DIEZ

Esta mañana no llego al bufete hasta las diez. Antes de salir, llamé a Susan, le conté lo poco que sabía, y le pedí que no se acercase a Brower hasta que ella y yo tuviéramos oportunidad de hablar. Lo último que necesito es que Susan le eche una bronca a uno de sus investigadores por ayudar a la policía. Eso sería poco menos que tratar de amañar la declaración de un testigo, y yo trato de no implicar a Susan en este asunto. Estuvimos poco rato hablando, porque Susan tenía que llevar a las niñas, Sarah incluida, al entrenamiento de fútbol europeo.

Cuando llego al bufete, las luces están encendidas, y la recepcionista en su sitio, pero Harry no está. Se halla en Del Mar con Jonah, tratando de que nuestro cliente le diga lo que a mí no me ha dicho. Aún no he conseguido que Jonah me dé respuestas satisfactorias en lo tocante a dónde estuvo anoche. Estuvimos hablando hasta casi las cinco de la madrugada. Él dice que se sentía deprimido y furioso, así que cuando salió de la oficina de Susan después de que le dijeran que no podían demandar a Suade por desacato, condujo sin rumbo durante horas hasta que terminó en la playa, sentado en la arena, donde los policías lo encontraron. No recuerda haber visto a nadie, ni haber hablado con nadie. Una historia que, sin duda, entusiasmará a la policía.

Cuando llego a mi escritorio encuentro un montón de mensajes junto al teléfono. Uno de ellos me llama la atención. Joaquín Murphy quiere que almorcemos juntos. Miro la hora. Llamó un poco después de las nueve. Marco su número, que supongo que es el del barco.

La señal de llamada suena varias veces, y ya estoy a punto de colgar cuando finalmente responde.

– Dígame.

– Murphy, soy Paul Madriani.

– Recibió mi mensaje -dice él.

– ¿Ha averiguado usted algo interesante?

– Mejor que eso. Mi informante quiere que nos reunamos para hablar.


Veinte minutos más tarde, Murphy me recoge en la calle, cerca de la entrada del Brigantine. Son casi las once y yo sólo me tengo en pie gracias a la adrenalina, que me ayuda a combatir la falta de sueño.

Subo, y él me mira desde el asiento del conductor. Está inclinado sobre el volante y lleva una camisa hawaiana con flores del tamaño de pelotas de baloncesto, y unas bermudas.

– Parece usted hecho polvo -me dice.

– ¿Dónde es el luau? -pregunto.

– Es una entrevista de negocios. Me ha parecido preferible llevar una indumentaria conservadora.

– Espero que no terminemos comiendo cerdo a la brasa -le digo.

Él pone el coche en marcha, enfila hacia el norte por Oran-ge y cruzamos el centro de Coronado.

– ¿Tuvo usted una noche movida? -me pregunta.

– ¿Por qué lo dice?

– Vi en televisión la noticia de lo de Suade. -Me mira para ver cómo reacciono-. Dicen que dispararon contra ella desde un coche que pasaba. Debe de ser una nueva banda.

– No parece que la cosa ocurriera así. Si la policía no se equivoca, cuando la mataron, Suade estaba sentada.

Él me mira como si no supiera a ciencia cierta de qué estoy hablando.

– La policía piensa que cuando murió, Suade estaba sentada en el interior del coche del asesino.

– Ah. ¿Está su cliente en dificultades?

– Depende de a quién quiera usted creer, si a él o a mí. En estos mismos momentos, la policía está examinando bajo el microscopio la alfombrilla de su coche.

– El tipo es optimista, ¿no?

– Ve una rosquilla donde sólo hay un agujero -respondo.

– Hay ciertas cosas que están en su favor.

– Dígame una.

– La mujer tenía un centenar de enemigos que deseaban su muerte.

– Sí, eso es muy cierto.

– Y seguro que en estos momentos se propone usted averiguar quiénes son.

– Sí, más o menos.

