ONCE

Esta mañana nos dirigimos hacia el centro de la ciudad, alejándonos de la subestación de policía de Imperial Beach. Hacemos esto para esquivar a los medios, que ahora ya han montado el círculo habitual. El asesinato de Suade está adquiriendo una dinámica peligrosa.

Tal vez en vida Zolanda tuvo un pasado discutible, pero tras su muerte la mujer está alcanzando proporciones de figura mítica. Ya han hablado de su muerte en los noticieros nacionales, no los de la televisión por cable, sino los de las principales cadenas. Su asesinato fue aireado como el último crimen importante en contra de las mujeres.

Da la sensación de que en la actualidad todo crimen de alguna relevancia adquiere dimensiones nacionales. Bien venidos a la aldea electrónica. Si tu asesinato cosecha el suficiente número de imágenes digitales en el millón de canales por cable que son la bendición de nuestro país, tu óbito tiene posibilidades de entrar en esa lotería cuyo primer premio es el calificativo de «crimen del siglo».

La teoría más extendida es que el asesinato de Suade lo cometió un marido demente, algún varón blanco de mediana edad, el marido de una de las mujeres que se hallan protegidas por la organización de Zolanda.

Pero lamentablemente para nosotros, la policía está a punto de tirar por tierra esa teoría. Esta mañana recibí la llamada que todos los abogados temen.

– ¿Está usted dispuesto a traernos a su cliente?

La llamada fue un obsequio de Floyd Avery, teniente de homicidios. La alternativa era que arrestasen a Jonah en su casa, frente a todos sus vecinos y con unidades móviles de televisión estacionadas frente a la puerta.

Jonah llevaba más de una semana bajo vigilancia. Coches sin distintivos oficiales estacionados frente a su casa, una fuerte escolta de personal del sheriff cada vez que Jonah se acercaba a su barco, que lleva desde la mañana siguiente al asesinato inmovilizado en el muelle por una orden judicial de registro.

Si él hubiese puesto el pie en algún otro barco o se hubiera hecho a la mar con alguno de sus amigotes -cuyo número, por cierto, no deja de disminuir-, estoy seguro de que la Guardia Costera los hubiese interceptado antes de que salieran de la bahía.

Mary va en el asiento posterior, junto a Jonah. Harry conduce. Para esta ocasión estamos utilizando el Cadillac de Jonah, ya que ni mi vehículo ni el de Harry están a la altura. El coche deportivo de mi cliente, un Explorer verde oscuro, ha sido confiscado por la policía y llevado al depósito municipal para ser sometido a análisis. Estarán usando el aspirador en los asientos para buscar el otro casquillo de bala, el que no encontraron en el lugar de los hechos.

– Quizá si yo hubiera hablado con la policía, ellos no habrían hecho esto -dice Jonah.

– No lo creas -respondo.

– ¿Por qué han decidido arrestarme? ¿Porque dije cosas que no sentía?

– No lo sé. Pero hablar con los investigadores no sería ninguna ayuda. No te conviene abrir la boca hasta que sepamos cuáles son las pruebas que hay en tu contra.

– Y puede que eso no lo averigüemos hasta que se celebre el juicio -dice Harry.

– ¿Qué pruebas pueden tener? -pregunta Mary-. Él no lo hizo.

El pétreo silencio que se produce a continuación de éstas palabras hace que Jonah me mire.

– No estoy seguro de que Paul nos crea, cariño. Yo no la maté. -Se ha echado hacia adelante y ha hablado con convicción. Luego se retrepa en el mullido cuero-. Zolanda merecía morir, pero yo no lo hice.

– Vaya, eso es fantástico -comenta Harry-. Díselo a la policía.

– ¿El qué? ¿Lo de que yo no lo hice?

– No. Lo de que «Zolanda merecía morir» -responde Harry-. El fiscal sólo tardaría un par de segundos en convertir eso en una admisión de culpabilidad.

– Nunca se me ocurriría decírselo al fiscal -dice Jonah.

– Es un alivio -responde Harry.

– ¿Lo dejarán en libertad bajo fianza? -pregunta Mary.

– No lo sé. Solicitaremos una audiencia. -Pero añado que la decisión dependerá del juez. Sospecho que, debido a la proximidad de la frontera, a la desahogada posición financiera de Jonah, y al hecho de que se trata de un delito capital, la decisión puede ser negativa. Pero decido que no es momento de aumentar con esto las preocupaciones de Mary.

– Tiene que haber alguien que te viera esa noche -le dice ella a su marido-. Haz memoria. Trata de recordar.

– Lo he hecho una y otra vez -dice Jonah. Se siente cansado, y su rostro está surcado por arrugas de preocupación. Representa los años que tiene y unos cuantos más.

– ¿Ni siquiera te paraste a tomar café? -pregunta ella.

