CATORCE

– Ni hablar. No pienso hacerlo. No podéis obligarme. -Jonah ya no está sentado a la mesa. Pasea por la habitación, frente a la puerta, como un león enjaulado, haciendo que cada dos por tres el guardia del exterior lo mire nerviosamente a través del cristal.

– No tratamos de obligarte a hacer nada -dice Harry-. Pero tenemos que decirte lo que ellos ofrecen. Ésa es una de las reglas del juego. Si no te comunicásemos la oferta, podrían expulsarnos del colegio de abogados.

– Bueno, ¿y tú qué dices? -Jonah se ha vuelto hacia mí.

– El tribunal no aceptará una sentencia acordada a no ser que tenga la certeza de que existe una base factual -respondo-. Así que quien decide eres tú.

– Entonces, la respuesta es no.

– Antes de decir que no, escucha todos los argumentos -dice Harry.

Jonah niega con la cabeza.

Lo peor que puede ocurrir es que, en un caso criminal, el cliente se cierre en banda, no valore las distintas opciones y se niegue a considerar los riesgos.

– Según la policía, te tienen situado en el lugar del crimen de cuatro modos -le digo-. Aseguran tener pruebas concluyentes de que estuviste allí.

– Sí, ya sé, los cigarros. Harry me lo dijo. ¿Y qué? Yo te ofrecí uno a ti. Le di uno a aquel investigador, Brower. Pensé que él nos quería ayudar a encontrar a Amanda y, en vez de eso, se puso a jugar a los detectives.

– ¿Le diste un cigarro a alguien más? -pregunta Harry.

– No lo sé. No anoto a quién le regalo puros.

– Por lo que me han dicho, se trata de una marca poco usual -digo.

Jonah hace una mueca.

– Montecristo A. No sé si son raros o no.

– ¿Contrabando procedente de Cuba?

– ¿Qué pretendes decir? ¿Que es como si hubiese comprado droga?

– Pretendo decir que fueron importados ilegalmente, en violación del embargo comercial -le digo.

– ¿También quieren enchironarme por eso?

– No -dice Harry-. Pero esa circunstancia hace que los cigarros sean más fáciles de rastrear. No son muchos los que pueden permitírselos. Si en el lugar de los hechos hubiesen encontrado un paquete arrugado de cigarros baratos, el campo de posibilidades en lo referente a sospechosos sería mucho más amplio.

– Lo único que sé es que me gustaron -dice Jonah-. Fui a la tabaquería de ese tipo, él me llevó a la trastienda y sacó una caja de debajo del mostrador. Yo probé uno, me gustó, y le compré dos cajas.

– ¿Cuánto te costaron? -pregunta Harry.

– No recuerdo el precio exacto.

– Pero ¿más o menos? -insiste Harry.

– Quizá mil dólares la caja de veinticinco -dice Jonah.

– Eso es un dineral -comenta Harry-. A ese precio no deberías ir por ahí regalándolos.

Harry se vuelve hacia mí.

– Lo más probable es que Ryan hable profusamente de eso al jurado, que pinte la imagen de Jonah en pie sobre el cadáver, encendiendo su principesco puro con un billete de cien dólares -dice.

– Según el fiscal, el cigarro no es lo único que te sitúa en el lugar del crimen -le digo a Jonah-. Afirma que tienen más pruebas, pero aún no me ha dicho cuáles son.

– No sé qué pruebas pueden tener, porque yo no estuve allí -dice Jonah-. A no ser que alguien esté amañando pruebas.

– ¿Por qué iban a hacer algo así?

– No tengo ni idea.

– Ofrecen un acuerdo por homicidio no premeditado -dice Harry-. Paul cree que podría conseguir que sólo te sentenciaran a dos años.

Jonah lo fulmina con la mirada, y luego se vuelve hacia mí.

– ¿Y tú quieres que acepte?

– Yo no he dicho eso.

– Pero quieres que lo piense.

– Pensar nunca está de más -dice Harry.

– En este sitio, yo no duraría dos años.

– No te encerrarían aquí, sino en la prisión estatal -dice Harry.

– Ah, qué bien. Estupendo. O sea que estaría en prisión cuando Amanda regresara.

Harry y yo nos miramos.

Jonah advierte nuestra mirada.

– Porque vais a encontrarla, ¿no?

– Lo estamos intentando -le digo.

