OCHO

Eran pasadas las seis para cuando terminé en la oficina. Papeleo atrasado y devolver llamadas telefónicas. El sol se había ocultado tras las grandes palmeras que rodean el Del Coronado, y parecía una enorme pelota de playa color naranja suspendida sobre el horizonte.

El tráfico de hora punta atestaba Orange Avenue en ambos sentidos. Volví a casa dando un rodeo y tardé cinco minutos en llegar.

La canguro había recogido a Sarah y su coche seguía aparcado frente a la casa cuando yo llegué. Mi hija tiene once años y no me gusta que vuelva sola a casa del colegio. Esperaba ver también el Ford azul de Susan allí estacionado, pero no estaba. Me pregunté si habría terminado con Jonah.

Antes de que yo tuviera tiempo de abrir la portezuela, Sarah bajó a la carrera los peldaños de la puerta delantera y se dirigió hacia el coche. La canguro iba tras ella, bolso en mano.

– Vuelves temprano. -Me recibe con una gran sonrisa y un abrazo, su suave mejilla contra mi rasposa barba de media tarde.

– Pensé que no estaría mal que esta noche fuéramos al cine.

– ¿De veras?-Los ojos se le iluminan.

– Es viernes.

Ella se pone a dar brincos y a gritar yupi.

– ¿Qué te apetece ver? -pregunto.

– Pues no sé. En el cineplex del centro comercial ponen una peli que dicen que es de mucha risa.

A Sarah todavía le gustan las astracanadas. Me pregunto cuándo superará esta fase y a veces me estremezco al pensar en lo que vendrá a continuación. Me encantan los ensueños infantiles que en estos momentos parecen desprenderse del brillo de sus ojos. Parece como si cada edad sea una nueva aventura, una etapa en la cual me gustaría que Sarah se quedara. Pero luego pasa a la siguiente fase y yo me siento aún más encantado. Algunos amigos me dicen que no se cambiarían por mí, pues aún me queda por delante la terrible experiencia de tener una hija adolescente. Supongo que la ignorancia es una bendición. Cada cosa a su tiempo.

– ¿Por qué no miras el periódico mientras me cambio? -le propongo.

– ¿Le pedirás a Susan que nos acompañe?

– No sé. ¿A ti te apetece?

– Tú decides.

– Creo que mejor vamos tú y yo solos.

Sarah sonríe, pecas en las mejillas y espacios entre los dientes. Una cita con papá.

Cojo del buzón de enfrente de la casa el periódico, un tabloide vespertino, y la correspondencia, y les echo un vistazo a los sobres. Casi todo son facturas.

Peggie Connelly está enfrente de la puerta principal, aguardándome. Peggie tiene veintisiete años. Cursa estudios de posgrado en la universidad, y ha escogido la especialidad de desarrollo infantil en los primeros años de vida. La conocí gracias a Susan. Para conseguir un poco de dinero, durante la semana hace de canguro para un par de familias, y recoge a Sarah después de clase. Peggie es una especie de madre de alquiler para mi hija. Pasan las tardes juntas y comparte con ella el tiempo de ocio, cosa que a mí no me es posible hacer.

– ¿Nos vemos el lunes a la misma hora?

– Desde luego. Pasa a recogerla como siempre.

Ella asiente con la cabeza, sonríe, y se encamina hacia su coche.

Tardo menos de un minuto en oír los mensajes telefónicos. El primero es de un tipo que intenta vender revestimientos de aluminio. El segundo es un mensaje de Harry pidiéndome que lo llame en cuanto llegue a casa. El rumor que se oye de fondo parece ruido de tráfico, como si me hubiera llamado desde un teléfono público. Le he dicho un montón de veces que se compre un móvil, pero Harry se resiste a las nuevas tecnologías.

Marco su número. No obtengo respuesta.