– No. Lo único que hice fue conducir.

– Pero si tuvieras una coartada…

– El caso es que no la tengo.

Mary no es ninguna tímida violeta. Debe de tener diez años menos que Jonah, cabello rubio que estoy seguro de que es teñido, y lleva maquillaje para cubrir las arrugas de la edad. Es una mujer alta, de casi metro setenta y cinco, y más bien corpulenta.

– Yo podría declarar que estaba conmigo a la hora del asesinato. -Se echa hacia adelante, y agarra con las manos el respaldo de mi asiento. Los nudillos se le blanquean. La expresión de su rostro es la de una mujer desesperada.

– No me parece buena idea -digo.

– A mí nadie me lo ha preguntado, y yo no he declarado que no estaba con él.

– Pero a él le preguntaron cuánto tiempo llevaba en la playa.

– Pudo haberse equivocado porque se sentía confuso.

– Entonces se preguntarían por qué esperó usted tanto antes de ofrecer esa coartada para su esposo.

– Me encontraba en estado de shock -dice ella-. No me era posible pensar con claridad.

– Bien -dice Harry-. Seguro que eso colará. -Me mira por el rabillo del ojo.

– Si él estaba contigo, ¿a qué hora se fue a dar un paseo, el que lo condujo hasta la playa? -Me vuelvo hacia ella y la miro con las cejas enarcadas.

– No lo sé. No me acuerdo.

– ¿Y qué estuvisteis haciendo los dos en la casa hasta que él se marchó?

No obtengo respuesta.

– ¿Adónde te dijo que se iba cuando se fue? ¿Por qué se marchó?

Ella comienza a mirarme con malos ojos. No le parece bien que le haga preguntas que no puede contestar.

– ¿Estaba contigo?

Ella vacila.

– Ahora soy yo el que te lo pregunta a ti. ¿Estaba contigo?

– No.

Me vuelvo de nuevo hacia adelante y me arrellano en el asiento. La policía y el jurado verían las palabras de Mary como lo que realmente son: el desesperado intento de una mujer de salvar a su marido. El hecho de que Mary considerase necesario cometer perjurio haría que todos llegaran a la conclusión de que si ella mentía era porque pensaba que su esposo era culpable.

– Además, no sabemos la hora exacta de la muerte de Suade -digo-. Eso dificulta aún más cualquier coartada.

– Es cierto -asiente Harry-. Usted pudo ser la última persona a la que vio antes de liarse a tiros -lo dice mirándome, con un ojo en la calle.

Más de una vez ha cruzado por mi mente la idea de que los técnicos del sheriff pueden haber encontrado mis huellas dactilares en la tienda de Suade. He estado ensayando mi respuesta para el caso de que me pregunten. Estoy dispuesto a decirles que vi a Suade y hablé con ella aquella mañana. De lo que no estoy tan seguro es de si estoy dispuesto a hablar del tema de nuestra charla, ya que esto podría ser considerado el motivo de Jonah para matarla. Así que si me lo preguntasen me acogería al privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente.

– No disponemos de mucho tiempo para hablar -les digo-. Hay una cosa. Cierta información. ¿Alguno de vosotros oyó a Jessica mencionar a un hombre llamado Esteban Ontaveroz?

Mary mira a Jonah. La veo por el espejo de cortesía de detrás de la visera parasol, que he bajado.

Jonah parece desconcertado y niega con la cabeza.

– ¿Es uno de sus novios? -pregunta.

– Tal vez.

– Nunca llegué a conocer a ninguno de los hombres con los que ella salía -dice él-. Y bien sabe Dios que los hubo en cantidad.

– ¿Quién es ese Ontaveroz? -pregunta Mary.

– En estos momentos no tenéis que preocuparos por ello. Pero ¿estáis seguros de que nunca la oísteis mencionar ese nombre?

Los dos niegan con la cabeza.

El trayecto se hace más y más sombrío según nos acercamos al centro de la ciudad, como si el destino de nuestro viaje fuera la guillotina. Harry se mete por Front Street, a una manzana de los juzgados, y se detiene frente a la nueva cárcel del condado. Nos deja en la acera y él se va a estacionar el coche.

Jonah se llena los pulmones de aire cuando ve la puerta de acero y cristal de la entrada.

– ¿Te encuentras bien? -pregunto.

Está pálido y su aspecto es el de un hombre derrotado: hombros caídos, espalda encorvada, mechones del escaso cabello agitándose a impulsos de la brisa.

Jonah asiente con la cabeza.

– Estoy bien. -Luego se me acerca y me susurra al oído-: Llévala a casa. -Por un momento creo que se refiere a su nieta, Amanda. Luego me doy cuenta de que está hablando de Mary-. Sácala de esto lo antes posible.

Asiento con la cabeza.