– No puedo aceptar el trato -dice él-. Que me maten. Que me pongan la dichosa inyección. -Se remanga la camisa. Está claro que ha estado pensando en el método de ejecución que se utiliza en este estado.

– Te estás poniendo melodramático -le digo-. Nadie está pensando en la pena de muerte.

– Antes me dijiste que el fiscal la había mencionado.

– Lo dijo para asustarnos. No existe base suficiente para pedir la pena capital.

– No pienso declararme culpable de algo que no he hecho -dice él.

– Existe la posibilidad de que podamos alegar defensa propia. -Harry mira fijamente a Jonah, para ver si hay algún cambio en su actitud o en su versión de los hechos.

El viejo se limita a fruncir el canoso ceño.

– Tenemos motivos para creer que el arma del crimen pertenecía a la propia Suade -le digo.

Jonah ladea la cabeza.

– No lo entiendo. ¿Cómo se hizo el asesino con la pistola?

Harry y yo nos miramos. No sería verosímil que Jonah preguntase esto si hubiera estado allí aquella noche. A no ser, claro, que sea un mentiroso más experto de lo que creemos.

– Nuestra hipótesis es que ella la llevaba probablemente en el bolso. Tal vez tuviera por norma ir armada.

– ¿La policía encontró el arma?

– No. Pero sabemos a ciencia cierta que la pistola existe. Tenemos un número de serie a nombre de Suade, y el calibre es el mismo que el del arma del crimen.

– Bueno -dice Harry. Está recostado en el borde de la mesa y gesticula con las manos al hablar, como si corriera sangre italiana por sus venas-. Si Suade subió en el coche con la pistola, y luego la sacó del bolso, quizá en medio de una discusión, quienquiera que la matase podría haber cogido el arma en defensa propia. Si se disparó durante el forcejeo, la cosa podría quedarse en un mero accidente. O incluso en homicidio justificado. Podríamos argüir eso. Quizá la persona que la mató podría salir libre. -Mira a Jonah con ojos esperanzados.

– Ésa es una buena historia -dice Jonah- para el tipo que la mató. Pero yo no puedo ayudaros. Porque no sé lo que sucedió aquella noche. Os olvidáis constantemente de que yo no estuve allí -dice con énfasis, y finalmente se sienta. Ya ha dicho la última palabra sobre el tema.

Harry suelta un prolongado suspiro y luego se vuelve hacia mí.

– De todas maneras, podríamos argüir esa posibilidad como teoría -dice-. Un desconocido mató a Suade en defensa propia con la pistola de ella. Quizá sea poco verosímil, pero al menos rompe la imagen de absoluta inocencia de la víctima. ¿Qué nos importa si al final conseguimos la absolución de otra persona? Esta teoría podría descabalar definitivamente las alegaciones de la fiscalía.

– Si es que logramos conseguir que la teoría se sostenga -le digo-. No existe ningún testigo que sitúe el arma de Suade en la escena del crimen. Por lo que sabemos, la pistola, simplemente, ha desaparecido.

– Sí, ya sé -dice Harry-, la admisión de las pruebas depende de la discreción del juez encargado del juicio. Y, de momento, no sabemos quién será.

– Frank Peltro -digo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Alguien me lo comentó ayer cuando fui a ver a Ryan. Lo comprobé en el juzgado esta mañana. Peltro es el elegido. El juez presidente le encargó el caso.

– ¿Davidson?

Asiento con la cabeza.

Harry pone los ojos en blanco.

– No es probable que nos haga muchos favores, ¿no? Lo lógico sería que, dados sus problemas con Suade, y dada también la demanda contra el condado y todo eso, Davidson se hubiese mantenido aparte, dejando que fuera el Consejo Judicial quien designara al juez.

– Sí, eso sería lo lógico.

– ¿Qué sabéis de ese juez? -pregunta Jonah.

– ¿De Peltro?

– Sí.

– Es un antiguo policía -dice Harry-. Estuvo catorce años en el cuerpo. Estudió Derecho por las noches. Trabajó durante diez años en la fiscalía. Consiguió la judicatura por elección.

– Está bien considerado -le digo a Harry.

– También lo estaba el juez Parker, por todo el mundo menos por los que colgó. Lo que sí es cierto es que Peltro es el único togado de este condado que no le debe nada al gobernador -dice Harry-. O sea que tenemos a un juez independiente que se ganó el puesto sin ayuda de nadie y que decidirá la suerte de nuestro cliente con la versión estatal del doctor Kevorkian. La verdad es que no veo en qué puede beneficiarnos que nos lo hayan asignado.