Minutos más tarde lo intento de nuevo. Esta vez le dejo un mensaje en el contestador automático: «Soy Paul. Recibí tu mensaje. Siento no haberte localizado. Esta noche volveré a casa a eso de las diez. Voy a llevar a Sarah a ver una película en el centro comercial. Ojalá pudieras acompañarnos. -Me río-. Te llamaré en cuanto vuelva a casa.» Después de esto, cuelgo.

Diez minutos más tarde, ya me he mudado de ropa. Polo, vaqueros y mocasines.

Sarah entra en mi habitación con el periódico en la mano.

– ¿Qué tal si cenamos en el centro comercial y luego nos metemos en el cine? -propongo.

– Estupendo.

– ¿Qué te apetece cenar?

– Pizza de queso y coca-cola.

Sarah sonríe y me dirige una de esas miradas tan suyas, como diciéndome: «No te quejes, me lo prometiste.»

– ¿Qué tal en el colegio?

– Bien.

– ¿Qué hiciste hoy? -Me paso un peine por el pelo frente al espejo del tocador y miro a Sarah reflejada en él. Ella está tumbada en la cama, con los codos sobre el cobertor y la barbilla apoyada en las manos.

– Nada de particular.

Sacarle a Sarah una explicación es como sacarle un diente.

– Pasaste allí seis horas. Algo habrás hecho.

– Nos pusieron un examen de matemáticas.

– ¿Qué tal te fue?

– Me pusieron un sobresaliente. -Lo dice sin darle importancia, como si no fuera gran cosa. Hace un año, lo máximo que conseguía era aprobados. Luego yo comencé a ayudarla. Lo que le enseñé, más que matemáticas, fue que ella tenía un buen cerebro y que si aprendía a usarlo, podía obtener excelentes resultados.

– Vaya, estupendo.

Sarah ha alcanzado al fin la etapa en la que se comprende la correlación entre estudiar y obtener buenas notas y que existe una recompensa al trabajo. Ciertos niños nunca lo descubren. Otros, simplemente, suponen que no tienen lo que hay que tener, y llegan a la conclusión de que no pueden competir. Se valoran poco y abandonan sin haberlo intentado realmente.

Me peino con el pelo hacia adelante, sobre la frente, como en los años cincuenta. Me vuelvo para que Sarah me contemple y ella se monda de risa. Sarah es público agradecido para las payasadas.

– Te está fenómeno -dice. Me peino como es debido.

– Larguémonos antes de que suene el teléfono -me dice mi hija.

– A la orden. -Salimos por la puerta.


Lo que sirven en la Food Fair no es lo que yo considero una cena como es debido. Mi padre nunca hubiera venido a un sitio como éste. Él pertenecía a una época anterior a la comida rápida. Pero esta noche Sarah y yo nos sentamos a una mesa bajo el enorme techo del centro comercial, junto a un centenar de otros padres e hijos que cortan pizzas de queso con cuchillos de plástico. A Sarah le gusta la pizza sin nada, sólo con una especie de queso blanco que parece goma y no sabe mucho mejor. Nada de verdura. Ni siquiera perejil. La verdura es veneno.

Tardamos en cenar nada más que diez minutos. Pasamos el siguiente cuarto de hora haciendo cola para sacar las entradas. Le damos un buen mordisco a nuestros ahorros para conseguir que nos dejen entrar en el cine y luego nos endeudamos hasta las cejas comprando palomitas. Una vez dentro, pasamos una hora viendo tráilers, suficientes escenas de acción como para que uno se maree, con el sonido a un volumen estruendoso, capaz de resucitar a los muertos. Por los precios que cobran, deberían dar tapones para los oídos y parches para los ojos.

Finalmente comienza la película. Sarah no deja de comer palomitas. Yo me arrellano en la butaca, con la cabeza en el respaldo y las rodillas contra el asiento de delante. Cuando ya me he metido tanto como Sarah en el argumento, noto una mano en el hombro. Me enderezo en el asiento y de pronto noto en la oreja el cálido aliento de un susurro.

– Paul.