– Tenemos una vecina que la atenderá -dice él.

– No necesito que nadie me atienda -dice Mary, que ha oído las palabras de su esposo-. Sé cuidar de mí misma.

– Ya lo sé -dice él. Aparta la mirada de Mary y la fija en la puerta de acero inoxidable. Leo en sus ojos el temor a lo que puede aguardarle dentro del edificio.

Yo me adelanto, abro la puerta y entro, haciendo las veces de escudo sicológico. Mary me sigue, y Jonah va cerrando la marcha.

Cuando me vuelvo advierto que, nada más traspasar el umbral, Jonah vacila. Por un instante temo que vaya a derrumbarse o a dar media vuelta. Desando un par de pasos y lo agarro por un codo, como para darle fuerzas.

– No te preocupes -me dice-. Estoy bien.

El vestíbulo público es aséptico, está brillantemente iluminado, y una de las paredes es una gruesa partición de vidrio a prueba de balas, tras la cual se afanan los adláteres del sheriff.

Avery nos espera. Nos ve a través del cristal, y los guardas carcelarios le franquean el paso a una especie de compartimento estanco, una pequeña recámara no mucho mayor que una cabina telefónica, con puertas de acero a cada lado. Una de ellas ha de estar cerrada antes de que la otra pueda abrirse.

Cuando accede a nuestro lado del vestíbulo, la expresión de Avery es seria.

– Señor Madriani.

Asiento con la cabeza.

– Pase por aquí, señor Hale. -Avery nos indica a Mary y a mí que lo sigamos.

En estos momentos, Harry ya se ha reunido con nosotros, y pasamos de dos en dos a través del compartimento estanco, Avery y Jonah, Mary y yo, y Harry haciendo de non. Mi socio hace que suene un zumbador y queda atrapado en la cabina.

– ¿Qué lleva en los bolsillos? -pregunta un guardia por el sistema de megafonía.

Harry rebusca en sus bolsillos y saca un llavero y una pequeña navaja.

– Póngalo todo en la bandeja -dice el altavoz.

Asoma una bandeja de acero inoxidable y Harry deposita sus cosas en ella. La bandeja desaparece con la misma rapidez con que ha aparecido. Harry prueba de nuevo a abrir la puerta y esta vez lo consigue.

Como si fuéramos por el corredor de la muerte, caminamos por el pasillo bajo la atenta mirada de los guardias del otro lado del cristal. Avery abre marcha, dobla un recodo y llegamos a la zona de recepción. Allí nos recibe un hombre de mediana edad, fornido y calvo, que viste uniforme de alguacil y lleva unas botas en las que están remetidas las perneras de los pantalones. De su cintura cuelga un manojo de llaves. Avanza hacia Jonah.

– Échese hacia adelante, con las manos en la pared.

Jonah me mira. Yo no puedo hacer más que asentir.

– Dentro de un momento le leeré sus derechos -dice Avery.

El guardia coloca a Jonah en posición. Le separa los pies y le registra los bolsillos. Mete en un sobre todo lo que encuentra.

– Eso es su medicina para la tensión -dice Mary-. La necesita.

– Nos ocuparemos de que la tome -dice Avery.

El guardia hace que Jonah se enderece y luego lo esposa con las manos a la espalda.

– ¿Es eso necesario? -pregunto.

– Es la norma -responde el guardia.

Cuando nosotros nos marchemos, lo harán desnudarse, probablemente le registrarán las cavidades corporales, lo obligarán a ducharse, lo necesite o no, y le darán un mono carcelario.

– ¿Podemos hablar un momento antes de que se lo lleve?

El guardia mira a Avery antes de contestar.

– Pueden meterse ahí. -Avery señala una de las celdas de detención, una habitación de hormigón con una gruesa ventanilla de cristal blindado y puerta de acero.

– Harry, ¿por qué no te llevas a Mary al coche?

– No, quiero quedarme.

– Es preferible que te vayas -le digo.

Ella va a oponerse, pero Jonah la interrumpe.

– Me lo prometiste -dice-. Me prometiste que no harías escenas.

Ella se echa a llorar, avanza un paso y rodea con los brazos a su marido. Él no puede corresponder al abrazo, pero la besa en la mejilla y le acaricia el cuello con la barbilla. El abrazo de Mary es como un cepo cerrado en torno a él. Ella casi le hace perder el equilibrio, y el guardia tiene que agarrarlo por un codo para que no se caiga. Harry se adelanta y coge a Mary por un brazo. Jonah le susurra algo al oído, pero sus palabras llegan hasta nosotros.

– No te preocupes -dice. Ahora hay lágrimas en su rostro y yo no sé a ciencia cierta si son de él o de ella.