Según las especulaciones de la prensa y los medios locales, la policía tiene un posible sospechoso para el asesinato de Suade. Hasta ahora, el nombre de Jonah no ha salido a relucir.

– Pensé que iba a estar usted muy ocupado -dice Murphy-, así que era urgente que nos viéramos cuanto antes. Mi informante opinó que lo mejor sería una entrevista cara a cara, pero no en el bufete de usted.

– ¿Qué tiene que decirnos?

– Eso tendrá que contárselo él mismo. Pero yo he averiguado ciertas cosas acerca de la chica. Jessica. Sobre todo, antecedentes. La condenaron una docena de veces por delitos menores antes de mandarla a Corona. Cosas de poca envergadura. Pequeños robos.

– Dígame algo que yo no sepa.

– Hizo algunos pinitos como falsificadora, pero los cheques que pasó eran de poca monta. También tiene unos amigos verdaderamente pintorescos. A lo último a lo que se dedicaron fue a los robos con allanamiento y al lavado de cheques. Eso fue antes de que a la chica la condenaran por el asunto de drogas.

– ¿Qué hay de sus amigos? ¿Consiguió usted nombres? -Hasta el momento, Harry no ha conseguido averiguar gran cosa.

– Hay un amigo de la chica cuyo nombre sale a relucir cada dos por tres -dice Murphy-. Jason Crow.

El nombre me suena, pero no sé de qué.

– Trabajaba en el aeropuerto -prosigue Murphy-. Era mozo de equipajes.

– Ah, ya recuerdo. -El tipo del que me habló Harry.

– Parece que Crow y Jessica vivieron juntos durante un tiempo. También dicen que él era el que la abastecía de píldoras, marihuana, cocaína… Crow le conseguía de todo. Él la puso en contacto con gente que estaba en peldaños más altos en la escalera de los alimentos químicos.

– ¿Fue así como la detuvieron por el asunto de drogas?

– Es muy posible. Probablemente, el hombre con el que va a hablar usted podrá darle más datos a ese respecto.

– Hábleme de él. ¿A qué se debe tanto secreteo?

– A la naturaleza de su trabajo -dice Murphy-. Él y su socio van a México como pájaros migratorios, sólo que con más frecuencia. Tiendo a creer que trabaja para el gobierno… en secreto.

– ¿Para nuestro gobierno, o para el gobierno mexicano?

– Para el nuestro. Creo.

– Estupendo.

– Es lo que se llama una ocupación de alto riesgo. El tipo no va a decirle a usted su nombre, ni para qué organización trabaja.

– ¿Conoce usted su verdadera identidad?

Murphy niega con la cabeza.

– Entonces, ¿cómo sabe que la información es fidedigna?

– Porque otras que me dio en el pasado siempre resultaron serlo. Si tuviera que apostar por algo, apostaría a que trabaja para la DEA. Lo he visto con otro hombre en un coche con matrícula mexicana. Llevaban armas automáticas en el maletero.

– Quizá sean cazadores.

– ¿Con metralletas Heckler and Koch MP-5 provistas de silenciador? -Me mira como si tales palabras tuvieran un significado especial-. ¿Vio usted por televisión el asalto contra los davidianos? Ésas eran las armas que llevaban los agentes del FBI. Una arma de ésas en buenas condiciones viene a costar unos dos mil dólares. Estar en posesión de una con silenciador podría costarle a uno una condena de entre cinco y quince años en Terminal Island. Yo los acompañé a México en una ocasión. Esos tipos cruzaban una y otra vez la frontera sin necesidad de hacer más que un guiño y una inclinación de cabeza.

– ¿Adónde vamos?

– A un restaurante -contesta él.

– No sé por qué, pero me siento como un personaje de El padrino.

– No se preocupe -dice él-. No hay revólveres escondidos en el baño.

– Eso es lo que me preocupa.

Él se echa a reír.