– Es un tipo severo y eficaz -digo-. No es exactamente lo que yo habría deseado, pero tiene cosas positivas.

– Dime una -dice Harry.

– Él sabe de dónde procede. Y también sabe que todo el mundo lo sabe. A un hombre tan independiente no le gusta ser predecible. Es posible que durante el juicio se esfuerce en no demostrar parcialidad hacia sus viejos amigos de la fiscalía. Y, además, también está al corriente de la clase de jugarretas que suelen hacer los fiscales. Sabe que muchas veces se filtran cosas que no deberían filtrarse.

– ¿Piensas que Ryan intentará usar la publicidad para perjudicarnos? -pregunta Harry.

– ¿Tú no lo harías? No es probable que la fiscalía logre engatusar a Peltro. Él ha sido cocinero antes que fraile. Y tampoco se dejará atemorizar. No se siente intimidado por lo que pueda suceder en las próximas elecciones. Los individualistas tienen sus ventajas. Especialmente, en un caso como éste.

– No sé, me parece que hemos tenido muy poca suerte con la asignación del juez -dice Harry-. Quizá deberíamos rechazarlo. Sólo por si las moscas.

– ¿Y qué conseguiríamos?

Harry se encoge de hombros. Lo desconocido.

– ¿Se puede rechazar a un juez? -pregunta Jonah.

– Sí, a uno, sí -responde Harry-. Sin necesidad de alegar motivo alguno, podemos excluirlo del caso.

– Lo malo es que eso probablemente enfurecería a sus colegas -digo-. El juez que lo sustituyera podría ponerse contra nosotros.

– El nosotros de siempre -comenta Harry-. Pero, en realidad, contra quien se puede poner es contra ti -dice mirando a Jonah.

Yo también miro a nuestro cliente. De nuevo parece decaído, demacrado. Tiene los codos sobre la mesa y el mentón apoyado en las manos. El doctor del centro médico del condado, el que se ocupa de la salud de los detenidos, le ha doblado a Jonah la dosis de sus medicinas contra la hipertensión.

– ¿Podemos averiguar de algún modo si Suade tuvo choques con la ley? -pregunta Harry-. Tal vez amenazó a alguien más con su pistola. Un arresto por intimidación con arma de fuego… Eso sería estupendo. -Sin duda, mi socio piensa que así tendríamos oportunidad de introducir la pistola de Suade en el caso.

– Ya lo he investigado -digo-. No hay nada.

– Yo iba a ir allí -dice Jonah.

– ¿Adónde? -pregunto.

– A la oficina de Suade -dice Jonah. Ésta es la primera vez que menciona este hecho-. Pero no llegué a hacerlo. Me detuve en el Strand para reflexionar. Acabé pasándome allí tres horas, con la vista en el océano, preguntándome dónde estaba Amanda. En el caso de que siga con vida. -Su mirada vuelve a posarse en mí-. ¿No has tenido ninguna noticia de ella?

– No.

– Tienes que encontrarla.

– Lo estamos intentando -dice Harry.

No le hemos dicho a Jonah que Ontaveroz también anda detrás de Jessica.

– Mary puede ocuparse de Amanda. Sería bueno para las dos -dice Jonah-. Sobre todo si yo no estoy en casa.


Para cuando salimos a la calle, todo está oscuro salvo por unos cuantos faroles y algunos coches, cuyos faros son como estelas de luz. Harry ha estacionado a cierta distancia. Su apartamento está en la colina, por encima de Old Town, y tiene vistas a la autopista y a Mission Bay.

– He tenido bastantes clientes mentirosos -dice mi socio-, pero Jonah no parece uno de ellos. Ni siquiera ha querido reflexionar sobre el acuerdo que ofrece la fiscalía. Y luego está la teoría de que a Suade la mataron con su propia arma. Eso es un comodín para salir libre de la cárcel. ¿Te fijaste en que ni pestañeó?

– Me fijé.

– ¿Tú crees que está diciendo la verdad?

No respondo.

– Lo que me hace creerlo es lo poco convincente que resulta su historia -dice Harry-. Lo de que estuvo tres horas sentado en la playa contemplando el océano. ¿Quién demonios puede pegarle dos tiros a alguien, conducir tres kilómetros y luego sentarse en la arena a esperar a la policía?

