VEINTINUEVE

Por la tarde, Ryan llama a testificar a un taxista. Éste declara que el día del asesinato recogió a Jonah en la calle, a dos manzanas de la oficina de Susan, y que lo llevó hasta el estacionamiento de Spanish Landing. Todo esto antes de las tres de la tarde.

Lamentablemente, nadie vio a Jonah en el barco, ni puede testificar acerca del tiempo que estuvo en los muelles. Jonah nos ha dicho a Harry y a mí que se subió en su coche y empezó a conducir, sumido en un marasmo de ira y frustración. No logra recordar dónde estuvo antes de que la policía lo encontrase sentado en la playa, junto al Strand, con el coche mal estacionado en la autopista.

La única cosa positiva es que, durante la hora del almuerzo, Peltro nos llamó a su despacho para hablar acerca de la salud de Jonah. Como prometió, el doctor Karashi había llamado al juez y le había expuesto sus preocupaciones.

Como respuesta, Ryan ha llamado al jefe de Karashi. El médico residente desaparece así del caso. Ahora, el juez Peltro está obligado a esperar hasta que un médico más experto pueda reconocer a nuestro cliente. El médico personal de Jonah no estará localizable hasta esta noche.

El aspecto de Jonah empeora por momentos. Ha pasado la hora del almuerzo tumbado en el camastro de la celda de detención. Parece demacrado, y esta mañana Harry lo sorprendió aparentemente sin aliento. Jonah lo ha negado, y ha dicho que se siente bien, como si fuese su sacrosanto deber llegar hasta el final del juicio.

En un esfuerzo por apaciguar a Peltro, Ryan ha asegurado al tribunal que sólo llamará a un testigo más. Luego podrá suspenderse la vista hasta después del fin de semana. Según Ryan, Jonah puede descansar y ser reconocido a conciencia por todo un equipo médico.

– ¿Cómo se encuentra usted, señor Hale? -Peltro lo mira desde lo alto del estrado-. Si en algún momento desea tomarse un descanso, no tiene más que decirlo.

Jonah menea la cabeza y desecha la posibilidad con un ademán.

– Me siento bien, señoría. -Un certificado de buena salud emitido por mi propio cliente. Jonah considera que eso es lo que debe hacer. El estado intenta ejecutarlo, y Jonah se empeña en jugar limpio.

– ¿Estás seguro? -Harry le susurra la pregunta al oído.

– Estoy bien, de veras -dice Jonah lo bastante alto como para que todos los presentes en la sala de audiencias lo oigan, como si le irritase que Harry se entrometiese como una esposa fisgona.

Ryan lo mira. Por su gusto, ataría a Jonah al banquillo y le pondría unos palillos en los ojos para mantenérselos abiertos. Todo con tal de que el juicio siga. Lo último que Ryan desea es a un acusado que se sienta demasiado enfermo para continuar, lo cual puede conducir a la nulidad del juicio. El propio Peltro camina como sobre cáscaras de huevo, tratando de evitarlo.

Ryan puede estar terminando de exponer su caso, pero su último testigo es preocupante. Llama a Floyd Jeffers, el marinero que trabajó en el barco de Jonah, y al que éste, según su propio testimonio, lleva dos años sin ver.

Jeffers posee un cierto aire de alcohólico: está flaco, tiene el estómago algo hinchado y bolsas bajo los ojos. Su apariencia hace que uno sospeche que tiene el hígado corroído. Parece que le hayan cortado el pelo con unas tijeras de podar.

Lleva unos pantalones vaqueros nuevos, con el dobladillo recogido, algo que, sin duda, le ha comprado el condado para esta ocasión, y una camisa de algodón color amarillo, a juego con el tono de su piel. La camisa le está una talla grande por lo menos.

Es el tipo de testigo al que a ningún abogado se le ocurriría hacerle vestir de traje. Resultaría ridículo.

Ryan le hace decir su nombre y su dirección, para que conste en acta. Sospecho que la dirección es la de un hogar de acogida, probablemente relacionado con el centro de desintoxicación del condado.

Lo que me preocupa es el motivo que ha tenido Ryan para llamar a Jeffers como último testigo. La norma cardinal es que hay que terminar en un momento cumbre, dejando al jurado reflexionando sobre lo dicho por tu testigo estrella, con la esperanza de que a sus miembros se les pasen por alto los puntos débiles de la declaración.

– Señor Jeffers, voy a pedirle que mire usted al acusado, el señor Jonah Hale, y le diga al jurado si lo reconoce.

Jeffers mira a Jonah, sonríe, asiente con la cabeza e incluso le dirige un saludo con la mano. Lo que es peor, Jonah alza una mano y le devuelve el saludo.