– Bueno, volviendo a su amiga Jessica, ella y el tal Crow tuvieron montado un buen chanchullo por medio del trabajo de él en el aeropuerto. Él facturaba las maletas y conseguía direcciones por medio de las etiquetas de los equipajes. Luego ella, con unos amigos, vigilaba las casas para ver si había alguien en el interior. Periódicos tirados ante la casa, los vecinos recogiendo la correspondencia. Si un domicilio parecía estar vacío, lo allanaban y lo dejaban limpio. Así fue como pescaron a Crow. Un vecino suspicaz llamó a la policía.

»Lo más interesante de esto es que los policías encontraron pruebas incriminatorias contra Jessica cuando la arrestaron. Tenía en su poder objetos robados que la relacionaban con Crow y con los robos. Pero las autoridades no formularon cargos contra ella.

– Quizá fuera un asunto de poca monta.

– ¿Trescientos mil dólares en objetos robados?

Suelto un sonoro y prolongado silbido.

– ¿Y por qué la ley no hizo nada?

– Eso tendrá que preguntárselo usted al hombre con el que vamos a entrevistarnos.


Seaport Village es Disneylandia sobre las aguas, sin las atracciones. Un montón de tiendas. Gente yendo y viniendo, comiendo conos de helado y buscando un banco en el paseo marítimo entarimado que hay frente a la bahía para descansar los pies fatigados.

Hoy el lugar no está demasiado concurrido. Sólo hay unos cuantos turistas buscando en las tiendas de recuerdos algo para llevarse a casa.

Subimos un tramo de escalera hasta una pasarela que salva el paseo entarimado y hace de puente entre dos pequeñas tiendas. Llegamos a la entrada de un restaurante. Está cerrado.

– ¿Está usted seguro de que fue aquí donde le dijo que nos reuniríamos?

Murphy no contesta, pero llama a la puerta con las llaves de su llavero. Un par de segundos más tarde nos abre un hombre que viste chaqueta de sport oscura, holgados pantalones que cuelgan de sus piernas como una inmensa bandera y un jersey oscuro de cuello alto.

– ¿Cómo te va, amigo? -le dice a Murphy-. Pasen.

El hombre debe de medir bastante más de dos metros y no sólo es alto, sino también corpulento. Su ropa debe de hacérsela Ornar, el fabricante de carpas de circo. Lleva unas gafas oscuras que le ocultan la mitad de la cara y se curvan sobre los ojos, como el parabrisas de un Cadillac de los años sesenta. En la muñeca izquierda luce un reloj de oro, un Rolex del tamaño del espejo del telescopio Hubble. Estrecha la mano de Murphy y luego me mira a mí.

– ¿Qué tal?

Me mira de arriba abajo, y me siento como si me estuviese radiografiando desde detrás de las enormes gafas. El poco pelo que le queda es castaño oscuro, y lo lleva recogido hacia atrás, formando una cola de caballo en la parte posterior del cuello.

– Bob los espera en la galería -dice, y le hace un ademán a Murphy, que echa a andar por delante de nosotros.

Mientras cruzamos el desierto restaurante en dirección a la galería desde la que se divisa el mar, noto en la nuca el aliento del hombretón. Cuando llegamos, veo a su socio. Es casi tan alto como el que nos acompaña, está recostado en la barandilla y nos sonríe.

– Hola, Murph. Cuánto tiempo. ¿Qué tal los negocios? -Mientras habla con Murphy, no me quita ojo.

– Bien, muy bien -contesta Murphy.

– Éste debe de ser el hombre del que me hablaste…

El tipo recostado contra la barandilla tiene el volumen de una montaña de tamaño medio. Los hombros y los cuartos traseros parecen los de un luchador de sumo, y lleva unas gafas oscuras que sólo son ligeramente más pequeñas que las de su compañero. Su pelo, rubio y rizado, tiene amplias entradas, como una glaciación en retirada, y sus bronceados brazos parecen los de Popeye.

– Bob, éste es Paul -me presenta Murphy.

Alargo la mano y ésta se pierde en la de Bob, lo cual hace que me acuerde de cuando yo tenía seis años y mi padre me llevaba de la mano.

