astillero, que ahora es visible en la distancia. Entre sus sombras brillan las chispas de un aparato de soldadura autógena.

Mi compañero se agarra de un cabo para pasar por debajo del bauprés de un gran velero con dos mástiles. Calculo que la embarcación no tiene menos de doce metros de eslora.

Tengo que inclinarme para seguir a Murphy.

El Money Pit es mayor de lo que yo había imaginado y tiene el casco de madera. Es una hermosa antigüedad. Veo un gran timón de teca situado en el puente de mando, bajo un toldo. El barco está pintado de color verde con rebordes oscuros, y la cubierta es de madera de teca. Los aparejos son impecables. Las velas están recogidas, y los cabos perfectamente anudados. Las maderas relucen, y casi puedo ver mi imagen reflejada en el pulido barniz.

– Ésta es mi oficina -dice Murphy.

– Parece que la investigación es un negocio rentable.

– La investigación, algunas inversiones, y un tío rico -dice él-. Esto se lo debo principalmente al tío rico. -Da un sorbo de su botella mientras admiramos la embarcación-. El barco lo construyeron en los años treinta, para un contrabandista de alcohol. Cuando lo encontré, se hallaba en muy mal estado. Por suerte, no tenía metal suficiente para que mereciera la pena desguazarlo. Ése es el único motivo de que haya llegado entero hasta hoy.

– Se nota el cariño que se ha puesto en remozarlo. Es precioso.

– Sí, es fantástico, aunque esté mal que yo lo diga. -Murphy habla del barco como si éste fuera un ser vivo.

Sigo a mi compañero por la pasarela hasta la cubierta y por el costado de la cabina situada en el centro del barco, como una minúscula casita de techo inclinado que tiene, además, seis ojos de buey destinados a dar luz a lo que imagino es el salón y los camarotes de abajo.

Murphy dobla un recodo, cruza una puerta corredera y baja por una escalera. Para ser un hombre bajo y gordo, se mueve con sorprendente agilidad. Lo sigo al espacioso interior del casco.

Las paredes del salón están cubiertas de paneles de oscura caoba, y el suelo es de teca bruñida. El techo es bajo y curvo, y la luz entra a raudales por los ojos de buey.

– Siéntese. Póngase cómodo. -Señala con la cabeza hacia uno de los bancos situados a lo largo del casco. Luego se acerca a un pequeño escritorio empotrado y coge de él un pequeño cuaderno de notas y un lápiz.

Me siento y dejo mi bebida en un sujetavasos.

Murphy se sienta al escritorio y deja la botella de cerveza sobre una carta de navegar desplegada, donde el frigidísimo cristal deja una redonda huella de humedad.

– Como le expliqué por teléfono -dice-, apenas me ocupo de casos privados. No hubiera aceptado el suyo si no viniese usted recomendado por Fred Hawkins. Fred me encarga muchos trabajos.

– Yo pensaba que los divorcios eran el pan nuestro de cada día para los detectives privados.

– No para mí. Es una magnífica forma de conseguir que te peguen un tiro. Los maridos furiosos matan a más gente que el sindicato del crimen.

– Tranquilícese. En este caso no hay ningún marido implicado. Yo tampoco me dedico a los casos de divorcio.

– Entonces, ¿por qué se metió en éste?

– Un amigo tenía un problema.

– ¿No fue por dinero?

– Mi amigo es rico.

Esta noticia parece tranquilizar a Murphy, que se dispone a tomar notas. Aparta los papeles que cubren su escritorio y afila el lápiz, metiéndolo en el pequeño orificio del afilador eléctrico. Lo mantiene allí hasta que la goma de borrar del otro extremo prácticamente desaparece.

– Hábleme de su cliente.

Yo le había enviado a Murphy un cheque por mil dólares, extendido contra la cuenta de registro de mi cliente, el anticipo sobre mis honorarios que Jonah depositó a mi nombre. La tarifa de Murphy son doscientos dólares a la hora, más gastos, kilometraje, dietas si tiene que viajar, y hotel si ha de pasar la noche fuera.

– Para todos los efectos, yo soy su cliente.