– Es él -dice Jeffers, señalando a mi cliente con el índice.

– ¿O sea, que conoce usted al señor Hale?

– Sí.

– ¿Puede usted decirnos cómo lo conoció?

– Trabajé para él -dice Jeffers como si toda la sala debiera estar ya enterada de ello. Sin duda, ha repasado su testimonio hasta la saciedad con Ryan y su equipo.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Trabajé para él unos seis meses. Hace cosa de dos años.

– ¿Y en qué trabajaba usted?

– Como marinero -dice Jeffers-. Trabajaba en su barco. El Amanda.

– ¿Y en qué consistía su trabajo?

– En hacer un poco de todo.

Y en beber hasta cansarse, pienso yo.

– Me ocupaba del mantenimiento -sigue Jeffers-. Cuidaba de que todo estuviera a punto cuando zarpábamos. Le tenía listos los anzuelos cebados. Y cuando picaba un pez grande, yo manejaba el bichero.

– ¿Era usted el único marinero?

– No. Éramos dos. A veces tres, dependiendo del tiempo que hiciera. Eso fue en los primeros tiempos, cuando el señor Hale acababa de comprar el barco. A veces también contrataba a un patrón para que pilotase.

– ¿Se llevaba usted bien con el señor Hale?

– Oh, sí. Él era un buen hombre, y un buen jefe. Pagaba estupendamente. A veces, cuando yo no tenía otro sitio adonde ir, me dejaba dormir en el barco.

– ¿Le permitía a usted vivir a bordo?

– Desde luego. Lo hice durante unas cuantas semanas, durante el verano. Yo necesitaba un sitio en el que quedarme, y estaba sin blanca. Él me permitió quedarme allí, vigilándole el barco.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– Pues… -Jeffers reflexiona durante unos momentos. No es el típico testigo atolondrado-. Fue hace dos años. Me quedé en el barco unas cuantas semanas, eso fue todo. Hasta que reuní suficiente dinero para encontrarme un sitio.

– Mientras estuvo usted a bordo, ¿dónde vivía y dormía?

– Hay un camarote de buen tamaño, y otro más pequeño en la parte delantera del barco. Yo dormía en él.

– Y supongo que mientras estuvo viviendo en el barco, llevó allí algunas de sus pertenencias personales, ¿no? -Por como Ryan lo dice, haciendo énfasis en lo de pertenencias personales, parece que se trate de una especie de clave.

– Pues sí -dice Jeffers-. Fue entonces cuando subí a bordo la pistola.

– ¿Pistola? -pregunta Ryan-. ¿Qué pistola?

– Señoría, protesto. -Me levanto de mi sillón como impulsado por un resorte-. Quisiera tener la oportunidad de someter al testigo a un interrogatorio preliminar.

– Señoría, el testigo figuraba en la lista -dice Ryan-. Si la defensa deseaba interrogarlo, tuvo sobradas oportunidades de hacerlo.

– Si la fiscalía se halla en poder de una pistola, debería haberlo anunciado.

– ¿Tiene usted la pistola? -pregunta Peltro.

Ryan niega con la cabeza.

– No tengo ninguna pistola, señoría. Pero el testigo puede contarnos dónde se hallaba el arma la última vez que la vio.

Como un torpedo surgiendo entre la niebla en aguas calmadas, la estrategia de la fiscalía se me aparece con toda nitidez, demasiado tarde para hacer algo. Ése es el motivo de que Ryan deseara que Susan explicase al jurado lo de que ella había llevado a Jonah en el coche a su oficina aquel día, después de nuestra reunión, y lo de que el coche de Jonah estaba en los muelles. La hipótesis de Ryan, su teoría, es que el arma del crimen también estaba allí. Ahora, tras el testimonio del taxista, sitúa a Jonah de nuevo en el muelle con tiempo sobrado para dirigirse en coche a la oficina de Suade y matarla.

– Voy a desestimar la protesta -dice Peltro-. Puede usted contestar a la pregunta.

– Háblenos de esa pistola -dice Ryan.

– Era una pequeña semiautomática. -Jeffers describe el arma como si lo hubiera ensayado, cosa que sin duda ha hecho.

– ¿Por qué subió usted esa arma a bordo del barco?

– La utilizábamos con algunos de los peces mayores -dice Jeffers-. Recuerdo un tiburón, que debía de medir más de cuatro metros. Lo teníamos al costado del barco, aún en el agua. Estaba agitándose y dando coletazos. Así que, para poder subirlo a bordo, cogimos la pistola y le pegamos un tiro.

– Habla usted en plural. ¿Sabía el señor Hale que a bordo de su barco había una arma de fuego?

– Señoría, tengo que protestar.