– ¿Paul…? -Se inclina hacia adelante y me mira, escrutador. Evidentemente, le interesa conocer mi apellido-. Paul, ¿qué?

– Mis amigos me llaman simplemente Paul, Bob -sonrío, saco las gafas de sol del bolsillo superior de mi chaqueta y me las pongo. Plantados aquí en la galería parecemos los Blues Brothers.

El rostro de Bob es como la superficie de la luna, picado de viruelas y con cráteres en los que uno podría perderse.

– Siéntense -dice.

Murphy ha mantenido su palabra. Por lo visto no les ha dicho ni mi nombre ni el motivo de que yo me sienta tan interesado por Jessica Hale.

Arrimamos sillas y nos sentamos en torno a una mesa que parece que no ha sido limpiada desde Navidad. Bob se mira los codos tras reposarlos en el tablero de cristal.

– ¿Conoce usted a Jack? -me pregunta Bob.

– Me lo acaban de presentar.

– Los de Hacienda cerraron este local hace unos meses -sigue Bob-. Por falta de pago. Disponemos de unos cuantos lugares como éste en toda la ciudad. No nos gusta deshacernos de ellos demasiado pronto. Resultan prácticos… para reuniones como ésta.

– ¿Dónde vamos a almorzar? -pregunta Murphy.

– Pensábamos que vosotros ibais a traer el condumio. -Bob suelta una resonante carcajada. No tiene aspecto de ser aficionado a saltarse las comidas.

– Si quieren, le puedo decir a Jack que mire en la barra, a ver si encuentra alguna botella. Pero, pensándolo bien, no hace falta. Esto no nos llevará mucho tiempo. Quizá, cuando hayamos terminado, Paul nos invite a almorzar. -Me mira como si esperase que yo abra mi billetero y le deje echar un vistazo a mis tarjetas de crédito-. Tengo entendido que anda buscando usted a Jessica Hale. ¿Puedo preguntarle por qué? -El tipo va al grano. Nada de andarse por las ramas.

– Puede preguntarlo -respondo.

Nos miramos a los ojos a través de las gafas.

– Pensaba que esto iba a ser un intercambio de información -dice él.

– Usted primero.

– ¿Qué desea saber?

– ¿Por qué el gobierno federal no la encausó por tráfico de drogas?

– ¿Por qué cree usted que fue?

– Porque ustedes deseaban que ella les diese algo a cambio.

Él dispone los dedos de la mano derecha a modo de pistola y deja caer el pulgar como percutor.

– ¿Qué era lo que el gobierno deseaba?

– Eso son dos preguntas -dice él.

– Sí, pero usted aún no me ha contestado a la primera.

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Ahora responde usted a una pregunta con otra pregunta. De acuerdo. Parto de la base de que si esa mujer fue drogadicta, tal vez haya vuelto a consumir, si es que alguna vez lo dejó. Viejos hábitos, viejos amigos. El que le suministra las drogas puede conocer su paradero. Tal vez usted sepa quién es su camello. Eso sería una buena pista.

– No lo será.

– ¿Por qué está tan seguro?

– Porque nosotros también andamos buscándola. Nos debe cierta información. Parte de un trato que ella no cumplió. Hemos buscado en los sitios que antes frecuentaba. No la han visto por ninguno de ellos. Les hemos apretado las tuercas a los tipos que la conocían. Si supieran su paradero, nos lo habrían dicho.

– ¿Para qué la quieren? -pregunto.

– ¿Ha oído usted hablar de un hombre llamado Esteban Ontaveroz?

– No.

– Se lo conoce también como El Chico, Jefe, Enfermo de Amor [2] -dice Jack-. El tipo no parece sufrir de complejo de inferioridad.

»Sospechamos que Ontaveroz estuvo implicado en la muerte de dieciocho personas en una pequeña población situada al norte de Ensenada, hace cosa de un año. Tal vez leyera usted la noticia en los periódicos. Mataron a niños, a mujeres. Una de ellas estaba embarazada. Los sacaron a un patio, los hicieron tumbarse boca abajo, y los ametrallaron. Fue como una ejecución.