– Por mí, no hay inconveniente -dice él-. Utilizaré el anticipo para cubrir gastos y luego le pasaré a usted la factura.

Esto me concede la ventaja de que, haga lo que haga Murphy, estará protegido por la norma de confidencialidad entre abogado y cliente, y no podrá ser revelado en un tribunal si al final tengo que enfrentarme con Suade en un juicio.

Mucho antes de este momento, yo ya había decidido decir sólo lo estrictamente imprescindible acerca de Jonah. Cuando se tienen ochenta millones de dólares en cuentas a plazo fijo, los amigos y benefactores tienden a proliferar como el moho sobre el queso rancio.

– ¿Ha tenido usted oportunidad de investigar a la mujer de la que le hablé por teléfono?

– He hecho algunas indagaciones muy discretas acerca de la tal Zolanda Suade. Saqué lo que pude de Lexis-Nexis, en Internet. La consideración de si lo que esa mujer hace es legal o no, la dejo a los abogados, pero algo es seguro: ella no tiene pelos en la lengua a la hora de hablar a la prensa de sus actividades.

– ¿Encontró usted muchas historias de prensa? -Suficientes como para empapelar la Selva Negra.

– ¿Algo interesante? Empecemos por los antecedentes personales.

– Según mi información, esa mujer lleva unos doce años por estos contornos. Ella es de Ohio, pero se marchó de allí como consecuencia de un mal matrimonio y de un marido cabreado que amenazó con matarla… en cuanto salga de prisión.

– Pues tendrá que ponerse en la cola -le digo a Murphy.

– Sí, la gente tiende a enfadarse cuando le roban a sus hijos. Pero el caso es que el marido está cumpliendo una condena de entre doce y veinte años por violación y abusos deshonestos contra un menor. Por lo visto, todo eso sucedió después de que Suade se divorciase de él. Ella no fue la violada, aunque asegura que, en más de una ocasión durante su matrimonio, él utilizó la fuerza para mantener relaciones sexuales con ella.

– ¿Hijos?

Él hojea sus notas.

– En los artículos de prensa que encontré, no se mencionaba ninguno.

Hasta ahora, Murphy no parece muy orientado. Sólo puedo suponer que para Suade la muerte de su hijo es algo demasiado doloroso y no le gusta hablar de ello a la prensa.

– Según Suade, ella denunció repetidamente a la policía los malos tratos a que la sometía su esposo. La policía no hizo nada, y eso parece haber creado en ella un cierto resentimiento hacia las autoridades.

Me mira, como tratando de discernir si éste es el tipo de información por el que estoy interesado.

– Tengo entendido que Suade siente muy poco respeto hacia los tribunales y las normas legales. Lo cual me lleva a otro tema. ¿Ha cumplido alguna condena de cárcel? -Eso es algo que, probablemente, no figuraría en Lexis-Nexis.

– Carece de antecedentes penales, si se refiere usted a eso. En ese sentido, lo máximo que hizo fue pasar unas cuantas noches en el calabozo por desacato, hasta que su abogado logró sacarla de allí. Y ni siquiera hubiera pasado por eso si no fuera porque el niño que escamoteó era el hijo de un juez.

– ¿Davidson?

– ¿Ya lo sabía usted? -Tuerce el gesto, como un niño con un secreto que todo el mundo conoce-. Quizá esté usted tirando su dinero al utilizar mis servicios.

– Lo más sustancioso está en los detalles -le digo, sonriente.

Brad Davidson es el juez que preside el Tribunal Superior de San Diego. Hace dos años, mientras él estaba en la sala de audiencias, su mujer, de la que estaba separado, desapareció con su hijo y con el dinero que el matrimonio iba a repartirse durante los trámites del divorcio. Davidson no ha vuelto a ver al niño, ni a su esposa, ni tampoco el dinero.

– Me habían contado que el juez la hizo encarcelar por desacato.

– Hizo algo más que eso. Dictó un auto de prisión. Hizo que la arrestasen y la llevaran directamente a su sala de audiencias, donde el tipo hizo de todo menos ponerle electrodos en los pezones. Y todo ello en presencia de un alguacil armado.