– Alguien en estado de shock -digo.

Harry reflexiona sobre esto durante unos momentos. El silencio es absoluto.

– Creo que debemos sacar el máximo partido de la teoría de que Suade iba armada -dice finalmente mi socio-. Que el jurado llegue a la conclusión de que recibió lo que se merecía. -Harry sigue aferrándose a la teoría de la defensa propia, con independencia de que Jonah sea o no quien mató a Suade -. ¿Tú qué crees?

– Creo que voy a telefonear a Ryan. Le diré que parece que tendremos que ir a juicio. Lo llamaré dentro de un par de días.

– ¿Para qué? ¿Para dar la sensación de que Jonah ha estado reflexionando sobre la oferta?

– Para eso, y para que la locomotora del gobierno tarde un poco más en ponerse a funcionar a todo vapor.

– En cuanto Ryan se entere, se nos lanzará a la yugular.

– Al menos, averiguaremos qué más pruebas tienen.

– Sí, probablemente caerán sobre nosotros como ladrillos desde lo alto de un edificio -dice Harry-. O mucho me equivoco, o tendremos que esperar a enterarnos por los periódicos.

Mi socio mete la mano en el bolsillo en busca de las llaves.

– ¿Nos tomamos una copa? -propone-. A un par de calles hay un pequeño bar.

– No puedo. Tengo una cita a primera hora de la mañana, y la canguro está en casa con Sarah.

– Hablaremos mañana por la mañana. Hasta entonces, no te desanimes. -Harry se dirige hacia su coche mientras yo me encamino a la esquina, pasando frente a la biblioteca legal del condado, hacia las vías del tranvía de C Street.

No me habría dado cuenta, salvo por el hecho de que a estas horas de la noche apenas hay tráfico en Front Street, y de que el motor del coche se pone en marcha coincidiendo casi con la despedida de Harry. Escucho el motor, una especie de sordo rugido en la noche, a cosa de media manzana detrás de mí. Las ruedas giran lentamente, a paso de caminante, y la gravilla cruje bajo los neumáticos. El coche recorre más de treinta metros antes de que el conductor encienda las luces.

Por un instante pienso en la posibilidad de que se trate del dúo de Bob y Jack, los informantes federales de Murphy, que han decidido seguirme para ver hasta dónde los conduzco. Pero cuando paso junto a un coche estacionado junto al bordillo izquierdo, veo el reflejo del automóvil en el retrovisor lateral. Uno de los faros del vehículo en movimiento está fundido o roto. Exteriormente, el coche parece bastante destartalado, no es un sedán -o Crown Victoria o Buick- de los que suelen usar los federales. Sin embargo, el motor parece potente y no suena como una cafetera.

Sigo caminando como si nada. Tengo la sensación de que cualquier mirada, por fugaz que sea, puede precipitar los acontecimientos. Cruzo las vías del tranvía y enfilo Front Street, pasando junto a la estación de autobuses Greyhound.

Ahora al menos hay más luz, y algo de movimiento en la esquina. Broadway tiene cuatro carriles, dos en cada dirección, y semáforos. Aquí el tráfico es más denso. Me detengo ante el semáforo. En la esquina hay unos cuantos individuos. Repaso las posibilidades que tengo: o sigo recto en dirección al lugar en que dejé estacionado el coche, lo cual me hará ponerme frente al vehículo que me sigue mientras cruzo en dirección a los antiguos juzgados, o voy hacia la izquierda. Lo de ir a la izquierda tiene más posibilidades, y la ventaja añadida de que los obligará a cruzar por delante del tráfico para girar a la izquierda por Broadway. Esto pondría entre ellos y yo los dos carriles del tráfico que circula en dirección opuesta.

Escucho el distante rumor del motor del vehículo. Quienquiera que sea sigue detrás de mí. Resultaría muy evidente volverme a mirar, así que no lo hago, pero los sentidos periféricos y el erizado cabello de la nuca me indican que el conductor sigue taladrándome con la mirada.

Permanezco inmóvil frente al semáforo. Un tipo con la barba crecida y una chaqueta raída por las polillas se me acerca.

– ¿Me da unas monedas? -dice. La mugrienta mano que tiende hacia mí palma arriba parece no haber tenido contacto con el agua desde hace un mes.