Me vuelvo. Es Harry.

– Oiga, señor, estoy tratando de ver la película. -La mujer sentada a mi espalda mira a Harry con irritación.

Mi socio está frente a ella, probablemente pisándole los pies, metido entre las dos filas de asientos.

– Perdone, señora. Se trata de una emergencia.

– ¿Por qué no hablan fuera?

– Eso quiero hacer. -Harry parece estar sin aliento-. Tenemos que hablar. -Señala hacia la salida.

Sarah me mira y pone los ojos en blanco, como si ya hubiera supuesto que la cosa era demasiado buena para durar.

Le doy una palmadita en la rodilla.

– Tranquila, bonita. Vuelvo en seguida.

– Sí, seguro.

Yendo hacia el pasillo, molesto a todos los de la fila, y luego sigo a Harry en dirección a la salida. Ya al otro lado de la puerta, él no se detiene, sino que continúa andando en dirección al vestíbulo.

– ¿Por qué no hablamos aquí?

– Porque no estoy solo -me dice Harry-. Tenemos un problema. La policía ha encontrado a Suade. Hace unas horas.

– ¿A qué te refieres?

– Está muerta -anuncia Harry.

– ¿Qué? ¿Cómo?

– Ignoro los detalles. Pero apostaría lo que fuese a que no se trató de un ataque al corazón.

– ¿Cuándo fue?

– No sé. A última hora de la tarde o a primera hora de la noche. No están seguros. Encontraron el cuerpo hace unas horas. Pero lo peor no es eso.

– ¿A qué te refieres?

– No sé dónde está Jonah.

– Estaba contigo, en la oficina de Susan.

– Lamentablemente, no fue así. Por eso te llamé a casa. Jonah salió hecho una fiera de la oficina de McKay a los pocos minutos de llegar. Uno de los abogados de McKay estuvo de acuerdo contigo en que la información de Jonah no era suficiente para conseguir que Suade fuera declarada en desacato. El tipo le dijo a Jonah que el departamento no podía hacer nada.

»Jonah se cabreó y dijo un montón de cosas indebidas. Luego se fue hecho una furia.

– Maldita sea.

– Lo siento.

– No es culpa tuya. Debí ir contigo.

– No habría servido de nada -dice Harry-. Créeme. Cuando ese viejo se cabrea, no hay nada que pueda calmarlo, salvo un buen porrazo en la cabeza. Para cuando salí a la calle, él ya se había marchado. Se montó en un taxi y desapareció.

– ¿A qué hora fue eso?

Harry se rasca la nuca y reflexiona durante unos momentos.

– A eso de las dos. Quizá a las dos y cuarto. Cuando llegué a casa, llamé a su mujer. Ella no lo había visto. Fue entonces cuando comencé a preocuparme. Jonah había dicho cosas bastante fuertes. Ya lo oíste en tu despacho esta mañana.

– ¿Lo buscaste en su barco?

– Sí. No estaba allí. Y tampoco vi su coche.

– Entonces, él pasó a recogerlo -le digo:-. Esta mañana, yo llevé a Jonah a la oficina. Él dejó su coche en el estacionamiento del puerto deportivo. Yo pensaba llevarlo otra vez allí después de la reunión, pero lo olvidé.

Cuando llegamos al vestíbulo comprendo por qué hemos ido hasta aquí. Susan está junto a la taquilla, junto al detective Brower. Susan se retuerce las manos, hecha un manojo de nervios.

– ¿Sabes ya lo que ha sucedido? -me pregunta en cuanto me ve.

– Sí.

– Traté de hablar con él, pero Jonah no atendía a razones. El abogado le dijo…

– Sí, ya sé. Harry me lo ha contado. ¿Cómo averiguasteis lo de Suade?

Brower responde por ella:

– Lo escuché por la radio del coche. En la frecuencia de la policía.

– ¿Cuándo? ¿A qué hora?