«Como Suade ni siquiera pestañeó ante eso, él la hizo enchironar y durante tres días jugó con ella a esconder el guisante, llevándola de un centro policial a otro para que a sus abogados no les fuera posible dar con ella. Cada traslado fue para llevarla a un lugar más recóndito que el anterior. Incluso la metió en una de las celdas de detención del centro local del FBI. Pero finalmente el abogado de Suade la localizó y consiguió un mandamiento para que la pusieran en libertad. El condado aún está teniendo que bregar con las consecuencias.

– ¿Qué consecuencias?

– Una demanda de veinte millones de dólares por arresto injustificado. Davidson no tenía base legal para hacer nada de lo que hizo. El auto de prisión sólo tenía como base las sospechas. No hubo testigos que vieran a Suade llevarse al niño. Es como si su hijo desaparece y, conociendo la reputación de Suade, lo primero que hace usted es registrar su casa.

– Comprendo la reacción del juez. ¿Qué fue de Davidson?

– Según mis informes, estuvo a punto de ser destituido. La comisión que investiga esos asuntos tuvo en cuenta sus largos años de servicio y el hecho de que a su hijo lo habían secuestrado. Se limitaron a amonestarlo formalmente y a condenarlo a unos cientos de horas de servicios a la comunidad. Al parecer, aún está cumpliendo esa penitencia dos noches a la semana en un albergue para mujeres de South Bay.

»En cuanto a Suade, la mujer sigue apretándole las tuercas al condado con un equipo de abogados que se está esforzando al máximo en llevar a la bancarrota al gobierno local. Según mis informes, el concejo del condado está horrorizado.

– ¿Les preocupa la demanda?

– Desde luego. Carecen de seguro contra ese tipo de querellas, y si Suade gana su demanda, tal vez tengan que pedirle un préstamo al estado. El consejo de supervisores trata por todos los medios de que el Capitolio del estado les mantenga abierta las líneas de crédito.

»Lo más chocante es que no parece que la motivación de Suade sea el dinero. He investigado su índice de solvencia crediticia. Hay vagabundos que viven en embalajes de cartón que tienen más posibilidades de obtener un crédito que ella.

– ¿Es insolvente?

– Hay una docena de fallos pendientes contra ella, y no ha satisfecho ni uno solo. Todos por demandas interpuestas por los abogados de maridos cabreados. Inflicción de daños emocionales. Apropiación ilícita de propiedades personales. De todo. La mayoría de los casos se fallaron contra ella por incomparecencia. Suade no se digna aparecer ante los tribunales. Al menos, no para defenderse. Todas sus posesiones están a nombre de su marido.

– ¿Está casada? -Ahora Murphy logra sorprenderme. Eso es algo que Susan omitió decirme.

– Parece usted extrañado.

– Lo estoy. Por todo lo que sé, había supuesto que Suade odiaba a los hombres.

– Pues, por lo visto, a su marido no. Se casó con él recientemente, hace tres años. -Murphy consulta sus notas-. El hombre se llama Harold Morgan. Ella conservó su nombre de soltera, al menos para lo referente a sus actuaciones públicas. El tipo es banquero hipotecario. Conservador. De la derecha cristiana. Se le dan bien los negocios. Su índice de solvencia es alto. Está muy metido en el campo de los bienes inmobiliarios. Según mis informes, que, no lo olvide, se basan en lo que Suade les dijo a los periodistas, su nuevo esposo la rescató de una vida llena de amargura tras el fracaso de su primer matrimonio.

– ¿Y qué piensa el tipo de las actividades de su esposa?