A estas alturas ya hay media docena de personas esperando ante el semáforo. Incluso a estas horas, Broadway está concurrido. Aprovecho la oportunidad y me muevo para quedar enfrentado al mendigo mientras busco monedas en un bolsillo, y saco unas cuantas. Echo una fugaz mirada hacia el coche. No reconozco al conductor: es un tipo moreno y de rostro picado de viruelas. Quizá sea mexicano o de Oriente Medio.

Junto a él, en el asiento del acompañante, hay otro hombre, una voluminosa sombra cuyas facciones no logro distinguir. Las ventanillas traseras tienen los cristales tintados, así que no me es posible ver el interior. El coche es un Mercedes con diez años a las espaldas y bastante maltratado. En la parte delantera no lleva matrícula.

Cambia el semáforo. El mendigo se aleja en dirección a la estación de autobuses. Un chico y una chica, cogidos de la mano, cruzan Broadway como si los hubiese disparado un cañón. Un viejo con bastón inicia el lento cruce. Otro tipo, que camina vagando por la acera, también comienza a cruzar la calle.

En el último instante, yo decido no cruzar. En vez de hacerlo giro a la izquierda y echo a andar por la acera, alejándome de la esquina. Tengo la sensación de percibir la agitación que reina en el interior del coche. Es palpable, como música saliendo a toda potencia de un radiocasete. De pronto, el Mercedes tiene que girar a la izquierda, por entre los peatones que cruzan ante ellos.

Me muevo tan rápidamente como puedo sin echar a correr. Recorro un tercio de la manzana y termino frente a la acristalada estación de autobuses Greyhound, cuyas puertas están apartadas de la calle. Me meto por una de ellas, pego la espalda al borde del edificio y asomo la cabeza por la esquina, sólo un ojo.

El chófer se halla en mitad de la intersección, gesticulando con las manos. El ocupante del asiento posterior está gritándole al conductor, que tan pronto mira hacia atrás como hacia adelante. No me ve. Su pasajero está vuelto de lado, tratando de hacer de vigía, pero el conductor le bloquea la visión.

Miro las tiendas de más abajo, de la siguiente manzana. A estas horas, todo está cerrado. Sólo la estación de autobuses, en cuyo interior hay algunas personas, se halla bien iluminada, y es perfectamente visible desde la calle a través de las cristaleras.

Entro en la estación, alejándome de la puerta. En el exterior, el tráfico que se dirige en dirección oeste por Broadway comienza a apelotonarse frente al semáforo.

Me dirijo hacia un banco situado a escasos metros de la puerta principal de la estación. Tan rápido como me es posible, me tumbo en el asiento, boca abajo, de forma que, desde el exterior, el banco parezca hallarse vacío. Allí me quedo.

Una mujer sentada frente a mí me mira como se mira a los que van hablando solos por la calle.

Le dirijo una sonrisa. Ella aparta la mirada. Con un ojo, miro mi reloj, notando cómo mi corazón late al unísono con los segundos que van pasando. Treinta, cuarenta y cinco. Me pregunto si se habrán detenido junto al bordillo al otro lado de la calle, para esperar o, peor aún, si van a entrar en la estación.

Finalmente levanto la cabeza y echo un vistazo por encima del respaldo del banco. No veo el coche. Oteo la calle: el tráfico se mueve con normalidad, no hay ningún vehículo atravesado en la calle.

Vuelvo la cabeza para mirar a la mujer y es entonces cuando los veo. No en Broadway, sino en First Avenue. El coche con un único faro ha completado el giro y ha seguido por First Street arriba, avanzando lentamente. El conductor asoma la cabeza por la ventanilla y está mirando hacia la estación de autobuses desde el otro lado, inspeccionando los ventanales. Vuelvo a bajar la cabeza, con la esperanza de que el tipo no me haya visto. Cuando miro de nuevo, el coche ha desaparecido.

First Avenue es de un solo sentido. El chófer tendrá que recorrer dos travesías, cruzar las vías del tranvía en C Street, y regresar por B Street para seguir por Front con el fin de dar el rodeo y volver a pasar por Broadway para echar otro vistazo. A no ser que el tipo bata récords de velocidad, dispongo de un minuto, noventa segundos a lo sumo.

Raudo como una centella, salgo por la puerta principal. No me dirijo hacia el semáforo de la esquina, sino que cruzo la calle por la mitad, sorteando el tráfico, hasta llegar a la otra acera de Broadway. Luego corro en dirección oeste hasta la esquina con Front, frente a la estación de autobuses.