– Se desestima la protesta -dice Peltro.

– Sí, claro -dice Jeffers-. Yo le enseñé dónde la guardaba.

Me esfuerzo al máximo en no mirar a Jonah, aunque desde la tribuna del jurado, doce pares de ojos están taladrando a mi cliente.

– ¿Recuerda usted de qué clase de pistola se trataba? -pregunta Ryan -. ¿La marca o el calibre?

– No recuerdo la marca -dice Jeffers-. Pero el calibre era tres ochenta -asiente el testigo con la cabeza, muy satisfecho.

Cuando al fin miro a Jonah, siento una terrible sensación de vacío en el estómago, motivada no tanto por lo que Jeffers está diciendo como por la expresión de mi cliente, que dice a las claras: «Ah, sí. Es cierto.»

– Una última pregunta -dice Ryan-. ¿Recuerda usted qué ocurrió con esa pistola?

– Sí. Cuando me despedí la dejé en el barco del señor Hale.

Ryan se vuelve hacia mí y me dice:

– Su testigo.

Yo estoy ansioso por interrogarlo. Llego al podio antes de que Ryan haya terminado de recoger sus papeles.

– Señor Jeffers, ¿tiene usted antecedentes?

– ¿Perdón…?

– ¿Tiene usted antecedentes policiales?

Jeffers mira a Ryan.

– ¿Tengo que responder a eso? -Ryan asiente con la cabeza-. Sí. Me han arrestado, si se refiere usted a eso.

– ¿No es más cierto que es usted un delincuente convicto? ¿Que fue enviado a cumplir condena a la penitenciaría estatal de Folsom? ¿Que cumplió usted más de un año por haber robado a un antiguo patrono?

Harry y yo habíamos estudiado los antecedentes penales de Jeffers, aunque en ningún momento se nos ocurrió que fueran a citarlo como testigo. Incluso habíamos conseguido hacernos con copias de los registros de los arrestos, así que al menos conocemos algunos de los detalles de su condena.

– ¿Cómo se hizo con la pistola que ha mencionado usted en su testimonio?

– Se la compré a un amigo -dice Jeffers.

– ¿Cuándo?

Jeffers tiene que reflexionar un momento. Mira hacia el techo.

– Creo que fue cuatro o cinco meses antes de entrar a trabajar para el señor Hale -responde finalmente.

– ¿A quién se la compró? ¿Cómo se llama ese amigo?

– Maxwell Williams. -Jeffers no vacila al responder, como si esperase mi pregunta. Es evidente que Ryan lo ha aleccionado.

– ¿Y de qué conocía usted a ese Maxwell Williams?

– De la cárcel.

– ¿Y cómo consiguió esa pistola?

– No lo sé.

– ¿Cuánto dinero pagó usted por la pistola que ha mencionado en su testimonio?

– Doscientos dólares -dice Jeffers.

– ¿Cómo los pagó? ¿Con un cheque, en efectivo, o bien su amigo aceptaba tarjetas de crédito?

– Pagué en efectivo.

– Eso es un montón de dinero para alguien que ni siquiera puede permitirse pagar el precio de una habitación de motel.

– Necesitaba la pistola como protección.

– ¿De quién quería protegerse?

– Vivir en la calle puede resultar peligroso.

Lo malo de este testigo es que todo lo que dice suena a verdadero. Veo en los ojos de Jeffers que éste sabe adónde pretendo ir a parar. ¿Por qué un hombre que está sin blanca, y que se gasta doscientos dólares en comprar una pistola, va a dejársela en el barco de su patrono cuando se despide? Así que no es ése el camino que tomo.

– Señor Jeffers… ¿Sabía que el hecho de que un ex presidiario posea una arma constituye una violación de las leyes federales?

– Sí que lo sé -dice Jeffers-. Me enteré de ello. Por eso, cuando me despedí le dije al señor Hale que dejaba la pistola en su barco.

Éste es uno de los motivos por los que uno nunca debe tratar de sorprender a un testigo.

– Lo olvidé por completo -dice Jonah a Harry en voz alta sin que a nosotros nos sea posible impedírselo-. La tiré. La arrojé por la borda cuando Amanda comenzó a ir por el barco.

La sala de audiencias se convierte en un hervidero de rumores. Peltro da repetidos golpes con la maza, exigiendo orden.

– Haga usted callar a su cliente, señor Madriani.

– De veras que lo olvidé. -Jonah sigue intentando convencer a Harry.

– Señor Hale, silencio -dice el juez.

Éstas son las últimas palabras que pronuncia el juez antes de que Jonah se derrumbe sobre la mesa de la defensa, como un peso muerto, como un melón estrellándose contra una pared.

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