– Él la apoya plenamente. Considera que ella está haciendo una labor excepcional, salvando a los niños abandonados y a sus maltratadas madres del corrupto sistema legal. Pero su apoyo, siempre según mis informes, se limita a ser moral, a dejar que lo fotografíen pasándole a ella un brazo por los hombros. Hasta ahora, ninguno de los abogados que andan detrás de su mujer ha conseguido echar mano a una sola de las posesiones de Morgan para satisfacer las multas impuestas a Suade. No pueden demostrar que él haya participado de ningún modo en los negocios de ella. Negocios que, por otra parte, siempre están ocultos tras el velo de una sociedad anónima. En estos momentos, Suade actúa por medio de tres de esas sociedades, y todas ellas están en números rojos. Suade ha llegado a usar ocho a la vez. Cuando las cosas se ponen demasiado feas, cuando comienzan a aparecer abogados por todas partes, ella cloroformiza la corporación, y a otra cosa.

– O sea que lo único que consiguen los demandantes es un saco de huesos.

– Resecos y calcinados -dice Murphy-. Hasta el fichero de su oficina es alquilado, y Suade sólo tiene uno. Ella airea a los cuatro vientos el hecho de que apenas tiene constancia escrita de sus asuntos. Supongo que lo hace para desalentar a cualquiera que ande buscando sus papeles.

– He visto su oficina -le digo-. Y puedo dar fe de que sólo tiene un archivador.

– Si se propone usted demandar a esa mujer, no conseguirá nada de nada. No es el dinero lo que impulsa a Suade. Y el temor a perderlo ni siquiera figura en la lista de sus cien mayores miedos.

– ¿Cree usted que servirá de algo hablar con Davidson?

– Probablemente, el juez le expresará a usted su más sincera simpatía.

– ¿Pero no me será de ayuda?

Murphy niega con la cabeza.

– Si da usted con una arma para usarla contra Zolanda, se formará una larga cola para usarla. Según todos mis informes, ella no ha hecho demasiados amigos en esta ciudad.

En ese momento suena una llamada en la puerta de arriba. Es la camarera, que llega con nuestros sándwiches. Hacemos una pausa para comérnoslos.

Murphy da un largo trago a la botella de Corona, traga lentamente y lo mira. Finalmente chasquea la lengua y me hace la pregunta:

– ¿Tiene escondido Suade a alguien que usted desee recuperar?

– Sí, a una niña.

– ¿Esa niña está con su madre?

– Eso creemos.

– Podría poner a Suade bajo vigilancia permanente. Siempre existe la posibilidad de que ella nos conduzca…

– No. Todavía no. Por lo que sé, la han vigilado los mejores.

– ¿El FBI?

Lo miro fijamente.

– ¿También ha escuchado usted esa historia?

– Bueno, es lo que ella dice. Le encanta dar publicidad a ese hecho. Lo considera un timbre de honor. Ha hablado de ello a la prensa. Asegura que los federales la vigilan a todas horas. Como si la consideraran el enemigo público número uno. Pero ella es demasiado lista para ellos y siempre los deja con un palmo de narices.

– ¿Usted no se lo cree?

– No sé. Lo que es cierto es que nunca la han detenido para interrogarla. Ni siquiera han hablado con ella.

– Parece tener usted buenas fuentes de información.

– Ciertas personas hablan.

– ¿Personas del FBI?

Él no contesta.

– Si tuviera usted ese tipo de contactos, nos serían de gran ayuda.

– ¿Por qué?

– Este caso tiene otra faceta. -Le hablo de Jessica, y le comento el hecho de que, aparentemente, la chica hizo algún tipo de trato con los federales para conseguir una sentencia reducida en una prisión estatal-. Ella es la madre que se oculta. Yo trabajo para el abuelo de la chiquilla, el padre de Jessica. Él tenía la custodia legal en el momento de la desaparición de la niña.

– ¿Cómo se llama la pequeña?

– Amanda Hale.

– ¿La madre usa el mismo apellido?

Asiento con la cabeza.

Él hace una anotación.

– Quizá sus informantes puedan darnos los detalles específicos del acuerdo al que llegaron Jessica y los federales.

– ¿Por qué le interesa saberlo?

– Podría darnos algunas pistas. La detuvieron por un asunto de drogas. Tal vez haya vuelto a frecuentar esos círculos.

Murphy sonríe al ver que sus horizontes comerciales se amplían. Anota unas cuantas cosas más, entre ellas el hecho de que probablemente era heroína o cocaína lo que Jessica intentaba pasar a través de la frontera con México.