– Pues no lo sé. -Brower mira a Susan-. Yo regresaba de mi cita de trabajo en la parte este del condado. Serían las cinco y media o las seis. Llamé a la oficina desde el teléfono móvil del coche. Hablé con Susan, con la señora McKay. Ella aún no se había enterado de nada.

– No sé si los medios habrán difundido ya la noticia -dice Susan.

Por las expresiones de todos ellos, me doy cuenta de que están pensando lo mismo que yo: ¿dónde estaba Jonah?

– ¿Informaron sobre la causa de la muerte? -le pregunto a Brower.

– En ese momento ni siquiera sabían si estaba muerta -dice Brower-. Estaban llamando a los paramédicos. Según los informes, parecía tratarse de una herida de arma de fuego.

– Llamé a tu casa -me dice Susan-. Habías salido, y llamé a Harry. Él acababa de escuchar sus mensajes y me dijo que estabas en el cine. ¿Y Sarah?

– Dentro.

– ¿Quieres que me quede con ella y luego la lleve a casa? -propone Susan.

Pienso durante un instante. Sarah se sentirá defraudada, pero, dadas las circunstancias, no tengo alternativa.

– Vale, de acuerdo. -Llevo a Harry a un lado, a fin de que Susan y Brower no puedan oírnos-. Ve al barco de Jonah y aguarda allí. Si él aparece, llámame al móvil. -Me aseguro de que Harry tiene el número-. No te acerques a él.

Harry me mira.

– ¿No estarás pensando…?

– En estos momentos no sé qué pensar. Llamaré a Mary a su casa, a ver si Jonah ha regresado.

– Ahórrate la molestia -dice Harry-. Yo llamé hace cinco minutos desde el teléfono público de ahí enfrente. No estaba en casa. Ella no lo ha visto en todo el día.

– Fantástico. ¿Le contaste a Mary lo sucedido?

– No. Me pareció que no había por qué preocuparla.

Recapacito durante unos momentos.

– Suade tenía un millón de enemigos. ¿Por qué han de sospechar de nuestro cliente?

– Eso pregúntaselo a Brower. Ya viste su expresión. Además, si Jonah ha cometido una estupidez, si una conversación con Suade terminó por las malas, ¿qué ocurrirá si vuelve a casa? Si está alterado y es presa del pánico, podría suceder cualquier cosa. -Harry comprende lo que pienso. Asesinato, después suicidio… todo entra dentro de lo posible.

– Entonces, ¿qué quieres que haga yo?

– Olvídate del barco -le digo-. Llama otra vez a su casa. Si Jonah ha regresado, llámame al móvil. Yo estaré con Brower. Si Jonah no está allí, dile a Mary que tenemos que hablar con ella en nuestro bufete.

– ¿A estas horas?-pregunta Harry.

– Tenemos que sacarla de esa casa hasta que sepamos qué está ocurriendo. Ofrécete a recogerla. Si tienes la certeza de que Jonah no está, llama a la puerta con cualquier pretexto. Sácala de la casa. Hazlo cuanto antes. Llévala al bufete y espera allí. Dile lo que sea. Dile que yo me reuniré con vosotros allí. Si algo no queda claro, más tarde le explicaré lo que sea a Jonah.

– ¿Adónde vas? -pregunta Harry.

– Dado que no conocemos el paradero de nuestro cliente, trataré de que Brower me acompañe a la oficina de Suade. Quizá si voy con él me sea posible entrar en la zona precintada por la policía.

– ¿Para qué?

– Para averiguar qué demonios está sucediendo.

– ¿Podemos hacer algo? -Susan se ha acercado hasta un punto en el que tal vez pueda oírnos.

Palmeo a Harry en la espalda.

– Vete.

Me vuelvo hacia Susan y Brower.

– Sí que podéis -le digo a Susan.

Rebusco en un bolsillo la entrada del cine y se la doy a Susan, cuyas manos están temblando. Me abraza y me da un beso en la mejilla.