Bob coge un sobre de la silla que tiene al lado y saca una foto de diez por quince, borrosa, y la deja sobre la mesa, frente a mí. En ella aparece un hombre alto, de tez morena y mejillas sumidas hablando con otro tipo por encima del techo de un coche. El otro hombre le da la espalda a la cámara, pero la cola de caballo, el tamaño del cuerpo y los hombros de toro hacen que resulte parecidísimo al compañero de Bob, el tal Jack. La foto tiene mucho grano y parece haber sido tomada desde lejos, con teleobjetivo, y luego ampliada.

Miro, me encojo de hombros y meneo la cabeza.

– No lo había visto en mi vida.

– Es un narcotraficante, con base en Chiapas. Un hombre de negocios. Podría llamarlo usted transportista.

– No, lo más probable es que él lo llamase cliente -dice Jack.

– Procura ser más amable. -Bob mira a su compañero y luego vuelve a fijar los ojos en mí.

– Según los mexicanos, Ontaveroz tiene una flota de aviones que haría palidecer de envidia a la FedEx. Y también tiene un lema: «Plata o plomo.» Soborno o balazos. O aceptas su dinero, o más vale que tengas pagado tu funeral de antemano. Antes hacía de intermediario de los abastecedores situados más al sur, en Guatemala, Colombia y Costa Rica, pero últimamente se ha trasladado más hacia el norte, y ahora trata de meterse en Estados Unidos. Está conectado con el cártel de Tijuana, que controla la mitad de la frontera entre México y Estados Unidos. El cártel de Juárez controla la otra mitad. Dicen que son diez veces más poderosos que la mafia norteamericana en sus mejores tiempos. Todos los años invierten en sobornos más de lo que el gobierno mexicano gasta en sus fuerzas policiales.

– Casi el doble -apunta Jack.

Por como lo dice, parece como si él hubiera probado el sabor de su dinero, un pensamiento que me guardo para mí, recordando al toro que tengo plantado detrás de mi silla.

– Llevamos casi cinco años vigilando al tal Ontaveroz y tratando de echarle el guante -dice Bob-. Una de nuestras mejores bazas fue Jessica Hale. Ella y Ontaveroz vivieron juntos durante más de un año. Ella estuvo durante algún tiempo en México con él, dándose la gran vida. Acapulco, Cancún, Cosamel. La chica también hizo de mula. Pasó droga procedente de México por la frontera.

– Pero creemos que eso fue secundario en la relación entre ambos.

– Ni que hubieran estado ustedes en el dormitorio tomando fotos -digo.

– Tenemos información muy sólida. Si quiere usted fotos, las podemos conseguir -dice Jack.

– No me cabe duda.

– Jessica conocía los pormenores más íntimos de la organización de Ontaveroz -dice Bob-. Es la única que podría conectar al tipo con ciertas operaciones de envergadura.

– Y la chica también sabe dónde están enterrados ciertos cuerpos -dice Jack-. Y no lo digo metafóricamente. Con lo que ella sabe, habría suficiente para poner a Ontaveroz a la sombra en México durante largo tiempo, quizá de por vida. En nuestro país se me ocurren un par de estados a los que les encantaría inyectarle en la vena algo más que los productos con los que él trafica. Eso es lo que Jessica podía ofrecernos.

– Pero dice usted que la chica no cumplió el trato.

– Nos dijo mucho menos de lo que nos había ofrecido para conseguir el trato de favor -dice Bob-. Nos dio cierta información, hizo de testigo en unos cuantos casos… un poquito aquí, otro allá. Nos permitió arrestar a unos cuantos peces chicos. Detuvimos a un par de compradores de Ontaveroz, y desarticulamos su organización por un breve período de tiempo. Pero la mayor enchilada desapareció de la bandeja cuando ella se esfumó.