– Dejada a expensas de sus propios recursos, esa mujer no será demasiado difícil de encontrar -dice Murphy.

– Eso es lo que me temo. -Él alza inquisitivamente una ceja y yo aclaro-: Me temo que no esté a expensas de sus propios recursos.

– ¿Suade?

– Indudablemente, las conexiones que tiene esa mujer harán que sea mucho más difícil encontrar a Jessica y a la niña. Tal vez el grupo que Suade dirige le esté brindando refugio y medios de ir de un lado a otro. Posiblemente estén en México. Quizá la gente de Suade la haya ayudado en la abducción, pero carecemos de pruebas de ello. Cualquier cosa que logre usted descubrir a ese respecto puede sernos de gran ayuda.

– ¿Qué interés puede tener Suade en este asunto?

– Se ha elegido a sí misma como enmendadora de entuertos y tiene un sentido bastante retorcido de la justicia -le digo.

– No, lo que me pregunto es por qué habrá escogido a esa niña en particular. La madre es una pelagatos. Ha estado en la cárcel. ¿Qué puede sacar Suade?

– Publicidad. Con el padre de Jessica conseguirá la atención de la prensa.

– ¿Cómo?

– Lea usted los periódicos de los próximos días. Suade se propone ampliar su colección de recortes de prensa.

– ¿Quién es el tipo? ¿Un político? ¿Una celebridad?

– Más o menos. Haga lo que haga, no se acerque usted a Suade. Yo ya he hablado con ella. Es una pérdida de tiempo y sólo puede causar más problemas. Durante varios días me resultará difícil moverme con libertad. Si la prensa se fija en nosotros, tal vez me convierta en una especie de cometa, seguido por una estela de periodistas.

Él se echa a reír.

– Comprendo. ¿Qué antigüedad tiene el caso de drogas en que estuvo implicada la hija?

– Dos años o dos años y medio -le digo.

– La pista ya debe de estar fría.

– Por eso debemos tomarnos las cosas con calma. -En vez de hacer que Murphy pierda su tiempo y el de Jonah perforando pozos que probablemente estarán secos, quiero hacer el mejor uso posible de Murphy, aprovechando sus contactos en el FBI-. Tengo entendido que los federales la ayudaron en el asunto de las drogas de México. Le consiguieron una sentencia reducida y una prisión más llevadera. Pero no está claro por qué lo hicieron.

Él alza la vista de su cuaderno de notas.

– ¿Quiere usted averiguar qué tenía ella que ellos desearan? -El aspecto de Murphy es engañoso. El tipo es rápido.

– Exacto. Y también quiero saber si ella se lo dio. Trate de averiguarlo sin llamar demasiado la atención. Y sin hablar demasiado.

– ¿Qué es lo que no debo mencionar?

– Mi identidad. Lo último que necesito es que los federales vayan por mi bufete. Una cosa así tiende a poner nerviosos a los clientes. Es como que los de Hacienda visiten a tu asesor fiscal.

– No mencionaré su nombre para nada.

»¿Y si los federales detienen a esa tal Jessica? Podría suceder. Quizá la anden siguiendo.

– Mire, por lo que a mí respecta, que la arresten. Les estaría agradecidísimo a los del FBI si lo hicieran. Eso resolvería todos mis problemas. -Si detuvieran a Jessica, podríamos hacer valer la orden de custodia, recuperaríamos a la niña, y podríamos enfrentarnos a Suade con más tranquilidad.

– ¿Y qué hago si encuentro a Jessica?

– No se acerque a ella. Manténgala bajo vigilancia y avíseme inmediatamente.

– Habla usted como si fuera peligrosa. -Por su expresión, parece temer que en el caso haya gato encerrado.

– No, no creo que lo sea. Sólo es muy asustadiza. Sería muy difícil encontrarla por segunda vez.

– Comprendo.

– Si la encuentra, llámeme. -Le doy mi tarjeta-. Si no estoy en este número, deje un mensaje urgente en el servicio de contestación de llamadas, y ellos me localizarán inmediatamente, de día o de noche.

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