– Espero que no le haya ocurrido nada. Me refiero al señor Hale. Estoy segura de que él no ha tenido nada que ver con lo ocurrido. Cuando termine la película, me llevaré a Sarah a mi casa. Las niñas están allí con una canguro. Podrán jugar durante un ratito.

Le doy las gracias, y consulto mi reloj. Son las ocho y veinte. Logro convencer a Brower. Susan me echa una mano, y le dice que me ayude en todo lo posible. Es estupendo que la mujer de uno tenga su propio cuerpo de policía.


Veinte minutos más tarde estoy sentado en el asiento del acompañante del coche oficial de Brower. Estacionamos en el mismo aparcamiento en el que a primera hora de esta mañana vi cómo Suade estaba a punto de atrepellar al vagabundo.

Han sucedido tantas cosas que tengo la sensación de que tales incidentes sucedieron hace un mes.

Los policías parecen tener un sexto sentido, una especie de rayo localizador que los atrae al escenario de una muerte violenta, como las limaduras de hierro son atraídas por un imán. Si la cosa ocurre en un radio de ochenta kilómetros, serán capaces de localizar certeramente y en un santiamén el escenario del crimen. El lugar parece una convención de moteros. Policías con cazadoras de cuero y botas altas.

La escena tiene un aspecto irreal. El parking del centro comercial del otro lado de la calle, frente a la tienda de Suade, está lleno de vehículos de emergencia, luces rotatorias de los coches patrulla y de las unidades de paramédicos, un camión de bomberos, policías controlando el tráfico en Palm y en las calles adyacentes. La gente se detiene a curiosear. Chicos que van de paseo en el coche, buscando lugares en los que haya algo interesante que hacer o que ver.

Al otro lado de la calle, todo el edificio que alberga la tienda de fotocopias, desde la esquina con Palm hasta la tapia del edificio adyacente, tras el aparcamiento trasero de la oficina de Suade, está rodeado por una cinta amarilla: el precinto policial. Los agentes, unos de uniforme y otros de paisano, están por todas partes, pero sobre todo en la parte exterior de la zona precintada.

– Déjeme hablar a mí -dice Brower.

– De acuerdo.

– Qué locura -susurra. Menea la cabeza y sale del coche. Brower no se siente nada feliz haciendo de guía a un abogado defensor, acompañando al enemigo hasta el campamento de los policías. Me apeo por el lado del acompañante y juntos caminamos hacia la aglomeración de policías y periodistas, equipos de cámaras de televisión con sus unidades móviles, parabólicas apuntadas hacia el cielo. Cruzamos la calle.

Hay un gran furgón azul estacionado en el exterior de la cinta amarilla con grandes letras blancas en un costado: «DICCSD.» Sus dos puertas traseras, vigiladas por un policía de uniforme, están abiertas.

– División de Investigación Científica del Condado de San Diego -dice Brower en un susurro.

– Ya lo veo.

– Si ésos están aquí, es indudable que Suade no murió de muerte natural.

Los de la DICCSD están recogiendo pruebas cuando nosotros nos acercamos.

El gran coche azul, el que conducía Suade esta mañana, está aparcado en el mismo lugar de antes. Junto a su parachoques posterior izquierdo, varias figuras, una mujer y dos hombres, se hallan en cuclillas bajo las fuertes luces. Uno de ellos está grabando en vídeo. Alcanzo a ver un único pie: la suela de un zapato, lo que parece ser un alto tacón femenino, asoma un poco por detrás de la rueda posterior del coche. No logro ver el resto del cuerpo.

– Johnnie Brower. ¿Qué haces tú por aquí en una noche como ésta? -La ronca voz pertenece a un policía uniformado, un hombretón de amplia sonrisa. En sus hombros dé toro lleva galones de sargento. Se encuentra junto a la cinta amarilla, y tiende una mano a Brower. Éste la estrecha.