Suavemente, Harry obliga a Mary a soltar a su esposo y finalmente los separa. Cuando se dirige hacia la puerta, los labios de la mujer dibujan las palabras «Te quiero». Su cuerpo se mueve en una dirección mientras la cabeza permanece vuelta en la dirección contraria. Alza la mano libre en ademán de adiós.

Tras el cristal de la cabina de control, un guardia acciona el zumbador, y cuando vuelvo a mirar hacia la puerta, Mary y Harry ya han desaparecido.

Avery hace seña al guardia de que abra la pequeña celda de detención. Jonah y yo entramos en ella y la puerta se cierra a nuestra espalda.

– ¿Seguro que estás bien?

Él asiente con la cabeza.

Estoy preocupado. Jonah sufre de tensión alta. Al menos en dos ocasiones lo han tenido que hospitalizar para controlársela. Ése es uno de los argumentos que aduciré ante el tribunal, que su salud estará mejor protegida en su casa que aquí.

– Sólo una última cosa -le digo. Lo miro fijamente a los ojos. Parece ofuscado. No estoy seguro de que me oiga-. Siéntate. -Lo ayudo a acomodarse en el duro banco de acero que está atornillado al suelo-. No hables con nadie, ni respondas a ninguna pregunta. Ni del sheriff, ni del fiscal. No tienen derecho a interrogarte. ¿Entendido?

Él asiente con la cabeza.

– Y, lo que es aún más importante -continúo-, no les digas nada a los otros prisioneros. Puede que te metan en una celda con otro hombre. Mantén la distancia. No te muestres demasiado cordial. Si dices algo a la ligera, pueden desvirtuarlo y utilizarlo luego contra ti. No digas más que hola y adiós. No hables del caso ni de ninguno de sus detalles con nadie. Sólo conmigo y con Harry. ¿Está claro?

– Sí.

– Estupendo. Trataré de que la audiencia para conseguirte la libertad bajo fianza se celebre lo antes posible.

– ¿Crees que hay alguna posibilidad?

– No lo sé. ¿Necesitas algo?

– Mi medicina -dice él-. Y quizá algo para leer.

– Yo te lo traeré.

– Gracias. Supongo que esto es todo. ¿Volverás?

– Mañana. Para ver cómo estás.

Treinta segundos más tarde, el guardia ya está fichándolo, y Avery me acompaña al exterior.

– Una situación trágica -me dice-. Lamento que las cosas tengan que ser así. -De pie en el vestíbulo, con las llaves de su coche entre las manos, Avery me mira con la fría expresión habitual en los policías. Cosas que pasan. Sin embargo, sospecho que, en la escala de uno a diez de la maldad y la peligrosidad de los detenidos, Avery calificaría a Jonah con la nota más baja-. Parece buen hombre -continúa-. Lástima que hiciera lo que hizo.

– Parece estar usted muy seguro.

– Si no lo estuviera, no lo habríamos arrestado.

– Eso cuénteselo al jurado, porque yo no me lo creo.

– Las pruebas son irrebatibles.

Lo miro inquisitivamente.

– No irá usted a negar que el señor Hale formuló amenazas contra Suade unas horas antes de que la mujer muriese.

– La mitad de los habitantes de la ciudad están clavando alfileres en muñecas que llevan el nombre de Suade.

– El señor Hale no tiene coartada. No puede justificar dónde estuvo en el momento del crimen. Y el cigarro, el que encontramos en el lugar de los hechos. Era idéntico al que Brower nos entregó. Dijo que el señor Hale se lo había dado. ¿No es cierto que su cliente repartió puros mientras estaba con ustedes en el bufete?

– Hay mucha gente que fuma cigarros.

– No de esa clase -dice Avery-. Son muy raros. Cubanos. De contrabando. Sólo se venden en el mercado negro. Cuando ganó la lotería, su cliente no debió adquirir hábitos tan costosos. Encontramos una caja de esos cigarros en su casa, en el escritorio de su estudio, y un recibo de la tienda en que los compró. Hemos hablado con el propietario. El hombre está muy inquieto. No quiere problemas con los de aduanas. El señor Hale es el único que compra esa marca en particular. Cuando los analistas del laboratorio terminen sus pruebas, nos será posible decir hasta en qué campo cubano fue cultivado el tabaco. -Me dirige una sonrisa de satisfacción, como Morgan Freeman en una escena en la que él ha tenido la última palabra-. ¿Quiere algo más? -Avery se lo está pasando en grande amargándome el día-. Tenemos pruebas físicas. En las ropas de su cliente y en su coche encontramos sangre y otras cosas. Idénticas a las que encontramos en la víctima. ¿Quiere usted un consejo?

Sin esperar mi respuesta, Avery prosigue:

– Debe usted llegar a un acuerdo con el fiscal cuanto antes. El señor Hale es un agradable anciano. No quisiera verlo pasar el resto de sus días entre rejas… o algo peor.

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