Avanzo unos treinta metros por Front Street y me meto en las sombras de un hueco a cuyo fondo se halla una tienda de fotografía cuyas luces están apagadas. Hay coches estacionados en la calle, y esto me sirve de cobertura. Es un buen sitio para esperar y ver qué ocurre.

Aguardo unos segundos, mirando hacia Front, al otro lado de Broadway, en dirección a la cárcel, situada a dos manzanas. En estos momentos, Harry ha dispuesto de tiempo de sobra para llegar a su coche. Espero, con la vista en la esfera de mi reloj, cronometrando la vuelta que están dando mis perseguidores.

A los cincuenta segundos comienzo a inventarme problemas. Quizá Harry se haya detenido para tomarse una copa. La ruta que sigue el Mercedes lo hará pasar por delante del lugar en el que mi socio estacionó su coche. Si nos vieron juntos en la calle, hablando frente a la acera… La imaginación se me llena de terribles posibilidades.

Salgo del hueco de la tienda, echo a andar primero y luego a correr hacia la esquina, sin saber a ciencia cierta qué hacer. Quizá dirigirme a la cárcel. Allí hay policías de guardia.

Me hallo a tres metros de la esquina cuando el haz del cíclope hace que me quede paralizado. El único faro del Mercedes dobla la esquina a dos manzanas de distancia y luego baja a toda velocidad por Front Street en dirección hacia donde yo estoy. Traquetea sobre los rieles del tranvía al cruzar C Street.

Rápidamente doy marcha atrás, en dirección a las sombras, apartándome de la luz, preguntándome si el conductor me habrá visto. Segundos más tarde vuelvo a estar acuclillado en el hueco de la tienda, sin escapatoria posible. El coche se detiene ante el semáforo del cruce con Broadway. Las luces que se reflejan en el parabrisas me impiden ver a los ocupantes. El vehículo sólo tiene un faro, pero éste tiene prendida la luz larga.

El semáforo se pone en verde. El coche no arranca inmediatamente, sino que permanece inmóvil en la intersección, sin nadie detrás. El conductor está sopesando las distintas alternativas, o quizá recibiendo instrucciones de quienquiera que vaya detrás.

Finalmente, el Mercedes sigue adelante y cruza la intersección. El haz de su único faro se desliza por la acera como una serpiente, y se detiene a poco más de un palmo de donde yo estoy acurrucado. Inicia el desvío hacia Broadway y su radio de giro es tan amplio que termina junto a la acera. Allí el Mercedes se detiene.

Permanece inmóvil durante varios segundos, con el motor al ralentí, con la cola sobresaliendo un poco por el carril derecho de Broadway.

Al fin, la portezuela del acompañante se abre y un tipo se apea. Es bajo, fornido, moreno, con el pelo largo por los lados y corto por arriba. Los cabellos que le quedan son de color naranja, sacado de un bote de tinte que no dio el resultado apetecido.

– ¿Quiere que mire por ahí, o por allá? -pregunta el tipo inclinado sobre el coche.

– La estación. -La voz de mando habla en español y procede de la parte posterior del vehículo.

El coche no se mueve. El tipo fornido, sí. Cierra la portezuela de golpe y, en vez de dirigirse hacia el paso de peatones, cruza la calle.

Ahora estoy atrapado en el hueco de la tienda. Lo único que puedo ver es la tintada ventanilla posterior del Mercedes. Me pregunto si el ocupante del coche estará mirando en mi dirección. Transcurre lo que parece una eternidad, pero que probablemente sólo son tres o cuatro minutos. El coche sigue estacionado en la esquina, con el motor al ralentí. El tipo del pelo color naranja regresa al fin, abre una de las portezuelas posteriores y se mete en el vehículo. Pero deja la portezuela abierta.

– Una vieja de la estación me ha dicho que lo había visto. Que corrió hacia aquí. Al otro lado de la calle. ¿Lo busco?

– No.

El tipo fornido cierra la portezuela y el coche se pone en marcha y se une al tráfico. Hace un pronunciado giro a la izquierda, de modo que durante unos segundos los pilotos traseros son visibles, junto con la placa de la matrícula, números verdes sobre fondo blanco. La matrícula no es nacional, es mexicana. Permanezco cinco minutos acurrucado en la sombra, pidiéndole a Dios que el Mercedes no regrese.

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