Yo permanezco a un lado pero cerca, pisándole los talones a Brower, de manera que si éste pasa por debajo de la cinta, yo pueda hacer lo mismo.

– Sólo he venido a cerciorarme de que no echáis a perder las pruebas -dice Brower-. Sam, te presento a Paul. Paul Madriani, éste es Sam Jenson, uno de los mejores policías de San Diego.

Sam me estrecha la mano y me mide con la mirada. Alza una ceja. Sabe que Brower es de confianza, pero en cuanto a mí no está tan seguro.

– Por casualidad, pasábamos por aquí en coche -dice Brower-. ¿Qué sucede?

– Están a punto de meter el cadáver en la bolsa -dice Jenson-. A ver si esto termina de una vez. -Levanta las puntas de los pies y se mece sobre los talones-. Se me están poniendo los pies planos.

– ¿Y ahora te das cuenta? -pregunta Brower.

– Bueno, sí, los auténticos policías tenemos que trabajar para vivir. No como ciertos funcionarios que conozco. Por favor, señor policía, no me golpee con esa regla. -Jenson mira a Brower, luego me guiña un ojo y ríe jovialmente.

– Lo recordaré la próxima vez que me llamen para intervenir en una pelea doméstica -dice Brower-. Haré que un policía de verdad sea el primero en traspasar la puerta.

– Eso somos nosotros, carne de cañón con los pies planos -dice Jenson.

– Bueno, ¿qué ha pasado aquí? -pregunta Brower.

– Parece que se la cargaron cuando salía del trabajo para irse a casa. La cosa ocurrió en la parte posterior de su tienda.

– Mala forma de terminar la jornada -dice Brower.

– Muy mala.

– Bueno, ¿qué piensa la policía?

– Probablemente se trata de un robo -dice Jenson-. Los de la DICCSD están rastreando la zona a fondo, pero aún no han encontrado el arma.

– ¿Cómo la mataron? -pregunta Brower.

– Con una pistola de pequeño calibre. Eso es lo que dicen los paramédicos que llegaron aquí antes que nosotros. Probablemente le dieron una patada al arma y la enviaron hasta el edificio de enfrente. Ya sabes cómo son: echan a perder todas las pruebas. Para cuando llegamos al lugar del crimen, nos es imposible saber dónde estaba cada cosa. Uno busca un orificio de bala, y ellos hacen una puñetera traqueotomía encima de él.

– Eso parece un voto en contra de la asistencia de primeros auxilios.

– Pues sí. Además, a la mujer los paramédicos no le sirvieron absolutamente de nada -dice Jenson.

– ¿Quién dio el aviso?

– Un buen ciudadano por su teléfono móvil -dice el policía-. Un borracho se plantó frente al coche de la tipa, le hizo seña de que parase y ella hizo caso, sabe Dios por qué. Deberías echarle un vistazo al tipo.

Los labios de Jenson están curvados en una amplia sonrisa. El policía mira a su alrededor, primero a un lado, luego al otro, y encuentra lo que busca detrás de donde nosotros nos hallamos, en el interior de uno de los coches patrulla estacionados.

– Ahí está. -Señala con un dedo-. El tipo parece un fugitivo de la leprosería del padre Damián. Da miedo mirar debajo de los harapos. La nariz lo mismo se le cae. Hice que lo metieran en el coche patrulla de Jackson, porque no quería que me dejara el mío hecho un asco.

– La graduación tiene sus privilegios -dice Brower.

– Desde luego.

Jenson y Brower continúan charlando mientras yo estudio al individuo en la parte trasera del coche patrulla. Debido a la oscuridad, lo único que alcanzo a ver es una silueta. Pero si me cabe alguna duda, ésta queda despejada por el carrito de supermercado que hay junto al parachoques posterior del vehículo policial. No pueden existir dos con las mismas bolsas de plástico en el interior y con una de las ruedas que no llega a tocar el suelo. Las bolsas de plástico son las mismas que yo he visto esta mañana desperdigadas por el suelo.