– En opinión de los que hicieron el trato -dice Jack-, los abogados del Departamento de Justicia, Jessica no estuvo a la altura de lo prometido y quieren volver a encerrarla. Ahora díganos usted por qué está interesado en ella.

– No estoy particularmente interesado en ella. Sólo la considero un medio para conseguir un fin. A la que quiero encontrar es a su hijita. La custodia legal la tienen los abuelos.

– ¿Y usted trabaja para ellos? -pregunta Jack.

Asiento con la cabeza.

– ¿Y qué es usted? ¿Abogado? ¿Detective?

– Se lo diré cuando usted me diga para quién trabaja.

Él se limita a sonreír, intentando leer mis ojos a través del cristal polarizado.

– Sus padres, quiero decir los de Jessica, ¿saben algo? ¿Respecto a los amigos de la chica? ¿A sus negocios? ¿Conocerán su paradero?

– Si ellos supieran algo, yo no estaría hablando con usted.

– Ellos estaban enterados de lo de Zolanda Suade -dice él.

Miro a Murphy. Un hombre que tiene informadores como éstos tiene que darles algo para mantener abiertos los canales. Pero él alza las manos en ademán de protesta.

– Yo no les conté nada. Ellos ya lo sabían -me dice.

– Tuvimos a Suade vigilada hace un mes, a raíz de la desaparición de Jessica -dice Bob-. Lo cual suscita una pregunta; ¿por qué no nos habló usted de ella?

– Estoy obligado por la norma de confidencialidad hacia el cliente -le digo.

Bob alarga la mano hacia la silla que tiene al lado, coge un periódico y lo planta en la mesa, frente a mí. El titular pregona a dos columnas: «Defensora de mujeres maltratadas, asesinada.»

– Supongo que podría decirse que esa fuente se ha secado -dice Jack-. O sea que usted sospecha que Suade ayudó a Jessica y a la niña a desaparecer.

– Esa es la teoría -contesto-. ¿Qué los condujo a ustedes hasta Suade?

– Sabíamos que Jessica se había puesto en contacto con ella.

– Por las cartas que escribió desde prisión -dice Bob-. A las presas les censuran las cartas. Cuando salió libre, Suade ya figuraba en su lista de contactos.

– ¿Y quién más figuraba en esa lista? -pregunto.

– Eso ya es demasiado personal. -Sonríe, como si la pregunta rebasara los límites de lo permitido-. ¿No tiene usted ni idea de dónde está Jessica?

– Esperaba que me lo dijera usted.

– Si lo supiéramos, la detendríamos -dice Bob.

– Mientras todavía hay algo que detener -añade Jack.

– ¿Qué quiere decir?

– Que nosotros no somos los únicos que la buscan.

– ¿Ontaveroz?

Bob vacila por un brevísimo instante.

– Sería beneficioso que cooperásemos -dice-. Manténgase en contacto con nosotros.

– ¿Por qué?

– Tenemos intereses comunes. Usted quiere encontrar a la niña; nosotros queremos encontrar a la madre. A Ontaveroz no le hace gracia que Jessica ande suelta por la calle sabiendo todo lo que sabe.

– ¿Aunque ella no lo haya delatado? Si lo que usted dice es cierto, la chica cumplió una sentencia de dos años y en ningún momento mencionó el nombre de él.

– Eso fue entonces. Esto es ahora -dice Bob-. Las personas como Ontaveroz tienen una marcada tendencia a la inseguridad. Ésa es su enfermedad ocupacional. También nos han contado que antes de ingresar en prisión, la chica había apartado algún dinero. Probablemente, ahora está viviendo de él: del dinero que le dieron por la droga que había transportado al otro lado de la frontera pocas semanas antes de su arresto. Ese dinero pertenecía a Ontaveroz y a sus amigos. Y ellos desean recuperarlo.

– Pero lo que más desean es verla a ella muerta -dice Jack-. Lo cual, si no me equivoco, podría resultar una grave complicación para la niña.

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