– ¿El vagabundo vio algo? -pregunta Brower.

Jenson responde con un encogimiento de hombros.

– Digámoslo así: si yo fuera el puñetero asesino, nada me gustaría más que tenerlo a él como testigo.

– ¿Cabe la posibilidad de que el culpable sea él? -pregunto.

– Sólo si alguien le enseñó dónde estaba el gatillo e impidió que chupase el cañón del arma confundiéndolo con el gollete de una botella. No creo que esté entre los sospechosos. Dos agentes tuvieron que llevarlo en volandas hasta el coche, porque el tipo caminaba a paso de tortuga.

– ¿No hay otros testigos? -pregunta Brower.

– Hasta ahora no hemos encontrado a ninguno -responde, negando con la cabeza-, aunque la noche es joven.

Mientras hablamos, otro hombre, un técnico en mangas de camisa y con el nudo de la corbata aflojado, se acerca a la cinta amarilla. El tipo lleva guantes quirúrgicos blancos, y Jenson levanta la cinta para que el otro pueda pasar por debajo sin inclinarse demasiado. El técnico lleva dos pequeñas bolsas de papel en una mano, y una bolsa de plástico para meter pruebas en la otra.

– ¿Qué llevas ahí, Vic? -Jenson es todo ojos.

– Mira. -Vic, el técnico, le muestra la bolsa transparente, en cuyo interior hay un casquillo de bala de reducido calibre. Es tan pequeño que a esta distancia casi resulta imposible verlo-. Tres ochenta -sigue-. Suficiente para liquidarla. El tiro fue a quemarropa. Encontramos el casquillo junto al cuerpo. Creemos que tras el disparo se enganchó en las ropas de la mujer. Cuando el tipo la echó fuera, el casquillo cayó al suelo.

– ¿Qué es eso de que «la echó fuera»? -pregunta Brower.

– Suponemos que la mujer estaba en el interior de un coche aparcado frente al callejón con el tipo que la mató. Él le pegó el tiro en el interior del vehículo, echó el cuerpo fuera, y se alejó callejón abajo. -Señala en la dirección adecuada con la mano en la que sostiene las bolsas de papel.

– ¿Cómo llegasteis a esa conclusión? -pregunta Jenson.

– Porque sobre el cadáver encontramos cosas que parecen proceder del cenicero del coche.

– ¿Qué cosas?

Vic abre una de las bolsas de papel, mete en su interior la mano enguantada y, cuidadosamente, saca dos colillas de cigarrillo.

– Tienen pintalabios en la punta -dice el técnico-. ¿Lo ves? Aquí. Parece que es del mismo color que el lápiz labial que la víctima llevaba en el bolso. Y la marca de los cigarrillos también es la misma.

– ¿El bolso estaba junto al cadáver?

– Y el billetero, con doscientos dólares en efectivo, las llaves y suficientes tarjetas de crédito como para que un yonqui pudiera haber pasado todo un fin de semana haciendo compras.

– O sea que no se trató de un robo -dice Jenson.

– Parece ser que no. Pero el tipo se dejó algo más -dice el técnico.

Vuelve a meter las colillas de cigarrillo en la bolsa, abre la otra y mete la mano en ella. Esta vez, lo que saca es de mayor tamaño, marrón y cilíndrico: la colilla de un cigarro bastante grande.

– Quizá encuentren mascadas en él -dice. Se refiere a impresiones dentales que un técnico forense puede vaciar para identificar a su propietario por la mordida.

Sospecho que los del laboratorio forense van a trabajar horas extra en el puro. Puedo darme cuenta de que Brower ha tenido la misma idea que yo.

De momento, lo único que hace es mirarme, la viva imagen de la inquietud. Mete la mano en el interior de la chaqueta y palpa algo que lleva en el bolsillo de su camisa polo. Encuentra lo que busca: el cigarro que hace unas horas le dio Jonah durante la reunión que tuvo lugar en mi bufete.

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